Las fotografías de Mironenko que le habían enseñado a Ballard dis taban
mucho de ser instructivas. Sólo en una o dos de ellas aparecía el rostro
del hombre de la KGB, plenamente; las restantes eran en su ma yoría
confusas y poco claras: delataban sus orígenes furtivos. Eso no preocupó
demasiado a Ballard. Una larga experiencia, en ocasiones amarga, le
había enseñado que el ojo estaba siempre demasiado dis puesto al engaño,
pero existían otras facultades..., los restos de unos sentidos que la
vida moderna había vuelto obsoletos... y que él había aprendido a poner
en juego, para oler los síntomas más leves de trai ción. De esta
capacidad se valdría cuando se encontrara con Mironen ko. Con ellos le
arrancaría la verdad a aquel hombre.
¿La verdad? Ahí residía la
cuestión más intrincada, porque, en este contexto, ¿acaso no era la
sinceridad una fiesta móvil? Sergei Zakharovich Mironenko había sido
Jefe de Sección de la Directiva S de la KGB durante once años, y había
tenido acceso a la información más confiden cial sobre la dispersión de
ilegales soviéticos en Occidente. Sin embar go, en las últimas semanas
se había desencantado de sus amos actuales y había manifestado su
consiguiente deseo de desertar al Servicio de Se guridad Británico. A
cambio de los complicados esfuerzos que se ten drían que realizar por su
culpa, se había ofrecido a actuar como agente dentro de la KGB durante
un período de tres meses, concluido el cual lo conducirían al seno de la
democracia y lo ocultarían donde sus vengati vos jefes supremos no
lograran encontrarlo jamás. Le había tocado a Ballard encontrarse cara a
cara con el ruso, en la esperanza de estable cer si la deslealtad de
Mironenko para con su ideología era real o fingi da. La respuesta no
vendría de labios de Mironenko, y Ballard lo sabía. sino de algún matiz
de su comportamiento que sólo el instinto lograría comprender.
En
otra época, Ballard habría encontrado fascinante el acertijo, cada uno
de sus pensamientos vigilantes habrían dado vueltas al problema por
descifrar. Pero tal compromiso había pertenecido a un hombre convencido
de que sus actos ejercían un efecto significativo sobre el mundo. Ahora
había ganado en experiencia. Los agentes del Este y del Oeste se
dedicaban a sus trabajos secretos sin interrupción. Conspiraban,
confabulaban, de vez en cuando (aunque raramente) derramaban sangre. Se
producían derrotas, pactos especiales y victorias tácticas me nores.
Pero al final las cosas seguían más o menos como siempre.
Esta
ciudad, por ejemplo. Ballard había ido por primera vez a Berlín en abril
de 1969. Entonces tenía veintinueve años; acababa de terminar el
adiestramiento intensivo y estaba listo para vivir un poco. Aunque allí
no se había sentido cómodo. La ciudad le resultó carente de encanto, a
menudo desierta. Odell, su colega durante los dos primeros años, había
tenido que probarle que Berlín era merecedora de sus afectos, y cuando
Ballard cayó, quedó perdido para el resto de su vida. Se sentía más en
casa en esta ciudad dividida que en Londres. Su desasosiego, su idealis
mo fallido y —quizá lo más agudo de todo— su terrible aislamiento, se
parecían mucho a él. La ciudad y él mantenían una presencia en un erial
de ambiciones muertas.
Encontró a Mironenko en la Germalde
Galerie, y sí, las fotografías habían mentido. El ruso parecía tener más
de cuarenta y seis años, y se le veía más enfermo que en aquellos
retratos robados. Ninguno de los dos hombres dio muestras de
reconocerse. Recorrieron la colección de la galería durante una buena
media hora; Mironenko demostró un inte rés marcado, aparentemente
genuino, hacia las obras expuestas. Sólo cuando ambos estuvieron seguros
de que no los observaban, el ruso abandonó el edificio y condujo a
Ballard hasta el amable suburbio de Dahlem, a una casa segura,
mutuamente acordada. Allí, en la cocina pequeña y sin calefacción se
sentaron y hablaron.
El dominio del inglés de Mironenko era
inseguro, o al menos eso pa recía, aunque Ballard tuvo la impresión de
que sus esfuerzos por encon trar el sentido eran tanto tácticos como
gramaticales. De haber estado él en la situación del ruso, muy bien
podría haber presentado la misma fa chada; rara vez resultaba dañino
parecer menos competente de lo que uno era. A pesar de las dificultades
que tenía para expresarse, las decla raciones de Mironenko eran
inequívocas.
—Ya no soy comunista —dijo humildemente — . No he
sido miem bro del partido, al menos no aquí. —Se llevó el puño al pecho y
agre gó— : Desde hace muchos años.
Sacó del bolsillo de la
chaqueta un pañuelo blancuzco, se quitó un guante, y de entre los
pliegues del pañuelo extrajo un frasco de tabletas. —Perdóneme —dijo, y
con unos golpecitos sacó las tabletas de la bo tella—. Tengo dolores. En
la cabeza y en las manos.
Ballard esperó hasta que se hubo tragado la medicación antes de preguntarle:
—¿Por qué empezó a dudar?
El ruso se guardó el frasco y el pañuelo en el bolsillo; su rostro esta ba falto de toda expresión.
—
¿Cómo llega un hombre a perder la... la fe? —preguntó a su vez—. ¿Acaso
será porque he visto demasiado, o tal vez demasiado poco?
Observó
el rostro de Ballard para comprobar si sus palabras titubeantes tenían
algún sentido. Al no encontrar allí comprensión alguna, volvió a
intentarlo.
—Creo que el hombre que no cree que está perdido, lo está.
La
paradoja fue expresada de forma elegante; la sospecha de Ballard en
cuanto al verdadero dominio de Mironenko del inglés se confirmó.
—¿Está usted perdido en estos momentos? —inquirió Ballard.
Mironenko
no respondió. Se quitó el otro guante y se miró las ma nos. Las
píldoras que se había tragado no parecían ejercer ningún efecto sobre el
dolor del que se había quejado. Abrió y cerró los puños, como un
artrítico que comprobara el avance de su enfermedad. Sin levantar la
vista, dijo:
—Me enseñaron que el Partido tenía soluciones para todo. Eso me liberó del temor.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? —repitió—. Ahora tengo unos extraños pensamientos. Me llegan de ninguna parte...
—Siga —lo animó Ballard.
—Tiene que conocerme por dentro y por fuera, ¿verdad? —Miro nenko ensayó una sonrisa forzada—. ¿Hasta lo que sueño?
—Sí —respondió Ballard.
—Nosotros
haríamos lo mismo —replicó, asintiendo con la cabeza. Después de una
pausa, agregó—: A veces he pensado que me partiría. ¿Entiende lo que
digo? Que me rompería, porque dentro de mí llevo una rabia tan grande...
Y eso hace que tenga miedo, Ballard. Creo que verán cuánto los odio.
—Miró a su interrogador—. Tienen que darse prisa, o me descubrirán.
Procuro no pensar en lo que harían. —Volvió a hacer una pausa. Se le
había borrado del rostro todo vestigio de sonrisa, por más carente de
humor que fuera—. La Directiva cuenta con Depar tamentos de los que ni
siquiera yo estoy enterado. Hospitales especiales donde nadie puede
entrar. Saben cómo despedazarle el alma a un hom bre.
