Patricia
Olmos abrió de repente los ojos y no vio nada. En el dormitorio
aún se podía percibir el aroma a suave incienso que había
prendido a media tarde, aquella costumbre ancestral que ella había
adquirido por inescrutables medios atávicos para alejar a los malos
espíritus. Algo que no era cuestionable, dado que las mujeres de
su familia habían practicado el “rito del incienso” desde hacía
décadas, pasando de madres a hijas desde hacía tantos años…
No recordaba.
Siempre
había sido así, eso era un hecho… algo tan arraigado como
la ley de no ser infiel a sus esposos: Las mujeres de la familia Olmos
jamás, bajo ningún concepto, habrían de ponerle los
cuernos a sus maridos. Podrían, eso sí, padecer todas las
penas del desamor, pero jamás demostrarlo. Nunca. Ni aún
cuando los maridos les fueran infieles a ellas, en cuyo caso, tendrían
que soportar con su mejor sonrisa esa cruz, tan pesada para los frágiles
hombros de Patricia.
Poco
a poco se fue acostumbrando a la penumbra de la habitación.
Últimamente tenía el sueño ligero, le costaba dormirse
por las noches y, si lo conseguía, despertaba repentinamente, así,
en mitad de la noche o ya rayando el alba, siendo ya imposible conciliar
el sueño.
Entonces
permanecía quieta, en silencio, con los ojos fijos en el techo,
procurando no despertar a Miguel, que yacía a su lado. Y Patricia
esperaba. Esperaba para poder escapar a la habitación de invitados
en cuanto se aseguraba del sueño de su marido.
La
habitación de invitados, donde dormía Sebastián desde
hacía varios días.
Setián,
como le llamaban todos, era el mejor amigo de Miguel, se conocían
desde que estaban en la guardería. Hacía ya tres días
que estaba con ellos, bajo su mismo techo, por supuesto… Miguel no hubiera
permitido que teniendo él una casa Sebastián durmiera en
un hotel a su paso por Madrid. Craso error, pensó Patricia. Miguel
tenía una confianza tan ciega en ella, o en su familia (la de ella),
que estaba ciego. O quizás, simplemente le daba lo mismo que ella
pudiera fijarse en su amigo.
Hasta quizá lo deseaba, para librase de culpa.
Hasta quizá lo deseaba, para librase de culpa.
Patri
giró la cabeza para observar a su marido. Apenas llevaban dos años
de casados, pero ella sentía que habían pasado siglos: no
había sido fácil. En absoluto. Le habían casi obligado
a casarse con él porque era un buen muchacho, de buena familia (vamos,
con pedigree… y bien cubiertas las espaldas), guapo, atlético…
y encima, ella no le amaba. El matrimonio perfecto. Una condena en vida.
Pero lo cierto es que cuando se casó con él, Patricia no
estaba enamorada de nadie, así que tampoco le supuso una tragedia.
Ella solo amaba la pintura, su sueño era llegar lejos y estudiaba
Bellas Artes, pero…el matrimonio arrasó con todo. Tuvo que quedarse
en su casa, con la pata quebrada, como quien dice, jugando a las casitas
con un hombre al que apenas veía. Casi que mejor, porque juntos
solo sabían discutir.
Se
colocó de costado y apoyó la mejilla en la palma de su mano
izquierda, extendida, para mirarle mejor. Él dormía tranquilamente,
como si no hubiera absolutamente nada en el mundo que pudiera alterar su
descanso, y ajeno al insomnio y a las excursiones nocturnas de su mujer.
Quizás el incienso no cumpliera su cometido, o quizás simplemente
que los milagros ya no tenían cabida en la derrota de sus vidas;
después de tantos y tantos naufragios y abdicaciones, la Nada. ¿Dónde
subyacía el error, en qué momento todo se había quebrado?
Se
incorporó en la cama y, alargando el brazo, se colocó sobre
los hombros su suave bata de seda. Caminó de puntillas hacia la
puerta, furtiva, huyendo de la insensible bestia dormida. Avanzó
por el largo pasillo del chalet como en una ensoñación, hasta
llegar a la puerta del cuarto de invitados. Accionó el pomo y abrió
exaltada, expectante, como si dentro se hallara el más preciado
de los tesoros. Setián, adorado Setián… allí estaba
él, tumbado de espaldas, el contorno de su cuerpo perfectamente
delineado por la fina sábana que le cubría hasta medio pecho.
