I.
Antes
del mediodía Philip y Krantz habían embarcado. No tuvieron dificultades
en mantener el curso, pues las islas durante el día y las estrellas por
la noche eran su brújula. Cierto que no siguieron la ruta más directa,
pero si la más segura, aprovechando las aguas calmadas. En muchas
ocasiones los persiguieron los praos malayos que infestaban las islas,
pero hallaron seguridad en la rapidez de su breve embarcación; a decir
verdad, y hablando de lo que ocurría en general, los piratas abandonaban
la caza en cuanto notaban la pequeñez del velero, pues suponían obtener
de él muy poco o ningún botín. Una mañana, mientras navegaban con menos
viento del acostumbrado, Philip observó:
-Krantz, dijiste que en tu vida hubo sucesos que corroboran el misterioso relato que te confié. ¿No me dirás a qué te referías?
-Desde luego -respondió Krantz-. A menudo pensé hacerlo. Ésta es una buena oportunidad. Prepárate a escuchar una historia extraña, quizás tan extraña como la tuya. Doy por hecho que has oído hablar de las montañas Hartz.
-Nunca oí hablar de ellas -respondió Philip- pero sí leí sobre ellas en algún libro, y de las extrañas cosas allí ocurridas.
-Es
una región salvaje -comentó Krantz-, y se cuentan de ella muchos casos;
pero por extraños que sean, tengo buenas razones para suponerlos
ciertos.
Mi padre no nació en las montañas Hartz; era siervo de
un noble húngaro que tenía grandes posesiones en Transilvania; ahora
bien, aunque siervo, de ninguna manera era mi padre un hombre
analfabeto. Al contrario, tenía riquezas, siendo tales su inteligencia y
su respetabilidad, que el amo lo había elevado al cargo de
administrador. Pero quien siervo nace siervo permanece, aunque acumule
riquezas: ésa era la condición de mi padre. Llevaba casado unos cinco
años, y de aquel matrimonio nacieron tres hijos, mi hermano mayor César,
yo mismo (Herman) y una hermana llamada Marcela. Como bien sabes,
Philip, el latín sigue siendo la lengua que se habla en aquel país, lo
que explica la sonoridad de nuestros nombres. Era mi madre una mujer muy
bella, por desgracia más bella que virtuosa. La admiró el señor de
aquellas tierras, quien envió a mi padre en alguna misión. Durante su
ausencia mi madre, halagada por las atenciones y conquistada por la
asiduidad del noble, cedió a los deseos de éste. Sucedió que mi padre
volvió antes de lo esperado y descubrió la intriga. No había dudas del
vergonzoso acto de mi madre ¡pues la sorprendió en compañía de su
seductor! Llevado por la impetuosidad de sus sentimientos, mi padre
esperó la oportunidad de un nuevo encuentro entre aquéllos, y asesinó a
la esposa y al amante.
Consciente de que, como siervo, la ofensa
no iba a servirle para justificar su conducta, reunió cuanto dinero pudo
y, por encontrarnos entonces en lo más duro del invierno, ató sus
caballos al trineo, tomó a sus hijos y partió; se encontraba muy lejos
cuando se supo del trágico suceso. Seguro de que lo perseguirían,
mantuvo su huída sin descanso hasta ocultarse en el aislamiento de las
montañas Hartz. Desde luego, todo lo que te he dicho lo supe después.
Mis recuerdos más antiguos están unidos a una cabaña tosca, donde viví
con mi padre y mis hermanos. Estaba en los confines de uno de esos
bosques que cubren la parte norte de Alemania; tenía alrededor unos
cuantos acres de terreno despejado que mi padre cultivaba durante los
meses de verano y que, si bien daban una cosecha magra, bastaban para
nuestro mantenimiento. En el invierno pasábamos mucho tiempo puertas
adentro, pues quedábamos solos mientras mi padre iba de caza, y en esa
estación los lobos merodeaban.
Mi padre había comprado la cabaña y el terreno circundante de uno de
aquellos rudos montañeses, quienes se ganaban la vida en parte cazando y
en parte fabricando carbón, cuyo propósito era separar el mineral
obtenido de unas minas cercanas; distaba unas dos millas de todo sitio
habitado.
Puedo en este momento traer a mi mente aquel paisaje;
los altos pinos que montaña arriba se levantaban por encima de nosotros,
la amplia extensión del bosque, las copas y las ramas superiores de
cuyos árboles mirábamos desde nuestra cabaña, según la montaña descendía
hasta el valle. En verano la perspectiva era muy bella, pero en el
severo invierno era difícil imaginar un escenario más desolado. Dije
que, en invierno, mi padre se ocupaba en la caza. Todos los días nos
dejaba, y a menudo atrancaba la puerta, de modo que no pudiéramos
abandonar la cabaña. Nadie tenía que lo ayudara o cuidara de nosotros;
de hecho, nada fácil era encontrar una sirvienta que aceptara vivir en
aquella soledad. Pero incluso de haber encontrado alguna, mi padre no la
habría aceptado, pues lo marcaba un horror
hacia tal sexo, como lo probaba claramente la diferencia de trato hacia
nosotros, sus dos hijos, y hacia mi pobre hermana Marcela. Has de
suponer que nos descuidaba; en verdad, mucho sufríamos, pues mi padre,
temeroso de que algún daño pudiera ocurrirnos, ningún combustible nos
dejaba cuando partía de la cabaña, y por tanto, estábamos obligados a
enterrarnos bajo un montón de pieles de oso, y allí mantenernos tan
abrigados como era posible. Quizás parezca extraño que mi padre eligiera
ese tipo de vida, pero lo cierto es que le resultaba imposible estar
tranquilo; fuera el remordimiento por el crimen, la miseria derivada de
su cambio de situación o ambos. Pero los niños, cuando tanto se los deja
a la soledad, desarrollan una capacidad de reflexión desusada. Así
ocurrió con nosotros. Durante los cortos días de invierno nos sentábamos
silenciosos, nostálgicos de las felices horas cuando la nieve se
derrite y las hojas brotan, cuando las aves comienzan a cantar y
nosotros recobrábamos la libertad.
