Sexo y vampiros puede ser tomada como una frase redundante, ya que el
imaginario popular asocia inevitablemente el sexo con el vampirismo.
En
otros artículos intentamos, con dudoso éxito, enfocarnos en los
símbolos clásicos detrás de la figura del vampiro, tales como el mito de
la vagina dentada, la sexualidad desmedida de Lilith, súcubos, íncubos,
y demás vampiros sexuales. Hoy nos algunas leyendas clásicas, las
cuales, afortunadamente, se han conservado de la contaminación estética
sugerida por Hollywood.
Los vampiros, como cualquier otra
manifestación de la no-muerte dentro de las leyendas populares, son
seres con una intensa voracidad sexual; la cual no siempre se manifesta
mediante la búsqueda de la saciedad erótica. Es decir, casi todas las
actividades asociadas a los vampiros poseen un simbolismo fuertemente
sexual, rasgo que les ha permitido sobrevivir en las leyendas urbanas,
dejando detrás una hueste incontable de seres míticos olvidados.
Colmillos.
Curiosamente,
los celebérrimos colmillos que todos imaginamos cuando pensamos en
vampiros, son de invención tardía, y puramente literaria. Estéticamente,
son parte inseparable de la iconografía vampírica, pero pensando en
términos más funcionales, los colmillos afilados son absolutamente
inadecuados para la función que se les atribuye.
La primera
aparición de los colmillos asociados a la figura del vampiro proviene de
la novela por entregas de 1845: Varney, el Vampiro; o el festín de
sangre (Varney the Vampire, or the feast of blood), de Thomas Peckett
Prest. Antes de aquella intrusión estética, los mitos populares
aseguraban que los vampiros tenían dos métodos de alimentación, ambos
asociados al sexo, pero en las antípodas de la seducción.
Seducción.
El
vampiro literario seduce, somete, y luego se alimenta. El orden es más o
menos el mismo en toda la literatura vampírica; y allí reside la
fórmula de su éxito. El vampiro masculino somete de tal modo a sus
víctimas, que casi siempre da la impresión de que son ellas las que se
entregan felizmente. Nunca hay violencia, ni asaltos en contra de la
voluntad, sino una especie de danza de seducción que concluye con una
entrega total. Aquí encontramos el primer símbolo sexual en la cultura
vampírica: el sometimiento.
El abandono absoluto de la mujer ante
los embates persuasivos del vampiro debe verse como una máscara del
sexo. Entregar la propia vida es una especie de sublimación del acto
sexual, especialmente dentro de esa inabarcable abstracción que es la
mente femenina. Nos explicamos:
La cuestión es sencilla y
efectiva dentro del simbolismo, pero pueril y abstrusa cuando tratamos
de conceptualizarla; en todo caso, el símbolo puede reducirse a la
siguiente fórmula: en el acto sexual, es la mujer la que se abandona, no
hablamos aquí de sometimiento, sino de abandono, de confianza. La mujer
que se entrega sexualmente está otorgando un don, permite al hombre
acceder a las delicias de su cuerpo sin ofrecer resistencia, siempre y
cuando el hombre haya cumplido ciertos pasos relacionados al cortejo, el
cual es, en el hombre, un sinónimo de “conquista”, y para la mujer de
“descubrimiento”. El hombre busca conquistar, busca someter, doblegar
las resistencias femeninas. El vampiro, como espejo del hombre, actúa de
la misma manera: se alimenta de la víctima sólo cuando ésta yace
subyugada ante él. Nunca antes.
Nada de Seducción.
Pero
los tradiciones de vampiros son menos fáciles de reducir a simples
analogías. Los vampiros del mito son sanguinarios, insaciables,
monstruosos, y para nada seductores.
El sexo sigue siendo un
móvil central de la leyenda, pero sus símbolos son menos comparables con
nuestro comportamiento durante el cortejo. Veamos porqué:
En
primer lugar, los vampiros poseían dos herramientas con las cuales se
alimentaban: la principal era una especie de aguijón situado debajo de
la lengua, o, en algunas variantes, parte integral de la lengua. En
segundo lugar, los vampiros poseían dos pequeños y agudos incisivos,
unidos en la parte frontal de la boca, y cuya función consistía en
penetrar la piel de la víctima en una superficie abarcable para la
succión. Al contrario de los colmillos literarios, los incisivos de la
leyenda permitían al vampiro, teóricamente, abarcar con la boca la
superficie lacerada, facilitando no sólo la succión, sino la reapertura
de las heridas sin apartar los labios de la fuente de alimentación.
