Silvia, joven provinciana originaria de una zona rural del centro del
país, emigró a Estados Unidos para trabajar convencida de que ahí se
encontraba su futuro. Para hacerlo tuvo que desafiar a su madre, a quien
le disgustaba la idea, pues su hija apenas había cumplido 19 años.
El 10 de enero Silvia llegó a casa de su primo David, quien llevaba 10 años residiendo en el lugar. Pronto, Silvia logró colocarse como empleada doméstica con una familia formada por los padres y dos hijas adolescentes de nombres Liza y Fanny. Silvia constantemente tenía roces con las hijas, ya que ellas tenían ideas racistas a las que la joven trató de no darles importancia. Al paso de los meses conoció en detalle el estilo de vida de la familia, con el cual no estaba muy de acuerdo. Sobre todo le preocupaba que las hijas casi todas las noches realizaran rituales extraños en sus habitaciones.
Cierto día Liza y Fanny se fueron como de costumbre al colegio y Silvia se dispuso a arreglar su habitación como todas las mañanas, pero esa ocasión fue especial. La joven encontró en el piso tres muñecos de trapo con alfileres y como estaban en el piso creyó que ya no servían y los tiró a la basura.
Un gran problema se originó cuando las colegialas regresaron y no encontraron sus misteriosos muñecos, más cuando se enteraron de que Silvia los había arrojado a la basura. No quisieron acusarla con sus padres, pues no deseaban que se enteraran de sus actividades de brujería. Optaron por amenazarla, advirtiéndole que se iba a arrepentir de lo que había hecho, pues una maldición muy fuerte caería sobre ella.
Silvia, aunque se atemorizó, trató de olvidar las amenazas y continuó trabajando. Pasaron varios días. Una noche, cuando se disponía a dormir, tuvo un horrendo sueño. Experimentó la situación más espantosa de su vida al sentirse violada por un monstruo mitad hombre y mitad macho cabrío que con voz cavernosa le dijo:
—Eso querías, maldita. Ahora serás mía y pagarás por tu error.
Amanecía cuando Silvia despertó sobresaltada y sintió que los órganos genitales le dolían mucho, y entonces se alarmó al darse cuenta de que en su ropa interior aparecía una enorme mancha de sangre. Sin saber qué hacer, desconcertada, se dedicó a su trabajo, pero la actitud de Liza y Fanny hacia ella cambio.
Esa mañana se sentaron a la mesa para desayunar las hijas de sus patrones, quienes soltaron unas risitas sarcásticas. Liza le dijo:
—Te gustó, ¿verdad? Ya sabemos que te conseguiste un amante.
Y las dos echaron a reír.
Silvia no soportó más, se dirigió a su cuarto y se echó en la cama a llorar desconsolada.
Pasaron los días y Silvia no lograba superar la impresión que le había causado la traumática vivencia, y no se atrevía a contarla a su primo o a la familia, pues estaba segura de que no le creerían.
Para completar la serie de desgracias que vivía, su ciclo menstrual no llegó cuando lo esperaba, cosa en lo que el cuerpo de la joven había sido siempre muy exacto. Dos semanas más tarde Silvia cayó desmayada al lavar ropa y sus patrones la llevaron con un médico que, luego de practicarle unos exámenes, dictaminó que Silvia esperaba un bebé. La joven trató de explicar lo sucedido la noche terrible y mencionó que por lo demás ella era virgen, pero todo fue inútil.
La grave situación provocó que sus patrones prescindieran de sus servicios y la devolvieran al primo, quien le reprochó a Silvia:
—Lo siento mucho, prima, pero has defraudado mi confianza. ¿Piensas que soy tan idiota como para creer ese cuento tan burdo? Por lo menos deberías ser sincera y aceptar que te fuiste con un fulano. Voy a regresarte a tu casa y a ver qué le cuento a mi tía. Se me cae la cara de vergüenza sólo de pensar en lo que me dirá. Todo por culpa de una golfa como tú.
Silvia sintió que el mundo se acababa para ella. Días después llegó a su casa, donde por supuesto no le creyeron, le propinaron una buena tunda y la corrieron. Según sus parientes, había deshonrado a la familia.
