-Óyeme bien, idiota: nunca me casaré contigo -afirmó Dorothée, unigénita
del señor des Flèches. Sus labios como dos bayas maduras dedicaron un
puchero de disgusto a Anselme. Su voz era puro néctar... repleta de
aguijones-. No te falta hermosura y tus maneras son correctas, pero
ojalá tuviese un espejo para vieras cómo eres en realidad.
-¿Por qué dices eso? -preguntó Anselme, desconcertado y ofendido.
-Porque sólo eres un maldito soñador, todo el día devorando libros como un monje. Lo único que te importan son las leyendas antiguas y las novelas. La gente afirma que incluso escribes versos. Suerte tienes de ser el segundo hijo del conde du Framboisier... y es que nunca serás otra cosa que un segundón.
-Pero si ayer dijiste que me amabas un poco -objetó Anselme con cierta amargura. Cuando una mujer deja de amar a un hombre, en él sólo encuentra defectos.
-¡Majadero, pedazo de asno! -exclamó Dorothée, agitando los dorados bucles de su cabello con malhumorada arrogancia-. Si no fueras como te he dicho, nunca habrías mencionado lo que afirmé ayer. Lárgate, imbécil. Y no vuelvas más.
Anselme, el ermitaño, había dormido poco, no había hecho más que dar vueltas y vueltas en su incómodo y estrecho jergón. Parecía que su sangre hubiese bullido con el bochorno de la noche estival. Por supuesto, el ardor inherente a la juventud había contribuido al insomnio. No quería pensar en mujeres, y más concretamente en una. Sin embargo, trece meses de soledad en lo más profundo de los bosques de Averoigne no le habían ayudado en su propósito. Más cruel que sus sarcasmos era la inolvidable belleza de Dorothée des Flèches: la boca de mullidos labios, los brazos suavemente redondeados, la esbelta cintura, unos pechos y caderas que aún no habían adquirido su máximo esplendor. En los escasos momentos en que concilió el sueño lo visitaron imágenes sugerentes pero nimias comparadas con la persona que regía sus desvelos. Se levantó al amanecer, cansado y lleno de inquietud. Quizá se calmaría tomando un baño, como hacía a menudo, en un estanque cuyas aguas provenían del río Isoile, ocultas por frondosos alisos y sauces. El agua, deliciosamente fresca a esa hora, aliviaría su estado febril. Se le iluminaron los ojos, la mirada se le desperezó bajo la luz matinal al salir de su cabaña, hecha con troncos y ramas de sauce y mimbrera. Sus pensamientos, todavía bajo el influjo de la noche pasada, continuaban dispersos y sin objetivos concretos. ¿Había hecho bien en renunciar al mundo, a parientes y allegados, para recluirse en un lugar recóndito por culpa del desdén femenino? Decirse a sí mismo que se había convertido en ermitaño para alcanzar la santidad, como afirmaban los antiguos anacoretas, era engañarse absurdamente. Al vivir solo, ¿no estaría agravando la enfermedad de la que buscaba curarse? Un poco más tarde se le ocurrió pensar que quizá con aquel modus vivendi ratificaba las acusaciones de estúpido soñador que le había dedicado Dorothée. Dejarse vencer por las contrariedades era síntoma de debilidad.
Caminando con la cabeza gacha, ni siquiera reparó en los matorrales que rodeaban el estanque. Apartó los sauces jóvenes sin levantar los ojos. Cuando estaba a punto de desnudarse, un chapoteo en el agua lo abstrajo de sus cavilaciones. Preocupado, vio que en el estanque ya había alguien. Y su preocupación aumentó al percatarse de que se trataba de una mujer. Casi en el mismo centro, donde las aguas eran más profundas, la mujer removía las aguas con sus manos y las atraía hacia la base de los pechos. Su rosácea piel, húmeda, resplandecía como pétalos de rosa impregnados de rocío. La preocupación de Anselme se tornó curiosidad y, después, irreprimible gozo. Se dijo a sí mismo que debía marcharse, pero temía alertar a la bañista con algún movimiento brusco. Curvado su nítido perfil y el hombro izquierdo hacia él, no había notado su presencia. Una mujer joven y hermosa: precisamente lo que quería evitar a toda costa. Y no obstante, sus ojos se negaban a mirar hacia otra parte. No la conocía de nada, ni siquiera la podía relacionar con alguna de las muchachas del pueblo o de la comarca. Era bella como cualquiera de las damas que habitan en los grandes castillos de Averoigne. Y, seguramente, ninguna dama o doncella tomaría un baño en un apartado estanque, en medio de la floresta. Los gruesos y castaños rizos de la cabellera, sujetos por un delgado hilo de plata, se ondulaban y rebasaban en cascada los hombros, ardían como oro bruñido en las zonas por las que la luz del sol atravesaba la espesura. Colgada del cuello, una fina cadena de oro semejaba reflejar los destellos del pelo, bailando entre los pechos al compás de sus juegos con las ondas del estanque.
El eremita se quedó contemplándola como atrapado en las hebras de un inesperado sortilegio. La imagen de su hermosura provocó el afloramiento de toda la juventud que intentaba acallar con su vida retirada. Como saciada del juego, ella le dio la espalda y comenzó a moverse en dirección a la orilla opuesta; Anselme se apercibió de que allí, sobre la hierba, yacían esparcidos ropajes femeninos. La ondina silvestre salió del agua muy despacio, exhibiendo afrodisiacas caderas y piernas. Entonces, más allá de ella, un enorme lobo surgió cual sombra furtiva entre la espesura. Se detuvo junto al montículo de ropa. Jamás había visto un ejemplar de semejante tamaño. Pensó en las historias de hombres lobo que, se decía, moraban en aquel bosque tan antiguo; sólo de pensar en eso le invadió el miedo que suele infundir una reflexión de aquella naturaleza. El pelaje de la bestia, de un gris azulado brillante, resultaba muy peculiar, mucho más largo que el de los lobos grises comunes del bosque. Agazapado enigmáticamente, semioculto entre las juncias, daba la sensación de aguardar a que la mujer saliera del agua. "Un poco más", pensó Anselme, "y se dará cuenta del peligro que corre, gritará y se girará presa del terror". Sin embargo, no fue así; siguió en el lugar y dobló la cabeza hacia delante, como si meditara tranquilamente.
-¡Tened cuidado, os acecha un lobo! -avisó con voz extrañamente aguda y como rompiendo una mágica tranquilidad.
Nada más pronunciar las palabras, la bestia se dio la vuelta y desapareció en la frondosidad de viejos robles y hayas. La mujer le sonrió por encima del hombro, mostrando un pequeño rostro ovalado de ojos oblicuos y labios carmesíes como granadas. No parecía avergonzarse por su desnudez ante un hombre ni asustarse por la presencia del predador.
-Nada hay que temer -replicó con una voz que sonaba como miel derretida-. Es poco probable que uno o dos lobos me ataquen.
-Pero acaso haya más rondando cerca -insistió Anselme-.Y mayores son los peligros que acechan a quienes yerran solos y sin protección por el bosque de Averoigne. Cuando os hayáis vestido, con vuestra licencia os acompañaré a vuestra morada, esté a la distancia que esté.
-Mi casa está a la vez muy cerca y muy lejos, por así decir -contestó la mujer enigmáticamente-. Pero podéis venir conmigo, si ese es vuestro deseo.
Se volvió hacia la ropa, mientras Anselme se apartó unos pasos entre los alisos, para dedicarse a cortar un sólido garrote con el que defenderse de alimañas o de cualquier otro antagonista. Una deliciosa exaltación se apoderó de él, lo cual hizo que varias veces estuviera a punto de mutilarse los dedos con el cuchillo. Comenzó a considerar que la misoginia que le había impelido a llevar su vida de ermitaño era fruto de la inmadura juventud. Había permitido que un profundo y prolongado resentimiento hacia una injusta criatura hubiera gobernado su vida y actos. Cuando terminó de cortar el garrote, la dama ya se había ataviado y acicalado. Se acercó a él balanceándose como una lamia. Un corpiño de terciopelo verde primavera mostraba la parte superior de los senos, firmemente sujetos como el abrazo de un amante. Una larga toga de terciopelo púrpura, floreada de azul pálido y carmesí, ceñía armónicamente los sinuosos contornos de caderas y piernas. Se calzó unas sandalias de fino cuero, con puntas descaradamente encrespadas hacia arriba. El corte y la antigüedad de las prendas corroboraron las sospechas de Anselme de que se hallaba frente a un ser fuera de lo común. Más que ocultar, aquellas prendas realzaban sus atributos femeninos. Sus ademanes eran a la vez recatados y provocativos.