Ballard, el
pragmático de siempre, se preguntó si el vocabulario de Mironenko no
era un tanto ampuloso. De haber estado él en manos de la KGB dudaba
mucho que estuviera pensando en la satisfacción de su propia alma. Al
fin y al cabo, era en el cuerpo donde se alojaban las ter minaciones
nerviosas. Hablaron durante una hora o más; la conversación giró en
torno de la política y los recuerdos personales, las trivialidades y la
confesión—Acabada la entrevista, a Ballard no le cabía ninguna duda
sobre la anti patía que Mironenko profesaba a sus amos. Era, como él
mismo lo ha bía dicho, un hombre sin fe. Al día siguiente, Ballard se
encontró con Cripps en el restaurante del Hotel Schweizerhof, y le
presentó un informe oral sobre Miro nenko.
—Está dispuesto y espera. Pero insiste en que nos demos prisa en decidirnos.
— Era de suponer —comentó Cripps.
Ese
día, el ojo de vidrio le molestaba; el aire frío, explicó, lo volvía
lerdo. Se movía a una velocidad levemente inferior que su ojo verdade
ro, y en ocasiones se veía obligado a darle un ligero toque con el dedo
para ponerlo en movimiento.
—No permitiremos que nos metan prisas para tomar una decisión —dijo Cripps.
—¿Dónde está el problema? No tengo ninguna duda sobre su com promiso, ni sobre su desesperación.
—Ya te he oído —repuso Cripps—. ¿Quieres algo de postre?
—¿Es que dudas de mis evaluaciones? ¿Es eso?
—Toma algo dulce para terminar, así no me sentiré un perfecto réprobo.
—Crees
que me equivoco con respecto a él, ¿verdad? —insistió Ba llard. Al ver
que Cripps no contestaba, se inclinó sobre la mesa y volvió a insistir—:
Es así, ¿verdad?
—Simplemente digo que tenemos motivos para ir con
cuidado —re puso Cripps — . Si finalmente decidimos aceptarlo a bordo,
los rusos se sentirán muy disgustados. Hemos de estar seguros de que el
trato vale la pena como para soportar el mal tiempo que se nos avecina.
En estos momentos, las cosas se presentan muy arriesgadas.
—¿Y cuándo no? —replicó Ballard—. Dime una sola ocasión en que no haya habido una crisis en perspectiva.
Se reclinó en la silla e intentó leer en el rostro de Cripps. El ojo de vi drio era, si acaso, más cándido que el verdadero.
—Estoy harto de este maldito juego —murmuró Ballard. —¿Por el ruso? —inquirió Cripps; su ojo de vidrio dio vueltas.
—Puede ser.
—Créeme —le dijo Cripps—, tengo buenos motivos para ir con cui dado con este hombre. —Dime uno.
—No hay nada comprobado.
—¿Qué tienes contra él? —insistió Ballard.
—Ya te lo he dicho, son rumores —repuso Cripps.
—¿Por qué no se me informó?
Cripps sacudió ligeramente la cabeza y repuso:
—En
este momento es algo puramente académico. Me has propor cionado un buen
informe. Sólo quiero que entiendas que si las cosas no salen como crees
que deberían, no es porque no hayamos confiado en tus evaluaciones.
—Ya veo.
—No, no ves nada —dijo Cripps—. Te sientes torturado, y no te culpo del todo.
—¿Y ahora, qué? ¿Se supone que tengo que olvidar que conocí a ese hombre?
—No vendría nada mal —repuso Cripps—. Ojos que no ven, cora zón que no siente.
Estaba
claro que Cripps no se fiaba de Ballard como para aceptar sus consejos.
Aunque en la semana siguiente Ballard realizó discretamente diversas
averiguaciones sobre el caso Mironenko, estaba cantado que alguien había
advertido a su círculo habitual de contactos para que man tuvieran la
boca cerrada. Tal como estaban las cosas, las siguientes noticias sobre
el caso le lle garon a Ballard a través de las páginas de los diarios de
la mañana, en un artículo sobre un cadáver hallado en una casa, cerca
de la estación, en Kaiser Damm. En el momento de leer la noticia, no
tenía forma de sa ber cómo podía estar ligada con Mironenko, pero la
nota contenía deta lles suficientes como para despertar su interés. Por
una parte, sospecha ba que la casa indicada en el artículo había sido
utilizada en algunas oca siones por el Servicio; por otra, el artículo
explicaba que dos hombres no identificados habían estado a punto de ser
sorprendidos en el acto de sacar el cadáver de allí, con lo que se veía
que aquél no era un crimen pasional.
Alrededor del mediodía fue a
ver a Cripps a sus oficinas, con la espe ranza de obligarlo a darle
alguna explicación, pero Cripps no estaba dis ponible, ni lo estaría,
según le explicó la secretaria, hasta nuevo aviso; habían surgido
ciertos asuntos en Munich que lo habían obligado a re gresar allí.
Ballard le dejó dicho que quería hablar con él en cuanto re gresara.
Cuando volvió a salir al aire frío, notó que se había ganado un admi
rador: un individuo de cara delgada, cuyos cabellos se le habían
retirado de la frente, dejándole una ridícula melena en la parte más
alta de la ca beza. Ballard lo reconoció; lo había visto en el entorno
de Cripps, pero no lograba ponerle nombre a la cara. Se lo
proporcionaron rápidamente.
—Suckling —dijo el hombre.
—Ah, claro, hola —dijo Ballard.
—Creo que será mejor que hablemos, si tiene un momento —le ex plicó el hombre.
Su
voz estaba tan contraída como sus facciones; Ballard no quería saber
nada de sus chismorreos. Estaba apunto de rechazar la oferta, cuando
Suckling le dijo:
—Supongo que se habrá enterado de lo que le pasó a Cripps.
Ballard negó con la cabeza. Encantado de poseer aquella piedra preciosa, Suckling agregó:
—Tenemos que hablar.
Caminaron
por la Kantstrasse hacia el zoológico. La calle bullía de peatones que
iban a comer, pero Ballard apenas reparó en ellos. La his toria que
Suckling le desveló mientras caminaban exigía su absoluta atención. Se
la refirió con sencillez. Al parecer, Cripps había arreglado un en
cuentro con Mironenko para realizar su propia evaluación de la integri
dad del ruso. La casa de Schöneberg, escogida para la reunión, había
sido utilizada en varias ocasiones anteriores, y durante mucho tiempo se
la había considerado como uno de los lugares más seguros de la ciudad.
Sin embargo, la noche anterior quedó probado que no era así. Los hom
bres de la KGB habían seguido a Mironenko hasta la casa y luego inten
taron aguarles la fiesta. No había testigos que pudieran decir lo que
ocu rrió después: los dos hombres que habían acompañado a Cripps, uno de
los cuales era Odell, el antiguo colega de Ballard, habían muerto, y
Cripps estaba en coma.
— ¿Y Mironenko? —inquirió Ballard.
—Se lo llevaron a la madre patria, al menos eso se presume —repuso Suckling encogiéndose de hombros.
Ballard olfateó un soplo de engaño en el hombre.
—Me conmueve que me mantenga usted al día —le comentó a Suc kling— . Pero ¿por qué?
—Odell y usted eran amigos, ¿no? —fue la respuesta—. Ahora que Cripps está fuera de circulación, ya no le quedan muchos.
—¿De veras?
—No es mi intención ofenderlo —se apresuró a aclarar Suckling—. Pero tiene usted reputación de disidente.
—Vaya al grano —le ordenó Ballard.
—No
hay ningún grano —protestó Suckling—. Simplemente creí que tenía que
enterarse de lo ocurrido. Con esto me estoy jugando el pescuezo.