En algún momento Silvia intentó quitarse la vida, pues se sentía sola y vacía, sin que nadie la apoyara y sin que nadie siquiera le creyera. Su última esperanza era su abuelita Flor, madre de su difunto padre, la que por cierto no se llevaba bien con la familia materna porque se dedicaba a hacer limpias espirituales y la consideraban bruja. No sólo le creyó a Silvia sino que le ofreció casa, alimentos y demás ayuda. La joven por lo menos tenía ahora una pequeña luz de esperanza y el consuelo de alguien.
—Hija, a esos diablos que violan a las mujeres se les conoce como íncubos. Tal vez te lo enviaron y yo no puedo retirarte un mal de esa magnitud porque es una brujería muy poderosa. Pero no te preocupes, conozco a una hechicera que te puede ayudar —le dijo su la abuela.
Tres semanas después Silvia y su abuela se dirigieron a la sierra y caminaron día y medio para llegar a la pequeña comunidad en que habitaba la hechicera. Ella les dijo que era una situación muy grave y tendría que hacer ciertos ritos para sanar a la muchacha. A solas, la hechicera le indicó a la abuela:
—Haremos que el producto fecundado en sus entrañas, que es un hijo del diablo, abandone su cuerpo pero no le digas nada a la chamaca para que no se espante.
Y pidió que le llevaran unos animales, yerbas y ciertos objetos para realizar el trabajo. Reunido lo que requería, la hechicera las citó a las doce de la mañana, momento en que inició un ritual. Más tarde le dio a beber a Silvia una pócima que la durmió y comenzó los trabajos de sanación en compañía de dos personas más y doña Flor. Al cabo, los presentes se llevaron una gran sorpresa cuando vieron que del cuerpo de Silvia salía un pequeño monstruo sin vida. El pequeño cuerpo estaba cubierto de escamas, por la boca grande se asomaban enormes dientes y tenía patas de cabra.
La hechicera tomó los restos del monstruo y los arrojó a una fogata, a la vez que pronunciaba palabras extrañas a manera de rito. Las llamas se elevaron casi tres metros ante el asombro de doña Flor. Horas más tarde Silvia recobró el conocimiento y al preguntar qué había sucedido su abuela le dijo que ya la habían curado, pero tenían que permanecer en esa comunidad cuando menos tres días para que se repusiera físicamente y pudiera trasladarse a su casa.
Pasaron la primera noche en una casa de huéspedes. Al amanecer los pobladores del lugar despertaron para enterarse de un hecho trágico. Una anciana había aparecido muerta en el monte, cerca de la comunidad. La noticia corrió como pólvora y doña Flor y su nieta despertaron cuando por la calle pasaba un hombre gritando:
—¡Mataron a la bruja! ¡Mataron a la bruja!
Doña Flor salió de la casa y siguió a las personas que se dirigían al monte. Vaya sorpresa que se llevó al observar el cuerpo de la hechicera que un día antes había ayudado a Silvia. Tenía las extremidades separadas del cuerpo, como si las hubieran arrancado de tajo, y los ojos estallados tal vez a golpes, y una gran estaca le atravesaba el tórax.
La espantosa escena la dejó muda. No podía creer lo sucedido y más la aterraron los comentarios de decenas de curiosos.
—Dicen que la mató el diablo.
—Qué bueno que la mataron, maldita bruja.
—¿Y si su alma regresa y nos espanta?
Doña Flor sentía por la anciana gran aprecio y un especial agradecimiento. Corrió a la casa de huéspedes, tomó una sábana para cubrir los restos, compró unas veladoras que colocó en el piso junto al cadáver y comenzó a rezar por el descanso de su alma. Los vecinos se negaron a rezar, explicando que no lo hacían porque la bruja era hija del mal. Más tarde doña Flor le dijo a su nieta que la hechicera había muerto, pero nunca le detalló en qué circunstancias. A la abuela le quedó la duda de si esa muerte había sido consecuencia de la expulsión del ser monstruoso que su nieta engendraba. Quizá nunca lo sepa a ciencia cierta.
A la semana siguiente doña Flor y Silvia volvieron a su casa, pues al parecer la pesadilla había terminado. Así vivieron unos meses, hasta que una tenebrosa noche de lluvia y tempestad Silvia sufrió otro ataque del ser que hacía meses la había violado. Hoy Silvia se encuentra de nuevo embarazada y ni ella ni su abuela saben cómo terminará el infierno que las atormenta.