Anselme le dedicó una cortés reverencia que se contradecía totalmente con su atuendo basto y desaliñado.
-¡Vaya!, observo que habéis sido algo más que un ermitaño -comentó la mujer con fina ironía
-Así pues, me conocéis -replicó Anselme.
-Muchas cosas son las que conozco. Soy Sephora, la hechicera. Seguramente jamás habéis oído hablar de mí, pues vivo apartada en un sitio que nadie puede encontrar a menos que sea mi deseo.
-Apenas sé nada de brujería -reconoció Anselme--, pero sin duda sois una hechicera.
Durante algunos minutos habían seguido un sendero que serpenteaba por el antiguo bosque. Pese a los numerosos paseos que daba por la floresta, era la primera vez que el ermitaño lo recorría. Lo flanqueaban estrechamente esbeltos pimpollos y ramas bajas de enormes hayas. Apartándolos del camino para facilitar el paso a su acompañante, Anselme le rozaba el hombro y el brazo con frecuencia. En varias ocasiones, ella se inclinaba hacia él, como si le costase mantener el equilibrio sobre el rugoso suelo. Su peso constituía una deliciosa carga que, por desgracia, soportaba con excesiva brevedad. El pulso se le aceleró desaforadamente sin que diera muestras de tranquilizarse. Los principios eremitas de Anselme se habían ido prácticamente al garete. La excitación de su sangre y su curiosidad desconocían el límite. Dedicó varias frases corteses a su acompañante, a las cuales Sephora replicó provocativamente. Ahora bien, respondió con imprecisiones a las preguntas de Anselme, que nada podía saber de ella, ni siquiera formarse una mínima opinión. Incluso le desconcertaba el no poder precisar su edad: por un instante creía que se trataba de una chiquilla y, al siguiente, que escoltaba a una mujer madura. A medida que avanzaban, en varias ocasiones percibió el brillo de un pelaje oscuro agazapado en la espesura baja. Estaba seguro de que el extraño lobo negro del estanque los seguía furtivamente. Sin embargo, el encantamiento del que era presa había desvanecido por completo la sensación de alarma que lo dominó la primera vez. El sendero se empinó para remontar una colina densamente arbolada. Los árboles comenzaron a volverse pinos raquíticos y retorcidos; rodeaban un páramo abierto en la selva como la tonsura de un monje, tachonado con monolitos druídicos de tiempos anteriores a la dominación romana de Averoigne. Prácticamente en el centro se alzaba un enorme crómlech, formado por dos placas verticales que soportaban una tercera a modo de dintel. El sendero conducía directamente hacia la formación megalítica.
-He ahí el portal de mis dominios -anunció Sephora cuando ya se acercaban-. Cada vez me siento más cansada. Llévame en brazos y traspasemos la antigua puerta.
Anselme obedeció de muy buena gana. Cuando la tomó en brazos, notó que las mejillas de la mujer palidecían, los párpados se le movían con rapidez y que se desplomaba. Por un instante creyó que se había desmayado, pero sintió que sus cálidos brazos se le enroscaban y sujetaban en el cuello. Alelado por la situación, traspasó con ella el umbral del crómlech. En aquellos instantes, sus labios repasaron ardorosamente los femeninos párpados, para seguidamente recorrer la dulce llama carmesí de los labios y el exangüe rosa del cuello. Nuevamente pareció como si Sephora se fuera a desmayar ante aquel acceso de ardor. Los miembros de Anselme se doblaron y una furiosa negrura le pobló la mirada. Semejaba como si la tierra debajo de ellos fuera un camastro elástico en el que ambos se estuvieran sumergiendo. Alzando la cabeza, un súbito y creciente desconcierto se apoderó de él. Apenas se había adentrado unos pasos con Sephora en brazos y, sin embargo, ya no caminaba sobre pastos yermos y secos, sino sobre un frondoso y brillante tapiz de hierba moteado de infinitas flores primaverales. Donde en principio estaba el claro del páramo se elevaban los robles y hayas más grandes que jamás hubiera visto, atiborrados de brotes y hojas nuevas. Al mirar atrás, reparó en que el crómlech era el único vestigio del paisaje anterior, porque el resto ya no se parecía en nada, incluso había cambiado la posición del sol: antes estaba a su izquierda, bastante bajo al este; sin embargo, ahora brillaba con luz ambarina entre las hendiduras silvestres, rozando el horizonte a su derecha. Recordó que Sephora se había denominado a sí misma hechicera. Sin duda alguna, aquello era una manifestación de hechicería. Se puso a mirarla, asaltado por la curiosidad y los recelos.
-No temas -dijo Sephora con una dulce sonrisa plena de serenidad-. Te dije que el crómlech era el portal que conducía a mis dominios. En este lugar, el tiempo y el espacio son conceptos distintos de los que conoces en tu mundo. Incluso cambian las estaciones. Sin embargo, aquí no hay brujería, salvo la de los grandes y antiguos druidas, que poseían el secreto de este reino escondido y usaban estos poderosos bloques de piedra como portal entre los mundos. Si en algún momento te cansas de mí, cuando lo desees puedes volver atrás pasando por la puerta... aunque espero que eso tarde en suceder.
La explicación tranquilizó a Anselme, todavía desorientado. Demostró sobradamente que las esperanzas de Sephora no eran infundadas. A decir verdad, lo hizo con tanta minuciosidad y dedicación, que antes de que la mujer tomase una gran bocanada de aire y pudiera hablar de nuevo, el sol se había ocultado tras el horizonte.
-Está refrescando -comentó mientras se aplastaba contra su pecho y se estremecía ligeramente-, pero ya falta muy poco para llegar a casa.
Arribaron a la hora del crepúsculo; era una torre redonda y alta que se destacaba entre los árboles y unos montículos poblados de hierba.
-Varios siglos atrás -comenzó a explicar Sephora-, en este lugar se había erigido un gran castillo. De él ya sólo queda la torre y yo soy su dueña, la última de mi linaje. La torre y las tierras circundantes se llaman Sylaire.
En el interior ardían esbeltas velas que iluminaban bellos tapices con figuras y motivos extraños, pintados con cierta imprecisión. Una servidumbre de facciones pálidas ataviada con ropajes antiguos, con ademanes más propios de furtivos espectros, corría a proveer de viandas y vinos la mesa que la anfitriona y el joven ocuparon en una estancia espaciosa. Los vinos tenían un sabor peculiar y eran manifiestamente añejos, y los alimentos estaban extrañamente condimentados. Anselme comió y bebió a placer. Se encontraba como en un fantástico sueño en el que aceptaba aquel entorno como lo hace el soñador, sin preocuparse por ninguno de los sucesos extraordinarios que le acaecían. Los caldos eran realmente fuertes, de modo que aletargaron cálidamente sus sentidos. Pero la proximidad de Sephora era aún más embriagadora. Ahora bien, se sorprendió un poco de ver que el enorme lobo negro que había visto en el estanque por la mañana entró en la sala para tumbarse a los pies de su anfitriona y bostezar despreocupadamente como un perro.
-Ya ves que es bastante manso -comentó, arrojándole pedazos de carne de su plato. Suelo dejarle entrar y salir de la torre, y él me acompaña cuando salgo de Sylaire.
-Tiene un aspecto feroz -indicó Anselme con visible intranquilidad.
Como si el lobo hubiera comprendido sus palabras, le mostró las fauces al tiempo que emitía un gruñido increíblemente profundo y áspero. Su sombría mirada se pobló de rúbeas manchas como ascuas sacadas de los pozos infernales.
-Vete, Malachie -ordenó la hechicera con firmeza. El lobo la obedeció; antes de salir de la sala, dirigió a Anselme una mirada maligna.
-No le gustas -dijo Sephora-. Pero eso no es nada sorprendente.
Aturdido por el vino y el amor, Anselme se olvidó de preguntarle qué quería decir. La mañana apareció demasiado temprano; el sol hendía las copas de los árboles que rodeaban la torre.
-Déjame tranquila durante un rato -le pidió Sephora después del desayuno-, últimamente he descuidado mis prácticas y hay ciertos asuntos de los que debo ocuparme.
Inclinándose graciosamente, besó las manos de Anselme. Luego, con miradas y sonrisas, se retiró a una estancia en lo alto de la torre, detrás del dormitorio. Había explicado al antiguo ermitaño que allí guardaba recetas, pociones e instrumentos de magia. Anselme decidió salir y explorar los alrededores. Atento a la presencia del lobo negro, de cuya mansedumbre desconfiaba pese a las palabras de su amada, se llevó el garrote que había fabricado el día anterior en el bosquecillo próximo al Isoile. El paraje estaba surcado por senderos repletos de fresca belleza. Sin duda, Sylaire era una región encantada. Bañado en la dorada luz del sol, acariciado por la brisa perfumada con la fragancia de las flores primaverales, deambuló de claro en claro. Descubrió un claro de verde hierba en el que un pequeño manantial burbujeaba entre suaves guijarros rebozados en musgo. Se sentó sobre uno de ellos y se puso a recapacitar sobre la extraña e imprevista felicidad en la que se hallaba. Era como en una novela antigua, o las leyendas de amor y fantasía que tanto le gustaba leer. Sonriendo, se acordó de las pullas que le clavó Dorothée des Flèches al expresarle su desaprobación por aficionarse a leer aquellas obras. Se preguntó qué pensaría ahora Dorothée... seguramente, no se le daría un ápice. Se interrumpieron sus cavilaciones. Un rumor de hojas preludió la aparición del lobo negro, que emergió de la espesura para plantarse delante de él, lloriqueando como si pretendiera atraer su atención. Ya no parecía tan fiero ni amenazador.
Mordido por la curiosidad, y un poco alarmado, para su sorpresa la bestia comenzó a arrancar, con las zarpas, unas plantas parecidas al ajo y las devoró con avidez. Lo que sucedió a continuación dejó a Anselme sin habla. Delante de él ya no estaba la figura del lobo, sino el poderoso talle de un hombre enjuto, vigoroso, de cabellera y barba negras y mirada flameante. El cabello le nacía casi a la altura de las cejas y la barba, bajo las pestañas inferiores. El vello le cubría los hombros, el pecho y las extremidades superiores e inferiores.
-No tengáis ningún temor, no os haré daño -dijo el hombre-. Soy Malachie du Marais, un brujo, y en otros tiempos amante de Sephora. Cuando se cansó de mí, y temiendo mis poderes, me convirtió en un lobo al darme a beber de las aguas de un estanque que hay en lo más profundo de este reino encantado. Desde edades muy antiguas, sobre ese estanque pesa la maldición de la licantropía, y a sus efectos Sephora agregó sus propios hechizos. Cuando hay luna nueva, puedo zafarme brevemente del hechizo. En otras ocasiones, recobro mi forma humana sólo por unos minutos si ingiero las raíces que me visteis desenterrar y devorar; pero se trata de unas raíces que escasean.
Anselme juzgó que los sortilegios de Sylaire eran más sutiles y complejos de lo que había pensado. A pesar de su desconcierto, era incapaz de confiar en el extraño ser que se hallaba delante de él. Había oído numerosas historias sobre licántropos, muy corrientes en la Francia medieval. La gente decía que su fuerza, más que bestial, era demoniaca.
-Permitidme que os advierta del serio peligro en el que os encontráis -prosiguió Malachie du Marais-. Habéis cometido una locura dejándoos seducir por Sephora. Si sois juicioso, abandonad inmediatamente las marcas del reino de Sylaire. La maldad y la brujería son consustanciales a estas tierras, hace tanto tiempo que habitan en ella que acaso surgieron a la par. Los sirvientes de Sephora, que os esperaban ayer al anochecer, no son sino vampiros que duermen de día en las criptas de la torre y salen con las tinieblas. Atraviesan el portal de los druidas para cazar a las gentes de Averoigne. -Detuvo la explicación, como pretendiendo hacer hincapié en las palabras que iba a pronunciar. Los ojos le brillaron aún más intensamente y la voz se le mudó en inquietante susurro. -La misma Sephora no es sino una lamia muy antigua, casi inmortal, que se nutre del vigor de hombres jóvenes. A través de las eras, innumerables han sido sus amantes y, me resulta ingrato decirlo, ignoro a ciencia cierta cuál fue su auténtico final. Su belleza y juventud son mera ilusión. Si pudieseis contemplar su verdadero aspecto, moriríais de repugnancia y dejaríais de amarla al instante.
-Lo que contáis es absurdo. Me resulta imposible creeros -afirmó Anselme.
Malachie encogió sus peludos hombros.
-Por lo menos lo he intentado. Pronto me convertiré de nuevo en lobo y debo irme. Si lo deseáis, venid a verme más tarde a mi madriguera, a una milla al oeste de la torre, quizá os pueda convencer de que os digo la verdad. Mientras, tratad de recordar si en la habitación de Sephora visteis algún espejo como los que suelen tener las jóvenes hermosas. Los espejos aterran a las lamias y los vampiros... por una buena razón.
Anselme regresó preocupado a la torre. Le costaba creer lo que había oído. Y sin embargo, estaba el asunto de la servidumbre de la torre. Aquella mañana apenas había reparado en su ausencia (no los había visto desde la noche anterior), ni tampoco recordaba que entre las pertenencias de Sephora hubiera espejos. La hechicera ya lo estaba esperando en el vestíbulo inferior. Una breve mirada a la impresionante dulzura de su femineidad bastó para avergonzarse de las dudas que Malachie había sembrado en su corazón. Los ojos de Sephora, penetrantes y tiernos como los de las diosas paganas del amor, le preguntaron qué había hecho. El muchacho le refirió con todo lujo de detalles su encuentro con el licántropo.
-Ah, hice bien en fiarme de mis presentimientos -dijo-. La noche pasada, cuando el lobo gruñó y te echó su última mirada, me dio la sensación de que quizá se estaba volviendo más peligroso de lo que creía. Esta mañana, en la cámara de magia, mis poderes clarividentes me revelaron muchas cosas. Realmente he bajado mucho la guardia. Malachie ha devenido una amenaza para mi seguridad. Además, te odia y hará lo que sea para destruir nuestra felicidad.
-Entonces, ¿es verdad que fue tu amante y que lo transformaste en un hombre lobo?
-Fue mi amante hace mucho, mucho tiempo. Pero devenir hombre lobo fue decisión suya, consecuencia de haber bebido las aguas del estanque que te mencionó. Nunca ha dejado de lamentarlo. Aunque siendo lobo posea ciertos poderes, en realidad eso limita sus acciones y facultades hechiceras. Quiere volver a ser sólo un hombre. Si lo consigue, será doblemente peligroso para los dos. Debería haberlo vigilado mejor, pues me he dado cuenta de que me ha robado la receta del antídoto para las aguas de la licantropía. Mi clarividencia me avisa de que ya ha preparado la pócima durante los breves intervalos en que, al mascar ciertas raíces, ha sido hombre. Cuando la beba, será humano permanentemente. Sólo espera a que haya luna nueva, porque el hechizo del hombre lobo más débil en ese periodo.
-Pero, ¿por qué me odia Malachie? -inquirió Anselme- ¿Y cómo te puedo ayudar a combatirle?
-La primera es una pregunta bastante estúpida. Obviamente, está celoso de ti. En cuanto al asunto de ayudarme... se me ha ocurrido una buena estratagema contra él.
De los pliegues del corpiño sacó un pequeño objeto púrpura con forma triangular.
-Este frasco -explicó- contiene agua del estanque de los licántropos. Gracias a mi visión clarividente, sé que Malachie guarda su antídoto definitivo en un frasco de tamaño, forma y color parecidos. Si pudieras entrar en su madriguera y cambiarlo por este, creo que los resultados serían bastante peculiares.
-Por supuesto que iré -decidió Anselme.
-Ahora mismo puede ser buen momento -indicó Sephora-. Falta una hora para mediodía, cuando suele salir a cazar. Si lo encuentras en la madriguera o estás en ella a su regreso, siempre le puedes decir que aceptaste su invitación.
Dio a Anselme instrucciones detalladas para encontrar enseguida la madriguera. Asimismo, le proveyó de una espada, afirmando que la hoja estaba templada con los cánticos de hechizos que lo protegerían de seres como Malachie.
-El lobo se ha vuelto impredecible -afirmó la hechicera-. Si te ataca, tu garrote te servirá de bien poco.
Localizó la madriguera enseguida, caminos bien marcados conducían hacia ella sin desviaciones. Consistía en los restos de una torre, deshecha en fragmentos cubiertos de hierba y musgo. Lo que en su momento había sido una alta entrada ahora era un mero agujero por el que un animal de grandes proporciones podía entrar y salir sin problemas. Cuando se halló delante del orificio, las dudas lo asaltaron.
-¿Estáis ahí, Malachie du Marais? -la pregunta no obtuvo respuesta ni en el interior se percibían movimientos. Volvió a gritar. Al final, agachado y moviéndose a gatas, penetró en la madriguera.
