-¿Y no hay viejas leyendas vinculadas al castillo? -preguntó Conrad a su hermana.
A
pesar de ser un próspero comerciante de Hamburgo, Conrad era el único
miembro de carácter poético de una familia eminentemente práctica. La
baronesa Gruebel alzó sus abultados hombros.
-En estos viejos
sitios no faltan las leyendas. Son fáciles de inventar y no cuestan
nada. En el caso presente, dicen que cuando alguien muere en el castillo
todos los perros de la aldea y las fieras del bosque aúllan la noche
entera. No sería agradable escucharlo, ¿verdad?
-Sería misterioso y romántico -dijo el comerciante de Hamburgo.
-De
todos modos no es verdad -dijo la baronesa, llena de complacencia-.
Desde que adquirimos el lugar hemos podido comprobar que nada de eso
ocurre. Cuando mi buena suegra murió en la pasada primavera todos
prestamos atención, pero no hubo aullidos. Se trata simplemente de un
cuento que le imprime dignidad al lugar sin costo alguno.
-La leyenda no es como usted la ha contado -dijo Amalie, la vieja y peliblanca institutriz.
Todos
volvieron hacia ella la cabeza, llenos de asombro. De costumbre se
sentaba a la mesa en silencio, compuesta y apartada, sin hablar nunca, a
menos que alguien le dirigiera la palabra; y eran pocos los que se
tomaban la molestia de entablar conversación con ella. Hoy la invadía
una locuacidad insólita. Siguió hablando, con voz rápida y excitada,
mirando al frente y al parecer sin dirigirse a nadie en particular.
-Los
aullidos no se escuchan cuando alguien muere en el castillo. Sólo
cuando alguien de la familia Cernogratz moría aquí los lobos venían de
lejos y de cerca y se ponían a aullar en la linde del bosque justo antes
de la hora final. Únicamente unos cuantos lobos tenían sus guaridas por
estos lados, pero en aquellas ocasiones los guardabosques decían que se
contaban por montones, deslizándose en la oscuridad y aullando en coro.
Y entonces los perros del castillo, la aldea y las granjas de los
alrededores empezaban a ladrar y aullar de miedo y rabia contra el coro
de los lobos; y cuando el alma del moribundo abandonaba el cuerpo se
escuchaba el estrépito de un árbol que caía en el parque. Eso es lo que
pasaba cuando moría un Cernogratz en el castillo de sus ancestros. ¡Pero
si un forastero muere aquí, es claro que ningún lobo va a aullar y
ningún árbol se va a desplomar! ¡Ah, eso no!
Había un dejo
desafiante, casi despreciativo, en estas últimas palabras. La bien
alimentada y demasiado bien vestida baronesa le clavó una mirada
colérica a esa anciana anticuada que se había atrevido a abandonar la
apropiada y usual posición de humildad para hablar con tanto irrespeto.
-Todo
indica que está muy enterada de las leyendas de los Cernogratz,
Fräulein Schmidt -dijo incisivamente-. No sabía que las historias
familiares se contaban entre las materias que se supone usted domina.
La respuesta a este sarcasmo fue todavía más inesperada y asombrosa que el arrebato verbal que lo había motivado.
-Soy una Cernogratz -dijo la vieja-; y por eso conozco la historia familiar.
-¿Usted, una Cernogratz? ¡Usted! -sonó el coro incrédulo.
-Cuando
nos arruinamos -explicó ella- y tuve que salir a dar clases
particulares, cambié de apellido. Me pareció más apropiado. Pero mi
abuelo basó gran parte de su infancia en este castillo y mi padre solía
contarme muchas historias acerca del lugar; y, como es lógico, me
aprendí todas las historias y leyendas familiares. Cuando a una sólo le
quedan los recuerdos, los guarda y desempolva con especial cuidado. Poco
me imaginaba, cuando entré a trabajar con ustedes, que algún día me
traerían a la antigua residencia familiar. Casi desearía que hubiera
sido a otra parte.
Reinó el silencio cuando dejó de hablar, hasta
que la baronesa desvió la conversación a un tópico menos embarazoso que
el de las historias familiares. Pero más tarde, cuando la vieja
institutriz se hubo retirado sigilosamente a sus quehaceres, se armó una
algarabía de burlas y escarnios.
-¡Qué impertinencia! -bramó el
barón, dejando que sus ojos saltones asumieran una expresión de
escándalo-. ¡Imagínense, esa mujer hablando así en nuestra mesa! No le
faltó sino decirnos que no éramos nadie. Y no le creo ni una palabra. Es
una Schmidt y nada más. Seguro estuvo hablando con algún campesino
sobre la antigua familia Cernogratz y se apropió de su historia y sus
leyendas.
-Quiere darse importancia -dijo la baronesa-. Sabe que
dentro de poco habrá pasado la edad para trabajar y se quiere ganar
nuestra simpatía. ¡Su abuelo, ya lo creo!
La baronesa también tenía sus abuelos, pero nunca jamás se jactaba de ellos.
-A
que su abuelo era ayudante de despensa o algo así en el castillo -se
burló el barón-. Esa parte del cuento puede ser verdadera.