Tal fue el peculiar tipo de
vida llevado hasta que mi hermano César cumplió nueve años, siete yo y
cinco mi hermana, momento en el cual ocurrieron las circunstancias que
sirven de base al relato extraordinario que estoy por contarte.
Un
anochecer mi padre regresó a casa más tarde de lo acostumbrado; ninguna
fortuna había tenido y, siendo muy severo el tiempo, no sólo tenía
frío, sino que venía de muy mal humor. Había traído leña, y nosotros
tres ayudábamos con gusto a soplar sobre las ascuas para levantar un
buen fuego cuando tomó a la pobre Marcela por un brazo y la apartó de un
empellón; la pequeña, al caer, se golpeó la boca y sangró profusamente.
Mi hermano corrió a levantarla. Acostumbrada al maltrato, temerosa de
mi padre, no se atrevió a llorar, pero sí lo miraba al rostro con suma
lástima. Mi padre, tras acercar su banquillo al hogar, murmuró algo
criticando a las mujeres, y se ocupó en mantener el fuego, que tanto mi
hermano como yo descuidáramos al ver el trato cruel dado a nuestra
hermana. Llamas alegres fueron el pronto resultado de sus esfuerzos,
pero, en contra de lo acostumbrado, no rodeamos aquel fuego. Marcela,
sangrando aún, se apartó a un rincón y al lado de ella nos sentamos mi
hermano y yo, mientras mi padre, lúgubre y solitario, se inclinaba sobre
la fogata. Media hora llevábamos en aquella posición cuando el aullido de un lobo, cercano a la ventana, llegó a nuestros oídos. Sobresaltado, mi padre tomó su escopeta y salió de la cabaña.
Esperamos, pues pensábamos que si lograba matar al lobo,
regresaría de mejor humor; y aunque era duro con nosotros, en especial
con mi hermanita, lo amábamos, y gustábamos de verlo alegre. Y bien
puedo comentar aquí que jamás hubo tres niños que más se quisieran; a
diferencia de otros, no peleábamos ni discutíamos; y si, de casualidad,
surgía algún desacuerdo entre mi hermano y yo, la pequeña Marcela corría
hasta nosotros y, con besos y ruegos, sellaba entre nosotros la paz.
Marcela era una chiquilla cariñosa y amable e incluso me es fácil
recordar sus bellos rasgos. ¡Ay, pobre Marcela!
-¿Está muerta entonces? -preguntó Philip.
-¡Muerta! ¡Sí, lo está! Pero ¿cómo murió? Mas no debo anticiparme, Philip. Déjame seguir con mi relato.
Esperamos un tiempo, pero no llegó disparo alguno de la escopeta y mi hermano dijo: -Nuestro padre va en persecución del lobo y no volverá por un rato. Marcela, limpiemos la sangre de tu boca, dejemos este rincón y calentémonos al fuego.
Así
lo hicimos, y de esta manera esperamos hasta la medianoche,
preguntándonos a cada momento por qué no regresaba nuestro padre. No
creíamos que estuviera en peligro, pero sí pensamos que debió haber
perseguido al lobo por un largo trecho.
-Me asomaré a ver si padre vuelve- dijo mi hermano César.
-Cuídate, -pidió Marcela- que los lobos deben andar cerca.
César
abrió la puerta con cautela y miró fuera. Nada, dijo y se nos unió
junto al fuego. -No hemos cenado-, comenté, pues mi padre solía cocinar
la carne al volver a casa, y durante sus ausencias no teníamos sino los
restos del día anterior.
-Y si nuestro padre vuelve a casa tras la
cacería, César -agregó Marcela-, le agradará tener algo que comer;
cocinemos para él y para nosotros.
César subió al banquillo y
descolgó un trozo de carne, cortamos la cantidad usual y procedimos a
aderezarla, tal como lo hacíamos guiados por nuestro padre. Ocupados
estábamos poniéndola en la fuente ante el fuego, esperando su llegada,
cuando oímos el sonido de un cuerno. Atendimos. Hubo un ruido fuera y un
minuto después entró mi padre, acompañado de una joven y de un hombre
alto y moreno vestido de cazador. Quizás deba relatar aquí lo que vine a
saber muchos años más tarde. Al salir mi padre de la cabaña, percibió a
unos treinta metros una gran loba
blanca. En cuanto el animal vio a mi padre, retrocedió lentamente,
gruñendo y amenazando. Mi padre lo siguió. El animal no corría, sino que
se mantenía siempre a cierta distancia. A mi padre no le gustaba
disparar mientras no estuviera seguro de que la bala cumpliera su
misión; así continuaron por un tiempo, la loba dejándolo en ocasiones
muy atrás, para luego detenerse y desafiarlo con gruñidos, volviendo
luego a alejarse con rapidez cuando lo veía acercarse.
Ansioso de mata, ya que es muy raro encontrar un lobo blanco,
mi padre mantuvo la persecución por horas, ascendiendo por la montaña.
Debes saber, Philip, que en esas montañas hay lugares extraños, a los
que se supone y, como mi relato
lo probará, con toda razón, habitados por influencias malignas; son
lugares muy conocidos por los cazadores. Pues bien, uno de esos lugares,
un espacio abierto en el bosque de pinos que estaba arriba de nuestra
cabaña, le había sido señalado a mi padre como peligroso en razón de lo
expresado. No sé si descreía aquellas historias
o si, impulsado por la excitante persecución de la caza, las hizo de
lado, pero lo cierto es que la loba blanca lo condujo hasta aquel
espacio abierto, y ahí pareció disminuir su velocidad.