—Buen intento el suyo —dijo Ballard.
Se detuvo. Suckling dio un paso o dos antes de volverse para encon trarse con un Ballard sonriente.
—¿Quién le ha enviado?
—Nadie —repuso Suckling.
—Muy astuto esto de ponerme al tanto sobre el chismorreo de la corte. Estuve a punto de creérmelo. Es usted muy verosímil.
El rostro de Suckling no era lo suficientemente rechoncho como para ocultar un tic en la mejilla.
—¿Por qué motivo sospechan de mí? ¿Creen que conspiro con Miro nenko? ¿Es eso? No, no creo que sean tan estúpidos.
Suckling sacudió la cabeza, como un médico en presencia de una en fermedad incurable, y dijo:
—Le gusta hacerse enemigos, ¿eh?
—Es un riesgo del oficio. No se me ocurriría dejar de dormir por eso. En realidad no lo hago.
—Hay cambios en el aire —dijo Suckling—. En su lugar, me asegu raría de tener las respuestas preparadas.
—A la mierda las respuestas —repuso Ballard cortésmente —. Creo que ya es hora de que prepare las preguntas adecuadas.
El
que enviaran a Suckling para sondearlo olía a desesperación Querían
información desde dentro, pero, ¿sobre qué? ¿Acaso creían de verdad que
estaba relacionado con Mironenko o, lo que era peor, con la KGB misma?
Dejó que se aplacara su resentimiento, porque levantaba demasiado barro y
necesitaba aguas claras si quería encontrar el modo de salir de aquella
confusión. De alguna manera, Suckling estaba per fectamente en lo
cierto: tenía enemigos, y con Cripps de baja, era vulne rable. En tales
circunstancias existían dos tipos de medidas. Podía re gresar a Londres y
ocultarse, o quedarse en Berlín a esperar la siguiente maniobra por
parte de ellos. Se decidió por esto último. El encanto del juego del
escondite se fue difuminando rápidamente.
Al desviarse hacia el
norte, en dirección a Leibnizstrasse, por el rabi llo del ojo vio el
reflejo de un hombre de chaqueta gris en un escaparate. Fue un leve
atisbo, pero tuvo la sensación de que conocía la cara de ese hombre. Se
preguntó si le habrían asignado un perro guardián. Se dio la vuelta y
sus ojos se encontraron con los de aquel hombre; sostuvo su mi rada. El
sospechoso pareció incómodo y apartó la vista. Una actuación, quizá;
aunque quizá no. Poco importaba, pensó Ballard. Que lo vigila ran todo
lo que quisieran. Estaba libre de culpa. Siempre y cuando más acá de la
locura existiera tal estado. Una extraña felicidad embargó a Sergei
Mironenko; felicidad que había llegado sin ton ni son y que llenaba su
corazón a rebosar. Hasta el día anterior, las circunstancias le habían
parecido insopor tables. El dolor en las manos, la cabeza y la columna
había empeorado lentamente, y ahora lo acompañaba una comezón tan
conminatoria que había tenido que cortarse las uñas al ras para no
producirse serios da ños. Había llegado a la conclusión de que su cuerpo
se rebelaba en con tra de él. Ése era el pensamiento que había
intentado explicarle a Ba llard: que se encontraba dividido, y que temía
que pronto iba a quedar partido en dos. Pero hoy había desaparecido el
temor.
Pero no los dolores. Eran peores que el día anterior. Los
músculos y los ligamentos le dolían como si los hubieran trabajado más
allá de los lí mites de su propio diseño; en todas las articulaciones
tenía moretones donde la sangre había roto sus cauces, debajo de la
piel. Pero la sensa ción de rebelión inminente había desaparecido para
ser reemplazada por una lánguida tranquilidad. Y en su centro, una
felicidad total. Cuando intentó reflexionar acerca de los últimos
acontecimientos, descifrar qué había desatado esta transformación, su
memoria le jugó sucio. Lo habían citado para encontrarse con el superior
de Ballard, de eso se acordaba. Pero ya no recordaba si había acudido a
la cita. La no che había quedado en blanco. Ballard sabría cómo estaban
las cosas, reflexionó. Desde el principio le había caído bien y había
confiado en el inglés; presintió que, a pesar de las muchas diferencias
existentes entre ambos, se parecían más de lo esperado. Y se dejó guiar
por ese instinto; encontraría a Ballard, de eso estaba seguro. El inglés
se sorprendería de verlo, al principio se enfada ría incluso. Pero
cuando le contara a Ballard la felicidad que acababa de encontrar,
¿acaso no le perdonaría sus pecados?
Ballard cenó tarde, y bebió
hasta más tarde aún en El Cuadrilátero, un pequeño bar de travestidos al
que había ido por primera vez con Odell, hacía ya casi veinte años. Sin
duda, su guía había tenido la inten ción de probar su sofisticación
mostrándole al colega bisoño la decaden cia de Berlín, pero Ballard,
aunque nunca había experimentado ningún frisson sexual en compañía de la
clientela del Cuadrilátero, se había sen tido inmediatemente como en
casa. Respetaban su neutralidad; nadie intentaba abordarlo. Dejaban
simplemente que bebiera y observara el desfile de géneros. Al ir allí,
aquella noche, había despertado el fantasma de Odell, cuyo nombre sería
borrado de las conversaciones por su relación con el asunto Mironenko.
Ballard había asistido a ese proceso en otras ocasio nes. La historia no
perdonaba los errores, a menos que fueran tan pro fundos que alcanzaran
una especie de grandeza. Para los Odells del mundo, hombres ambiciosos
que se habían encontrado, muy a pesar de ellos, en un callejón sin
salida que no daba lugar a retirada alguna; para tales hombres no se
pronunciarían bonitas palabras, ni se les concede rían medallas. Sólo
existiría para ellos el olvido.
Aquellas reflexiones le
produjeron melancolía, y bebió mucho para mantener sus ebrios
pensamientos, pero cuando a eso de las dos de la madrugada salió a la
calle, su depresión se encontraba obnubilada sólo a medias. Los buenos
burgueses de Berlín hacía rato que estaban en la cama; al día siguiente
había que ir a trabajar. El sonido del tráfico de la Kurfürstendamm era
la única señal cercana de vida. Se dirigió hacia allí; sus pensamientos
eran muy ligeros. Detrás de él, risas. Un muchacho, encantadoramente
vestido de es trella de cine, pasó tambaleante por la acera, del brazo
de su serio acompañante. Ballard reconoció al travestido, que era
parroquiano del bar; el cliente, a juzgar por su traje sobrio, provenía
de fuera de la ciu dad y deseaba saciar su sed de muchachos vestidos de
chicas a espaldas de su esposa. Ballard siguió caminando. La risa del
muchacho, de una musicalidad abiertamente forzada, le produjo dentera.
Oyó a alguien correr cerca de allí; por el rabillo del ojo vio moverse
una sombra. Seguramente sería su perro guardián. Aunque el alcohol le
había obnubilado los instintos, sintió que despuntaba una cierta ansie
dad, cuyas raíces no logró precisar. Siguió caminando. Unos temblores
ligeros como plumas le recorrieron el cráneo.