El 10 de enero Silvia llegó a casa de su primo David, quien llevaba 10 años residiendo en el lugar. Pronto, Silvia logró colocarse como empleada doméstica con una familia formada por los padres y dos hijas adolescentes de nombres Liza y Fanny. Silvia constantemente tenía roces con las hijas, ya que ellas tenían ideas racistas a las que la joven trató de no darles importancia. Al paso de los meses conoció en detalle el estilo de vida de la familia, con el cual no estaba muy de acuerdo. Sobre todo le preocupaba que las hijas casi todas las noches realizaran rituales extraños en sus habitaciones.
Cierto día Liza y Fanny se fueron como de costumbre al colegio y Silvia se dispuso a arreglar su habitación como todas las mañanas, pero esa ocasión fue especial. La joven encontró en el piso tres muñecos de trapo con alfileres y como estaban en el piso creyó que ya no servían y los tiró a la basura.
Un gran problema se originó cuando las colegialas regresaron y no encontraron sus misteriosos muñecos, más cuando se enteraron de que Silvia los había arrojado a la basura. No quisieron acusarla con sus padres, pues no deseaban que se enteraran de sus actividades de brujería. Optaron por amenazarla, advirtiéndole que se iba a arrepentir de lo que había hecho, pues una maldición muy fuerte caería sobre ella.
Silvia, aunque se atemorizó, trató de olvidar las amenazas y continuó trabajando. Pasaron varios días. Una noche, cuando se disponía a dormir, tuvo un horrendo sueño. Experimentó la situación más espantosa de su vida al sentirse violada por un monstruo mitad hombre y mitad macho cabrío que con voz cavernosa le dijo:
—Eso querías, maldita. Ahora serás mía y pagarás por tu error.
Amanecía cuando Silvia despertó sobresaltada y sintió que los órganos genitales le dolían mucho, y entonces se alarmó al darse cuenta de que en su ropa interior aparecía una enorme mancha de sangre. Sin saber qué hacer, desconcertada, se dedicó a su trabajo, pero la actitud de Liza y Fanny hacia ella cambio.
Esa mañana se sentaron a la mesa para desayunar las hijas de sus patrones, quienes soltaron unas risitas sarcásticas. Liza le dijo:
—Te gustó, ¿verdad? Ya sabemos que te conseguiste un amante.
Y las dos echaron a reír.
Silvia no soportó más, se dirigió a su cuarto y se echó en la cama a llorar desconsolada.
Pasaron los días y Silvia no lograba superar la impresión que le había causado la traumática vivencia, y no se atrevía a contarla a su primo o a la familia, pues estaba segura de que no le creerían.
Para completar la serie de desgracias que vivía, su ciclo menstrual no llegó cuando lo esperaba, cosa en lo que el cuerpo de la joven había sido siempre muy exacto. Dos semanas más tarde Silvia cayó desmayada al lavar ropa y sus patrones la llevaron con un médico que, luego de practicarle unos exámenes, dictaminó que Silvia esperaba un bebé. La joven trató de explicar lo sucedido la noche terrible y mencionó que por lo demás ella era virgen, pero todo fue inútil.
La grave situación provocó que sus patrones prescindieran de sus servicios y la devolvieran al primo, quien le reprochó a Silvia:
—Lo siento mucho, prima, pero has defraudado mi confianza. ¿Piensas que soy tan idiota como para creer ese cuento tan burdo? Por lo menos deberías ser sincera y aceptar que te fuiste con un fulano. Voy a regresarte a tu casa y a ver qué le cuento a mi tía. Se me cae la cara de vergüenza sólo de pensar en lo que me dirá. Todo por culpa de una golfa como tú.
Silvia sintió que el mundo se acababa para ella. Días después llegó a su casa, donde por supuesto no le creyeron, le propinaron una buena tunda y la corrieron. Según sus parientes, había deshonrado a la familia.
