Esta
historia la conocí en una comunidad de la sierra de Guerrero. Al
principio no le di importancia. Pensé que trataban de asustarme al
contarme una más de las tantas historias de fantasmas y aparecidos que
me habían referido en sitios similares. Pero hubo algo que llamó mi
atención: la gente en verdad la creía. Esa gente, tan apartada del
“mundo civilizado”, estaba convencida de que entre aquellos montes secos
y sin árboles, existía una raza de “personas” que los acechaba con el
único propósito de chupar su sangre. Supe que me decían la verdad al
mirar sus ojos.
El
único modo de llegar a esta comunidad, cuyo nombre me reservaré, era
caminando: cinco horas subiendo y bajando montes. Había que arribar
primero a la cabecera municipal mediante un desvencijado camión. El
resto, tenía que andarse a pie; comenzar el recorrido antes del
amanecer, pues a eso del mediodía el sol se volvía una brasa que quemaba
la piel y los pensamientos.
No
había nada de particular en aquel poblado. Unas cuarenta casas,
aproximadamente 70 personas, poca agua pero suficiente para saciar sus
necesidades de supervivencia... y ni un solo árbol. Los árboles alguna
vez poblaron aquella región, pero como gran parte de la sierra, había
sido devastada por los taladores clandestinos. Y un dato que me llamó la
atención: nadie salía en las noches. La gente permanecía encerrada en
sus casas desde el anochecer hasta que el sol comenzaba a levantarse.
“Tenemos la costumbre de dormir temprano”, me dijeron, y para mí fue
explicación suficiente.
Pese
a todo, aquella gente parecía feliz. Así lo seguí creyendo hasta que me
contaron la historia. Eso pasó a los tres días de estar allí.
Una
pareja de casados, que cumplían cuarenta y algo años de matrimonio, me
invitó a su casa con el propósito de celebrar. Accedí de buena gana. Su
hogar era privilegiado. Se asentaba en la cima de un cerrito, por lo que
poseía una vista espectacular, y como punto a favor, un naranjo de
generosa y fresca sombra.
Comenzamos
a platicar sobre todo y sobre nada; pláticas triviales para ir
rompiendo el hielo y ganando confianza. Pronto llegaron los aperitivos:
botellas de una bebida alcohólica que ellos mismos preparaban a base de
frutos y hierbas; una bebida de sabor amargo... y que producía un efecto
devastador. Tres vasos que equivalían a muchos “caballitos” de tequila.
Esto bastó para que la confianza plena hiciera su aparición.
Esto
lo supe cuando el esposo, un hombre de tupidas canas y manos callosas,
me miró a los ojos y me dijo, casi en secreto: “No sabe el gusto que es
tenerlo por aquí. Pensábamos que nadie vendría después de que se fue la
maestra”.
Me
pareció lógico su comentario. Después de todo, la maestra, según supe,
se había marchado cinco años antes. Desde entonces, nadie de otro sitio
había pisado estas tierras. Comprendí la emoción en sus ojos: se sentían
abandonados, por lo cual, el que alguien los visitara, representaba una
alegría, y también una esperanza.
“Pues sí – siguió diciéndome – , nadie ha vuelto a venir desde que le pasó eso
a la maestra. Esa última noche que pasó aquí fue suficiente. Fue mejor
para ella. Ya no la dejaban en paz”. Le pregunté a qué se refería, pero
desvió la conversación con torpeza y no volvió a mencionar nada. Pero
esas palabras se me quedaron girando en la cabeza: ¿quién no la dejaba
en paz?
En
los días posteriores, traté de averiguarlo, pero nadie me decía nada.
Se limitaban a cambiar de tema, a toser con nerviosismo... e incluso, el
sacristán de la iglesia se persignó al evadir la conversación.
Por
supuesto, yo no podía quedarme con esa duda, pues para entonces sentía
una curiosidad que iba en aumento. Finalmente, un día logré acorralar al
sacristán. Estábamos platicando unos asuntos pendientes acerca de las
clases de regularización que yo impartía en los salones de la iglesia.
Miré de reojo: no había nadie. Entonces cerré la puerta del curato, que
era donde yo dormía, y le exigí respuestas: ¿quién no dejaba en paz a la
maestra? ¿Por qué se fue? ¿Qué sucedió?
Me
suplicó con ojos tristes que no le preguntara nada, que no quisiera
saber otras cosas; me pidió que confiara en él... que confiara en todos.
Sin embargo, la única manera en que confiaría sería si me decía la
verdad. Esperé el tiempo que fue necesario, mientras me recargaba en la
puerta. Quería que él se diera cuenta que no lo dejaría ir a menos que
me contara todo. Después de tres horas, suspiró y se sorbió los mocos,
resignado.