Un poco más
adelante, notó que la risa proveniente de la calle que había dejado
atrás había cesado. Miró por encima del hombro, como es perando ver
abrazados al muchacho y a su cliente. Pero habían desaparecido; se
habían escabullido por uno de los callejones, sin duda, a con cluir su
trato en la oscuridad. Cerca de allí, en alguna parte, un perro se había
puesto a ladrar furiosamente. Ballard se dio la vuelta para obser var
el camino por el que había venido, retando a la calle desierta a que le
mostrara sus secretos. Fuera lo que fuese lo que le producía el zumbido
en la cabeza y la comezón en las palmas de las manos, no era una ansie
dad cualquiera. En la calle había algo extraño; a pesar de su aspecto
ino cente, ocultaba ciertos terrores. Las luces brillantes de
Kurfürstendamm se encontraban a unos mi nutos de distancia, pero no
quería volverle la espalda a este misterio para refugiarse en ellas.
Siguió caminando por donde había venido, len tamente. El perro ya no
experimentaba alarma alguna, y había callado; por toda compañía tenía el
sonido de sus pasos.
Llegó a la esquina del primer callejón y
escudriñó en su interior. No había luces en las ventanas ni en los
portales. No presintió ninguna pre sencia humana en la oscuridad. Cruzó
el callejón y caminó hasta el si guiente. Un olor sensual flotó de
repente en el aire, y se hizo más profu so cuando se acercó a la
esquina. Mientras lo aspiraba, el zumbido de la cabeza se hizo más
agudo, hasta alcanzar la amenaza del trueno. En la garganta del callejón
titiló una luz solitaria, un magro relumbre proveniente de una ventana
superior. Gracias a ella, vio el cuerpo del cliente del travestido,
despatarrado en el suelo. Lo habían mutilado de una forma tan traumática
que daba la impresión de que habían intenta do volverlo del revés. De
las vísceras desparramadas, manaba un olor pleno en toda su complejidad.
Ballard había visto muertes violentas en otras ocasiones, y se creyó
indiferente al espectáculo. Pero algo en aquel callejón le había
desaliña do la calma. Empezaron a temblarle las piernas. Entonces, más
allá del haz luminoso, el muchacho habló. —En nombre de Dios... —dijo.
Su
voz había perdido toda pretensión de femineidad, era un murmu llo de
genuino terror. Ballard avanzó un paso por el callejón. Ni el muchacho
ni el motivo de su susurrante plegaria fueron visibles hasta que hubo
avanzado unos diez metros. El muchacho se encontraba medio sepultado
entre las ba suras, junto a una pared. Le habían arrancado las
lentejuelas y los tafe tanes; su cuerpo era pálido y asexuado. No
pareció notar la presencia de Ballard: sus ojos estaban fijos en las más
profundas sombras. A Ballard le temblaron aún más las piernas cuando
siguió la mirada del muchacho; era lo máximo que podía hacer para
impedir que los dientes le castañetearan. No obstante, continuó
avanzando, no por el bien del muchacho (le habían enseñado que el
heroísmo tenía poco mé rito), sino porque sentía curiosidad; más que
curiosidad, estaba ansioso por ver qué clase de hombre era capaz de
semejante violación fortuita. Ver cara a cara semejante ferocidad le
pareció en ese momento lo más importante del mundo. El muchacho lo vio y
murmuró una penosa súplica, pero Ballard apenas la oyó. Presintió que
otros ojos lo miraban, y al posarse sobre él, fue como si lo hubieran
golpeado. El ruido de la cabeza adquirió un rit mo enloquecedor, como el
sonido de los rotores de un helicóptero. En segundos, se convirtió en
un rugido enceguecedor.
Ballard se tapó los ojos con las manos y
se tambaleó hacia atrás, con tra la pared, apenas consciente de que el
asesino salía de su escondite (alguien removió la basura) y se aprestaba
a huir. Sintió que algo lo ro zaba y abrió los ojos justo a tiempo para
ver al hombre alejarse por el pasadizo. Parecía deformado; tenía como
una joroba y la cabeza dema siado grande. Ballard le gritó, pero el
enloquecido siguió corriendo; sólo se detuvo un momento para mirar el
cadáver antes de continuar a toda velocidad hacia la calle. Ballard se
apartó de la pared y se irguió. El ruido de la cabeza dismi nuyó un
poco, el mareo se le pasaba. Detrás de él, el muchacho había comenzado a
gemir.
— ¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto?
— ¿Quién era? ¿Alguien a quien conocía usted?
El muchacho se quedó mirando a Ballard con sus enormes ojos pin tados, como un ciervo asustado.
— ¿Alguien...? —dijo.
Ballard
se disponía a repetir la pregunta cuando oyó el chirrido de unos
frenos, seguido del sonido de un impacto. El muchacho se cubrió con el
roto trousseau, y Ballard volvió a la calle. Cerca de allí se oían vo
ces; se dirigió hacia ellas a toda prisa. Atravesado en la calzada se en
contraba un coche grande, con las luces encendidas. Alguien ayudaba al
conductor a salir de su asiento, mientras sus pasajeros —venían de una
fiesta a juzgar por los trajes y los rostros enrojecidos por la bebida—
dis cutían furiosamente cómo había ocurrido el accidente. Una de las
muje res hablaba de un animal que había visto en el camino, pero otro de
los pasajeros la corrigió. El cuerpo que yacía en la cuneta, donde
había sido arrojado por el impacto, no era el de un animal.
Ballard
apenas había logrado ver al asesino en el callejón, pero supo
instintivamente que era éste. No había rastro de las deformaciones que
había creído distinguir; era sólo un hombre vestido con un traje que ha
bía visto mejores épocas. Yacía boca abajo, en un charco de sangre. La
policía había llegado ya, y un oficial le gritó que se apartara del
cuerpo; Ballard pasó por alto la orden y se acercó para ver el rostro
del muerto. En él no había muestras de la ferocidad que tanto había
ansiado ver. Sin embargo, reconocía en él muchas cosas. Era Odell. Dijo a
los oficiales que no había visto el accidente, lo que en esencia era
cierto, y huyó de allí antes de que se descubrieran los hechos acaeci
dos en el callejón adyacente. Al regresar a sus habitaciones, cada
rincón le formulaba una nueva pregunta. La principal de todas: ¿por qué
le habían mentido sobre la muerte de Odell? ¿Qué psicosis había hecho
presa de él para que ma tara de la forma que Ballard había visto? Sabía
que no obtendría la res puesta a estas pregunta de quienes en otras
épocas fueran sus colegas. La única persona a la que hubiera podido
arrancarle alguna respuesta era Cripps. Recordó la discusión que
tuvieron sobre Mironenko. y «los motivos para tener cuidado» mencionados
por Cripps en relación con el ruso. El ojo de vidrio había sabido
entonces que había algo en el aire, aunque ni siquiera él mismo había
logrado imaginar el grado del verdadero desastre. Dos agentes muy
valiosos habían sido asesinados; Mironenko había desaparecido,
supuestamente estaría muerto: él mis mo — si había de creer a Suckling—
estaba al borde de la muerte. Todo aquello había comenzado con Sergei
Zakharovick Mironenko. el hom bre perdido de Berlín. Al parecer su
tragedia era contagiosa.
Ballard decidió que al día siguiente
encontraría a Suckling y lo obli garía a darle alguna respuesta.
Mientras tanto, le dolían la cabeza y las manos, y quería dormir. La
fatiga le impedía razonar adecuadamente, y si en algún momento necesitó
de esa facultad, era ahora. A pesar del agotamiento, el sueño tardó una
hora o más en llegar, y cuando por fin lo hizo, no le sirvió de alivio.