Ella se acercó a los pies de la cama y sujetando uno de los extremos
de la misma, la deslizó pausadamente hacia abajo, destapando aquel
cuerpo que tanto deseaba, aquel cuerpo que consideraba ya suyo a pesar
de que aún él no lo supiera… aquel tantas veces explorado
en silencio, un día tras otro, siempre entre las penumbras del cuarto
de invitados donde Setián dormía y sin que ella se atreviera
ni tan siquiera a rozarle… ¿Cuántas mujeres habrían
recorrido aquella divina anatomía? ¿Cuántas conocerían
los recovecos de Setián, toda su orografía? Frunció
el ceño, molesta por las cuestiones que siempre le asaltaban en
los mejores momentos.
Fue
entonces cuando Patricia dio el primer paso, apoyando por primera vez las
manos sobre la cama de Setián, después de tantos días
observándole a escondidas. Y pensando en su madre, en sus tías,
en su abuela, se sentó en la cama.
Se
inclinó hacia el pecho de Setián, entrecerrando los ojos,
sintió su olor. Eso le reconfortó. Posó su mano derecha
sobre el vientre de su amante, sintiendo el vello del bajo vientre en la
palma de la mano, pero Setián, con un gruñido, se movió,
quedando frente a ella, completamente desnudo como estaba, completamente
dormido, soñando con solo sabe Dios qué, enteramente entregado
a sus fantasías. Ella descendió a la altura de su cintura
y le rodeó tímidamente con un brazo, conteniendo la respiración,
insegura, sin dejar de mirarle a los ojos por temor a que despertara.
Comenzó a acariciarle el culo prieto, desterrando sus sospechas
de infidelidad ajenas, decidida a disfrutar del cuerpo dormido que tan
confiadamente se mostraba ante ella.
En
un principio simplemente se dedicó a masajear lentamente su retaguardia,
rozando el vello que crecía justo en su profunda raja, tratando
de abarcar, sin éxito, aquellas considerables nalgas con una mano.
Aquel chico tenía un culo precioso, grande (pero no demasiado),
redondo, prieto, con unas nalgas suaves y con miles de pelillos protectores
por entre la raja, un culo capaz de sostener medio mundo. Patricia inició
una prueba de reconocimiento con la punta de los dedos, tratando de alcanzar
el ano… y justo lo había conseguido cuando Setián, notando
que algo andaba mal en ese noble punto inferior, se removió inquieto.
Patricia,
sorprendida, retiró la mano, pero no se movió. Permaneció
inmóvil hasta que, pasados unos segundos, pensó que él
ya no se despertaría. Entonces descendió un poco más,
más allá del bajo vientre, descubriendo la más ansiada
de las riquezas de Setián… acercó su cara al laxo pene y
rozó juguetona, con la nariz, la base, aspirando su aroma, sumergiéndose
en el vello púbico que rodeaba la base de la ansiada verga.
No
se lo podía creer. ¡¡ Ella, Patricia Olmos, con la nariz
hundida en el sexo del mejor amigo de su marido!! Si su familia se enterase…
¡¡ si Miguel se enterase !!.
En
ese preciso instante cerró los ojos, tratando de no pensar. Aquel
era su momento de gloria, quizás el único en el que podría
disfrutar de aquel hombre que tanto deseaba. ¿Violación?
No, por Dios!! Solo era… era… bueno, estaba segura de gustarle a Setián
y… si, seguro que ella también le gustaba a Setián, si, a
veces la miraba… como…¿libidinosamente?. Si. Seguro. Su mano sobre
el fuego no se quemaría.
Mañana
en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal, y caiga tu lanza.
Patri,
más decidida, sujetó con el índice y el pulgar la
base del pene de Setián y se lo introdujo en la boca despacio, casi
ritualmente, acariciándolo con los labios, a la vez que con los
mismos dedos trataba de retirar la piel. Poco a poco la maravilla dormida
comenzó a entrar en calor gracias a su saliva y, despertándose
gratamente sorprendido, se quedó totalmente erecto, grandioso, apetitoso
– ella lo miraba con gula: aquella era una polla convencida de poder acabar
con el mundo de un solo mancajazo. Carne en barra de primera calidad.
