Según el cristianismo,
el fin de la misa negra es ridiculizar la ceremonia religiosa cristiana
y, más que nada, el sacrificio de Jesús en la Cruz. Para los católicos,
todos los pasos normales de una misa son desvirtuados, aquí es donde
toma especial importacia la Hostia Consagrada (el cuerpo de Jesús). Al
profanar la Hostia, se insulta no al cristiano sino a Jesús y su obra
de Salvación para con la humanidad. Es normal entre las misas negras
que la hostia acabe pisoteada, mezclada con drogas o siendo parte de
actos sexuales. Es bien conocido que existe un mercado negro de hostia
en el que se pagan sumas desproporcionadas dependiendo del sacerdote o
templo en el que haya sido bendecida.
Si bien en algunos grupos las ceremonias son netamente simbólicas,
en otros que se han hecho con el tiempo más numerosos existen ritos
violentos, en los que se producen incluso violaciones y homicidios.
Las fechas más frecuentes para la celebración son el 30 de abril y Halloween.
Una mujer desnuda se utiliza como el altar en los rituales paganos
porque es el mejor receptor pasivo natural y representa a la madre
Tierra, los demás utensilios deben estar colocados sobre una mesa al
alcance del sacerdote.
El negro es el elegido para vestirse en la cámara del ritual porque es el símbolo de los poderes de las tinieblas.
Los amuletos que llevan la sigla del Baphomet o el pentáculo
tradicional de Satán, son llevados por todos las personas que esten
juntas.
Quienes a partir del siglo XVIII comenzaron a acudir a las misas
negras, lo hicieron por una de estas tres razones, o por las tres: para
romper con la aburrida monotonía de su vida cotidiana, por esnobismo o
por el deseo sincero de adorar a Satanás al mismo tiempo que de renegar
de Dios, en cuyas bondades se confiaba muy poco. Eran estos últimos
fanáticos a los que la religión había desengañado o hundido en la
desesperación. Figuraban también entre los participantes en estas
ceremonias los que iban en busca de nuevos placeres eróticos dominados
casi siempre por el sadismo.
Nacieron las misas negras en forma de tres clases de ceremonias que se celebraban de acuerdo con un orden, siempre el mismo. Se daba inicio renegando de Jesucristo, escupiendo sobre las hostias, pisándolas y atravesándolas con alfileres. Las hostias habían sido fabricadas o robadas de un templo católico. Seguía a esto una serie de cánticos confusos, que entonaban los asistentes sin abandonar su sitio, moviendo el cuerpo acompasadamente.
La ceremonia se celebraba en un local cerrado que tenía como fondo lienzos negros colgando de los muros y se iluminaba con cirios también negros. Además, ardían diversos pebeteros con incienso y drogas enervantes. Desde el principio era de esperar que los asistentes a la misa negra cayeran en un estado de creciente excitación. Quedaban listos para la siguiente fase de la reunión demoníaca.
Aquel acto de apostasía, o abandono de la religión católica, realizado de forma blasfema e insultante, daba paso al sacrificio sangriento celebrado ante el cuerpo desnudo de una sacerdotisa a cuyos costados ardían sendos pebeteros. El humo de ellos desprendido contribuía a crear una atmósfera alucinante y los vapores emitidos embriagaban hasta el delirio a los fanáticos aficionados a la misa negra. Se iban exacerbando los ánimos de todos y en especial la sensibilidad de la joven tendida sobre el altar.
El sacrificio consistía a veces en la simple introducción de una hostia consagrada, debidamente enrollada, en los dos orificios naturales de la sacerdotisa, casi siempre joven y hermosa. De esta tarea se ocupaba el sacerdote oficiante, que pertenecía al sexo masculino. Pero era frecuente que antes de realizarse ese acto se procediera a la muerte ritual de un animal, como sucede con el vudú haitiano, un claro ejemplar de misa negra.
En tales casos era degollado un gallo, un cordero o una cabra jóvenes, entre otros animales, sobre el cuerpo de la mujer. La sangre debía cubrirle el cuerpo entero, en especial el sexo. La sacerdotisa sobre cuyo cuerpo caía la sangre se iba excitando más y más conforme el líquido tibio y palpitante iba cubriendo su cuerpo entero.
La mujer comenzaba a lanzar roncos gemidos, mientras el oficiante, una vez vaciado de su sangre el animal sacrificado, dejaba caer sobre ella, gota a gota, el contenido de un recipiente con forma de cáliz cuya composición debía asemejarse a la de los famosos ungüentos de las brujas antes de volar al aquelarre. Finalmente, el sacerdote deslizaba la hostia por la piel de todo el cuerpo de la joven, la doblaba y la introducía en su sexo abierto. Llegaba así a su fin la segunda fase de la misa negra.
