Edimburgo es una metrópoli anclada en épocas
pretéritas. Pasear por sus calles es evocar los pensamientos oscuros
que hubieron de tomar la mente de Robert-Louis Stevenson para crear el
infierno antagónico de Jeckyll y Hyde. Al pisar la Royal mile, la milla
real que vertebra la ciudad vieja desde el castillo hasta el palacio de
Hollyrood, pocos son conscientes de que bajo este empedrado hubo otra
ciudad, callejones de contraluces donde habitan las almas perdidas…
El año, 1347. La peste negra avanza por Europa
Central dejando un reguero de padecimientos y muerte sin parangón hasta
la fecha. Siguiendo la ruta de Crimea se ha extendido como la pólvora,
una vez los mongoles han arrojado con las catapultas los cadáveres de
los apestados contra las murallas de Teodosia, allí donde la última
colonia de genoveses veían aterrados los efectos de la terrible
enfermedad sobre los cuerpos de los afectados. Y de ahí a Italia,
Francia, España, Inglaterra… La mitad de la población del viejo
continente sucumbe bajo la afilada guadaña de la “muerte negra”, el
castigo que en su infinita misericordia los dioses han dejado caer sobre
el hombre, frágil vástago de sus propias debilidades… A tal punto llegó
la situación, que en el año 1561, el monje carmelita y profesor de
teología en la Universidad de París Jean de Venette, aseguró que “tan
grande era la mortalidad, que durante largo tiempo, 500 difuntos eran
llevados en carretas, con gran devoción, al cementerio de los Santos
Inocentes para ser enterrados. Un gran número de santas hermanas, sin
temor atendieron con dulzura y humildad a los enfermos y sin pensar en
el horror, hoy descansan en paz con Cristo, como nosotros piadosamente
lo creemos”. La falta de salubridad en las grandes urbes, las ratas y
pulgas –auténticas transmisoras de las imparable pandemia–, el
hacinamiento de una población que acudía a las ciudades para otear un
futuro más venturoso, los callejones que pasaban por ser enormes
estercoleros dada la carencia de un sistema de saneamiento que eliminase
tanta basura, convertía a éstas en auténticas incubadoras de virus que
campaban a sus anchas, y contra los que el ser humano únicamente podía
combatir con un sistema inmunológico deficiente, dada la carencia de
medicamentos. Y es que cuando la muerte negra se manifestaba el horror
se apoderaba de los entornos, y los apestados se convertían en parias a
los que aislar.
El siniestro nombre derivaba de las enormes manchas
de tonos pardo-negruzcos que afloraban en la dermis del “condenado”, a
lo que posteriormente seguía, durante aproximadamente tres días de
insufrible agonía, la esputación de sangre, tumores de gran tamaño por
toda la anatomía –especialmente bajo las axilas y alrededor del pecho–,
delirios… marcando el final de una vida, en la mayoría de las ocasiones,
castigada por la pobreza. El horror se apoderó de media Europa y parte
de la restante, siendo representado de manera grotesca en el arte de tan
oscuros tiempos. Así nació el Ars Moriendi –“arte de morir”–, un gusto
por lo macabro que llenó de esqueletos, de danzas mortuorias y de
tenebrismo, pinturas, esculturas y obras literarias. Trescientos años en
los que muchos creyeron ver la siniestra figura de Satanás gobernando
aquel infierno…
1665, Edimburgo La gran ciudad del
norte del Reino Unido se debate entre las contiendas, más o menos
bélicas, que mantienen desde siglos atrás con su vecina Inglaterra, y
una epidemia que merma la población por decenas cada jornada. La madera
para hacer ataúdes se ha acabado hace días, y se ven obligados a
enterrar a los muertos cubiertos por mantas en grandes fosas comunes, y a
veces a escasa profundidad. Los cuerpos, en su proceso natural de
putrefacción, permiten la aparición de esporas y microorganismos que
contaminan las aguas subterráneas de las que se nutre la capital de
Escocia, dando pie a nuevas enfermedades. La situación bordea el caos.
