En
México, existe la leyenda de los nahuales. Se trata de historias que
van más allá de la mera tradición popular, pues para una gran cantidad
de gente, aún en nuestros tiempos y en nuestras grandes ciudades, estos
seres son reales.
Aunque
estas narraciones se mencionan con regularidad en prácticamente todas
las culturas antiguas, el nahual es un ser mitológico de raíz mexicana.
Su nombre, nacido del náhuatl, significa doble o proyectado.
De
acuerdo con la tradición prehispánica, los dioses aztecas, mayas y
toltecas poseían la facultad de adoptar formas animales para interactuar
con el ser humano. Cada dios solía transformarse en uno o dos animales.
Tezcatlipoca, por ejemplo, se aparecía convertido en jaguar o coyote;
en tanto, Huitzilopochtli se manifestaba con apariencia de colibrí.
Además,
cada persona, desde su nacimiento, poseía el espíritu de un animal que
se encargaba de protegerlo y aconsejarlo, principalmente durante el
sueño. Estos espíritus también eran llamados nahuales.
Sin
embargo, mediante la magia, los brujos y chamanes podían establecer un
fuerte vínculo con su nahual, de modo que sus sentidos se agudizaban
notoriamente. Pero había otro modo de aprovechar al nahual personal.
Quienes se adentraban en el conocimiento de las cosas ocultas, lograban
transformarse en su animal guía. De este modo, en México se le conoce
como nahual al brujo que tiene la habilidad de transformarse.
Este
don, que recibían gracias a sus estudios y pactos con espíritus, podía
ser utilizado para el bien, generalmente al convertirse en una especie
de vínculo con el mundo sobrenatural. Pero también solía ser usado para
otros propósitos, como la maldad. Por ello, a los nahuales normalmente
se les teme.
Son
muchos los casos que he escuchado. Algunos antiguos, pero otros, la
mayoría, han sucedido en nuestros días, según las personas que me los
han referido. El nahual es mucho más que una leyenda. Muchos afirman que
es tan real que ellos lo han visto con sus propios ojos.
En su libro Las calles de México, el cronista Luis González Obregón cuenta una historia a la que llama La calle de la mujer herrada.
Dicho
suceso aconteció entre los años de 1670 y 1680, en el número 3 de la
Calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, hoy llamada Perú, en el
centro histórico de la ciudad de México. La casa aún existe, y es la
número 100.
En ese lugar vivía un clérigo, quien, pese a sus votos eclesiásticos, se había amancebado con una “mala mujer”.
Cerca
de ahí, en la entonces Calle de las Rejas de Balbanera, un herrero
había levantado su casa y su taller. El herrero resultaba ser gran amigo
del clérigo, además de su compadre. Gracias a este lazo espiritual, se
creía con el deber de aconsejarlo que dejara a aquella mujer, pues sus
tratos carnales con ella constituían un gran pecado. Por supuesto, el
clérigo jamás escuchó razones.
En
cierta ocasión, avanzada ya la noche, el herrero escuchó fuertes golpes
en su puerta. Temiendo que pudieran ser ladrones, se levantó de la cama
temeroso y preguntó el santo y seña. Resultó que eran dos negros,
quienes aseguraron que llevaban un encargo de su patrón, aquel clérigo
compadre suyo.
Le
rogaba que le herrara la mula, pues muy temprano debía hacer un viaje
al Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrero reconoció la mula de
su compadre, y aunque de mala gana, por lo avanzado de la hora, le clavó
las cuatro herraduras de rigor. Al finalizar la tarea, los dos negros
se llevaron al animal, pero dándole tan tremendos golpes, que el buen
herrero los reprendió.
Muy
de mañana, el herrero salió a ver a su compadre, pues quería saber el
motivo de la urgencia. Grande fue su sorpresa al hallar al clérigo aún
en cama. Le recriminó que lo hubiera despertado a media noche, y que si
tanta era su prisa, por qué se hallaba aún en traje de dormir. El
clérigo escuchó atento la historia, y le explicó que él no había enviado
a ningún criado, que seguramente se trataba de una broma que alguien
quiso jugarle al herrero.
Al
llegar a esta conclusión, ambos comenzaron a reír, y trataron de
despertar a la mujer del clérigo para contarle la travesura que habían
sufrido.