En algún momento Silvia intentó quitarse la vida, pues se sentía sola y vacía, sin que nadie la apoyara y sin que nadie siquiera le creyera. Su última esperanza era su abuelita Flor, madre de su difunto padre, la que por cierto no se llevaba bien con la familia materna porque se dedicaba a hacer limpias espirituales y la consideraban bruja. No sólo le creyó a Silvia sino que le ofreció casa, alimentos y demás ayuda. La joven por lo menos tenía ahora una pequeña luz de esperanza y el consuelo de alguien.
—Hija, a esos diablos que violan a las mujeres se les conoce como íncubos. Tal vez te lo enviaron y yo no puedo retirarte un mal de esa magnitud porque es una brujería muy poderosa. Pero no te preocupes, conozco a una hechicera que te puede ayudar —le dijo su la abuela.
Tres semanas después Silvia y su abuela se dirigieron a la sierra y caminaron día y medio para llegar a la pequeña comunidad en que habitaba la hechicera. Ella les dijo que era una situación muy grave y tendría que hacer ciertos ritos para sanar a la muchacha. A solas, la hechicera le indicó a la abuela:
—Haremos que el producto fecundado en sus entrañas, que es un hijo del diablo, abandone su cuerpo pero no le digas nada a la chamaca para que no se espante.
Y pidió que le llevaran unos animales, yerbas y ciertos objetos para realizar el trabajo. Reunido lo que requería, la hechicera las citó a las doce de la mañana, momento en que inició un ritual. Más tarde le dio a beber a Silvia una pócima que la durmió y comenzó los trabajos de sanación en compañía de dos personas más y doña Flor. Al cabo, los presentes se llevaron una gran sorpresa cuando vieron que del cuerpo de Silvia salía un pequeño monstruo sin vida. El pequeño cuerpo estaba cubierto de escamas, por la boca grande se asomaban enormes dientes y tenía patas de cabra.
La hechicera tomó los restos del monstruo y los arrojó a una fogata, a la vez que pronunciaba palabras extrañas a manera de rito. Las llamas se elevaron casi tres metros ante el asombro de doña Flor. Horas más tarde Silvia recobró el conocimiento y al preguntar qué había sucedido su abuela le dijo que ya la habían curado, pero tenían que permanecer en esa comunidad cuando menos tres días para que se repusiera físicamente y pudiera trasladarse a su casa.
Pasaron la primera noche en una casa de huéspedes. Al amanecer los pobladores del lugar despertaron para enterarse de un hecho trágico. Una anciana había aparecido muerta en el monte, cerca de la comunidad. La noticia corrió como pólvora y doña Flor y su nieta despertaron cuando por la calle pasaba un hombre gritando:
—¡Mataron a la bruja! ¡Mataron a la bruja!
Doña Flor salió de la casa y siguió a las personas que se dirigían al monte. Vaya sorpresa que se llevó al observar el cuerpo de la hechicera que un día antes había ayudado a Silvia. Tenía las extremidades separadas del cuerpo, como si las hubieran arrancado de tajo, y los ojos estallados tal vez a golpes, y una gran estaca le atravesaba el tórax.
La espantosa escena la dejó muda. No podía creer lo sucedido y más la aterraron los comentarios de decenas de curiosos.
—Dicen que la mató el diablo.
—Qué bueno que la mataron, maldita bruja.
—¿Y si su alma regresa y nos espanta?
Doña Flor sentía por la anciana gran aprecio y un especial agradecimiento. Corrió a la casa de huéspedes, tomó una sábana para cubrir los restos, compró unas veladoras que colocó en el piso junto al cadáver y comenzó a rezar por el descanso de su alma. Los vecinos se negaron a rezar, explicando que no lo hacían porque la bruja era hija del mal. Más tarde doña Flor le dijo a su nieta que la hechicera había muerto, pero nunca le detalló en qué circunstancias. A la abuela le quedó la duda de si esa muerte había sido consecuencia de la expulsión del ser monstruoso que su nieta engendraba. Quizá nunca lo sepa a ciencia cierta.
A la semana siguiente doña Flor y Silvia volvieron a su casa, pues al parecer la pesadilla había terminado. Así vivieron unos meses, hasta que una tenebrosa noche de lluvia y tempestad Silvia sufrió otro ataque del ser que hacía meses la había violado. Hoy Silvia se encuentra de nuevo embarazada y ni ella ni su abuela saben cómo terminará el infierno que las atormenta.
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