Mi padre
se acercó, quedó muy próximo a la bestia y se llevó la escopeta al
hombro; estaba por disparar cuando la loba desapareció de pronto.
Pensando que la nieve lo había engañado, bajó el arma para buscar al
animal, pero éste no apareció. Incapaz era mi padre de comprender cómo
pudo escapar la loba sin que él la viera. Mortificado por el fracaso
estaba por volver sobre sus pasos cuando escuchó el sonido de un cuerno.
El pasmo sentido ante aquel sonido, a tal hora, en tal espesura le hizo
olvidar por un momento su decepción, y quedó clavado en el lugar. Al
minuto se escuchó el cuerno una segunda vez, a menor distancia. Inmóvil
permaneció mi padre, escuchando.
Hubo un tercer toque. He
olvidado el término empleado para expresarlo, pero era la señal que,
bien lo sabía mi padre, indicaba que alguien se encontraba perdido en el
bosque. En unos cuantos minutos vio que entraba en el claro un hombre a
caballo, con una mujer en la grupa, que se dirigía a él al paso. En un
principio en la mente de mi padre vinieron los extraños relatos que había escuchado acerca de los seres sobrenaturales
que frecuentaban aquellas montañas. Pero el ver de cerca a quienes
venían, lo convenció de que eran tan mortales como él. En cuanto
estuvieron a su lado, el hombre que guiaba el caballo le habló. -Amigo
cazador, para fortuna nuestra anda tarde por aquí. De lejos venimos
cabalgando, y tememos por nuestras vidas, ya que se nos busca con afán.
Estas montañas nos permitieron eludir a nuestros perseguidores, pero si
no hallamos refugio y alimento, de poco nos valdrá, pues habremos de
perecer de hambre y debido a las inclemencias de la noche. Mi hija, que a
mis espaldas viene, está más muerta que viva. ¿No podría ayudarnos en
nuestras dificultades?
-Mi cabaña se encuentra a unas millas de
distancia -respondió mi padre-. Poco tengo que ofrecer, excepto refugio
del tiempo. Bienvenidos son a lo poco que poseo. ¿Puedo preguntar de
dónde vienen?
-No es ya ningún secreto, amigo. Escapamos de
Transilvania, donde el honor de mi hija y mi vida se encontraban por
igual en peligro.
Bastó aquella información para despertar el
interés en el corazón de mi padre. Recordó también el perdido honor de
la esposa y la tragedia con la cual iba unido. De inmediato, y lleno de
cordialidad, les ofreció toda ayuda que pudiera darles.
-Entonces,
amable caballero, no hay tiempo que perder. Mi hija está congelada por
el frío, y no podrá resistir mucho más la severidad del tiempo.
-Síganme
-contestó mi padre-. Me trajo hasta aquí la persecución de una gran
loba blanca, que vino a la ventana misma de mi cabaña; de otra manera,
no hubiera salido a esta hora de la noche.
—Esa criatura pasó a nuestro lado justo cuando salíamos del bosque -dijo la mujer con voz argentina.
-Estuve por dispararle -observó el cazador-. Ya que prestó un servicio tan bueno, me alegro de haberla dejado escapar.
Como
en hora y media, tiempo durante el cual mi padre caminó con paso
rápido, el grupo llegó a la cabaña y, como dije antes, entró en ella.
-Al
parecer, llegamos en el momento propicio -comentó el cazador moreno al
captar el olor de la carne asada; acercándose al fuego, nos observó a
mis hermanos y a mí-. Tiene usted aquí unos jóvenes cocineros, Meinheer.
-Me
alegra que no tengamos que esperar -contestó mi padre-. Señora,
siéntese al fuego; necesita usted calor tras esa cabalgata en el frío.
-¿Y dónde puedo guarecer mi caballo, Meinheer? -preguntó el cazador.
-Yo me encargaré de él -respondió mi padre saliendo de la cabaña.
Sin
embargo, es necesario describir a la mujer. Era joven, como de unos
veinte años. Vestía ropa de viaje, orlada de piel; llevaba en la cabeza
un gorro de armiño blanco. Era de facciones hermosas; al menos así me
pareció. Tenía un cabello blondo, sedoso, satinado y lustroso como un
espejo; su boca, aunque un tanto grande cuando abierta, dejaba ver los
dientes más brillantes que haya yo mirado. Algo en sus ojos, refulgentes
como eran, puso miedo en
nosotros. Eran tan inquietos, tan furtivos. En aquel entonces no pude
explicar por qué, pero sentí que había crueldad en ellos. Y cuando nos
pidió que nos acercáramos, lo hicimos con miedo
y temblando. Pero era hermosa, muy hermosa. Nos habló con amabilidad a
mi hermano y a mí, pasándonos la mano por la cabeza y acariciándonos.
Marcela no quiso acercarse. Por el contrario, se escurrió hasta la cama,
allí se ocultó y no se acordó de la cena, que media hora antes había
esperado con tanta ansia.
Pronto regresó mi padre, tras poner el
caballo en un cobertizo, y se llevó la comida a la mesa. Terminada la
cena, mi padre pidió a la joven que ocupara la cama; él permanecería
junto al fuego, en compañía del cazador. Tras cierto titubeo por parte
de ella, se aceptó el arreglo; mi hermano y yo nos unimos a Marcela en
la otra cama, porque hasta ese momento seguíamos durmiendo juntos. No
pudimos dormir. Tan desusado era no sólo el ver extraños, sino el que
durmieran en la cabaña, que nos sentíamos perplejos. En cuanto a la
pobre Marcela, se mantenía callada, pero toda la noche estuvo temblando y
en ocasiones pensé que contenía el llanto. Mi padre había sacado algún
licor espirituoso, que rara vez consumía, y junto con el extraño cazador
estuvo frente al fuego bebiendo y hablando. Teníamos los oídos prestos a
captar el menor susurro, en tal medida se encontraba alertada nuestra
curiosidad.
-¿Dice usted que viene de Transilvania? -preguntó mi padre.
-Así
es, Meinheer -contestó el cazador-. Era un siervo de la noble casa
de... Mi amo insistía en que le satisficiera sus deseos cediéndole a mi
hija; terminando todo en que le cedí unas cuantas pulgadas de mi
cuchillo de caza.
-Somos compatriotas y hermanos de infortunio -comentó mi padre, tomando la mano del cazador y apretándola con emoción.
-¿Habla en serio? ¿Es usted entonces de ese país?
-Sí, y tuve también que huir para salvar la vida. Pero mi historia es muy triste.
-¿Cómo se llama usted? -inquirió el cazador
-Krantz.
-¡Cómo! ¿Krantz de...? Sé de su historia;
no necesita remover dolores repitiéndola. Sea bienvenido, de lo más
bienvenido, Meinheer, y, si se me permite decirlo, mi apreciado
pariente. Soy Wilfred de Barnsdorf, primo de usted en segundo grado
-exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi padre.
Llenaron
sus cubiletes de cuerno hasta el borde mismo y bebieron a la salud
mutua, al estilo alemán. A partir de allí conversaron en voz baja; lo
único que sacamos en claro fue que nuestro pariente y su hija vivirían
con nosotros en la cabaña, al menos por un tiempo. Al cabo de una hora
se acomodaron en sus sillas y parecieron dormirse.
-Marcela, pequeña, ¿escuchaste? -preguntó mi hermano en voz baja.
-Sí -respondió ella en un susurro-, lo oí todo. ¡Ay, hermano, me es imposible mirar a la mujer... me asusta mucho!
Nada
respondió mi hermano y al poco tiempo los tres dormíamos profundamente.
Cuando despertamos, encontramos que la hija del cazador se había
levantado ya. Me pareció más bella que nunca. Se acercó a Marcela y la
acarició: la pequeña rompió en llanto, y sollozaba como si estuviera por
despedazársele el corazón. Mas, para no entretenerme con una historia
demasiado larga, diré que el cazador y su hija hallaron acomodo en
nuestra cabaña. Mi padre y el otro salían de caza a diario, dejando a
Cristina con nosotros. Se encargaba ella de todos los quehaceres, y era
muy amable con nosotros; poco a poco el rechazo de la pequeña Marcela
desapareció. En mi padre ocurrió un enorme cambio: parecía haber
dominado su aversión por el otro sexo, y se mostraba de lo más atento
con Cristina. A menudo, ya en cama su padre y nosotros, sentábase al
fuego junto a ella, y conversaban en voz baja. Debí haber mencionado que
mi padre y Wilfred, el cazador, dormían en otra parte de la cabaña; la
cama que mi padre ocupaba, situada en la misma habitación que la
nuestra, había quedado para uso de Cristina. Llevaban los visitantes
unas tres semanas en la cabaña cuando, una noche, hubo una plática. Mi
padre había pedido a Cristina en matrimonio, recibiendo consentimiento
tanto de ella como de Wilfred. Tras esto, vino una conversación que,
hasta donde me es posible recordar, fue así:
-Puede usted casarse
con mi hija, Meinheer Krantz, y reciba mi bendición. Me iré entonces y
buscaré habitación en algún otro sitio, no importa dónde.
-¿Y por qué no quedarse aquí, Wilfred?
-No, no, me necesitan en otro lugar. Baste con ello, no me haga más preguntas. Tiene usted a mi hija.
-Lo agradezco, y sabré apreciarla. Pero hay una dificultad.
-Sé
lo que va a decirme: no hay sacerdote en esta región salvaje. Cierto.
Tampoco ley alguna que permita la unión. Pese a ello, debe cumplirse
cualquier ceremonia que satisfaga a este padre. ¿Consentirá en casarse
con ella de acuerdo con mi deseo? De aceptar, los casaré yo
directamente.
-Acepto -respondió mi padre.
-Entonces, tómela de la mano. Y ahora, Meinheer, jure.
-Juro —repitió mi padre.
-Por todos los espíritus de las montañas Hartz...
-¿Y por qué no por el cielo? -interrumpió mi padre.
-Porque
no se aviene con mi estado de ánimo -replicó Wilfred-. Si prefiero este
juramento, menos constrictivo tal vez que el otro, estoy seguro de que
no querrá usted llevarme la contraria.
-Bien, que así sea entonces. Cúmplase su deseo. Pero ¿me hará jurar por algo en lo que no creo?
-Muchos,
que por su actitud externa parecen cristianos, lo hacen -replicó
Wilfred-. Pero vamos a ver, ¿quiere casarse con mi hija o la llevo
conmigo?
-Proceda -contestó mi padre con impaciencia.
-Juro por todos los espíritus
de las montañas Hartz, por todo el poder para el bien o para el mal,
que tomo a Cristina como mi esposa legal; que la protegeré, apreciaré y
amaré siempre; que nunca levantaré mi mano contra ella, para lastimarla.
Mi padre repitió las palabras de Wilfred.
-Y si no cumpliera este voto, que la venganza plena de los espíritus
caiga sobre mí y sobre mis hijos; que perezcan a causa del buitre, del
lobo o de otras bestias del bosque; que su carne se separe de los huesos
y éstos blanqueen en la soledad. Así lo juro.
Mi padre titubeó.
Mientras repetía las últimas palabras, la pequeña Marcela no pudo
contenerse más y, justo cuando mi padre pronunciaba la última oración,
rompió en lágrimas. Esta interrupción súbita pareció perturbar al grupo,
y en especial a mi padre, quien habló con dureza a la niña; controló
ésta sus sollozos ocultando el rostro bajo la ropa de la cama. Así fue
el segundo matrimonio de mi padre. A la mañana siguiente Wilfred el
cazador montó a caballo y se fue.
Mi padre volvió a su cama, que
estaba en la misma habitación que la nuestra. Las cosas transcurrieron
de modo muy parecido a como eran antes del matrimonio, excepto que
nuestra madrastra ninguna amabilidad nos mostraba. Por el contrario,
durante las ausencias de mi padre solía golpearnos, en especial a la
pequeña Marcela; sus ojos despedían fuego cuando miraba con vehemencia a
la bella y adorable niña. Una noche mi hermana nos despertó.
-¿Qué sucede? -dijo César.
-Salió -susurró Marcela.
-¡Que salió!
-Sí,
por la puerta, en su camisón -contestó la pequeña-. La vi levantarse de
la cama, mirar si papá estaba dormido y salir por la puerta.
No
comprendíamos qué la había inducido a dejar la cama y, sin vestir, salir
con aquel mordiente tiempo invernal, cuando la nieve yacía profunda
sobre la tierra. Permanecimos despiertos. Como a la hora escuchamos
cerca de la ventana el gruñido de un lobo.
-Hay un lobo -dijo César-. La hará pedazos.
-¡Oh, no! -exclamó Marcela.
Unos
minutos después apareció nuestra madrastra. Estaba en camisón, como
Marcela había dicho. Bajó la aldaba de la puerta de modo que no hiciera
ruido; se acercó a un balde de agua y se lavó la cara y manos; después,
se deslizó en la cama donde mi padre dormía. Los tres temblábamos, sin
apenas saber por qué; pero resolvimos vigilarla la noche siguiente. Y
así lo hicimos. Y no sólo aquélla, sino muchas otras más; y siempre,
hacia la misma hora, nuestra madrastra se levantaba de la cama y salía
de la cabaña; y una vez ida, invariablemente escuchábamos el gruñir de
un lobo bajo nuestra ventana; y cuando ella regresaba, siempre la
veíamos lavarse antes de volver a la cama. Observamos, además, que muy
rara vez se sentaba a la mesa y, de hacerlo, parecía comer con disgusto.
Cuando se descolgaba la carne para prepararla, a menudo, de modo
furtivo, llevaba a la boca un trozo crudo.
Mi hermano César era
un chico valiente; no quería hablar con mi padre mientras no supiera
más. Resolvió, pues, seguirla y descubrir lo que hacía. Marcela y yo
luchamos por disuadirlo de su proyecto, pero no pudimos convencerlo y la
noche siguiente se acostó vestido; en cuanto nuestra madrastra abandonó
la cabaña, César se levantó de un salto y, tomando la escopeta de mi
padre, la siguió.
Bien podrás imaginar el estado de ansiedad en
que nos vimos Marcela y yo durante la ausencia de César. Al cabo de
algunos minutos escuchamos la descarga de una escopeta. Mi padre no
despertó y nosotros, acostados, temblábamos de ansiedad. Un minuto
después nuestra madrastra entraba en la cabaña, el vestido
ensangrentado. Puse la mano sobre la boca de Marcela, para impedir que
gritara, aunque yo mismo sentía una gran alarma. Mi madrastra se acercó a
la cama de mi padre, miró si estaba dormido y luego, acercándose a la
chimenea, sopló sobre las brasas hasta levantar un fuego.
-¿Quién anda allí? -preguntó mi padre despertando.
-Sigue
acostado, querido -respondió mi madrastra-, soy yo. No me siento muy
bien, y encendí el fuego para calentar un poco de agua.
Mi padre
se dio vuelta y pronto estaba dormido; pero nosotros vigilamos a nuestra
madrastra. Se cambió de ropa, y lanzó al fuego las prendas que antes
llevaba puestas. Vimos entonces que su pierna derecha sangraba
profusamente, como si la herida fuera de escopeta. La vendó y, tras
vestirse, permaneció ante el fuego hasta romper el día. ¡Pobre Marcela!
Su corazón latía con rapidez mientras se acurrucaba a mi lado; a decir
verdad, lo mismo ocurría con el mío. ¿Dónde estaba nuestro hermano
César? ¿De dónde procedía la herida de nuestra madrastra sino de la
escopeta de él? Por fin se levantó mi padre y entonces, por primera vez,
hablé:
-Padre, ¿dónde está mi hermano César?
-¿Tu hermano? -exclamó-. Caramba, ¿dónde puede estar?
-¡Cielo
santo! Anoche, cuando estaba tan inquieta -observó nuestra madrastra-,
creí oír que alguien levantaba la aldaba de la puerta y... ¡Dios me
ampare, esposo! ¿Dónde está tu escopeta?
Mi padre volvió los ojos
hacia la chimenea y observó que faltaba el arma. Por un momento se le
vio perplejo; después, tomando un hacha de hoja ancha, salió de la
cabaña sin decir una palabra más. No estuvo alejado de nosotros mucho
tiempo; a los pocos minutos regresó, trayendo en los brazos el cuerpo
destrozado de mi pobre hermano. Lo puso sobre la cama y le cubrió el
rostro. Mi madrastra se levantó y miró el cuerpo, mientras que, gimiendo
y sollozando con amargura, Marcela y yo nos colocábamos a su lado.
-Vuelvan a la cama, niños -dijo con brusquedad-. Esposo, el muchacho debió tomar tu escopeta para dispararle a un lobo,
y el animal fue demasiado poderoso para él. ¡Pobre chico, pagó caro su
atrevimiento! Mi padre no respondió. Yo deseaba hablar, contarlo todo,
pero Marcela, al comprender mi intención, me tomó del brazo y me miró
tan implorante, que desistí de hacerlo.