Primero
le hablaron con voz baja, después el tono comenzó a subir e incluso la
movieron. Pero la mujer estaba quieta, perfectamente muerta. Al
destaparla, ambos miraron con horror: los pies y las manos de la mujer
tenían clavadas las cuatro herraduras que el herrero había colocado en
las pezuñas del animal. Su cuerpo mostraba golpes por todos lados: los
golpes que los dos negros habían propinado tan cruelmente a la mula la
noche anterior.
Otras muchas historias me han contado; todas ellas, ocurridas en nuestros días. He aquí las más interesantes.
Un
pintor de brocha gorda me refirió una anécdota, ocurrida en su pueblo
de origen, situado en el Estado de México. Ahí, afirmó, tenía un grupo
de amigos, con quienes solía pasar el tiempo. Los fines de semana,
habían adoptado la costumbre de irse al fondo de una barranca a tomar y
platicar.
Una
noche, cuando se encontraban en aquel lugar, sentados alrededor de una
fogata, comenzaron a escuchar ruidos extraños. Ninguno dijo nada. De
pronto, un remolino surgió de la nada y los envolvió con tanta furia que
los sacudía entre la tierra y los elevaba varios metros. Aunque no
recuerda cuánto tiempo pasó, al finalizar se estrellaron contra el
suelo. Voltearon a verse. Estaban todos, menos uno. En su lugar, se
encontraba un perro que los miraba con ojos atentos y divertidos. El
perro de pronto esbozó una gran sonrisa y comenzó a reír. Ninguno se
esperó. Salieron huyendo a toda prisa.
Al
día siguiente, dos de aquellos amigos caminaban por las calles del
lugar, mientras platicaban del suceso. En eso estaban cuando escucharon
la voz de aquel amigo suyo que había desaparecido después del remolino.
“¡Adiós, cuñado!”. Voltearon pero no encontraron a nadie. Siguieron
caminando y escucharon otra vez la misma voz y la misma frase. “¡Adiós,
cuñado!”. Esta vez, al voltear, miraron al perro de la noche anterior.
Se le quedaron viendo fijamente, y el perro se echó a reír. “No se
asusten, que soy yo…”. Pero no lo dejaron acabar de hablar. Salieron
corriendo, esta vez más asustados que nunca.
Pasaron
algunos días y los amigos volvieron a encontrarse. Le preguntaron a
aquel extraño amigo suyo de qué se trataba todo. Él les dijo: “no tengan
miedo, soy yo, a veces me convierto, y cuando eso pasa se aparece el
remolino de aire. Yo no les voy a hacer nada, pero si se llegan a
encontrar con alguien más como yo, saquen las monedas que traigan en la
bolsa y aviéntenlas al suelo; con eso rompen el hechizo”.
Esto
se les quedó muy grabado, sobre todo una noche, cuando el miedo se les
había pasado y agarraron confianza de volver a ir a la barranca. Entre
la plática y las cervezas, y estando todo en calma, de pronto vieron
desaparecer a aquel amigo suyo. No les dio tiempo de levantarse.
Enseguida vino el remolino que los levantó y los revolcó por todos
lados. Uno de ellos recordó la manera de romper el encantamiento; metió
la mano en su bolsa, agarró un puño de monedas y las aventó al suelo.
Todos
cayeron, atraídos por la gravedad. Al mirar a su amigo, ya convertido
en perro, lo encontraron en medio del remolino, siendo azotado una y
otra vez, mientras con voz de súplica les decía: “ya, ya, recojan las
monedas…”.
El mismo pintor me contó otra historia, sucedida también en su pueblo.
Otros
dos amigos suyos regresaban de una noche de parranda. Era muy de
madrugada, y en medio del campo se toparon con una mula. Una mula muy
grande y muy bella que ninguno conocía. Tan atractivo era el animal que
decidieron llevárselo. Al montarse, y la mula sentir el peso de los dos,
comenzó a correr sin parar y sin que ellos pudieran hacer algo para
detenerla. Al llegar a una cerca, el animal se detuvo de golpe y ambos
se estamparon. Al levantarse y sacudir la cabeza para recuperar la
ubicación, voltearon, y en lugar de la mula, descubrieron a un anciano
al que conocían muy bien. El viejo estaba desnudo, respirando con
dificultad, y con palabras entrecortadas les dijo: “Ah, muchachos, ¡cómo
pesan!”. Por supuesto salieron corriendo hasta estar muy lejos.
Una
tercera historia del pintor: en sus tiempos de juventud, tanto él como
su mejor amigo solían visitar a dos hermosas muchachas quienes vivían en
un pueblo vecino. Un pueblo, en su decir, con mala fama, pues se creía
que estaba repleto de brujos malos.