Los asistentes a la ceremonia estaban ya preparados para pasar a la etapa final, que era la carnal. Cada uno de los presentes se abalanzaba sobre la persona que se encontraba más cerca. En aquel momento, a la luz mortecina de los cirios y enardecidos por los vapores desprendidos de los pebeteros, resultaba imposible averiguar a qué sexo pertenecía el ser que había al costado. Sólo el sumo sacerdote sabía a quién dedicaba su entusiasmo erótico: a la joven que yacía sobre el altar, que lo recibiría sin protestar, incluso con entusiasmo, sabiendo de antemano cuál era el papel que tenía que representar.
Se realizaba la orgía, o última fase de la misa negra. El sexo era, como puede verse, el digno remate de una ceremonia practicada en el siglo XVIII, que tuvo sus antecedentes en las ceremonias sagradas de la antigüedad y que ha renacido hoy con increíble vigor. Pero las misas negras y el satanismo actual se han extendido por todo el mundo asociados ahora con un extraordinario consumo de enervantes.
Nacieron las misas negras en forma de tres clases de ceremonias que se celebraban de acuerdo con un orden, siempre el mismo. Se daba inicio renegando de Jesucristo, escupiendo sobre las hostias, pisándolas y atravesándolas con alfileres. Las hostias habían sido fabricadas o robadas de un templo católico. Seguía a esto una serie de cánticos confusos, que entonaban los asistentes sin abandonar su sitio, moviendo el cuerpo acompasadamente.
La ceremonia se celebraba en un local cerrado que tenía como fondo lienzos negros colgando de los muros y se iluminaba con cirios también negros. Además, ardían diversos pebeteros con incienso y drogas enervantes. Desde el principio era de esperar que los asistentes a la misa negra cayeran en un estado de creciente excitación. Quedaban listos para la siguiente fase de la reunión demoníaca.
Aquel acto de apostasía, o abandono de la religión católica, realizado de forma blasfema e insultante, daba paso al sacrificio sangriento celebrado ante el cuerpo desnudo de una sacerdotisa a cuyos costados ardían sendos pebeteros. El humo de ellos desprendido contribuía a crear una atmósfera alucinante y los vapores emitidos embriagaban hasta el delirio a los fanáticos aficionados a la misa negra. Se iban exacerbando los ánimos de todos y en especial la sensibilidad de la joven tendida sobre el altar.
El sacrificio consistía a veces en la simple introducción de una hostia consagrada, debidamente enrollada, en los dos orificios naturales de la sacerdotisa, casi siempre joven y hermosa. De esta tarea se ocupaba el sacerdote oficiante, que pertenecía al sexo masculino. Pero era frecuente que antes de realizarse ese acto se procediera a la muerte ritual de un animal, como sucede con el vudú haitiano, un claro ejemplar de misa negra.
En tales casos era degollado un gallo, un cordero o una cabra jóvenes, entre otros animales, sobre el cuerpo de la mujer. La sangre debía cubrirle el cuerpo entero, en especial el sexo. La sacerdotisa sobre cuyo cuerpo caía la sangre se iba excitando más y más conforme el líquido tibio y palpitante iba cubriendo su cuerpo entero.
La mujer comenzaba a lanzar roncos gemidos, mientras el oficiante, una vez vaciado de su sangre el animal sacrificado, dejaba caer sobre ella, gota a gota, el contenido de un recipiente con forma de cáliz cuya composición debía asemejarse a la de los famosos ungüentos de las brujas antes de volar al aquelarre. Finalmente, el sacerdote deslizaba la hostia por la piel de todo el cuerpo de la joven, la doblaba y la introducía en su sexo abierto. Llegaba así a su fin la segunda fase de la misa negra.
Los asistentes a la ceremonia estaban ya preparados para pasar a la etapa final, que era la carnal. Cada uno de los presentes se abalanzaba sobre la persona que se encontraba más cerca. En aquel momento, a la luz mortecina de los cirios y enardecidos por los vapores desprendidos de los pebeteros, resultaba imposible averiguar a qué sexo pertenecía el ser que había al costado. Sólo el sumo sacerdote sabía a quién dedicaba su entusiasmo erótico: a la joven que yacía sobre el altar, que lo recibiría sin protestar, incluso con entusiasmo, sabiendo de antemano cuál era el papel que tenía que representar.
Se realizaba la orgía, o última fase de la misa negra. El sexo era, como puede verse, el digno remate de una ceremonia practicada en el siglo XVIII, que tuvo sus antecedentes en las ceremonias sagradas de la antigüedad y que ha renacido hoy con increíble vigor. Pero las misas negras y el satanismo actual se han extendido por todo el mundo asociados ahora con un extraordinario consumo de enervantes.
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