Mi padre, por tanto,
quedó en su error. Marcela y yo, aunque incapaces de comprenderlo,
conscientes estábamos de que nuestra madrastra de alguna manera se
relacionaba con la muerte de mi hermano. Aquel día mi padre cavó una
fosa; después de colocar en ella el cuerpo, puso encima piedras, de modo
que los lobos no pudieran desenterrarlo. El choque producido por
aquella catástrofe fue muy severo para mi infeliz padre, quien por
varios días abandonó la caza, aunque en ocasiones lanzara contra los
lobos amargos anatemas y promesas de venganza. Pero durante esta época
de duelo por parte de él continuaron, con la misma regularidad de
siempre, las correrías nocturnas de mi madrastra. Por fin mi padre
descolgó su escopeta y fue al bosque. Pronto volvió, dando muestras de
estar muy molesto.
-¿Querrás creerme, Cristina, que los lobos,
¡maldita sea toda su raza! lograron desenterrar el cuerpo de mi pobre
muchacho, y nada queda ahora de él sino los huesos?
-¿En verdad? -preguntó mi madrastra. Marcela me miró, y vi en sus inteligentes ojos todo lo que le hubiera gustado expresar.
-Padre, todas las noches un lobo gruñe bajo nuestra ventana -dije.
-¿Hablas en serio? ¿Y por qué no me lo dijiste, muchacho? Despiértame la próxima vez que lo oigas.
Vi
que mi madrastra nos daba la espalda, los ojos fulgurantes de rabia y
rechinando los dientes. Mi padre volvió a salir y con un montón mayor de
piedras cubrió lo poco que de mi hermano habían dejado los lobos. Ése
fue el primer acto de la tragedia. Llegó la primavera. Desapareció la
nieve y nos permitieron salir de la cabaña. Pero jamás me apartaba ni
por un momento de mi hermana, con quien me sentía más amorosamente unido
que nunca desde la muerte de mi hermano. A decir verdad, miedo tenía de
dejarla a solas con mi madrastra, quien parecía gozar en especial
maltratándola. Mi padre se ocupaba ahora en su pequeño huerto, y pude
serle de cierta ayuda. Marcela solía sentarse cerca de nosotros
mientras laborábamos, quedando mi madrastra sola en la cabaña. He de
comentar que, según avanzaba la primavera, mi madrastra disminuía sus
salidas nocturnas, y que ya no escuchamos gruñir al lobo bajo nuestra
ventana después de que se lo comentara a mi padre.
Un día en que
mi padre y yo nos encontrábamos en el campo, y Marcela con nosotros, mi
madrastra vino a decirnos que iba al bosque a reunir algunas hierbas que
mi padre deseaba; pidió que Marcela fuera a la cabaña a cuidar de la
comida. Así lo hizo mi hermana y pronto mi madrastra desapareció en el
bosque, en dirección opuesta a la que se encontraba la cabaña,
dejándonos a mi padre y a mí, por así decirlo, entre ella y Marcela.
Como
a la hora de esto nos sobresaltaron gritos que venían de la cabaña: sin
duda alguna de Marcela. "Marcela se quemó, padre", dije lanzando contra
el suelo mi pala. También dejó él la suya y nos apresuramos hacia la
cabaña. Antes de que llegáramos a la puerta por ella salió, como una
exhalación, una gran loba blanca, que huyó con la mayor rapidez. Mi
padre estaba desarmado; entró presuroso a la cabaña y allí encontró a la
pobre Marcela agonizante. Tenía el cuerpo horrorosamente destrozado y
la sangre que de él fluía había formado un charco enorme en el piso de
la cabaña. La primera intención de mi padre había sido tomar la escopeta
y salir en persecución del animal, pero aquel espectáculo horrible lo
detuvo; hincándose al lado de la moribunda hija, rompió en lágrimas.
Marcela no tuvo tiempo sino de mirarlo dulcemente por unos segundos, y
luego la muerte le cerró los ojos.
Mi padre y yo seguíamos
inclinados sobre el cuerpo de mi pobre hermana cuando entró mi
madrastra. Dijo estar sumamente afectada por aquel espectáculo, pero no
pareció mostrar repugnancia ante la sangre, como suele suceder con la
mayoría de las mujeres.
-¡Pobre pequeña! -dijo-. Debe haber sido
esa gran loba blanca que acaba de pasar a mi lado, asustándome tanto.
Está muerta, Krantz.
-¡Lo sé! ¡Lo sé! -gritó mi padre con angustia.
Pensé
que mi padre nunca se recuperaría de los efectos de esa segunda
tragedia. Se lamentó amargamente ante el cuerpo de su querida niña, y
por muchos días no quiso llevarlo a su tumba, pese a las frecuentes
peticiones de mi madrastra. Al final aceptó hacerlo, y cavó una fosa
cerca de la de mi pobre hermano; tomó todas las precauciones necesarias
para que los lobos no pudieran violarla. Ahora me sentía en verdad
miserable, solo en aquella cama que hasta entonces había compartido con
mis hermanos. Me era imposible no pensar que mi madrastra estuviera
complicada en ambas muertes, aunque no lograra explicarme cómo. No la
temía ya, pues mi corazón estaba lleno de odio y deseo de venganza.
La
noche siguiente al entierro de mi hermana, estando despierto, percibí
que mi madrastra se levantaba y salía de la cabaña. Esperé un tiempo, me
vestí y miré por la puerta, que abrí a medias. La luna brillaba y pude
ver el sitio donde mis hermanos habían sido enterrados. ¡Cuál no sería
mi horror al descubrir a mi madrastra ocupada en quitar las piedras de
la tumba de Marcela! Vestía su camisón blanco y la luna caía plena sobre
ella. Cavaba con ambas manos, lanzando tras sí las piedras con la
ferocidad de una bestia salvaje. Pasaron unos instantes antes de que
volviera yo a mis sentidos y decidiera qué hacer. Noté por fin que había
llegado al cuerpo y lo levantaba por un lado de la tumba. No pude
soportarlo más; corrí donde mi padre y lo desperté.