Cierta
noche, al regresar, montados ambos en una misma moto, sintieron deseos
de detenerse y orinar. Dejaron la motocicleta encendida, para que su luz
iluminara el camino unos metros más allá. En eso estaban cuando
sintieron que algo pasó volando muy cerca de sus cabezas. Voltearon
hacia arriba y sólo descubrieron dos sombras muy grandes que daban
vueltas. De pronto, las sombras bajaron en picada, y en medio de grandes
risas, reconocieron las voces. Pero más aún: reconocieron los rostros:
se trataba de las dos jóvenes a quienes ellos pretendían. Ambas
muchachas, convertidas en aves enormes de plumaje oscuro. Nunca
regresaron por aquellos rumbos.
Esta
otra historia les sucedió a dos de mis tíos abuelos, en el estado de
Durango. Eran jóvenes cuando las primeras películas comenzaron a
proyectarse. El cine era una novedad que nadie podía perderse. Hacia
allá se dirigieron. En el camino, se encontraron con la mujer más bella
que podían imaginar: piel blanquísima, rostro perfecto y cabello largo,
negro y reluciente. La invitaron a ver la película y ella aceptó de
buena gana.
Al
llegar, la sentaron en medio. Aprovechando la oscuridad, comenzaron a
besarla por turnos, ignorando que en realidad estaban pasándose la
saliva el uno al otro. Esto no importaba. Aquella joven tan
excelentemente hermosa lo valía.
Al
finalizar la función, la invitaron a ir a otro sitio. Ella aceptó,
también de buena gana. En el camino, y ya de noche, aquella mujer se
detuvo en un farol para arreglarse la media. Subió su pierna para
apoyarla, y ambos descubrieron la pantorrilla mejor formada que hubieran
visto. Siguieron mirándola: su cintura, su cadera, aquellas piernas
escondidas bajo el vestido limpio y amplio, su cabellera como una larga
noche en vela… estaban encantados con su conquista, así que cuando ella
volteó esperaban encontrar un rostro hermosísimo y vivo. Pero no fue lo
que descubrieron. En vez en eso, de entre la negra cabellera surgió una
cara de caballo que les sonreía.
Estas
historias se repiten prácticamente en cada pueblo, en cada barrio.
Viejos que se transforman en perro, en zorro o en coyote para robarse
las gallinas y el maíz; mujeres hermosísimas con cara de mula o de
caballo; hombres jóvenes que hacen pacto con el diablo y amanecen con
marcas de manos negras sobre su cuerpo, como si se tratara de profundas
quemaduras; después de estos pactos, adquieren la habilidad de
transformarse en animales que deambulan robando, asustando, persiguiendo
a todo aquel a quien se encuentren caminando a altas horas de la noche.
Quienes
los han visto, juran que no es una leyenda. Los describen como enormes
animales, todos muy vistosos, que miran con ojos enfurecidos por el
fuego, o que hablan y se ríen burlonamente. Mi bisabuelo afirmaba que
una noche, mientras regresaba montando su caballo, un enorme cerdo se le
atravesó. El horrendo animal atacaba a su montura, pues en lugar de
orejas presumía un par de cuernos. Mi bisabuelo, charro de Jalisco, tomó
su 45 y le disparó repetidas veces al marrano. Según decía, lo único
que se veía era el fogonazo de su arma, pero no emitía ruido alguno.
Incluso cuando le descargó el revólver, el cerdo continuaba atacando a
su caballo sin mostrar herida alguna.
Algo
similar le sucedió al abuelo de una amiga, en el estado de Hidalgo. A
mitad de la noche, cuando regresaba de sus faenas montado en su caballo,
se topó de frente con un inmenso borrego, tan grande y tan sobrado de
carnes, que no podía creerlo. El animal, lejos de asustarse, embistió al
jinete, quien no tuvo problemas para lazarlo por el cuello, arrastrarlo
y colgarlo de un árbol. Ahí quedó aquel borrego, entre movimientos de
agonía. A la mañana siguiente, cuando el abuelo de mi amiga regresó a
buscar al borrego, y pensando en la sabrosa barbacoa que cocinaría, el
miedo lo invadió. Lo que halló no fue al borrego muerto, sino a una
anciana ahorcada, luciendo en el cuello la reata con que, una noche
antes, la había atrapado.
Leyenda para algunos, realidad para muchos más, los nahuales forman parte del folclor mexicano que se transmite de boca en boca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario