Una oscura tarde de primavera, un joven estudiante inglés, que había
estado viajando por esos alejados fragmentos de Escocia denominados las
Orcadas y las Shetland, se encontró en una pequeña isla de las
últimamente nombradas, atrapado por una tormenta de viento y un fuerte
granizo, que irrumpió de improviso. Fue en vano buscar cualquier
refugio, ya que no solo que la borrasca había oscurecido por completo el
paisaje, sino que tampoco había más que musgo desértico a su alrededor.
Al
final, sin embargo, luego de mucho caminar, se encontró al borde de un
acantilado, y vio sobre la cima, tan solo a unos pies de donde se
encontraba, una saliente de rocas, que podrían servirle de refugio
apropiado. Trepó por sí mismo y al llegar al lugar, se dio cuenta que el
piso crujía a cada uno de sus pasos. Entonces se percató que estaba
pisando sobre los huesos de muchos animales pequeños, que estaban
esparcidos frente a una pequeña caverna que le ofrecían el refugio
buscado. Se sentó sobre una piedra y, a medidad que la tempestad
decrecía en violencia, la oscuridad iba en aumento y él se sentía cada
vez más incómodo, ya que no le gustaba nada la idea de pasar toda la
noche en tal lugar. Se había separado de sus compañeros desde el lado
opuesto de la isla y su incomodidad se veía acrecentada por un
sentimiento de aprensión. Al final, cuando se calmó por completo la
tormenta, escuchó el ruido de una pisada, suave y furtiva como la de un
animal salvaje, bajo los huesos de la entrada de la cueva. Se paró, como
presa de algún temor, a pesar del pensamiento de que no había animales
peligrosos en aquella isla. Antes que tuviera tiempo de pensarlo, el
rostro de una mujer apareció por la entrada. No podía verla bien, ya que
estaba en una parte oscura de la cueva.
- ¿Me podría decir como encontrar el camino a través del páramo hasta Shielness? - preguntó.
-
No lo podrá encontrar esta noche - respondió en un tono dulce, y con
una sonrisa hechizante que reveló unos dientes de lo más blancos.
- ¿Por que no puedo?
- Mi madre le dará refugio esta noche, pero es todo lo que le puede ofrecer.
- Y es más de lo que esperaba hace un minuto atrás, - replicó él. - Estoy más que agradecido.
Ella
se dio vuelta en silencio y abandonó la caverna, y el joven la siguió.
Estaba descalza, y sus bellos pies marchaban de manera felina sobre las
piedras. Ella le mostró el camino a través de una senda rocosa hacia la
costa. Sus vestimentas eran escasas y estaban raídas, y su cabello se
enmarañaba con el viento. Parecía tener unos veinte o veinticinco años y
era ágil y pequeña. Mientras caminaba, sus largos dedos estaban
ocupados en jalar y aferrar nerviosamente sus faldas. Su rostro era muy
gris y bastante consumido, pero delicadamente formado, y con piel muy
tersa. Sus delgadas fosas nasales estaban trémulas como párpados, y los
labios, de curvas inmaculadas, no daban signos de poseer sangre en sus
interiores. Como eran sus ojos, él no podía apreciar, ya que ella no
levantaba nunca las delicadas películas de sus párpados. Llegaron al pie
del acantilado, donde se levantaba una pequeña cabaña, que utilizaba
una cavidad natural en la roca. El humo se esparcía por sobre la faz de
la roca, y un agradable aroma a comida esperanzaba al hambriento
estudiante. Su guía abrió la puerta de la cabaña y él la siguió al
interior, y vio a una mujer encimada sobre la chimenea. Sobre el fuego
había una parrilla con un largo pescado. La hija habló unas palabras, y
la madre se dio la vuelta y recibió al extraño. Ella era muy vieja y su
rostro estaba muy arrugado, parecía estar afligida. Desempolvó la única
silla en la casa y la ubicó junto al fuego ofreciéndola al joven, quien
se sentó mirando hacia una ventana, a través de la cual se vio una
pequeña parcela de arenas, más allá de las cuales las olas rompían
lánguidamente. Bajo esta ventana había un banco, sobre el que la hija se
sentó en inusual postura, dejando descansar su barbilla sobre su mano.
Un momento después, el joven pudo por primera vez notar el aspecto de
sus ojos azules. Le estaban mirando fijo con un extraño aspecto de
avidez, casi de deseo ardiente pero, como si cayera en cuenta de que la
mirada la traicionaba, ella quitó la vista inmediatamente. En el momento
en que ella disimuló su mirada, su rostro, no obstante su palidez, era
casi hermoso.
Cuando la comida estuvo lista, la vieja pasó un
paño por la mesa, y la cubrió con una pieza de fina mantelería. Luego
sirvió el pescado en una fuente de madera, e invitó al joven a servirse.
Viendo que no había otras provisiones, sacó de su bolsillo un cuchillo
de cacería, y sacó una porción de carne, ofreciéndoselo a la madre en
primer lugar.