-¡Padre, padre -grité-, vístete y toma la escopeta!
-¡Cómo! -exclamó mi padre-. Han llegado los lobos, ¿verdad?
De
un salto abandonó la cama, se puso la ropa y, a causa de la ansiedad,
no pareció darse cuenta de la ausencia de su mujer. En cuanto estuvo
listo abrí la puerta, y salió seguido por mí. Imagina su horror cuando
(desprevenido como estaba para tal espectáculo) vio, según avanzaba
hacia la tumba, no a un lobo, sino a su esposa que, en camisón, a cuatro
patas, inclinada sobre el cuerpo de mi hermana, le arrancaba grandes
trozos de carne, que devoraba con toda la avidez de un lobo. Estaba
demasiado ensimismada para darse cuenta de nuestra llegada. Mi padre
dejó caer la escopeta. Tenía el pelo de punta, al igual que yo;
respiraba afanosamente y, por un instante, incluso dejó de hacerlo.
Recogí la escopeta y la puse en sus manos. De pronto pareció que una
rabia reconcentrada le daba el doble de vigor y, apuntando con el arma,
disparó. Con un grito potente, abatida se derrumbó aquella infame que él
había cobijado en su pecho.
-¡Dios de los cielos! -exclamó mi
padre, cayendo desvanecido sobre la tierra en cuanto descargó la
escopeta. Tuve que permanecer por un tiempo a su lado antes de que se
recuperara. Dijo entonces-: ¡Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido? ¡Ah, sí...
sí, ahora lo recuerdo! ¡Dios me perdone!
Se levantó y nos
acercamos a la tumba. Cuál no sería nuestro asombro y horror al
encontrar que, en lugar del cadáver de mi madrastra que esperábamos,
sobre los restos de mi pobre hermana yacía una gran loba blanca.
-¡La
loba blanca! -exclamó mi padre- la loba blanca que me llevó al
bosque... Ahora lo comprendo todo... Mi trato ha sido con los espíritus
de las montañas Hartz.
Por un tiempo mi padre quedó en silencio y
hundido en pensamientos profundos. Luego, con todo cuidado levantó el
cuerpo de mi hermana y lo volvió a su tumba, cubriéndolo como la primera
vez; había golpeado la cabeza del animal con la punta de su bota y
había desvariado como un loco.
Regresó a la cabaña, cerró la puerta y
se tiró sobre la cama. Hice lo mismo, pues me encontraba preso de
estupor y aturdimiento. Muy temprano por la mañana nos despertó un
fuerte llamar a la puerta, y dentro se precipitó Wilfred, el cazador.
-¡Mi hija, mi hija! ¿Dónde está mi hija? -gritó hecho una furia.
-Espero
que donde debe estar ese ser desgraciado, ese demonio -contestó mi
padre levantándose y mostrando una cólera igual a la del otro-, ¡en el
infierno! Abandone esta cabaña si no quiere que le ocurra algo peor que a
su hija.
-¡Ajá! -replicó el cazador-, ¿se atrevería a dañar a un
espíritu potente de las montañas Hartz? Pobre mortal, que quiso casarse
con una mujer loba.
-¡Fuera de aquí, demonio! ¡Te desafío y desafío tu poder!
-Todavía sentirá su fuerza. No olvide su juramento, su voto solemne: jamás levantar la mano contra ella, jamás dañarla.
-Ningún trato hice con espíritus malignos.
-Lo hizo. Y si rompió su juramento, sufrirá la venganza de los espíritus. Sus hijos morirán por el buitre, el lobo...
-¡Fuera, fuera de aquí, demonio!
-...y sus huesos blanquearán en el páramo. ¡Ja, ja!
Frenético de rabia, mi padre tomó el hacha y la levantó sobre la cabeza de Wilfred, para golpearlo.
-Así lo juró -continuó diciendo el cazador con burla.
El hacha descendió. Pero pasó a través de la forma del cazador; perdiendo el equilibrio, mi padre cayó pesadamente al suelo.
-¡Mortal
-dijo el cazador librando con una zancada el cuerpo de mi padre-, sólo
tenemos poder sobre quienes han cometido un crimen! Culpable eres de un
doble crimen: pagarás el castigo que corresponde a tu voto de
casamiento. Dos de tus hijos han desaparecido, un tercero está por
seguirlos... Pues habrá de seguirlos, ya que tu juramento quedó
registrado. Vete. Bondadoso sería matarte, pues tu castigo consiste ¡en
quedarte vivo!
Pronunciadas estas palabras, el espíritu
desapareció. Mi padre se levantó del piso, me abrazó tiernamente y
luego, arrodillándose, rezó. A la mañana siguiente abandonó la cabaña
para siempre. Me llevó consigo, encaminando sus pasos a Holanda, donde
llegamos sanos y salvos. Le quedaba un poco de dinero. No llevábamos
muchos días en Amsterdam cuando lo atacó una fiebre cerebral y murió
hundido en una fiera locura. Me llevaron a un asilo y, tiempo después,
me enviaron a la mar. Ahora, ya conoces mi historia. La cuestión es
¿pagaré yo el castigo que corresponde al juramento de mi padre? Estoy
plenamente convencido de que, de una u otra manera, así ocurrirá.
II.
El
vigésimo segundo día las tierras altas del sur de Sumatra quedaron a la
vista. Como no vieron buque ninguno, decidieron mantener curso a través
de los estrechos y dirigirse a Pulo Penang, donde esperaban llegar en
siete u ocho días, dado que el viento favorecía a su velero. Debido a su
constante exposición a la intemperie, Philip y Krantz estaban tan
bronceados, que sus largas barbas y su ropa de musulmanes fácilmente los
habrían hecho pasar por nativos. Habían timoneado durante todos
aquellos días bajo un sol quemante, descansando y durmiendo en el
frescor de la noche. No por ello había sufrido su salud. Sin embargo,
por varios días, a partir de que confiara a Philip la historia de su
familia, Krantz se mostró silencioso y melancólico.