Soñó con unos susurros y, por encima de ellos, elevándose como para
ahogarlos, el rugido de los helicópteros. En dos ocasiones despertó del
sueño con la cabeza a punto de estallarle: y en las dos ocasiones, un
ansia por comprender lo que decían los susurros lo devolvieron a la
almohada. Cuando despertó por tercera vez. el ruido de las sienes se
había vuelto acuciante: era como un asalto que arrasaba con todo
pensamiento, y le hizo temer por su cordura. Casi incapaz de ver la
habitación de tanto dolor, salió de la cama a rastras.
—Por favor... —murmuró, como si hubiera alguien que pudiera ayudarlo a superar su miseria.
De la oscuridad surgió una voz tranquila que le contestó:
— ¿Qué quieres?
No interrogó al interrogador, se limitó a decir:
— Que me quiten el dolor.
— Puedes hacerlo tú mismo —le informó la voz.
Se apoyó contra la pared, sosteniéndose la cabeza con las manos y llorando agónicas lágrimas. —No sé cómo.
— Los sueños son los que te causan dolor —repuso la voz—, has de olvidarlos. ¿Entiendes? Olvídalos, y el dolor cesará.
Entendió
las instrucciones, pero no sabía cómo llevarlas a cabo. En el sueño no
tenía ningún poder. Era él el objeto de esos murmullos, y no al revés.
Pero la voz insistió.
— El sueño te hace daño, Ballard. Has de sepultarlo. Sepúltalo bien hondo.
—¿Sepultarlo?
—Haz con él una imagen, Ballard. Imagínatelo detalladamente.
Hizo
lo que le ordenaban. Se imaginó un cortejo fúnebre, y un ataúd; dentro
del ataúd, el sueño. Hizo que los enterradores cavaran bien hondo, tal
como la voz le sugiriera, para que no pudiera nadie de senterrar jamás
aquella dolorosa cosa. Pero cuando imaginó que baja ban el ataúd a la
fosa, oyó que la tapa crujía. El sueño no se estaba quieto. Rechazaba el
confinamiento. La tapa del ataúd comenzó a romperse.
—¡De prisa! —le urgió la voz.
El ruido de los rotores era ensordecedor. Empezó a manarle sangre de la nariz; sintió un sabor salado en la garganta.
—¡Acaba con él! —aulló la voz por encima del tumulto—. ¡Tápalo!
Ballard miró dentro de la fosa. El ataúd se sacudía.
—¡Tápalo, maldita sea!
Intentó
obligar al cortejo fúnebre a que obedeciera; les exigió que empuñaran
las palas y sepultaran aquella ofensiva cosa viviente, pero no le
hicieron caso. En cambio, miraron fijamente hacia el interior de la
tumba, igual que él. y observaron cómo el contenido del ataúd luchaba
por alcanzar la luz.
—¡No! —exigió la voz, con creciente cólera—. ¡No debes mirar!
El ataúd bailó en la fosa. La tapa se astilló. Brevemente, Ballard lo gró ver algo brillante entre las maderas.
—¡Te matará! —gritó la voz.
Como
para probar su aserción, el volumen del sonido se elevó hasta volverse
insoportable, llevándose al cortejo fúnebre, el ataúd y todo lo demás en
una llamarada de dolor. De repente, dio la impresión de que lo que la
voz había dicho era verdad, que estaba al borde de la muerte. Pero no
era el sueño el que conspiraba para matarlo, sino el centinela que
habían apostado entre él y el sueño: aquella cacofonía que le destro
zaba los sesos. Hasta ese momento no había notado que había caído al
suelo, pos trado bajo aquel asalto. Tendió las manos ciegamente y
encontró la pa red, se arrastró hasta ella; las máquinas seguían
rugiendo detrás de sus ojos, la sangre se le agolpó en la cara. Se
incorporó como pudo y comenzó a avanzar hacia el lavabo. A su espalda,
la voz había logrado controlar su rabieta e iniciaba la exhorta ción
desde el principio. Su sonido era tan íntimo que se volvió del todo con
la esperanza de ver a su interlocutor; no se sintió defraudado. Por unos
fugaces instantes le dio la impresión de encontrarse en una peque ña
habitación sin ventanas, de blancas paredes. La luz era brillante y en
el centro del cuarto estaba la cara de la que provenía la voz. Sonreía.
— Los sueños te dan dolor —dijo. Otra vez el primer mandamien to— . Entiérralos, Ballard, y el dolor habrá cesado.
Ballard
lloraba como un niño; aquella mirada escrutadora le pro vocaba
vergüenza. Apartó la mirada de su tutor, para ocultar las lá grimas.
— Confía en nosotros —le dijo otra voz, muy cercana—. Somos tus amigos.
No
se fiaba de sus bonitas palabras. El dolor del que decían querer
salvarlo era obra de ellos; era como una vara con la que le pegaban si
los sueños volvían a surgir.
—Queremos ayudarte —dijo otra voz, o quizá la misma.
—No... —murmuró Ballard—. No, maldita sea... No..., no os... creo...
La
habitación desapareció y volvió a encontrarse en el dormitorio,
aferrado a la pared como un alpinista a la cara de un risco. Antes de
que regresaran con más palabras, y más dolor, a tientas, llegó a la
puerta del lavabo y ciegamente se abalanzó hacia la ducha. Por un
momento, el pá nico se apoderó de él mientras buscaba los grifos;
después, el agua salió a borbotones. Estaba terriblemente fría, pero
puso la cabeza debajo del chorro, mientras la violencia embestida de los
rotores intentaba destro zarle el cráneo. El agua helada le cayó por la
espalda; dejó que la lluvia lo mojara como un torrente y, poco a poco,
los helicópteros se fueron alejando. Aunque temblaba de frío, no se
movió hasta que el último se hubo marchado; entonces, se sentó en el
borde de la bañera, secándose el agua que le caía por el cuello, la cara
y el cuerpo, y poco después, cuando sintió que sus piernas recuperaban
las fuerzas, volvió al dormi torio. Se acostó sobre las mismas sábanas
arrugadas, en la misma posición en que había yacido antes; sin embargo,
nada era igual. No sabía qué había cambiado en él, ni cómo, pero así
permaneció, sin que el sueño molestara su serenidad durante el resto de
la noche. Intentó descifrar aquel enigma; poco antes del amanecer
recordó las palabras que había balbuceado al encontrarse cara a cara con
el engaño. Palabras simples, pero ¡cuánto poder encerraban!
—No os creo... —dijo; y los mandamientos temblaron.
Faltaba
media hora para el mediodía cuando llegó a la pequeña em presa
exportadora de libros que servía de tapadera a Suckling. Se sentía
ingenioso, a pesar de la mala noche que había pasado; rápidamente lo gró
engatusar a la recepcionista para que lo dejase pasar, y entró en el
despacho de Suckling sin hacerse anunciar. Cuando Suckling vio al visi
tante, saltó de su asiento como si le hubieran disparado.
—Buenos días —le dijo Ballard — . Creo que ya es hora de que ha blemos.
Los ojos de Suckling se posaron velozmente en la puerta del despa cho, que Ballard había dejado entreabierta.
—Lo siento, ¿hay corriente? —inquirió Ballard cerrando la puerta con suavidad—. Quiero vera Cripps.
Suckling paseó la vista por el mar de libros y manuscritos que ame nazaban con tragarse su escritorio y le preguntó:
—¿Cómo
se le ocurre venir aquí? ¿Se ha vuelto loco? —Dígales que soy amigo, de
la familia —sugirió Ballard. —No puedo creer que sea usted tan
estúpido.
— Dígame cómo llegar hasta Cripps y me iré.
Suckling no
le prestó atención y prosiguió con su andanada: —He tardado dos años en
crearme esta tapadera. Ballard se echó a reír.
— ¡Informaré de esto, maldita sea!
—Debería hacerlo —repuso Ballard, levantando la voz—. Mientras tanto, ¿dónde está Cripps?
Aparentemente convencido de que estaba ante un loco, Suckling controló su ataque de ira y le dijo:
—Está bien, haré que alguien vaya a visitarlo y lo conduzca hasta él.
—No me parece bien —repuso Ballard.
En
dos zancadas se acercó a Suckling y lo sujetó por la solapa. En diez
años había pasado a lo sumo unas tres horas en compañía de Suckling,
pero en su presencia no había habido un solo instante en el que no
hubiera sentido unas ganas tremendas de hacer lo que se disponía a hacer
en ese momento. Le apartó las manos de golpe y lo empujó contra la
pared ta pizada de libros. Una pila de libros cayó al tocarla Suckling
con el pie.
—Se lo repito, quiero ver al viejo.
—Quíteme sus sucias manos de encima —le ordenó Suckling, con redoblada furia porque lo habían tocado.
—Insisto, quiero ver a Cripps.
—Haré que le llamen la atención por esto. ¡Haré que lo echen!
Ballard se inclinó hacia la cara enrojecida y sonrió.
—De
todas maneras yo estoy fuera. Han muerto varios, ¿lo recuer da? Londres
necesita un chivo expiatorio, y creo que seré yo. —Suc kling se quedó
de una pieza—. De modo que no tengo nada que perder, ¿verdad? —No hubo
respuesta. Ballard se acercó más a Suckling y lo aferró con mayor
fuerza—. ¿Verdad?
—Cripps ha muerto —le informó Suckling, perdiendo el valor.
—Lo
mismo dijo de Odell —repuso Ballard sin soltarlo. Al oír aquel nombre,
los ojos de Suckling se abrieron desmesuradamente — . Y lo vi anoche, en
la ciudad.
—¿Vio a Odell?
—Claro que sí.
Al mencionar al
hombre muerto, Ballard recordó la escena del calle jón. El olor del
cuerpo, los sollozos del muchacho. Existían otras creen cias, pensó
Ballard, más allá de la que una vez había compartido con la criatura que
tenía debajo de él. Creencias cuyas devociones se cons truían con
sangre y sudor, cuyos dogmas eran sueños. ¿Acaso no era la oración
perfecta para bautizarse en esa nueva creencia con la sangre del
enemigo? En algún rincón de su mente logró oír los helicópteros, pero no
los dejó levantar vuelo. Se sentía fuerte; las manos, la cabeza, tenían
fuerza. Cuando acercó las uñas hacia los ojos de Suckling, la sangre
manó fácilmente. Debajo de la carne tuvo una visión momentánea de la
cara, de los rasgos de Suckling desnudos hasta la esencia misma.
— ¿Señor?
Ballard miró por encima del hombro. La recepcionista estaba de pie. en el umbral de la puerta.
— Lo siento —se disculpó la muchacha, dispuesta a retirarse.
A juzgar por el sonrojo de la chica, era como si hubiese interrumpido una cita de amantes.
—Quédese —le ordenó Suckling—. El señor Ballard... ya se iba.
Ballard soltó a su presa. Surgirían otras oportunidades de cobrarse la vida de Suckling.
— Ya volveremos a vernos —le dijo.
Suckling sacó un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se lo apretó contra la cara.
—Cuente con ello —repuso.
Ahora
irían por él, no le cabía ninguna duda. Era un elemento mo lesto, y
lucharían por acallarlo lo antes posible. La idea no le disgustaba. Lo
que habían intentado hacerle olvidar con el lavado de cerebro era más
ambicioso de lo que había previsto; aunque le habían enseñado a
enterrarlo muy hondo, estaba cavando para surgir a la superficie. Toda
vía no lograba verlo, pero sabía que estaba cerca. En más de una oca
sión, cuando iba camino de regreso a sus habitaciones, imaginó que. de
trás de él, alguien lo observaba. Quizá lo seguían todavía, pero su
instin to le indicaba lo contrario. La presencia que sentía cerca —tan
cerca que a veces se encontraba justo a sus espaldas— era quizá otra
parte de él. Se sintió protegido por aquella presencia, como si fuera un
dios menor. En cierto modo había esperado encontrarse con un comité de
recep ción en sus habitaciones, pero no había nadie. Estaba claro que
Suck ling había tenido que demorar su llamada de alarma, o bien que la
jerar quía superior continuaba discutiendo las tácticas. Se metió en los
bolsi llos las escasas pertenencias que deseaba ocultar de los ojos
calculadores del enemigo y abandonó otra vez el edificio sin que nadie
hiciera nada por detenerlo.
Era una gran sensación estar vivo, a
pesar del frío, que hacía que las calles mortecinas fueran más
mortecinas aún. Sin motivo aparente, de cidió ir al zoológico; aunque
durante veinte años había visitado la ciu dad en muchas ocasiones jamás
había visto el zoológico. Mientras cami naba, se le ocurrió que nunca
había sido tan libre como en ese momento en que se había despojado del
poder como de una chaqueta vieja. Con razón le tenían miedo. Tenían
motivos. La Kantstrasse estaba atestada, pero se abrió paso entre los
tran seúntes con facilidad, como si presintieran una extraña certeza en
él que los obligaba a apartarse. Al acercarse a la entrada del zoo, sin
embargo, alguien tropezó con él. Se volvió para recriminar al muchacho,
pero sólo alcanzó a verle la nuca cuando se confundía con la multitud
que iba hacia Herdenbergstrasse. Sospechó que habían intentado robarle, y
se registró los bolsillos. Encontró un trozo de papel en uno de ellos.
No fue tan tonto como para examinarlo en el acto, sino que echó un
vistazo a su alrededor para comprobar si reconocía al correo. El hombre
ya había desaparecido.
Demoró la visita al zoo y se dirigió al
Tiergarten; allí —en la espesu ra del gran parque— buscó un lugar donde
leer el mensaje. Era de Mironenko, y le pedía una cita para hablar de un
asunto de considerable ur gencia; le indicaba una casa en Marienfelde
como lugar de encuentro. Ballard memorizó los detalles y destruyó la
nota. Era perfectamente posible que la nota fuera una trampa, tendida
por los de su bando o por los del opuesto. Quizá era una forma de poner a
prueba su lealtad, o de manipularlo para hacerlo caer en una situación
en la que pudieran despacharlo fácilmente. Sin embargo, a pesar de sus
dudas, no le quedaba más remedio que acudir, en la esperanza de que
quien lo citaba fuera en realidad Mironenko. Fueran cuales fuesen los
peligros de aquel encuentro, no le resultaban del todo nuevos. En reali
dad, y teniendo en cuenta las dudas que había abrigado durante tanto
tiempo acerca de la eficacia de la visita, ¿no habían sido todas las
citas concertadas por él unas citas a ciegas? Hacia el anochecer, el
aire húmedo se espesó hasta formar una nie bla; cuando bajó del autobús
en Hildburghauserstrasse ya se había apo derado de la ciudad,
otorgándole al frío nuevos poderes para producir incomodidades.