El
comerciante de Hamburgo no dijo nada; había visto lágrimas en los ojos
de la anciana cuando hablaba de guardar los recuerdos... o quizás, por
ser tan imaginativo, creyó haberlas visto.
-Le voy a dar aviso de
despido apenas terminen las fiestas de Año Nuevo -dijo la baronesa-
Hasta entonces voy a estar demasiado atareada para arreglármelas sin
ella.
Pero de todos modos tuvo que arreglárselas sin ella, pues
con el frío penetrante que empezó a hacer después de Navidad la vieja
institutriz cayó enferma y tuvo que guardar cama.
-¡Qué
provocación! -dijo la baronesa, mientras sus huéspedes se calentaban a
la lumbre del hogar en una de las últimas tardes del año que moría-. En
todo el tiempo que ha estado con nosotros no recuerdo que nunca haya
estado gravemente enferma; quiero decir, demasiado enferma para cumplir
con su trabajo. Y ahora que tengo la casa llena y podría servirme de
tantas maneras, corre a caer postrada. La compadezco, desde luego. Se ve
mermada y decaída, pero de todas formas la cosa es sumamente molesta.
-Muy
molesta -convino la mujer del banquero, llena de comprensión-. Es el
frío intenso, me figuro. Acaba con los viejos. Y este año ha estado
extraordinariamente frío.
-Las heladas de diciembre han sido las más fuertes en muchos años -dijo el barón.
-Y
ella ya está muy vieja -dijo la baronesa-. Ojalá la hubiera despedido
hace unas semanas; así se habría marchado antes de que le sucediera
esto. ¡Eh, Wappi! ¿Qué te pasa?
El perrito faldero había saltado
de repente de su cojín y se había metido, en un solo temblor, bajo el
sofá. En ese mismo instante los perros del castillo rompieron a ladrar
llenos de furia, y a lo lejos se oyeron los ladridos de otros perros.
-¿Qué será lo que inquieta a esos animales? -preguntó el barón.
Y
entonces los humanos prestaron atención y captaron el sonido que
suscitaba en los perros tales muestras de rabia y temor: un prolongado y
quejumbroso aullido que subía y bajaba, de modo que ahora parecía
provenir de leguas de distancia y ahora se arrastraba a través de la
nieve y parecía brotar al pie de los muros del castillo. La fría y
famélica miseria de un mundo congelado, la implacable voracidad de la
naturaleza, en combinación con otras melodías desoladas e imposibles de
definir, parecían concentrarse en aquel grito lastimero.
-¡Lobos! -exclamó el barón.
La música se avivó en un violento estallido que parecía venir de todas partes.
-Cientos de lobos -dijo el comerciante de Hamburgo, que era un hombre de poderosa imaginación.
Movida
por un impulso que no habría sido capaz de explicar, la baronesa dejó a
sus invitados y fue hasta la estrecha y triste habitación en donde la
vieja institutriz yacía contemplando el paso de las horas del año que
moría. Aunque el frío de la noche invernal era cortante, la ventana
estaba abierta. Con una exclamación de escándalo a flor de labios, la
baronesa corrió a cerrarla.
-Déjela abierta -dijo la anciana, con
una voz que, pese a su debilidad, tenía un tono autoritario que la
baronesa jamás había oído salir de su boca.
-¡Pero se va a morir de frío! -protestó.
-De
todos modos me estoy muriendo -dijo aquella voz-; y deseo escuchar la
música que hacen. Han venido de todas partes a cantar la música funeral
de mi familia. Es bello que hayan venido. Soy la última Cernogratz que
morirá en nuestro viejo castillo y ellos han venido a cantarme. ¡Escuche
qué tan recio llaman!
El grito de los lobos se elevaba en el
aire estancado del invierno y flotaba alrededor de las murallas con
lamentos sostenidos y desgarradores. La anciana descansaba en el lecho,
el rostro iluminado por una mirada de felicidad por mucho tiempo
postergada.
-Váyase -le dijo a la baronesa-. Ya no estoy sola. Soy parte de una antigua y noble familia...
-Creo
que está agonizando -dijo la baronesa cuando volvió a reunirse con sus
huéspedes-. Creo que lo mejor sería mandar por un doctor. ¡Y esos
horribles aullidos! ¡Ni por mucho dinero me dejaría cantar esa música
fúnebre!
-Esa música no se compra con ninguna cantidad de dinero -dijo Conrad.
-¡Escuchen! ¿Qué es ese otro sonido? -preguntó el barón cuando se oyó el ruido de algo que se partía y desplomaba.
Era un árbol que caía en el parque. Hubo un momento de silencio forzado, hasta que habló la esposa del banquero.
-Es
el frío intenso lo que parte los árboles. Y también fue el frío lo que
trajo tal cantidad de lobos. Desde hacía muchos años no teníamos un
invierno tan frío.
La baronesa se apresuró a convenir en que el
frío era la causa de esas cosas. Y fue también el frío de la ventana
abierta lo que causó el ataque cardíaco que hizo innecesarios los
servicios del doctor para la vieja Fräulein. Pero el aviso de prensa
quedó muy lucido:
El día 29 de diciembre, en Schloss Cernogratz,
falleció Amalie von Cernogratz, durante muchos años dilecta amiga del
barón y la baronesa Gruebel.
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