El callejón de Mary King, en las entrañas de la ciudad antigua, no
permanecía ajeno a la feroz epidemia; más aún, sus habitantes, gente
humilde cuando no paupérrima, habían empezado a sufrir las consecuencias
de la peste bubónica, llamada así porque su síntoma más visible era la
inflamación de los ganglios –o bubones–, dejando los cuerpos de los
desgraciados llenos de estremecedoras llagas. Tiempo después, cuando
todo pasó, pocos pudieron olvidar los estragos causados por la terrible
dolencia, y muchos menos la silueta del doctor George Rae, que de manera
altruista, enfrentándose a la muerte con una máscara de larga nariz
curvada, en cuyo interior había colocado múltiples hierbas aromáticas
para evitar el contagio, provocaba espanto en el corazón de niños y
adultos, acercándose entre la penumbra, únicamente iluminado por un
candil de aceite, para cauterizar las enormes heridas que destrozaban la
anatomía de los pacientes. La población del callejón, al igual que en
todo el país –y en todo el mundo conocido– se vio mermada en exceso, más
aún después de la drástica medida del Consistorio de levantar un muro
en éste y otros aledaños para evitar que los enfermos escaparan y
extendieran aún más la epidemia. Al derribarlos los cadáveres se
amontonaban en casas y empedrados, y la leyenda de que el lugar había
quedado maldito empezó a circular de boca en boca… Y así, años, décadas…
Los siglos pasaron, y la nueva y floreciente Edimburgo fue ocultando
los callejones de los apestados, fortaleciendo sus cimientos sobre tanta
muerte y desolación, ocultando de los rayos del astro rey un mundo que
en tiempos estuvo sumido en las sombras. Hoy, en pleno siglo XXI, este
reino de contraluces permanece intacto bajo las calles principales de la
maravillosa capital escocesa.
Un lugar encantado Accedemos al
lugar por un callejón que se sitúa junto al City Chambers. Éste fue
levantado una vez demolieron, a mediados del siglo XIX, los delicados
edificios que desde tiempos remotos se alzaban a los cielos,
construcciones preparadas para soportar dos alturas, e incluso hasta
diez, dada la excesiva densidad de población. Sin embargo, esta ciudad
subterránea permaneció en pie, si no completamente, sí de segunda planta
hacia abajo, que es el punto desde donde se inició el derrumbe. Hoy se
rompe el silencio de este mundo de sombras a través de una escalera que
parte de una tienda bien surtida de souvenir, en la que se pueden
encontrar –algo habitual, pues estamos en Escocia– libros de casas,
castillos y cementerios con fantasmas, guías oficiales que nos narran la
historia del singular enclave que estamos a punto de visitar, baratijas
con diseños varios…; en suma, la parafernalia propia de lugares como
éste, el lago Ness, Roma o Jerusalén, cada uno en su propio ámbito… El
guía, un simpático hombretón que ha sustituido el kilt –la típica falda
escocesa– por un pantalón negro, camisa blanca, capa y sombrero, al más
puro estilo de la España del lazarillo, esboza una sonrisa luciendo unas
sonrosadas y voluminosas mejillas, pues ya se sabe que el güisqui por
estas tierras es manjar de dioses. Con voz profunda nos invita a
penetrar en un mundo anclado en ese tiempo de dolor y sufrimiento. Sin
embargo, poco importa lo que diga, porque lo que se percibe al iniciar
el descenso de los centenarios escalones es más importante. La atmósfera
se condensa; la humedad se apropia del ambiente y hay que estar atento a
las irregularidades del terreno ya que la iluminación es deficiente;
más bien justa. El intento de recrear aquellos días está muy logrado.