Ballard
avanzó rápidamente por las calles silenciosas. Apenas cono cía el
barrio, pero su proximidad al Muro le había arrancado el escaso encanto
que alguna vez pudo haber tenido. Muchas de las casas estaban
deshabitadas, y las pocas que no lo estaban se encontraban cerradas a
cal y canto para impedir el paso de la noche, el frío y las luces que
brilla ban desde las torres de vigilancia. Sólo con la ayuda del mapa
logró en contrar la callecita que indicaba la nota de Mironenko. En la
casa no había luces. Ballard llamó con fuerza, pero en el ves tíbulo no
oyó la respuesta de unos pasos. Había pensado ya en varias
posibilidades, pero el que en la casa no le contestaran no había sido
una de ellas. Volvió a llamar una y otra vez. Sólo entonces oyó ruidos
en el interior; finalmente, le abrieron la puerta. El pasillo estaba pin
tado de gris y marrón, e iluminado por una bombilla desnuda. El hombre
cuya silueta quedó recortada contra el monótono interior no era
Mironenko.
—¿Sí? ¿Qué quiere? —le preguntó.
Hablaba alemán con un claro acento moscovita.
—Busco a un amigo mío —respondió Ballard.
El hombre, que era casi tan ancho como el umbral de la puerta, negó con la cabeza.
—Aquí no hay nadie. Sólo estoy yo.
— Me dijeron...
—Se habrá equivocado de casa.
En
cuanto el portero hubo hecho el comentario, desde el fondo del triste
pasillo le llegaron unos ruidos. Alguien derribaba unos muebles y
empezaba a gritar. El ruso miró por encima del hombro y se disponía a
cerrarle la puer ta en la cara a Ballard, pero éste puso el pie entre la
puerta y el marco y se lo impidió. Aprovechando la distracción del
hombre, Ballard apoyó el hombro contra la puerta y empujó. Se encontró
en el pasillo —en rea lidad ya lo había recorrido hasta la mitad— antes
de que el ruso fuera en su persecución. Los ruidos habían aumentado,
ahogados ahora por los chillidos de un hombre. Ballard siguió aquellos
sonidos hasta dejar atrás los dominios de la solitaria bombilla y
adentrarse en la oscuridad del fondo de la casa. En aquel punto habría
muy bien podido perderse, pero justo en ese instante una puerta se abrió
violentamente delante de él. La habitación tenía el suelo de madera
roja; brillaba como si lo aca baran de pintar. Y apareció el decorador
en persona. Le habían abierto el torso desde el cuello hasta el ombligo.
Se apretaba con las manos el canal abierto, pero poco pudo hacer para
detener el torrente; la sangre le brotaba a chorros, y junto con ella
saltaron las vísceras. La mirada del hombre encontró la de Ballard; sus
ojos estaban llenos de muerte a re bosar, pero su cuerpo aún no había
recibido la instrucción de echarse y morir; avanzó a tientas, en un
deplorable intento de huir de la escena de la ejecución.
Ballard
se quedó petrificado ante el espectáculo que contemplaba, y el ruso
logró darle alcance; lo sujetó y lo arrastró de vuelta al pasillo.
gritándole a la cara. Ballard no entendió palabra de la asustada
perorata en ruso, pero no hizo falta que le tradujeran lo que le decían
aquellas manos que se cerraron alrededor de su garganta. El ruso no era
tan há bil como él, y aunque en las manos tenía la fuerza de un experto
estrangulador, Ballard no hubo de hacer ningún esfuerzo para sentirse
supe rior a su contrincante. Apartó las manos que le apretaban el cuello
y lo golpeó en la cara. Fue un golpe fortuito. El ruso cayó contra la
escalera y dejó de gritar. Ballard se volvió a mirar la habitación roja.
El muerto había desapa recido, aunque en el umbral de la puerta
quedaban trozos de su carne. Desde el interior le llegó una carcajada.
Ballard se volvió hacia el ruso y preguntó:
—En nombre de Dios, ¿qué es lo que ocurre?
El
otro se limitó a mirar fijamente hacia la puerta abierta. Al hablar
Ballard, las risas cesaron. Una sombra se movió sobre la pared manchada
de sangre del interior, y una voz dijo:
—¿Ballard?
La voz era ronca, como si el hablante hubiera gritado un día y una noche enteros, pero era la voz de Mironenko.
—No se quede ahí fuera, hace frío —le dijo—; entre. Y traiga a Solomonov.
El
ruso hizo un esfuerzo por llegar hasta la puerta principal, pero
Ballard logró asirlo antes de que hubiera logrado dar un par de pasos.
—No hay nada que temer, camarada —le dijo Mironenko—, el pe rro se ha marchado.
A
pesar de la frase tranquilizadora, Solomonov comenzó a sollozar cuando
Ballard lo empujó hacia la puerta abierta. Mironenko tenía razón;
adentro hacía más calor. Y no había señales del perro. Sin embargo,
había sangre en abundancia. El hombre que Ballard había visto
tambalearse en el umbral de la puerta había sido arrastrado de vuelta a
aquel matadero mientras el inglés luchaba con Solomonov. El cuerpo había
sido tratado con una atrocidad sorpren dente. Le habían abierto la
cabeza a golpes; y por el suelo estaban des parramadas sus vísceras.
Acuclillado en un oscuro rincón de aquel horrible cuarto se encon traba
Mironenko. A juzgar por la hinchazón de la cara y del torso, lo ha bían
golpeado sin piedad, pero en la cara sin afeitar se dibujó una sonri sa
para su salvador.
—Sabía que vendría —le dijo. Posó la mirada en
Solomonov—. Me siguieron. Supongo que tenían intención de matarme. ¿Era
eso lo que pretendíais, camarada?
Solomonov negó con la cabeza,
lleno de miedo. Sus ojos pasaron rá pidamente de la magullada cara
redonda de Mironenko a los trozos de vísceras desperdigados por todas
partes, sin encontrar refugio alguno.
— ¿Qué los detuvo? —inquirió Ballard.
Mironenko se puso de pie. Incluso aquel lento movimiento hizo es tremecerse a Solomonov.
—Díselo
al señor Ballard —le ordenó Mironenko—. Dile lo que ocurrió. —Solomonov
estaba demasiado aterrado para contestar—. Es de la KGB —le explicó
Mironenko—. Los dos son de confianza. Pero se ve que no les tenían tanta
confianza como para avisarles. Pobres idiotas. Los enviaron a
asesinarme armados de un revólver y una plegaria. —Se echó a reír ante
aquel pensamiento—. En estas circunstancias, ninguna de las dos cosas
les sirvió de mucho.
—Déjame ir... —murmuró Solomonov — , te lo suplico. No diré nada.
—Dirás
lo que ellos quieran que digas, camarada, tal como hacemos todos
—repuso Mironenko—. ¿No es así, Ballard? ¿No somos esclavos de nuestra
fe?
Ballard observó atentamente la cara de Mironenko; reflejaba una
plenitud no del todo atribuible a las magulladuras. Un hormigueo pare
cía recorrerle la piel.
—Nos han vuelto desmemoriados —dijo Mironenko.
—¿De qué nos olvidamos? —preguntó Ballard. —De nosotros mismos —fue la respuesta.
Al
contestar, Mironenko salió de su mugriento rincón y se plantó en la
luz. ¿Qué le habían hecho Solomonov y su compañero muerto? La carne de
Mironenko era una masa de pequeñas contusiones, y en el cuello y las
sienes tenía unos bultos ensangrentados que Ballard habría confun dido
con moretones, de no haberlos visto palpitar, como si algo anidara
debajo de la piel. Sin embargo, Mironenko no dio señales de incomodi dad
cuando tendió la mano hacia Solomonov. Al tocar al frustrado ase sino,
éste perdió el control de la vejiga, pero las intenciones de Miro nenko
no eran asesinas. Con una pavorosa ternura le quitó una lágrima que se
deslizaba por la mejilla de Solomonov.