La luz natural entraba merced a varias aberturas, enrejadas por caprichosas raíces de árbol. Se trataba más de una caverna que de una habitación. Hedía a causa de restos de carroña sobre los que Anselme prefirió no pensar. El suelo estaba cubierto de huesos, tallos rotos, hojas de plantas y recipientes de alquimia hechos añicos. Un caldero devorado por el orín pendía de un trípode sobre cenizas y restos de leña carbonizada. Cachivaches ensuciados por las goteras yacían por doquier luciendo costras de óxido. Una mutilada mesa de tres patas se apoyaba contra el muro. Tenía un montón de objetos extraños entre los cuales discernió uno de color púrpura, similar al que le había dado Sephora. En una de las esquinas había un manojo de hierba arrancada y en descomposición. Percibió un hedor rancio y agresivo de bestia mezclado con despojos. Anselme vigiló atentamente, intentando percibir ruidos de lobo o cualquier otra criatura. Después, ya sin demora, depositó el frasco de Sephora sobre la mesa y guardó el otro en su jubón.
Se oyó ruido de pasos en la entrada. Se giró para encontrarse cara a cara con el lobo negro. La alimaña se le acercó, tensa como a punto de abalanzarse sobre él, con la mirada ardiendo como brasas infernales. Los dedos de Anselme se deslizaron hacia la empuñadura de la espada encantada con que le había provisto Sephora. Los ojos del lobo siguieron aquel gesto. Pareció reconocer la hoja. Dio la espalda a Anselme y empezó a comer algunas raíces de aquella planta semejante al ajo, sin duda recolectada para poder llevar a cabo acciones imposibles de realizar con la figura de un lobo. Ahora bien, en esta ocasión la metamorfosis quedó incompleta. La cabeza y el tronco de Malachie se irguieron como los de un hombre, pero las piernas siguieron siendo las de un espantoso licántropo, como si se tratara de un híbrido propio de las leyendas paganas.
-Me siento muy honrado por vuestra visita -dijo medio gruñendo, la mirada y la voz recelosas-. Muy pocos han osado entrar en mi humilde morada, por eso os lo agradezco doblemente. Como recompensa, os haré un regalo.
Con los ágiles movimientos de un lobo, se fue a la mesa y revolvió entre los peculiares objetos que la poblaban. Se quedó con un espejo rectangular de plata bruñida, cuyo mango tenía joyas engastadas. Lo ofreció a Anselme.
-Este es el espejo de la Realidad -explicó-. En él se refleja la auténtica naturaleza de las cosas. Ni siquiera lo pueden engañar las artes de la hechicería. No me creisteis cuando os advertí de lo que Sephora es en realidad. Pero si sostenéis el espejo delante de su rostro y miráis su reflejo, os daréis cuenta de que su belleza, como todo lo que perteneciente a Sylaire, es una vacua mentira, la máscara de un horror y una corrupción sumamente antiguos. Si no me creéis, colocad el espejo frente a mi cara: también yo pertenezco a la inmemorial perversidad de este reino.
Anselme asió el espejo y procedió como le había dicho Malachie. Un momento después, casi se le cayó. Había contemplado una faz que debería yacer bajo tierra muchos siglos atrás. Tanto lo había afectado aquel horror, que después olvidó el episodio de su salida de la madriguera. Se había llevado el obsequio del licántropo, si bien algo lo empujó, en varias ocasiones, a desprenderse de él. Procuró convencerse a sí mismo de que sólo había experimentado el resultado de algún burdo truco. Se negaba a aceptar que ningún espejo revelase que Sephora fuera otra cosa distinta de la dulce belleza de cuyos besos sus labios aún conservaban el calor. Pero tales especulaciones desaparecieron cuando volvió a entrar en la torre. En el vestíbulo aguardaban tres visitantes. Estaban delante de Sephora, la cual, con serena sonrisa, parecía explicarles algo. Muy conturbado, Anselme reconoció a los tres recién llegados. Uno de ellos era Dorothée des Flèches, ataviada con prendas de viaje. Los otros dos eran vasallos de su padre, armados con armas, aljabas con flechas, espadas de doble filo y dagas. Pese a toda aquella panoplia, se mostraban incómodos y recelosos. En cambio, Dorothée semejaba conservar su innato aplomo.
-Pero, ¿qué haces en este lugar tan extraño, Anselme? -le espetó-- ¿Y quién es esta mujer, la señora de Sylaire, como se apela a sí misma?
Anselme comprendió que cualquier respuesta rebasaría la capacidad de entendimiento de la muchacha. Miró a Sephora y después de nuevo a Dorothée. Sephora era la esencia de toda la belleza y el encanto por los que siempre había suspirado. ¿Cómo podía haberse creído enamorado de Dorothée? ¿Cómo había decidido convertirse en eremita a causa de su frialdad y ligereza de pensamiento? Tenía una hermosura portentosa, con las cualidades inherentes a la juventud. Pero era necia, exenta de imaginación, prosaica como una mujer casada y con varios hijos. No le extrañaba que jamás lo hubiese entendido.
-¿Qué haces aquí? -inquirió- Pensaba que nunca más nos volveríamos a ver.
-Te echaba de menos, Anselme -contestó la muchacha con un suspiro-. La gente decía que habías renunciado al mundo a causa de tu amor por mí y que te habías entregado a la vida ascética. Al final decidí ir en tu búsqueda, pero desapareciste. Algunos cazadores te vieron pasar ayer con una mujer extraña a través del páramo de las piedras druídicas. Afirmaron que ambos os desvanecisteis más allá del crómlech. Hoy he seguido tus pasos con estos hombres de mi padre. Hemos entrado en estas marcas extrañas de las que nadie tenía noticia. Y ahora, esta mujer...
Un aullido enloquecido interrumpió sus palabras. Con fauces babeantes, llenas de espuma, el lobo irrumpió en el vestíbulo. Dorothée des Fleches comenzó a gritar cuando el animal se dirigió hacia ella, como si la hubiese elegido primera víctima de su incontrolada furia. Sin lugar a dudas, algo lo había enloquecido. Acaso el agua del estanque de los licántropos, cambiada por el antídoto, había redoblado los efectos de la antigua maldición de los hombres lobo. Los dos guerreros, preparando sus armas, aguardaron inmóviles. Anselme desenvainó la espada de la hechicera y se interpuso entre Dorothée y el lobo. Alzó la hoja, de doble filo, presto a asestar un mandoble. El lobo saltó como impulsado por una catapulta; una certera estocada abrió su garganta en canal y saltó la sangre. La mano de Anselme recibió una fuerte sacudida, y el impacto de su propio mandoble lo rechazó hacia atrás. El lobo cayó a los pies de Anselme, agonizante. Sus fauces habían mordido la hoja. La punta le sobresalía por detrás del cuello. Anselme intentó desclavarla, pero fue en vano. A continuación, cesó la agonía del licántropo y la espada salió sin dificultad. La había sacado de la hendida boca del viejo hechicero, Malachie du Marais, ahora inerme sobre las losas de piedra. Aquel era el rostro que Anselme había contemplado en el espejo.
-¡Me has salvado! ¡Eres maravilloso! -gritó Dorothée.
Se abalanzó sobre Anselme con los brazos abiertos. Un momento más y la situación hubiera devenido incómoda. Pensó en el espejo que llevaba en su jubón, junto con el frasco de Malachie du Marais. Se preguntó cuál sería la auténtica imagen de Dorothée reflejada en la bruñida profundidad del espejo. Lo alzó súbitamente y lo interpuso a la altura de su cara cuando ella estaba a punto de ponerse a su lado. Nunca supo lo que contemplaron sus ojos, mas ejerció unos efectos sorprendentes. Dorothée dio un respingo, el miedo dilató desaforadamente sus ojos. Después, cubriéndoselos con las manos para apartar de ellos alguna infame visión, corrió por el vestíbulo y salió gritando. Los guerreros la siguieron. La rapidez con que lo hicieron denotó que no sentían el menor escrúpulo en abandonar aquel sitio azotado por brujos y sortilegios. Sephora comenzó a reír suavemente, secundada por Anselme. Por unos momentos, se entregaron a francas carcajadas. Luego recobraron la calma.
-Sé por qué Malachie te entregó el espejo -observó-. ¿No deseas ver cuál es mi reflejo?
Anselme se dio cuenta de que aún lo sostenía. Sin contestarle, fue hacia a la ventana más próxima, que daba a un profundo pozo resguardado entre arbustos y que había formado parte de un foso. Arrojó el espejo.
-Me basta con lo que ven mis ojos. No necesito espejos -dijo-. Y ahora, retomemos ciertos asuntos que se interrumpieron hace demasiado rato.