- Adelante, mi cordero, - dijo la vieja mujer; y la
hija se acercó a la mesa. Pero sus fosas nasales y boca se estremecían
de manera desagradable.
Al siguiente momento ella se dio la vuelta y salió corriendo de la cabaña.
- No le gusta el pescado, - dijo la vieja, - y no tengo nada mejor para darle.
- No parece tener buena salud, - replicó el joven.
La
mujer solo respondió con un suspiro, y luego comieron el pescado,
acompañándolo tan solo con un pequeño pan de centeno. Cuando terminaron,
el joven escuchó el sonido como de pisadas de perros sobre la arena
cercana a la puerta, pero antes que tuviera tiempo de mirar por la
ventana, la puerta se abrió, y la joven entró. Se veía mejor, quizás
porque habíase lavado la cara. Se arrinconó en un taburete, en la
esquina opuesta al fuego. Pero cuando se sentó, para su perplejidad y
hasta su horror, el estudiante pudo ver una gota de sangre sobre su
blanca piel entre su desgarrado vestido. La mujer sacó una jarra de
whisky, y puso un calderón sobre el fuego, tomando un lugar frente a
este. Tan pronto como el agua hirvió, procedió a hacer un ponche en un
tazón de madera.
En mientras, el estudiante no podía quitar sus
ojos de la joven, hasta que al final se quedó fascinado, o quizás
cautivado por ella. Ella mantenía sus ojos durante la mayor parte del
tiempo cubiertos por sus adorables párpados, coronados con oscuras
pestañas; él continuó mirando extasiado, ya que el fulgor rojo de la
pequeña lámpara cubría en su totalidad todas las rarezas de su
complexión. Pero tan pronto como recibía cualquier mirada de aquellos
ojos, su alma se estremecía. El rostro adorable y la mirada ardiente
alternaban fascinación y repulsión. La madre puso el tazón en sus manos.
Bebió con moderación y se lo pasó a la chica. Ella lo deslizó por sus
labios, y luego de probarlo (tan solo probarlo) lo miró a él. El joven
pensó que la bebida debería tener alguna droga que afectó su mente. Su
cabello se alisó hacia atrás, y esto provocó que su frente se
adelantara, mientras la parte inferior de su rostro se proyectó hacia el
tazón, revelando antes de beberlo, su obnubilante dentadura de extraña
prominencia. Al instante esta visión se desvaneció; ella le regresó el
recipiente a su madre, se levantó y volvió a salir de la estancia.
Entonces
la vieja mujer le mostró una cama de brezo en una esquina al tiempo que
susurraba una apología; y el estudiante, fatigado tanto del día como de
las peculiaridades de la noche, se arrojó en el lecho, y cubrió con su
capa. Cuando se acostó, afuera, la tormenta se reinició y el viento
comenzó nuevamente a soplar a través de las grietas de la cabaña, de
manera que solo luego de cubrirse hasta la cabeza con la capa pudo verse
al resguardo de tales ráfagas. Incapaz de dormir, se quedó escuchando
el estrépito de la tempestad, que crecía en intensidad a cada minuto.
Luego de un rato, se abrió la puerta, y la joven entró, acercándose al
fuego, sentándose en la banqueta frente al mismo, en la misma extraña
postura, con el mentón apoyado sobre la mano y el codo, y la cara
mirando al joven. Él se movió un poco; ella dejó caer la cabeza y cruzó
los brazos bajo su frente. La madre había desaparecido.
Le dio
sueño. Un movimiento del banco lo despertó, y se imaginó que veía una
criatura cuadrúpeda alta como un gran perro trotando lentamente hacia
afuera. Estaba seguro que sintió una ráfaga de viento frío. Mirando
fijamente a través de la oscuridad, creyó ver los ojos de la doncella
encontrando a los propios, pero las últimas resplandescencias del fuego
le revelaron claramente que la banqueta estaba vacía. Se preguntó que
pudo haber pasado para que ella saliera en la tormenta, y luego se quedó
profundamente dormido. En la mitad de la noche sintió un dolor en su
hombro, y se despertó súbitamente, viendo los ojos incandescentes y la
sonriente dentadura de un animal cercana a su rostro. Las garras estaban
en su hombro, y sus fauces en el acto de buscar la garganta. Antes que
pueda clavar sus colmillos, sin embargo, agarró al animal por el cuello
con una mano y sacó el cuchillo de cacería con la otra. A continuación
hubo una terrible lucha y, a pesar de las garras, pudo encontrar y sacar
el arma. Intentó apuñalar a la bestia, pero fue infructuoso y estaba
intentando asegurarse con un segundo intento cuando, con un
contorsionante esfuerzo, la criatura zafó y retrocedió y con algo entre
un aullido y un grito, escapó de allí. Nuevamente la puerta se abrió;
una vez más el viento resopló adentro, y continuó soplando; una ráfaga
de lluvia entró al piso de la cabaña y le llegó al rostro. Se levantó
del lecho y salió a la puerta.
