En mis lacerados oídos palpitan incesantemente un chillido y un aleteo
de pesadilla, y un breve ladrido lejano, como el de un descomunal
sabueso. No es un sueño... y temo que tampoco sea locura, ya que son
muchos los hechos que me han acaecido para que pueda permitirme esas
piadosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo
sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto
de volarme la cabeza por terror a ser destrozado de la misma manera. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía se pasea Némesis, la diosa de la venganza negra, que me incita a la aniquilación.
¡Que
el cielo perdone la demencia y la morbosidad atraída por la nefasta
suerte! Hartos de los temas de un mundo prosaico, donde incluso los
placeres del romance
y de la aventura pierden rápidamente su color, St. John y yo habíamos
seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales
que prometían erradicar nuestro tedioso aburrimiento. Los enigmas de los
simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su
época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su
atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los
decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la
profundidad de nuestras penetraciones. Baudelaire
y Huysmans no tardaron en cansarnos, hasta que no quedó otro camino que
el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y
aventuras personales. Aquella espantosa necesidad de emociones nos
condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual
estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso
sendero de los saqueadores de tumbas.
No puedo revelar los
detalles de nuestras brutales expediciones, ni nombrar el valor de los
trofeos que adornaban el anónimo museo que creamos en la monolítica casa
donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un
lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico habíamos
reunido un universo de terror y
de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una
estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados
esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una
extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas
hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo
apetecía: a veces el perfume de pálidos lirios fúnebres, a veces el
narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y
a veces (¡cómo me estremezco al recordarlo!) la espantosa fetidez de
una tumba descubierta.
Alrededor de las paredes de aquella
repulsiva habitación había féretros de antiguas momias alternando con
hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente
embalsamados por el arte del moderno, y con lápidas mortuorias
arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas
vasijas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en
diversas fases de descomposición.
Había estatuas y cuadros, todos
perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un
portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía
ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a
publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de
metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces
disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una
multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de
objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas.
Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio.
Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en
destruirme a mí mismo.
Las expediciones, en las cuales recogíamos
nuestros tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el
punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros,
sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de
humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad
lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de
expresión, y brindábamos a sus detalles un minucioso cuidado. Una hora
inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo
césped, destruían para nosotros la fervorosa emoción que acompañaba a la
exhumación. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones
excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y
fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una
espantosa e inevitable fatalidad.
¿Qué espantoso destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda
acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que
en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto
del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos
finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras
alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían
tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas
losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la
antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al
pálido cielo; los insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las
tejas de un alejado rincón; los olores a humedad, a vegetación y a cosas
menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna
procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste
aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver. Al oírlo
nos estremecimos, recordando las leyendas
de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había
sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las
zarpas y los colmillos de un execrable animal.
Luego, nuestros
azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir
una pútrida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan
antigua que conseguimos abrirla.
Mucho era lo que quedaba del
cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto,
aunque quebrado en algunos sitios por las mandíbulas del ser que le
había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y
nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus
cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre
semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño
que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a
un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba
exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de
jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, de
bestialidad y odio. En torno de la base llevaba una inscripción en unos
caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo,
como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable
cráneo.
En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo.
Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo
hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que
nos parecía familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon
del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los
devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No
nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por
el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.
Apoderándonos
del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso
cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal
como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente
del horrible lugar, con el amuleto en el bolsillo de St. John, nos
pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que
acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante
alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos
saberlo a ciencia cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos
en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el
leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de
otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos
de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a
suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin
amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en
una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta
sonaba muy raramente la llamada de un visitante.
Ahora, sin
embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce
en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también
alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las
de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo
voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca
cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un
aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos
permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a
nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos
pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade
reposaba ahora en nuestro museo. Leímos mucho en el Necronomicón
de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las
almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por
lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La
noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi
dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero
sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie.
Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una
absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo.
Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades
pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.
Cuatro días
más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso
arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor
a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que
nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las
luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par;
se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara
precipitadamente, una rara mezcla de susurros. En aquel momento no
tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos
enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con
la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente
incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.
Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror,
mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos
ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra
vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más
dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna
misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran
ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria
parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno
cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido
llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre
encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca
una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.
El horror
alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a
casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue
atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían
llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al lugar:
llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra
silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi
amigo estaba muriendo cuando me acerqué a él y no pudo responder mis
preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:
-El amuleto..., aquel maldito amuleto...
Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.
Lo
enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y
murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en
vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil
aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me
atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el pantano una ancha y nebulosa
sombra que volaba, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo.
No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me
dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de
jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día
siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y
enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres
noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar
unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras
paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno
de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte
que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado
a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Al día siguiente
empaqué el amuleto de jade verde y viajé hacia Holanda. Ignoraba lo que
podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente
propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de evadir
la amenaza que pesaba sobre mi. Lo que pudiera ser el sabueso, y los
motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas;
pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo
cementerio, y todos los hechos siguientes, incluido el moribundo susurro
de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo
del amuleto. En consecuencia, me hundí en la desesperación cuando, en
una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de
aquel único medio de salvación.
Aquella noche, el aullido fue
más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso en
el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por
unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal
desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante
toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al
aullido de un gigantesco sabueso.
Al anochecer me dirigí de nuevo
al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas
sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia
la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de
hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un
modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El
aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a
la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los
murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del
sepulcro.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera
para rezar o para murmurar disculpas al tranquilo esqueleto que reposaba
en su interior; pero, más allá de mis motivos, ataqué el suelo medio
helado con una desesperación tanto mía como de una voluntad dominante
ajena a mí mismo. La excavación resultó fácil, aunque en un momento me
encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió
del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta
que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la
caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.
Aquél fue el último acto racional que realicé.
Ya
que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos
murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado.
Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces,
sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo,
mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos
ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón,
como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas
dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco
sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal
amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que
mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.
La
locura viaja sobre el viento..., garras y colmillos afilados en siglos
de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de
las ruinas de los templos enterrados de Belial...
Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada
monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me
hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo
desconocido.
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