De nuevo gozaba con la deliciosa proximidad de Sephora, apresada por sus brazos, sus labios con sabor a miel encadenados a los suyos. Quedaron unidos en el áureo círculo del más fuerte de los hechizos.
-¿Por qué dices eso? -preguntó Anselme, desconcertado y ofendido.
-Porque sólo eres un maldito soñador, todo el día devorando libros como un monje. Lo único que te importan son las leyendas antiguas y las novelas. La gente afirma que incluso escribes versos. Suerte tienes de ser el segundo hijo del conde du Framboisier... y es que nunca serás otra cosa que un segundón.
-Pero si ayer dijiste que me amabas un poco -objetó Anselme con cierta amargura. Cuando una mujer deja de amar a un hombre, en él sólo encuentra defectos.
-¡Majadero, pedazo de asno! -exclamó Dorothée, agitando los dorados bucles de su cabello con malhumorada arrogancia-. Si no fueras como te he dicho, nunca habrías mencionado lo que afirmé ayer. Lárgate, imbécil. Y no vuelvas más.
Anselme, el ermitaño, había dormido poco, no había hecho más que dar vueltas y vueltas en su incómodo y estrecho jergón. Parecía que su sangre hubiese bullido con el bochorno de la noche estival. Por supuesto, el ardor inherente a la juventud había contribuido al insomnio. No quería pensar en mujeres, y más concretamente en una. Sin embargo, trece meses de soledad en lo más profundo de los bosques de Averoigne no le habían ayudado en su propósito. Más cruel que sus sarcasmos era la inolvidable belleza de Dorothée des Flèches: la boca de mullidos labios, los brazos suavemente redondeados, la esbelta cintura, unos pechos y caderas que aún no habían adquirido su máximo esplendor. En los escasos momentos en que concilió el sueño lo visitaron imágenes sugerentes pero nimias comparadas con la persona que regía sus desvelos. Se levantó al amanecer, cansado y lleno de inquietud. Quizá se calmaría tomando un baño, como hacía a menudo, en un estanque cuyas aguas provenían del río Isoile, ocultas por frondosos alisos y sauces. El agua, deliciosamente fresca a esa hora, aliviaría su estado febril. Se le iluminaron los ojos, la mirada se le desperezó bajo la luz matinal al salir de su cabaña, hecha con troncos y ramas de sauce y mimbrera. Sus pensamientos, todavía bajo el influjo de la noche pasada, continuaban dispersos y sin objetivos concretos. ¿Había hecho bien en renunciar al mundo, a parientes y allegados, para recluirse en un lugar recóndito por culpa del desdén femenino? Decirse a sí mismo que se había convertido en ermitaño para alcanzar la santidad, como afirmaban los antiguos anacoretas, era engañarse absurdamente. Al vivir solo, ¿no estaría agravando la enfermedad de la que buscaba curarse? Un poco más tarde se le ocurrió pensar que quizá con aquel modus vivendi ratificaba las acusaciones de estúpido soñador que le había dedicado Dorothée. Dejarse vencer por las contrariedades era síntoma de debilidad.
Caminando con la cabeza gacha, ni siquiera reparó en los matorrales que rodeaban el estanque. Apartó los sauces jóvenes sin levantar los ojos. Cuando estaba a punto de desnudarse, un chapoteo en el agua lo abstrajo de sus cavilaciones. Preocupado, vio que en el estanque ya había alguien. Y su preocupación aumentó al percatarse de que se trataba de una mujer. Casi en el mismo centro, donde las aguas eran más profundas, la mujer removía las aguas con sus manos y las atraía hacia la base de los pechos. Su rosácea piel, húmeda, resplandecía como pétalos de rosa impregnados de rocío. La preocupación de Anselme se tornó curiosidad y, después, irreprimible gozo. Se dijo a sí mismo que debía marcharse, pero temía alertar a la bañista con algún movimiento brusco. Curvado su nítido perfil y el hombro izquierdo hacia él, no había notado su presencia. Una mujer joven y hermosa: precisamente lo que quería evitar a toda costa. Y no obstante, sus ojos se negaban a mirar hacia otra parte. No la conocía de nada, ni siquiera la podía relacionar con alguna de las muchachas del pueblo o de la comarca. Era bella como cualquiera de las damas que habitan en los grandes castillos de Averoigne. Y, seguramente, ninguna dama o doncella tomaría un baño en un apartado estanque, en medio de la floresta. Los gruesos y castaños rizos de la cabellera, sujetos por un delgado hilo de plata, se ondulaban y rebasaban en cascada los hombros, ardían como oro bruñido en las zonas por las que la luz del sol atravesaba la espesura. Colgada del cuello, una fina cadena de oro semejaba reflejar los destellos del pelo, bailando entre los pechos al compás de sus juegos con las ondas del estanque.
El eremita se quedó contemplándola como atrapado en las hebras de un inesperado sortilegio. La imagen de su hermosura provocó el afloramiento de toda la juventud que intentaba acallar con su vida retirada. Como saciada del juego, ella le dio la espalda y comenzó a moverse en dirección a la orilla opuesta; Anselme se apercibió de que allí, sobre la hierba, yacían esparcidos ropajes femeninos. La ondina silvestre salió del agua muy despacio, exhibiendo afrodisiacas caderas y piernas. Entonces, más allá de ella, un enorme lobo surgió cual sombra furtiva entre la espesura. Se detuvo junto al montículo de ropa. Jamás había visto un ejemplar de semejante tamaño. Pensó en las historias de hombres lobo que, se decía, moraban en aquel bosque tan antiguo; sólo de pensar en eso le invadió el miedo que suele infundir una reflexión de aquella naturaleza. El pelaje de la bestia, de un gris azulado brillante, resultaba muy peculiar, mucho más largo que el de los lobos grises comunes del bosque. Agazapado enigmáticamente, semioculto entre las juncias, daba la sensación de aguardar a que la mujer saliera del agua. "Un poco más", pensó Anselme, "y se dará cuenta del peligro que corre, gritará y se girará presa del terror". Sin embargo, no fue así; siguió en el lugar y dobló la cabeza hacia delante, como si meditara tranquilamente.
-¡Tened cuidado, os acecha un lobo! -avisó con voz extrañamente aguda y como rompiendo una mágica tranquilidad.
Nada más pronunciar las palabras, la bestia se dio la vuelta y desapareció en la frondosidad de viejos robles y hayas. La mujer le sonrió por encima del hombro, mostrando un pequeño rostro ovalado de ojos oblicuos y labios carmesíes como granadas. No parecía avergonzarse por su desnudez ante un hombre ni asustarse por la presencia del predador.
-Nada hay que temer -replicó con una voz que sonaba como miel derretida-. Es poco probable que uno o dos lobos me ataquen.
-Pero acaso haya más rondando cerca -insistió Anselme-.Y mayores son los peligros que acechan a quienes yerran solos y sin protección por el bosque de Averoigne. Cuando os hayáis vestido, con vuestra licencia os acompañaré a vuestra morada, esté a la distancia que esté.
-Mi casa está a la vez muy cerca y muy lejos, por así decir -contestó la mujer enigmáticamente-. Pero podéis venir conmigo, si ese es vuestro deseo.
Se volvió hacia la ropa, mientras Anselme se apartó unos pasos entre los alisos, para dedicarse a cortar un sólido garrote con el que defenderse de alimañas o de cualquier otro antagonista. Una deliciosa exaltación se apoderó de él, lo cual hizo que varias veces estuviera a punto de mutilarse los dedos con el cuchillo. Comenzó a considerar que la misoginia que le había impelido a llevar su vida de ermitaño era fruto de la inmadura juventud. Había permitido que un profundo y prolongado resentimiento hacia una injusta criatura hubiera gobernado su vida y actos. Cuando terminó de cortar el garrote, la dama ya se había ataviado y acicalado. Se acercó a él balanceándose como una lamia. Un corpiño de terciopelo verde primavera mostraba la parte superior de los senos, firmemente sujetos como el abrazo de un amante. Una larga toga de terciopelo púrpura, floreada de azul pálido y carmesí, ceñía armónicamente los sinuosos contornos de caderas y piernas. Se calzó unas sandalias de fino cuero, con puntas descaradamente encrespadas hacia arriba. El corte y la antigüedad de las prendas corroboraron las sospechas de Anselme de que se hallaba frente a un ser fuera de lo común. Más que ocultar, aquellas prendas realzaban sus atributos femeninos. Sus ademanes eran a la vez recatados y provocativos.
Anselme le dedicó una cortés reverencia que se contradecía totalmente con su atuendo basto y desaliñado.
