Quemado vivo
Aunque
trató de rebatir las acusaciones, Grandier no contaba con que una de
las monjas supuestamente poseídas estaba emparentada con el cardenal
Richelieu, el hombre más influyente de Francia en aquella época. El
infortunado sacerdote no pudo evitar su arresto. Fue sometido a
tormento y, finalmente, quemado vivo en la plaza de Loudun en 1634.
También en España se dieron casos similares.
Uno
de los más destacados sucedió en Madrid, en el Monasterio de la
Encarnación, más conocido como Convento de San Plácido. Los sucesos
merecen un especial análisis. Durante el siglo XVII se produjo un
notable aumento de las vocaciones religiosas en España, auspiciado en
buena medida por las duras condiciones de vida.
Las
continuas guerras, la hambruna, las malas cosechas y las epidemias
provocaron pobreza, frustración y desamparo. Muchas personas optaron
entonces por acogerse a la vida clerical, aunque sólo fuera para
asegurarse el sustento. En el marco de este fervor religioso inducido
por las penurias cotidianas, debemos situar la fundación del Convento
de San Plácido, el 23 de abril de 1623.
La
impulsora de este proyecto fue Doña Teresa Valle de la Cerda, una
persona bien conectada con los círculos próximos al poder gracias a
lazos familiares. Junto a otras 29 mujeres entró a formar parte de San
Plácido, con Jerónimo de Villanueva como patrón de la nueva
institución y fray Francisco García Calderón como prior. La propia
Valle de la Cerda fue nombrada priora.
Las
monjas adoptaron la primitiva Regla de San Benito para regir su vida
entre aquellas paredes. Ésta se caracterizaba por su extrema
austeridad y la singular dureza de su disciplina. No dejaba ningún
resquicio a la libre voluntad de las devotas y establecía una
obediencia absoluta a los superiores.
Considerado
el fundador del monaquismo occidental, San Benito (480-547 d. C.),
tras estudiar filosofía y oratoria en Roma, decidió abandonar la
ciudad como muestra de su rechazo a la corrupción imperante. A los 20
años se recluyó en una cueva y llevó una vida de eremita. Junto con
sus seguidores fundó una comunidad cenobítica, imponiendo unas
rigurosas normas de comportamiento –la mencionada Regla de San Benito–
que regulaban todos los aspectos de la vida monacal y que fueron
imitadas en numerosos monasterios, como el de San Plácido.
Quizá
debido a la adopción de estas severas condiciones de vida, varias de
las religiosas enfermaron pocos meses después de su ingreso en este
convento. Pero el primer episodio verdaderamente extraño tuvo lugar el
12 de septiembre de 1625, cuando una de las hermanas, llamada Luisa
María, comenzó a blasfemar y a golpearse contra las paredes.
Se
la trasladó a la enfermería y, en vistas de que no mejoraba, se
solicitó la presencia del confesor del convento, el padre Francisco
García Calderón. Su dictamen fue claro: se trataba de una auténtica
posesión demoniaca. De inmediato se le practicó un exorcismo en la
capilla, siguiendo el Ritual Romano.
Al
parecer, poco antes de que la mujer desfalleciera, los allí presentes
pudieron escuchar cómo ésta aseguraba que otras muchas monjas serían
tentadas por criaturas malignas.
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