¿Pero
porqué son necesarias dos herramientas, cuando con una basta? La
respuesta es sencilla: los mitos son complejos, y es en esa complicación
donde reside parte de su belleza.
El aguijón debajo de la lengua
tenía dos funciones; desgarrar la piel y el músculo de la víctima, ya
que los vampiros de la tradición no sólo se sacian con sangre, sino con
carne, huesos, y hasta con cabello. El aspecto sexual del aguijón reside
en la zona en la que éste era utilizado. Los vampiros masculinos
gustaban de las piernas femeninas, especialmente de la zona interna de
los muslos. Es preciso aclarar que nunca se habla de penetración en este
tipo de relatos populares, aunque es evidente cuál es el mensaje que
intentaban transmitir: la imágen de un ser grotesco salido de la tumba,
aferrado a un delicado cuerpo femenino, desgarrando una zona cercana a
los genitales con un aguijón, es bastante más efectivo en términos
literarios que hablar directamente de penetración.
De las curiosidades del Sexo.
El
enemigo más conocido de los vampiros es, indudablemente, el ajo.
Curiosamente, la tradición del uso de ajo en contra de los vampiros
tiene un carácter intensamente sexual. Volvemos a explicarnos (o a
intentarlo):
Las primeras menciones al ajo como remedio
anti-vampiros datan de la edad media. Se colocaban en puertas y
ventanas, es decir, en aquellos lugares por los cuales se espera una
intrusión en el hogar. Ahora bien, el ajo no podía ser colocado
arbitrariamente: la tarea era ejercida por la mujer fértil más anciana
del hogar (la cual, generalmente, no superaba los 35 años) durante el
período de menstruación.
Hoy sabemos que cuando varias mujeres
fértiles conviven en el mismo hogar, sus ciclos menstruales tienden a
unificarse, es decir, con el tiempo, comienzan a sincronizar sus
períodos; razón por la cual, hoy podemos entender que la utilización del
ajo tenía como finalidad aplacar el aroma femenino, el cual; según una
doble lectura del mito, actuaba como una especie de afrodisíaco
irresistible para los vampiros, o para aquellos pícaros que se hacían
pasar por vampiros.
Ya hemos tocado, en nuestro olvidable
Especies de Vampiros, muchos de los símbolos sexuales asociados al
vampirismo, por lo que preferimos no caer una redundancia descarada.
Sólo daremos algunas referencias curiosas de ese vasto e inestimable
corpus llamado La Rama Dorada (The golden bough):
Cierto vampiro
de Bavaria posee, como muchos de nosotros, la saludable tradición de
masturbarse. Ahora bien, esto no se traduce en un problema, aún cuando
la solitaria actividad se llevase a cabo dentro de un ataúd, el problema
consiste en que este vampiro se provoca una erección sólo para pasar a
devorar su propio miembro, hábito que no recomendamos al lector curioso.
En
ciertas zonas de Valaquia, se adoptaba un curioso método para ahuyentar
a un vampiro lujurioso, aunque su ejecución sólo podía realizarla una
mujer, como ya veremos. Al parecer, las damas de aquellos rústicos
parajes, eran educadas en el uso de sus propias vaginas como método
repelente. Según afirma Frazer, los vampiros de Valaquia huyen
espantados ante la visión del sexo femenino, e incluso, el compilador
agrega que cuanto más velluda sea la mujer, existen mayores
posibilidades de ahuyentar a la pérfida bestia.
Situación
diferente se daba en la Galia Sisalpina, en dónde los vampiros temían la
visión de las dotes viriles de los mancebos; aunque suponemos que el
rumor nace de la soberbia de los propios mancebos de aquella zona.
Los
vampiros son y serán símbolos del sexo, cada época los ha investido de
distintos matices, pero detrás de esa vestimenta se esconde un sólo
ícono, un espejo en el cual podemos, en ocasiones, reflejarnos.
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