-¡Vaya!, observo que habéis sido algo más que un ermitaño -comentó la mujer con fina ironía
-Así pues, me conocéis -replicó Anselme.
-Muchas cosas son las que conozco. Soy Sephora, la hechicera. Seguramente jamás habéis oído hablar de mí, pues vivo apartada en un sitio que nadie puede encontrar a menos que sea mi deseo.
-Apenas sé nada de brujería -reconoció Anselme--, pero sin duda sois una hechicera.
Durante algunos minutos habían seguido un sendero que serpenteaba por el antiguo bosque. Pese a los numerosos paseos que daba por la floresta, era la primera vez que el ermitaño lo recorría. Lo flanqueaban estrechamente esbeltos pimpollos y ramas bajas de enormes hayas. Apartándolos del camino para facilitar el paso a su acompañante, Anselme le rozaba el hombro y el brazo con frecuencia. En varias ocasiones, ella se inclinaba hacia él, como si le costase mantener el equilibrio sobre el rugoso suelo. Su peso constituía una deliciosa carga que, por desgracia, soportaba con excesiva brevedad. El pulso se le aceleró desaforadamente sin que diera muestras de tranquilizarse. Los principios eremitas de Anselme se habían ido prácticamente al garete. La excitación de su sangre y su curiosidad desconocían el límite. Dedicó varias frases corteses a su acompañante, a las cuales Sephora replicó provocativamente. Ahora bien, respondió con imprecisiones a las preguntas de Anselme, que nada podía saber de ella, ni siquiera formarse una mínima opinión. Incluso le desconcertaba el no poder precisar su edad: por un instante creía que se trataba de una chiquilla y, al siguiente, que escoltaba a una mujer madura. A medida que avanzaban, en varias ocasiones percibió el brillo de un pelaje oscuro agazapado en la espesura baja. Estaba seguro de que el extraño lobo negro del estanque los seguía furtivamente. Sin embargo, el encantamiento del que era presa había desvanecido por completo la sensación de alarma que lo dominó la primera vez. El sendero se empinó para remontar una colina densamente arbolada. Los árboles comenzaron a volverse pinos raquíticos y retorcidos; rodeaban un páramo abierto en la selva como la tonsura de un monje, tachonado con monolitos druídicos de tiempos anteriores a la dominación romana de Averoigne. Prácticamente en el centro se alzaba un enorme crómlech, formado por dos placas verticales que soportaban una tercera a modo de dintel. El sendero conducía directamente hacia la formación megalítica.
-He ahí el portal de mis dominios -anunció Sephora cuando ya se acercaban-. Cada vez me siento más cansada. Llévame en brazos y traspasemos la antigua puerta.
Anselme obedeció de muy buena gana. Cuando la tomó en brazos, notó que las mejillas de la mujer palidecían, los párpados se le movían con rapidez y que se desplomaba. Por un instante creyó que se había desmayado, pero sintió que sus cálidos brazos se le enroscaban y sujetaban en el cuello. Alelado por la situación, traspasó con ella el umbral del crómlech. En aquellos instantes, sus labios repasaron ardorosamente los femeninos párpados, para seguidamente recorrer la dulce llama carmesí de los labios y el exangüe rosa del cuello. Nuevamente pareció como si Sephora se fuera a desmayar ante aquel acceso de ardor. Los miembros de Anselme se doblaron y una furiosa negrura le pobló la mirada. Semejaba como si la tierra debajo de ellos fuera un camastro elástico en el que ambos se estuvieran sumergiendo. Alzando la cabeza, un súbito y creciente desconcierto se apoderó de él. Apenas se había adentrado unos pasos con Sephora en brazos y, sin embargo, ya no caminaba sobre pastos yermos y secos, sino sobre un frondoso y brillante tapiz de hierba moteado de infinitas flores primaverales. Donde en principio estaba el claro del páramo se elevaban los robles y hayas más grandes que jamás hubiera visto, atiborrados de brotes y hojas nuevas. Al mirar atrás, reparó en que el crómlech era el único vestigio del paisaje anterior, porque el resto ya no se parecía en nada, incluso había cambiado la posición del sol: antes estaba a su izquierda, bastante bajo al este; sin embargo, ahora brillaba con luz ambarina entre las hendiduras silvestres, rozando el horizonte a su derecha. Recordó que Sephora se había denominado a sí misma hechicera. Sin duda alguna, aquello era una manifestación de hechicería. Se puso a mirarla, asaltado por la curiosidad y los recelos.
-No temas -dijo Sephora con una dulce sonrisa plena de serenidad-. Te dije que el crómlech era el portal que conducía a mis dominios. En este lugar, el tiempo y el espacio son conceptos distintos de los que conoces en tu mundo. Incluso cambian las estaciones. Sin embargo, aquí no hay brujería, salvo la de los grandes y antiguos druidas, que poseían el secreto de este reino escondido y usaban estos poderosos bloques de piedra como portal entre los mundos. Si en algún momento te cansas de mí, cuando lo desees puedes volver atrás pasando por la puerta... aunque espero que eso tarde en suceder.
La explicación tranquilizó a Anselme, todavía desorientado. Demostró sobradamente que las esperanzas de Sephora no eran infundadas. A decir verdad, lo hizo con tanta minuciosidad y dedicación, que antes de que la mujer tomase una gran bocanada de aire y pudiera hablar de nuevo, el sol se había ocultado tras el horizonte.
-Está refrescando -comentó mientras se aplastaba contra su pecho y se estremecía ligeramente-, pero ya falta muy poco para llegar a casa.
Arribaron a la hora del crepúsculo; era una torre redonda y alta que se destacaba entre los árboles y unos montículos poblados de hierba.
-Varios siglos atrás -comenzó a explicar Sephora-, en este lugar se había erigido un gran castillo. De él ya sólo queda la torre y yo soy su dueña, la última de mi linaje. La torre y las tierras circundantes se llaman Sylaire.
En el interior ardían esbeltas velas que iluminaban bellos tapices con figuras y motivos extraños, pintados con cierta imprecisión. Una servidumbre de facciones pálidas ataviada con ropajes antiguos, con ademanes más propios de furtivos espectros, corría a proveer de viandas y vinos la mesa que la anfitriona y el joven ocuparon en una estancia espaciosa. Los vinos tenían un sabor peculiar y eran manifiestamente añejos, y los alimentos estaban extrañamente condimentados. Anselme comió y bebió a placer. Se encontraba como en un fantástico sueño en el que aceptaba aquel entorno como lo hace el soñador, sin preocuparse por ninguno de los sucesos extraordinarios que le acaecían. Los caldos eran realmente fuertes, de modo que aletargaron cálidamente sus sentidos. Pero la proximidad de Sephora era aún más embriagadora. Ahora bien, se sorprendió un poco de ver que el enorme lobo negro que había visto en el estanque por la mañana entró en la sala para tumbarse a los pies de su anfitriona y bostezar despreocupadamente como un perro.
-Ya ves que es bastante manso -comentó, arrojándole pedazos de carne de su plato. Suelo dejarle entrar y salir de la torre, y él me acompaña cuando salgo de Sylaire.
-Tiene un aspecto feroz -indicó Anselme con visible intranquilidad.
Como si el lobo hubiera comprendido sus palabras, le mostró las fauces al tiempo que emitía un gruñido increíblemente profundo y áspero. Su sombría mirada se pobló de rúbeas manchas como ascuas sacadas de los pozos infernales.
-Vete, Malachie -ordenó la hechicera con firmeza. El lobo la obedeció; antes de salir de la sala, dirigió a Anselme una mirada maligna.
-No le gustas -dijo Sephora-. Pero eso no es nada sorprendente.
Aturdido por el vino y el amor, Anselme se olvidó de preguntarle qué quería decir. La mañana apareció demasiado temprano; el sol hendía las copas de los árboles que rodeaban la torre.
-Déjame tranquila durante un rato -le pidió Sephora después del desayuno-, últimamente he descuidado mis prácticas y hay ciertos asuntos de los que debo ocuparme.