Afuera estaba muy oscuro, a no ser
por el destello de la blancura de las olas cuando rompían, a tan solo
unas yardas de la cabaña; el viento soplaba con fuerza, y la lluvia
seguía vertiendo agua a cántaros. Un sonido atroz, mezcla de sollozo y
aullido vino de algún lugar en la oscuridad. Se dio vuelta y se
introdujo de nuevo en la cabaña, cerrando a su paso la puerta, sin
embargo no pudo encontrar gran seguridad en esta. La lámpara estaba casi
apagada, y no logró asegurarse si la chica estaba sobre la banqueta o
no. A pesar de tener una gran repugnancia, se acercó, y puso sus manos
sobre esta, para darse cuenta que no había nada allí. Se sentó y esperó
hasta que rompieron las primeras luces del día: ya no se atrevía a
quedarse nuevamente dormido.
Una vez que hubo amanecido, salió de
nuevo y miró alrededor. La mañana estaba un poco oscura, ventosa y
gris. El viento había menguado, pero las olas seguían rompiendo
salvajemente. Vagó durante algún tiempo por la costa, esperando a que
aumente la luz. Al final escuchó un movimiento en la cabaña. Más tarde
la voz de la anciana llamándole desde la puerta.
- Se ha levantado muy temprano, joven. Dudo que haya dormido bien.
- No muy bien, - respondió. - ¿pero dónde está su hija?
-
Ella no se ha despertado aún - dijo la madre. - Me temo que tengo un
pobre desayuno para usted. Pero tomará una copita y un poco de pescado.
Es todo lo que tengo.
Sin desear herirla, y dándose cuenta que
tenía un buen apetito, se sentó a la mesa. Mientras comían, la hija
llegó, pero no quiso mirarlos y se arrinconó en el lugar más lejano de
la cabaña. Cuando se acercó un poco, después de uno o dos minutos, el
joven vio que ella tenía el pelo empapado, y su rostro estaba más pálido
de lo normal. Se veía débil y tenía mal aspecto. Cuando levantó la
vista, toda su anterior fiereza habíase desvanecido, y solo quedaba en
su lugar una gran expresión de tristeza. Su cuello estaba cubierto con
un pañuelo de algodón. Ahora se mostraba mucho más atenta por él, y ya
no rehuía la mirada. Poco a poco se iba rindiendo a la tentación de
afrontar otra noche en tal lugar, cuando la anciana habló.
- El tiempo ha mejorado ya, joven - dijo. - Sería mejor que marchara, o sus amigos se irán sin usted.
Antes
que pudiera responder, vio tal expresión de súplica en la mirada de la
chica, que vaciló confundido. Miró de nuevo a la madre y vio un atisbo
de ira en su rostro. Ella se levantó y se acercó a su hija, con la mano
elevada como para pegarle. La joven inclinó su cabeza con un grito. En
tanto el muchacho se lanzó desde la mesa para interponerse entre ellas.
Pero la madre ya la había atrapado; el pañuelo se cayó de su cuello; y
el joven pudo ver cinco magulladuras azules en su adorable cuello, las
marcas de cuatro dedos y el pulgar de una mano izquierda. Con un grito
de horror, se quiso ir de la casa, pero cuando llegó a la puerta, se dio
vuelta. Su anfitriona estaba inmóvil en el piso, y un enorme lobo gris
estaba saltando tras él.
Ahora no había arma a mano; y si hubiese
habido, su caballerosidad innata nunca le hubiera permitido utilizarla
para dañar a una mujer, a pesar que tuviera el aspecto de un lobo.
Insintivamente, se puso firme, se inclinó hacia adelante, con los brazos
medio extendidos, y las manos curvadas, como para agarrar nuevamente la
garganta sobre la que antes había dejado tales marcas. Pero la criatura
eludió su captura, y en vez de sentir sus colmillos, tal y como
esperaba, se encontró a la chica gimiendo en su pecho, con sus brazos
alrededor del cuello. Al siguiente instante, el lobo gris resurgió y
brincó aullando hacia el risco. Recobrándose tanto como su juventud le
permitía, el muchacho le siguió, ya que esta era el único camino para
salir de ahí, y poder encontrar a sus compañeros.
De repente
escuchó de nuevo el sonido de los huesos crujiendo (no como si la
criatura los estuviera devorando sino como si hubieran sido molidos por
sus dientes para desquitarse de la furia y la desilusión); mirando a su
alrededor, volvió a ver la misma caverna en que había tomado refugio la
noche anterior. Totalmente resoluto, pasó por ahí, lenta y suavemente.
Desde el interior surgió el sonido de una mezcla de gemido y gruñido.
Habiendo
alcanzado la cima, corrió a toda velocidad durante algún tiempo antes
de aventurarse a mirar a sus espaldas. Cuando al final pudo hacerlo,
vio, a lo lejos, contra el cielo, a la chica sentada sobre la cima del
acantilado, sacudiendo sus manos. Un solitario gemido cruzó el espacio
entre ellos. Ella no hizo intento alguno por seguirlo, y él llegó a la
costa opuesta algún tiempo después, sano y salvo.
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