Había
desaparecido su acostumbrado vigor de ánimo y Philip le preguntó a
menudo la causa de aquello. Al entrar en los estrechos, Philip habló de
lo que deberían hacer llegando a Goa. Krantz respondió con tono grave:
-Llevo algunos días, Philip, con el presentimiento de que nunca veré esa ciudad.
-Te sientes enfermo, Krantz -respondió Philip.
-No,
tengo buena salud, de cuerpo y de espíritu. He procurado librarme de
ese presentimiento, pero en vano. Una voz me advierte continuamente que
no estaré mucho tiempo a tu lado. Philip, ¿querrías ayudarme
complaciéndome en una petición? Tengo en mi persona oro que podría serte
de utilidad. Compláceme aceptándolo, guardándolo contigo.
-Vaya tontería, Krantz.
-No
son tonterías, Philip. Tú mismo has tenido advertencias, ¿por qué no
habría yo de tener las mías? Bien sabes que no es el miedo parte
importante de mi carácter, y que no doy importancia a la muerte; pero
cada hora siento más fuerte el presentimiento del que te hablo...
-Son
imaginaciones de una mente perturbada, Krantz. ¿Por qué no habrías tú,
joven, pleno de salud y vigor, de pasar tus días en paz y llegar a una
amable vejez? Nada obliga a pensar de otra manera. Mañana te sentirás
mejor.
-Tal vez —replicó Krantz—. Sin embargo, cede a mi capricho y
toma el oro. Si estoy equivocado y llegamos salvos a Goa, Philip, sabes
que puedes devolvérmelo -comentó con sonrisa débil-. Pero olvidas que
estamos casi sin agua, y debemos buscar en la costa un riachuelo para
reabastecernos.
-En ello pensaba cuando comenzaste con ese tema
desagradable. Es mejor que encontremos agua antes del anochecer; en
cuanto hayamos llenado las vasijas, nos haremos a la vela de nuevo.
En
el momento de ocurrir esta conversación se encontraban en la parte
oriental del estrecho, unas cuarenta millas al norte. El interior de la
costa era rocoso y montañoso, pero poco a poco fue descendiendo hasta
quedar en una tierra llana, en la que alternaban bosques y selvas que
llegaban hasta la playa. La región parecía deshabitada. Manteniéndose
cerca de la orilla, al cabo de dos horas descubrieron una corriente de
agua dulce, que de las montañas se despeñaba en una cascada, corría a
través de la selva siguiendo un curso sinuoso y pagaba su tributo a las
aguas del estrecho.
Entraron por la desembocadura del río,
bajaron las velas e impulsaron la piragua contra la corriente, hasta
recorrer trecho suficiente para asegurarse de estar en aguas del todo
dulces. Pronto llenaron las vasijas y estaban por volver a zarpar
cuando, seducidos por la belleza del lugar y la frescura del agua, así
como cansados de su largo confinamiento a bordo de la piragua,
decidieron bañarse, lujo que difícilmente sabrán apreciar quienes no se
hayan visto en una situación similar. Se quitaron la ropa de musulmanes y
se zambulleron en la corriente, donde permanecieron un tiempo. Krantz
fue el primero en salir. Se quejó de tener frío y se encaminó a la
orilla, donde habían quedado los vestidos. Philip se acercó también a la
ribera, con la intención de imitarlo.
-Pues bien, Philip -dijo
Krantz-, ésta es una buena oportunidad para darte el dinero. Abriré mi
faja, lo sacaré de ella y tú lo pondrás en la tuya.
Philip estaba de pie en el agua que le llegaba a la cintura.
-Bueno,
Krantz -dijo-, supongo que si debe ser así, así debe ser. Pero me
parece una idea tan ridícula... Sin embargo, sea como quieras.
Philip
salió del riachuelo y se sentó junto a Krantz, quien se ocupaba ya de
extraer los doblones de los pliegues de su faja. Por fin dijo:
-Creo, Philip, que ya los tienes todos. Me siento satisfecho.
-No concibo en qué peligro puedas verte al que no esté igualmente expuesto yo -contestó Philip-. Sin embargo...
No
acababa de expresar estas palabras cuando se escuchó un rugido
tremendo, una acometida parecida a un viento poderoso, un golpe que lo
lanzó de espaldas, un grito agudo... y una lucha. Al recobrarse, Philip
vio que, con la velocidad de una flecha, un enorme tigre se llevaba el
desnudo cuerpo de Krantz a través de la selva. Observó todo con ojos
desorbitados. En unos cuantos segundos el animal y Krantz habían
desaparecido.
-¡Dios de los cielos, debiste ahorrarme este
espectáculo! -exclamó Philip, cayendo de bruces a causa de su
aflicción-. ¡Oh, Krantz, amigo, hermano, cuán cierto era tu
presentimiento! ¡Dios misericordioso, ten piedad!... ¡Hágase pues, tu
voluntad! -y Philip rompió en llanto.
Por más de una hora quedó
clavado en aquel lugar, ajeno e indiferente a los peligros que lo
rodeaban. Finalmente, un tanto recuperado, se levantó, se vistió y
volvió a sentarse, los ojos fijos en la ropa de Krantz y en el oro, que
seguía sobre la arena.
-Quiso darme ese oro. Presintió su
destino. ¡Sí, sí, se trataba de su destino, que ahora se ha cumplido! Y
sus huesos blanquearán en el páramo.
Ese cazador fantasma y su lobuna hija han quedado vengados.
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