Las casas se reparten a derecha e izquierda, vacías del bullicio de
otras épocas pero, según dicen, repletas de los espíritus de aquellos
que entre las paredes de este universo subterráneo sufrieron lo
indecible. No es lugar apto para claustrofóbicos. Nuestros pasos
retumban en un laberinto de corredores, haciendo que inconscientemente
miremos adelante y atrás, allí donde, al menos en apariencia, únicamente
queda la oscuridad. Después de los siglos transcurridos, las leyendas
se han adherido al enclave, casi tanto como la gruesa capa de polvo que
lo cubre todo. Los silencios retumban entre las bóvedas; aquí hubo una
cuadra, y hay que tener cuidado para no tropezar con los abrevaderos que
se sitúan a ras del suelo. Cuentan las crónicas que a la estancia
continua, otra casa independiente, allá por el año 1685 se mudó el
anciano procurador Thomas Coltheart. Si bien es cierto que no demasiado
tiempo después abandonaría este mundo, hasta que la parca se lo llevó
sufrió una consecución de fenómenos anómalos que minaron aún más si cabe
su salud. La llegada de la madrugada se convirtió así en sinónimo de
desvelo. No en vano, la primera de las apariciones que se produjeron fue
la cabeza de un anciano barbado, de mirada lasciva, que parecía
desplazarse sin atender a la horrorizada expresión de los espectadores
involuntarios. Al cabo de los días fueron numerosos los supuestos
espectros que vinieron a romper la tranquilidad de las noches, ya no
sólo en la casa de los Coltheart, si no de los inquilinos del callejón,
que a estas alturas sabían de las correrías de los misteriosos
visitantes. Un fantasmal perro persiguiendo a un gato no menos etéreo,
espeluznantes lamentos capaces de encoger el alma del más valiente… Sea
como fuere el viejo procurador se fue de este mundo asustado, convencido
de la autenticidad de los sucesos que le tocó vivir. Y para dar fe de
ello, de la realidad de éstos, no tuvo idea mejor que comentarlo con un
amigo. Lo extraño es que cuando lo hizo, llevaba varias jornadas muerto…
El fantasma de Annie Es probable
que a la mayoría de ustedes el nombre de Aiko Gibo les haga pensar en
alguno de los protagonistas de la magistral serie Mazinger Z. Podría
ser… pero lo cierto es que se trata de una de las médiums más destacadas
de Japón. Parapsicóloga, experta en asuntos varios, se encontraba
realizando una serie para la televisión nipona, ubicando los lugares del
Reino Unido en los que se producían fenómenos paranormales. Escocia y
sus castillos, como es lógico, no podían faltar. Sin embargo, cuando el
rodaje estaba a punto de finalizar, llegó a oídos de los productores que
en el corazón del viejo Edimburgo, más debajo de lo que se veía sobre
la gris superficie, había un sitio que merecía la pena visitar… Y allí
se fueron, y hubo de ser en la pequeña casa –algo más de 20 m2 para una
familia numerosa–, concretamente en la única habitación separada del
resto del hogar por una minúscula puerta, donde la dotada –entiéndase la
cuestión del concepto– se percató de que en aquel lugar se percibía
algo especial; que ciertas energías en las que a veces cuesta creer
estaban apretando con ganas su corazón. Intentó salir pero una fuerza
irrefrenable la llevó nuevamente al interior. Quedó muda. En el rincón,
apenas iluminada por los farolillos que colgaban de las desconchadas
paredes había una niña, en silencio, sin mover un músculo.
Tras los primeros instantes de tensión, finalmente
la pequeña aseguró que había sido abandonada en aquel lugar cuando la
peste de 1644 comenzó a causar estragos, cebándose con especial
intensidad en los habitantes del callejón, dadas las condiciones
precarias en las que éstos vivían. Víctima de la plaga, falleció en esta
habitación, y únicamente pedía que la llevaran nuevamente con sus
padres. Aiko hubo de quedar tan conmocionada como para salir a la calle,
y regresar al cabo de los minutos con un muñeco, asegurando a los
asistentes de tan peculiar escena que mientras en el vacío arcón ubicado
junto a la pared hubiese un juguete, la muchachita descansaría en paz.
Annie se ha convertido por méritos propios en el fantasma más célebre de
Edimburgo, más incluso que su homónimo animal, el perro Bobbie –ver
cuadro–, y son miles, decenas de miles las personas que al cabo del año
visitan el hogar de la aparecida, dejando sus juguetes en el polvoriento
arcón. Un letrero advierte que una vez repleto se envía su contenido a
ONGs que velan por los derechos de los más desprotegidos: los niños.