Inclinándose graciosamente, besó las manos de Anselme. Luego, con miradas y sonrisas, se retiró a una estancia en lo alto de la torre, detrás del dormitorio. Había explicado al antiguo ermitaño que allí guardaba recetas, pociones e instrumentos de magia. Anselme decidió salir y explorar los alrededores. Atento a la presencia del lobo negro, de cuya mansedumbre desconfiaba pese a las palabras de su amada, se llevó el garrote que había fabricado el día anterior en el bosquecillo próximo al Isoile. El paraje estaba surcado por senderos repletos de fresca belleza. Sin duda, Sylaire era una región encantada. Bañado en la dorada luz del sol, acariciado por la brisa perfumada con la fragancia de las flores primaverales, deambuló de claro en claro. Descubrió un claro de verde hierba en el que un pequeño manantial burbujeaba entre suaves guijarros rebozados en musgo. Se sentó sobre uno de ellos y se puso a recapacitar sobre la extraña e imprevista felicidad en la que se hallaba. Era como en una novela antigua, o las leyendas de amor y fantasía que tanto le gustaba leer. Sonriendo, se acordó de las pullas que le clavó Dorothée des Flèches al expresarle su desaprobación por aficionarse a leer aquellas obras. Se preguntó qué pensaría ahora Dorothée... seguramente, no se le daría un ápice. Se interrumpieron sus cavilaciones. Un rumor de hojas preludió la aparición del lobo negro, que emergió de la espesura para plantarse delante de él, lloriqueando como si pretendiera atraer su atención. Ya no parecía tan fiero ni amenazador.
Mordido por la curiosidad, y un poco alarmado, para su sorpresa la bestia comenzó a arrancar, con las zarpas, unas plantas parecidas al ajo y las devoró con avidez. Lo que sucedió a continuación dejó a Anselme sin habla. Delante de él ya no estaba la figura del lobo, sino el poderoso talle de un hombre enjuto, vigoroso, de cabellera y barba negras y mirada flameante. El cabello le nacía casi a la altura de las cejas y la barba, bajo las pestañas inferiores. El vello le cubría los hombros, el pecho y las extremidades superiores e inferiores.
-No tengáis ningún temor, no os haré daño -dijo el hombre-. Soy Malachie du Marais, un brujo, y en otros tiempos amante de Sephora. Cuando se cansó de mí, y temiendo mis poderes, me convirtió en un lobo al darme a beber de las aguas de un estanque que hay en lo más profundo de este reino encantado. Desde edades muy antiguas, sobre ese estanque pesa la maldición de la licantropía, y a sus efectos Sephora agregó sus propios hechizos. Cuando hay luna nueva, puedo zafarme brevemente del hechizo. En otras ocasiones, recobro mi forma humana sólo por unos minutos si ingiero las raíces que me visteis desenterrar y devorar; pero se trata de unas raíces que escasean.
Anselme juzgó que los sortilegios de Sylaire eran más sutiles y complejos de lo que había pensado. A pesar de su desconcierto, era incapaz de confiar en el extraño ser que se hallaba delante de él. Había oído numerosas historias sobre licántropos, muy corrientes en la Francia medieval. La gente decía que su fuerza, más que bestial, era demoniaca.
-Permitidme que os advierta del serio peligro en el que os encontráis -prosiguió Malachie du Marais-. Habéis cometido una locura dejándoos seducir por Sephora. Si sois juicioso, abandonad inmediatamente las marcas del reino de Sylaire. La maldad y la brujería son consustanciales a estas tierras, hace tanto tiempo que habitan en ella que acaso surgieron a la par. Los sirvientes de Sephora, que os esperaban ayer al anochecer, no son sino vampiros que duermen de día en las criptas de la torre y salen con las tinieblas. Atraviesan el portal de los druidas para cazar a las gentes de Averoigne. -Detuvo la explicación, como pretendiendo hacer hincapié en las palabras que iba a pronunciar. Los ojos le brillaron aún más intensamente y la voz se le mudó en inquietante susurro. -La misma Sephora no es sino una lamia muy antigua, casi inmortal, que se nutre del vigor de hombres jóvenes. A través de las eras, innumerables han sido sus amantes y, me resulta ingrato decirlo, ignoro a ciencia cierta cuál fue su auténtico final. Su belleza y juventud son mera ilusión. Si pudieseis contemplar su verdadero aspecto, moriríais de repugnancia y dejaríais de amarla al instante.
-Lo que contáis es absurdo. Me resulta imposible creeros -afirmó Anselme.
Malachie encogió sus peludos hombros.
-Por lo menos lo he intentado. Pronto me convertiré de nuevo en lobo y debo irme. Si lo deseáis, venid a verme más tarde a mi madriguera, a una milla al oeste de la torre, quizá os pueda convencer de que os digo la verdad. Mientras, tratad de recordar si en la habitación de Sephora visteis algún espejo como los que suelen tener las jóvenes hermosas. Los espejos aterran a las lamias y los vampiros... por una buena razón.
Anselme regresó preocupado a la torre. Le costaba creer lo que había oído. Y sin embargo, estaba el asunto de la servidumbre de la torre. Aquella mañana apenas había reparado en su ausencia (no los había visto desde la noche anterior), ni tampoco recordaba que entre las pertenencias de Sephora hubiera espejos. La hechicera ya lo estaba esperando en el vestíbulo inferior. Una breve mirada a la impresionante dulzura de su femineidad bastó para avergonzarse de las dudas que Malachie había sembrado en su corazón. Los ojos de Sephora, penetrantes y tiernos como los de las diosas paganas del amor, le preguntaron qué había hecho. El muchacho le refirió con todo lujo de detalles su encuentro con el licántropo.
-Ah, hice bien en fiarme de mis presentimientos -dijo-. La noche pasada, cuando el lobo gruñó y te echó su última mirada, me dio la sensación de que quizá se estaba volviendo más peligroso de lo que creía. Esta mañana, en la cámara de magia, mis poderes clarividentes me revelaron muchas cosas. Realmente he bajado mucho la guardia. Malachie ha devenido una amenaza para mi seguridad. Además, te odia y hará lo que sea para destruir nuestra felicidad.
-Entonces, ¿es verdad que fue tu amante y que lo transformaste en un hombre lobo?
-Fue mi amante hace mucho, mucho tiempo. Pero devenir hombre lobo fue decisión suya, consecuencia de haber bebido las aguas del estanque que te mencionó. Nunca ha dejado de lamentarlo. Aunque siendo lobo posea ciertos poderes, en realidad eso limita sus acciones y facultades hechiceras. Quiere volver a ser sólo un hombre. Si lo consigue, será doblemente peligroso para los dos. Debería haberlo vigilado mejor, pues me he dado cuenta de que me ha robado la receta del antídoto para las aguas de la licantropía. Mi clarividencia me avisa de que ya ha preparado la pócima durante los breves intervalos en que, al mascar ciertas raíces, ha sido hombre. Cuando la beba, será humano permanentemente. Sólo espera a que haya luna nueva, porque el hechizo del hombre lobo más débil en ese periodo.
-Pero, ¿por qué me odia Malachie? -inquirió Anselme- ¿Y cómo te puedo ayudar a combatirle?
-La primera es una pregunta bastante estúpida. Obviamente, está celoso de ti. En cuanto al asunto de ayudarme... se me ha ocurrido una buena estratagema contra él.
De los pliegues del corpiño sacó un pequeño objeto púrpura con forma triangular.
-Este frasco -explicó- contiene agua del estanque de los licántropos. Gracias a mi visión clarividente, sé que Malachie guarda su antídoto definitivo en un frasco de tamaño, forma y color parecidos. Si pudieras entrar en su madriguera y cambiarlo por este, creo que los resultados serían bastante peculiares.
-Por supuesto que iré -decidió Anselme.
-Ahora mismo puede ser buen momento -indicó Sephora-. Falta una hora para mediodía, cuando suele salir a cazar. Si lo encuentras en la madriguera o estás en ella a su regreso, siempre le puedes decir que aceptaste su invitación.
Dio a Anselme instrucciones detalladas para encontrar enseguida la madriguera. Asimismo, le proveyó de una espada, afirmando que la hoja estaba templada con los cánticos de hechizos que lo protegerían de seres como Malachie.
-El lobo se ha vuelto impredecible -afirmó la hechicera-. Si te ataca, tu garrote te servirá de bien poco.
Localizó la madriguera enseguida, caminos bien marcados conducían hacia ella sin desviaciones. Consistía en los restos de una torre, deshecha en fragmentos cubiertos de hierba y musgo. Lo que en su momento había sido una alta entrada ahora era un mero agujero por el que un animal de grandes proporciones podía entrar y salir sin problemas. Cuando se halló delante del orificio, las dudas lo asaltaron.
-¿Estáis ahí, Malachie du Marais? -la pregunta no obtuvo respuesta ni en el interior se percibían movimientos. Volvió a gritar. Al final, agachado y moviéndose a gatas, penetró en la madriguera.