Ella
acarició aquel apéndice sagrado, extasiada ante las dimensiones
que había alcanzado, sorprendida por su suavidad y maldiciendo la
semioscuridad que le impedía disfrutar del color de tamaño
prodigio de la naturaleza. Quizás por eso no se dio cuenta de que
Setián acababa de despertarse, seguramente a la par que el despertar
de su miembro, y que la miraba casi sin creérselo, preguntándose
si aún soñaba, viendo a Patricia arrodillada, con su rostro
a pocos centímetros de la punta de su verga y con las manos paseando
libremente por su anatomía más recóndita.
Pero,
pese a su sorpresa, no dijo nada. Es más, siguió haciéndose
el dormido para no despistar a la chica, la mujer de su mejor amigo, quien
le había acogido en su casa, Miguel, su amigo desde la infancia,
Miguel, que seguramente jamás había deseado a su mujer tanto
como la había deseado Setián desde que, días atrás,
la vio por primera vez.
Setián
sentía la respiración acelerada de Patricia sobre si pelvis
y pensó en la cantidad de veces que había imaginado la desnudez
de aquella diosa cada vez que la observaba afanarse en las tareas domésticas,
cuando pasaba a su lado y apenas le rozaba, cuando la veía con esos
vestidos que la tapaban desde la garganta hasta más allá
de las rodillas… “viene de una familia muy católica”, le había
comentado Miguel en un intento de disculpar la forma tan beatífica
que tenía su mujer de vestir… Miguel, el cazador insaciable, que
se estaba acostando día si y otro también con su secretaria,
Miguel, que apenas valoraba a la diosa encubierta que tenía por
mujer. Y ahora, aquella diosa reverenciada, estaba allí, en su cama,
disfrutando como una niña del cuerpo de aquel que no era su marido,
de aquel desconocido a quien creía dormido. El pensar que Patricia
prefería estar con él antes que con su marido le puso malo…
estaba a punto de estallar. Ojalá hubiera podido agarrarla y hacer
que se montara sobre él, que engullera con su sexo su enhiesto miembro,
obligarla a que cabalgara sobre él como jamás – seguramente-
se habría atrevido a hacerlo sobre su marido… pero la respetaba
demasiado. Quería a esa mujer para él, acabar sus días
con ella, de la mano hacia lo que quedara…
No
pudo reprimir un suspiro cuando ella se metió su polla hasta la
garganta, y lo hizo varias veces, con frenesí, hasta que Setián
no pudo más y, casi avergonzado, no alcanzó a evitar correrse
en la boca de Patricia. Pero ella no se apartó, sino que, dirigente,
tragó todo el semen, saboreó todo el semen como si de ambrosía
de dioses se tratara, una delicia de gourmet, como si no hubiera comido
durante siglos… y en verdad era la primera vez que lo probaba. Y le había
gustado tanto, que le lamió el pene hasta que Setián sintió
que le ardía la piel.
Cuando
Patricia estuvo convencida de que ni la más mísera gota de
semen había sido desperdiciada, se incorporó, cubrió
cariñosamente a Setian con la sábana de raso a la altura
de medio pecho, y salió sigilosamente de la habitación, tal
y como había entrado, sin dejar rastro.
Ya
a solas, Setián se incorporó en la cama y palpándose
su nuevamente adormecido miembro, se prometió a sí mismo
que aquello no podría quedar en una simple aventura nocturna de
su anfitriona.
Mientras,
Patricia regresaba a tientas por el largo pasillo.
Había
comprendido que ya no existía razón alguna por la que temer
a la hora del lobo, porque el lobo ya no existía.
Había desaparecido, llevándoselo todo consigo.
Pero aún quedaba vida.
Había desaparecido, llevándoselo todo consigo.
Pero aún quedaba vida.
Se
acomodó en su lado concertado de la cama matrimonial y pronto se
quedó dormida… soñando con los futuros labios que esperarían
soñolientos a que ella los despertara de nuevo…
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