Empero hay algunos que llevan aquí casi el mismo tiempo que el viejo
barrio, aportando su particular granito de dramatismo y de oscuridad al
entorno… Seguimos ruta. Pasamos por una estancia sobrecogedora: dos
camastros infames contienen los cuerpos de Janet Graig y de sus tres
hijos. Uno de ellos yace muerto a sus pies, cubierto por la áspera tela
de un saco. El otro, primogénito, es atendido por el buen doctor Rae,
parapetado tras su horrible máscara de nariz puntiaguda, antepasado
directo de las actuales antigás, sombrero en ristre y mirada perdida,
mientras el enfermo manifiesta una horrenda mueca de dolor. La mujer,
con la mano cubriendo su rostro, asiste al final del más pequeño de sus
vástagos, el bebé que se retuerce entre sus brazos. La muerte negra está
haciendo bien su trabajo… Una escena igual o parecida se hubo de
desarrollar entre estos sombríos paredones. Constancia hay de ello, como
de que después, los siglos y los millones de personas que han pasado
por el callejón, aseguran observar las presencias de dos pequeños que se
desvanecen en la oscuridad. Sean reales o no estas historias, lo cierto
es que cuesta imaginar, asomándonos a la pequeña ventana que da al
callejón, la tragedia que en pocos años se hubo de vivir en este
siniestro enclave; las condiciones en las que se desarrollaron tan
terribles acontecimientos; la rutina de un lugar pobre, inhumano… De las
ventanas que hay a ambos lados del empedrado, a algo más de dos metros
del suelo, surgen gruesas cuerdas que sostienen ropajes que se zarandean
a causa de un viento que aquí no procede de ningún lugar. Dicen los que
de esto saben que son las almas de de los condenados, abanderados por
Alexander Cant, asesinado en 1535 a escasos metros por una mujer que le
malquería y una suegra que, ahora sí y dando por cierto el tópico, le
odiaba sin esfuerzo. Fue muerto por demandar a la vieja ya que ésta no
se había hecho cargo, como mandaba la ley, de cubrir con sus dineros la
dote de su hija. La mala mujer fue condenada a morir bajo las frías
aguas del cercano lago Nor, dando paso a un contencioso entre Corona y
Consistorio de Edimburgo, ya que el rapaz Jaime V quería hacerse con los
bienes de la ajusticiada, y el edil de la ciudad se empeñaba en repetir
una y otra vez que ella era de allí, y que había sido muerta en la
amurallada urbe. La justicia fue más benigna con la esposa, ya que al
estar embarazada se conmutó la pena hasta que diera a luz, tiempo que
aprovechó para huir a la vecina Inglaterra, donde casó tiempo después
con un rico comerciante. Sea como fuere son dos de los espíritus más
célebres que los viajeros se pueden encontrar aquí. Al menos eso asegura
con criterio el lustroso guía… Nuestro recorrido culmina en la casa de
Andrew Chesney, el fabricante de sierras, el último hombre que habitó
este rincón del subsuelo de la old town. Es interesante ponerse en la
piel de aquel hombrecillo, yermo de cabello y encorvado, que como un
alma en pena vagó libre por los hogares, ya abandonados, de los que aquí
dejaron tristezas y pocas alegrías. Fue, en contra de su voluntad,
obligado a trasladarse a otro lugar ya que toda esta parte del
inframundo que ocupaba iba a quedar sepultada bajo los escombros.
Finalmente no fue así, por lo que la tradición manda que si uno desea
acceder al hogar de Chesney, primero ha de golpear la puerta varias
veces y pedir permiso a su dueño, pues según relatan los testigos, éste
es gruñón y así lo demuestra cuando uno menos lo espera. Atrás queda el
callejón de los secretos, no sin antes dejar que el grupo se adelante,
para disfrutar unos instantes de su soledad; de su silencio. Y es que si
el pasado permanece retenido en un fragmento del espacio-tiempo, ahora,
mientras observo las centenarias casas abandonadas, hay un instante de
esa época en el que los apestados se zarandean buscando apoyo en las
paredes del empinado callejón; un momento en el que Chesney, malhumorado
como casi siempre, cierra de un fuerte tirón la puerta de su casa; una
secuencia en la que Annie llora desesperada pidiendo a los cielos que
sus padres, muertos por la peste, regresen junto a ella… Sensaciones que
únicamente se pueden experimentar en lugares como éste, el más célebre
de los muchos, muchísimos que permanecen ocultos bajo la ciudad que se
abre a los cielos, sitios en los que un don atrofiado años atrás, la
imaginación, se manifiesta con intensidad. Imaginación, o realidad;
quién sabe…
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