La luz natural entraba merced a varias aberturas, enrejadas por caprichosas raíces de árbol. Se trataba más de una caverna que de una habitación. Hedía a causa de restos de carroña sobre los que Anselme prefirió no pensar. El suelo estaba cubierto de huesos, tallos rotos, hojas de plantas y recipientes de alquimia hechos añicos. Un caldero devorado por el orín pendía de un trípode sobre cenizas y restos de leña carbonizada. Cachivaches ensuciados por las goteras yacían por doquier luciendo costras de óxido. Una mutilada mesa de tres patas se apoyaba contra el muro. Tenía un montón de objetos extraños entre los cuales discernió uno de color púrpura, similar al que le había dado Sephora. En una de las esquinas había un manojo de hierba arrancada y en descomposición. Percibió un hedor rancio y agresivo de bestia mezclado con despojos. Anselme vigiló atentamente, intentando percibir ruidos de lobo o cualquier otra criatura. Después, ya sin demora, depositó el frasco de Sephora sobre la mesa y guardó el otro en su jubón.
Se oyó ruido de pasos en la entrada. Se giró para encontrarse cara a cara con el lobo negro. La alimaña se le acercó, tensa como a punto de abalanzarse sobre él, con la mirada ardiendo como brasas infernales. Los dedos de Anselme se deslizaron hacia la empuñadura de la espada encantada con que le había provisto Sephora. Los ojos del lobo siguieron aquel gesto. Pareció reconocer la hoja. Dio la espalda a Anselme y empezó a comer algunas raíces de aquella planta semejante al ajo, sin duda recolectada para poder llevar a cabo acciones imposibles de realizar con la figura de un lobo. Ahora bien, en esta ocasión la metamorfosis quedó incompleta. La cabeza y el tronco de Malachie se irguieron como los de un hombre, pero las piernas siguieron siendo las de un espantoso licántropo, como si se tratara de un híbrido propio de las leyendas paganas.
-Me siento muy honrado por vuestra visita -dijo medio gruñendo, la mirada y la voz recelosas-. Muy pocos han osado entrar en mi humilde morada, por eso os lo agradezco doblemente. Como recompensa, os haré un regalo.
Con los ágiles movimientos de un lobo, se fue a la mesa y revolvió entre los peculiares objetos que la poblaban. Se quedó con un espejo rectangular de plata bruñida, cuyo mango tenía joyas engastadas. Lo ofreció a Anselme.
-Este es el espejo de la Realidad -explicó-. En él se refleja la auténtica naturaleza de las cosas. Ni siquiera lo pueden engañar las artes de la hechicería. No me creisteis cuando os advertí de lo que Sephora es en realidad. Pero si sostenéis el espejo delante de su rostro y miráis su reflejo, os daréis cuenta de que su belleza, como todo lo que perteneciente a Sylaire, es una vacua mentira, la máscara de un horror y una corrupción sumamente antiguos. Si no me creéis, colocad el espejo frente a mi cara: también yo pertenezco a la inmemorial perversidad de este reino.
Anselme asió el espejo y procedió como le había dicho Malachie. Un momento después, casi se le cayó. Había contemplado una faz que debería yacer bajo tierra muchos siglos atrás. Tanto lo había afectado aquel horror, que después olvidó el episodio de su salida de la madriguera. Se había llevado el obsequio del licántropo, si bien algo lo empujó, en varias ocasiones, a desprenderse de él. Procuró convencerse a sí mismo de que sólo había experimentado el resultado de algún burdo truco. Se negaba a aceptar que ningún espejo revelase que Sephora fuera otra cosa distinta de la dulce belleza de cuyos besos sus labios aún conservaban el calor. Pero tales especulaciones desaparecieron cuando volvió a entrar en la torre. En el vestíbulo aguardaban tres visitantes. Estaban delante de Sephora, la cual, con serena sonrisa, parecía explicarles algo. Muy conturbado, Anselme reconoció a los tres recién llegados. Uno de ellos era Dorothée des Flèches, ataviada con prendas de viaje. Los otros dos eran vasallos de su padre, armados con armas, aljabas con flechas, espadas de doble filo y dagas. Pese a toda aquella panoplia, se mostraban incómodos y recelosos. En cambio, Dorothée semejaba conservar su innato aplomo.
-Pero, ¿qué haces en este lugar tan extraño, Anselme? -le espetó-- ¿Y quién es esta mujer, la señora de Sylaire, como se apela a sí misma?
Anselme comprendió que cualquier respuesta rebasaría la capacidad de entendimiento de la muchacha. Miró a Sephora y después de nuevo a Dorothée. Sephora era la esencia de toda la belleza y el encanto por los que siempre había suspirado. ¿Cómo podía haberse creído enamorado de Dorothée? ¿Cómo había decidido convertirse en eremita a causa de su frialdad y ligereza de pensamiento? Tenía una hermosura portentosa, con las cualidades inherentes a la juventud. Pero era necia, exenta de imaginación, prosaica como una mujer casada y con varios hijos. No le extrañaba que jamás lo hubiese entendido.
-¿Qué haces aquí? -inquirió- Pensaba que nunca más nos volveríamos a ver.
-Te echaba de menos, Anselme -contestó la muchacha con un suspiro-. La gente decía que habías renunciado al mundo a causa de tu amor por mí y que te habías entregado a la vida ascética. Al final decidí ir en tu búsqueda, pero desapareciste. Algunos cazadores te vieron pasar ayer con una mujer extraña a través del páramo de las piedras druídicas. Afirmaron que ambos os desvanecisteis más allá del crómlech. Hoy he seguido tus pasos con estos hombres de mi padre. Hemos entrado en estas marcas extrañas de las que nadie tenía noticia. Y ahora, esta mujer...
Un aullido enloquecido interrumpió sus palabras. Con fauces babeantes, llenas de espuma, el lobo irrumpió en el vestíbulo. Dorothée des Fleches comenzó a gritar cuando el animal se dirigió hacia ella, como si la hubiese elegido primera víctima de su incontrolada furia. Sin lugar a dudas, algo lo había enloquecido. Acaso el agua del estanque de los licántropos, cambiada por el antídoto, había redoblado los efectos de la antigua maldición de los hombres lobo. Los dos guerreros, preparando sus armas, aguardaron inmóviles. Anselme desenvainó la espada de la hechicera y se interpuso entre Dorothée y el lobo. Alzó la hoja, de doble filo, presto a asestar un mandoble. El lobo saltó como impulsado por una catapulta; una certera estocada abrió su garganta en canal y saltó la sangre. La mano de Anselme recibió una fuerte sacudida, y el impacto de su propio mandoble lo rechazó hacia atrás. El lobo cayó a los pies de Anselme, agonizante. Sus fauces habían mordido la hoja. La punta le sobresalía por detrás del cuello. Anselme intentó desclavarla, pero fue en vano. A continuación, cesó la agonía del licántropo y la espada salió sin dificultad. La había sacado de la hendida boca del viejo hechicero, Malachie du Marais, ahora inerme sobre las losas de piedra. Aquel era el rostro que Anselme había contemplado en el espejo.
-¡Me has salvado! ¡Eres maravilloso! -gritó Dorothée.
Se abalanzó sobre Anselme con los brazos abiertos. Un momento más y la situación hubiera devenido incómoda. Pensó en el espejo que llevaba en su jubón, junto con el frasco de Malachie du Marais. Se preguntó cuál sería la auténtica imagen de Dorothée reflejada en la bruñida profundidad del espejo. Lo alzó súbitamente y lo interpuso a la altura de su cara cuando ella estaba a punto de ponerse a su lado. Nunca supo lo que contemplaron sus ojos, mas ejerció unos efectos sorprendentes. Dorothée dio un respingo, el miedo dilató desaforadamente sus ojos. Después, cubriéndoselos con las manos para apartar de ellos alguna infame visión, corrió por el vestíbulo y salió gritando. Los guerreros la siguieron. La rapidez con que lo hicieron denotó que no sentían el menor escrúpulo en abandonar aquel sitio azotado por brujos y sortilegios. Sephora comenzó a reír suavemente, secundada por Anselme. Por unos momentos, se entregaron a francas carcajadas. Luego recobraron la calma.
-Sé por qué Malachie te entregó el espejo -observó-. ¿No deseas ver cuál es mi reflejo?
Anselme se dio cuenta de que aún lo sostenía. Sin contestarle, fue hacia a la ventana más próxima, que daba a un profundo pozo resguardado entre arbustos y que había formado parte de un foso. Arrojó el espejo.
-Me basta con lo que ven mis ojos. No necesito espejos -dijo-. Y ahora, retomemos ciertos asuntos que se interrumpieron hace demasiado rato.
De nuevo gozaba con la deliciosa proximidad de Sephora, apresada por sus brazos, sus labios con sabor a miel encadenados a los suyos. Quedaron unidos en el áureo círculo del más fuerte de los hechizos.
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