jueves, 31 de mayo de 2012

Monjas Diabolicas

Tradicionalmente, Francia ha sido el país donde se ha producido el mayor número de incidentes relacionados con supuestas presencias diabólicas en edificios de carácter religioso.
Uno de los casos documentados más antiguos tuvo lugar en un convento de la localidad de Cambrai, al norte del país, en 1491. La protagonista inicial de los hechos fue Jeanne Potière, una de las monjas, que comenzó a manifestar un comportamiento extraño.
Poco a poco, su conducta anómala se contagió al resto de las hermanas. En un principio se trató de sucesos triviales, como la ocultación de algunos objetos de uso cotidiano. Sin embargo, muy pronto se observó que las religiosas sufrían convulsiones sin explicación aparente. En los textos conservados se describen los rostros crispados de las monjas y cómo sus cuerpos eran sacudidos por violentos espasmos.
También se hace hincapié en que éstas parecían dotadas de una fuerza sobrehumana, capaz de poner en serias dificultades a hombres fornidos que trataban de sujetarlas. Lejos de remitir, los fenómenos aumentaron su intensidad.
El convento parecía un manicomio. Las monjas corrían despavoridas, emitiendo sonidos guturales y aullando por los campos colindantes como perros asilvestrados. Aunque contaron con la asistencia de sacerdotes que practicaron exorcismos y de médicos que aplicaron terapias naturales, nada de ello surtió efecto. Finalmente, una de las novicias acusó a Jeanne Potière de ser la culpable de todo lo ocurrido.
 
Tras interrogarla, las autoridades eclesiásticas la condenaron a cadena perpetua por, según éstas, haber cohabitado con el Maligno desde que tenía nueve años y realizar actos monstruosos en el interior del convento. Más conocidos fueron los sucesos que tuvieron lugar en Loudun, una población cercana a Poitiers.
En 1632, los rumores de que un convento de ursulinas había sido invadido por el Demonio se extendieron por el suroeste de Francia. Varias monjas aseguraban haber visto al fantasma de su confesor, que había fallecido recientemente. Al igual que en Cambrai, muchas de ellas comenzaron a sufrir violentos espasmos, hasta el extremo de quebrarse los dientes al apretarlos con inusitada fuerza.
Además, las religiosas proferían maldiciones, blasfemias y lanzaban escupitajos. De aquellos hechos se culpó a Urbain Grandier, un sacerdote con fama de arribista y mujeriego. De hecho, durante los exorcismos practicados a las religiosas, éstas declararon actuar por mandato de aquél.

Quemado vivo
Aunque trató de rebatir las acusaciones, Grandier no contaba con que una de las monjas supuestamente poseídas estaba emparentada con el cardenal Richelieu, el hombre más influyente de Francia en aquella época. El infortunado sacerdote no pudo evitar su arresto. Fue sometido a tormento y, finalmente, quemado vivo en la plaza de Loudun en 1634. También en España se dieron casos similares.
 Uno de los más destacados sucedió en Madrid, en el Monasterio de la Encarnación, más conocido como Convento de San Plácido. Los sucesos merecen un especial análisis. Durante el siglo XVII se produjo un notable aumento de las vocaciones religiosas en España, auspiciado en buena medida por las duras condiciones de vida.

Las continuas guerras, la hambruna, las malas cosechas y las epidemias provocaron pobreza, frustración y desamparo. Muchas personas optaron entonces por acogerse a la vida clerical, aunque sólo fuera para asegurarse el sustento. En el marco de este fervor religioso inducido por las penurias cotidianas, debemos situar la fundación del Convento de San Plácido, el 23 de abril de 1623.
 La impulsora de este proyecto fue Doña Teresa Valle de la Cerda, una persona bien conectada con los círculos próximos al poder gracias a lazos familiares. Junto a otras 29 mujeres entró a formar parte de San Plácido, con Jerónimo de Villanueva como patrón de la nueva institución y fray Francisco García Calderón como prior. La propia Valle de la Cerda fue nombrada priora.
 Las monjas adoptaron la primitiva Regla de San Benito para regir su vida entre aquellas paredes. Ésta se caracterizaba por su extrema austeridad y la singular dureza de su disciplina. No dejaba ningún resquicio a la libre voluntad de las devotas y establecía una obediencia absoluta a los superiores.
 Considerado el fundador del monaquismo occidental, San Benito (480-547 d. C.), tras estudiar filosofía y oratoria en Roma, decidió abandonar la ciudad como muestra de su rechazo a la corrupción imperante. A los 20 años se recluyó en una cueva y llevó una vida de eremita. Junto con sus seguidores fundó una comunidad cenobítica, imponiendo unas rigurosas normas de comportamiento –la mencionada Regla de San Benito– que regulaban todos los aspectos de la vida monacal y que fueron imitadas en numerosos monasterios, como el de San Plácido.
 Quizá debido a la adopción de estas severas condiciones de vida, varias de las religiosas enfermaron pocos meses después de su ingreso en este convento. Pero el primer episodio verdaderamente extraño tuvo lugar el 12 de septiembre de 1625, cuando una de las hermanas, llamada Luisa María, comenzó a blasfemar y a golpearse contra las paredes.
 Se la trasladó a la enfermería y, en vistas de que no mejoraba, se solicitó la presencia del confesor del convento, el padre Francisco García Calderón. Su dictamen fue claro: se trataba de una auténtica posesión demoniaca. De inmediato se le practicó un exorcismo en la capilla, siguiendo el Ritual Romano.
 Al parecer, poco antes de que la mujer desfalleciera, los allí presentes pudieron escuchar cómo ésta aseguraba que otras muchas monjas serían tentadas por criaturas malignas. 


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