“Ellos la alejaron”. Así comenzó a platicarme la historia.
Según
me dijo, el lugar donde vivía la maestra era una casa pequeña, apenas
con dos cuartos de adobe y ventanas con marcos de madera. Era una
vivienda apartada; así lo dispusieron para que la maestra tuviera
privacidad. Nadie iría a molestarla. Nadie... excepto ellos.
La
maestra era una joven soltera de no más de 27 años. Tenía el semblante
perpetuamente feliz y un brillo en los ojos que resultaba gratificante.
Dio clases en este lugar por más de cuatro meses. Pero en los últimos
días, comenzaron a “molestarla”.
En
las noches, escuchaba rasguños en las paredes. Esos gruesos muros de
adobe parecían ser arañados por algo. Primero, ella creyó que eran los
niños de la escuela que querían asustarla, vengarse por algún castigo o
un regaño que les pareció injusto. Pero después se convenció de otra
cosa.
En
medio de los rasguños, salía a toda velocidad con la intención de
atrapar a esos niños... pero siempre encontraba lo mismo: nada. Su casa,
tan aislada como estaba, le permitía ver con claridad que no había
nadie. Ni por un lado ni por el otro. Los cuatro lados de su casa
permanecían completamente desiertos, en calma, sin ninguna huella ni
ninguna marca que indicara la presencia de niños ni de nadie más. Por
supuesto, los nervios comenzaron a invadirla.
Los
rasguños en las paredes no cesaron, al contrario, fueron en aumento
hasta que ya no quiso dormir sola. Se hizo acompañar de varias señoras,
que todas las noches se turnaban para velar su sueño. Esas mismas
señoras que también escucharon los rasguños en las paredes... y que
vieron lo que provocó que la maestra fuera llevada a la cabecera
municipal entre un ataque de risas inagotables.
Según
el sacristán, la versión de las señoras fue la siguiente: era de noche.
Una noche suficientemente oscura como para no poder distinguir nada más
allá de unos metros. Eran cuatro, contando a la maestra. Todas estaban
sentadas a la mesa, platicando y tomando café, cuando los rasguños
comenzaron. Primero, ninguna quiso moverse. Trataron de no hablar al
respecto y distrajeron la plática con otros temas. Pero los rasguños se
hicieron más fuertes e insistentes, mientras el silencio dentro del
cuarto se volvía insoportable. Las cuatro se miraban con ojos llenos de
espanto... hasta que la maestra se levantó de un brinco.
Estaba
decidida a encontrar la explicación a esos rasguños: un animal, una
rama atorada y movida por el viento... algo. Se dirigió a la ventana y
al correr la cortina, todas, las tres mujeres y la maestra, pudieron observarlos.
Eran
dos niños y un hombre, con una cara blanca, más blanca que cualquier
persona normal. Tenían grandes ojeras y una sonrisa “diabólica” en los
labios. Estaban de pie, justo afuera de la ventana, mirando con
impaciencia a las cuatro mujeres. Entonces, el hombre abrió la boca y se
asomaron un par de colmillos resplandecientes: largos y perfectamente
blancos, mientras de su pecho brotaba el más furioso de los rugidos,
como si fuera un animal a punto de atacar.
Las
mujeres gritaron, se tiraron al suelo entre rezos, invocando a la
Virgen... y cuando, después de muchos minutos, una se atrevió a levantar
la mirada, tanto los niños como el hombre habían desaparecido; sólo el
eco del rugido seguía colgado del aire. La maestra permanecía en un
rincón, abrazando sus piernas, riendo a carcajadas lentas, sin parar, y
con los ojos perdidos muy adentro de su miedo.
A
la mañana siguiente la llevaron a la clínica de la cabecera municipal.
Seguía riendo incontrolablemente... y nunca regresó. Ni ella ni nadie.
Las tres mujeres se hicieron una limpia... pero se negaban a salir de
noche, igual que el resto de los habitantes de aquella comunidad, que al
llegar la tarde se encerraban en sus casas a rezar... y rogar por sus
vidas.
Por
supuesto, yo jamás observé nada fuera de lo normal ni nadie me
“molestó” por las noches. Sin embargo, ellos creían. Estaban seguros de
que en alguna parte de esa sierra tan sin vida; en alguna cueva, en las
ruinas de alguna iglesia... los vampiros existían y esperaban con ansia
poder chupar su sangre.
Esta historia, tan aterradora y verdadera para ellos, me la contaron en la sierra de Guerrero.
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