—Vuelve con ellos —aconsejó al tembloroso hombre —. Cuéntales lo que has visto.
Solomonov
apenas podía creer lo que oía, o bien sospechó —igual que Ballard— que
aquel perdón era una trampa, y que cualquier intento por alejarse de
allí provocaría unas consecuencias fatales. Pero Mironenko insistió.
—Vete. Déjanos, por favor. ¿O preferirías quedarte y comer?
Solomonov
dio un solo paso vacilante hacia la puerta. Al comprobar que no le
había caído ningún golpe, dio otro paso, y un tercero, y luego salió por
la puerta y se marchó.
— ¡Cuéntales! —les gritó Mironenko. Se oyó un portazo.
—¿Contarles qué? —preguntó Ballard.
—Que he recordado —repuso Mironenko—. Que he encontrado la piel que me habían robado.
Por
primera vez desde que entrara en la casa, Ballard comenzó a sentir
náuseas. No eran ni por la sangre ni por los huesos que yacían a sus
pies, sino por la mirada de Mironenko. En una ocasión había visto unos
ojos igual de brillantes. Pero ¿dónde?
—Usted... —dijo en voz baja—, usted lo ha hecho.
— Por supuesto —repuso Mironenko.
—¿Cómo?
—preguntó Ballard. En la cabeza comenzó a retumbarle un estruendo
familiar. Intentó no prestarle atención y quiso obligar al ruso a darle
una explicación —. ¿Cómo, maldita sea?
—Somos iguales —repuso Mironenko—. Lo huelo en usted.
—No —negó Ballard.
El clamor aumentaba.
—
Las doctrinas no son más que palabras. Lo que importa no es lo que nos
enseñan, sino lo que sabemos, en lo más hondo, en el alma.
En
otra ocasión había hablado del alma, de los lugares que sus amos habían
construido para destrozar a los hombres. Entonces, Ballard lo había
tomado como una extravagancia, pero ya no estaba tan seguro. ¿Qué otra
finalidad tenía el cortejo fúnebre sino la de subyugar una par te
secreta de él? La parte más honda, el alma. Antes de que Ballard lograra
encontrar las palabras para expre sarse, Mironenko quedó inmóvil; sus
ojos relucían con mayor brillo que nunca.
—Están afuera —le dijo.
— ¿Quiénes?
—¿De
veras importa? —inquirió el ruso encogiéndose de hom bros—. Los suyos,
los míos. Da igual, cualquiera de los dos bandos nos acallará, si puede.
Era verdad.
—Hemos de darnos prisa —dijo, y se dirigió al pasillo.
La
puerta principal estaba entreabierta. Mironenko se plantó ante ella en
unos segundos. Ballard lo siguió. Juntos se escabulleron hacia la calle.
La niebla había espesado. Remoloneaba alrededor de las farolas,
ensuciando su luz, convirtiendo cada portal en un escondite. Ballard no
esperó para tentar a los perseguidores a que salieran, sino que siguió a
Mironenko, que ya le llevaba bastante ventaja; se movía con rapidez, a
pesar de su corpulencia. Ballard tuvo que acelerar el paso para no per
der de vista al hombre. Lo distinguía un momento, y al momento si
guiente se perdía, envuelto en la niebla. La zona residencial que
atravesaron dio paso a unos edificios anóni mos, depósitos tal vez,
cuyas paredes sin ventanas se elevaban en la den sa oscuridad. Ballard
le gritó para que aminorara su baldada marcha. El ruso se detuvo y se
volvió hacia Ballard; su perfil osciló en la luz asedia da. ¿Sería una
jugarreta de la niebla, o acaso el estado de Mironenko se había
deteriorado desde que abandonaran la casa? Daba la impresión de que su
cara se caía a pedazos; los bultos del cuello se habían hinchado todavía
más.
—No tenemos que correr —le dijo Ballard—. No nos siguen.
—Siempre nos siguen —respondió Mironenko.
Para confirmar la observación, Ballard oyó en una calle cercana unos pasos amortiguados por la niebla.
—No hay tiempo para discutir —murmuró Mironenko, se volvió en redondo y echó a correr.
En
unos segundos, la niebla volvió a encerrarlo en su secreto. Ballard
titubeó un momento más. Aunque sabía que era una impru dencia, quiso ver
a sus perseguidores para reconocerlos en un futuro. Pero mientras las
suaves pisadas de Mironenko se fueron acallando con la distancia, notó
que los otros pasos también habían cesado. ¿Sabrían que los estaba
esperando? Contuvo el aliento, pero no recibió señales de ellos. La
niebla criminal siguió remoloneando. Al parecer, se encon traba solo,
envuelto en ella. A regañadientes, desistió de su propósito y fue tras
el ruso a toda carrera. Unos metros más adelante, el camino se
bifurcaba. En ninguna de las dos direcciones vio señales de Mironenko.
Maldiciendo la estupidez que lo obligó a demorarse, Ballard se internó
por el camino en el que la mortaja de la niebla era más densa. La calle
era breve y terminaba en un muro tapizado de púas; detrás del muro había
una especie de parque. La niebla se aferraba a este espacio de tierra
húmeda con más tenacidad que en la calle, y Ballard no lograba ver más
que un par de metros de la parte del jardín en el que se hallaba. Su
intuición le decía que había es cogido el camino correcto, que Mironenko
había escalado el muro y que lo esperaba en alguna parte, muy cerca. A
sus espaldas, la niebla guar daba silencio. Sus perseguidores habían
perdido su pista o bien habían equivocado el camino o las dos cosas.
Subió al muro evitando a duras penas las púas, y se dejó caer del lado
opuesto.
La calle le había parecido tan silenciosa que hubiera
podido oír el ruido de un alfiler al caer, pero en realidad no era así,
porque en el inte rior del parque había un silencio aún mayor. Allí, la
niebla era más fría, y se cernía sobre él con más insistencia a medida
que avanzaba por el césped humedecido. El muro que había dejado atrás
—su único punto de referencia en aquel erial— se convirtió en un
fantasma y acabó por desaparecer. Condenado ya, avanzó unos cuantos
pasos, sin tener la certeza de seguir un camino recto. De repente, la
cortina de niebla se abrió y vio una figura que lo esperaba a unos
metros de distancia. Las magulladuras le desfiguraban de tal manera la
cara que Ballard no ha bría reconocido a Mironenko a no ser por los ojos
que seguían ardiendo, brillantes. El hombre no esperó a Ballard, sino
que se volvió y salió a medio galope hacia la insolidez, dejando al
inglés detrás, que lo siguió maldicien do la persecución y la presa. En
ese momento sintió un movimiento muy cerca. Sus sentidos de nada le
sirvieron en el cerrado abrazo de la niebla y la noche, pero vio con
esos otros ojos, oyó con esos otros oídos y supo que no estaba solo.
¿Acaso Mironenko había abandonado la carrera y había vuelto para
escoltarlo? Pronunció su nombre, consciente de que al hacerlo revelaría
su situación a cualquiera y a todos, pero igualmente seguro de que
quienquiera que lo acechase ya sabía exactamente dónde estaba.
—Hable —le dijo.
De
la niebla no surgió respuesta alguna. Entonces, otro movimiento. La
niebla se enroscó sobre sí misma y Ballard divisó entre sus divididos
velos una silueta. ¡Mironenko! Volvió a gritar su nombre, y dio unos
cuantos pasos en la lobreguez; de repente, alguien avanzó hacia él. Vio
al fantasma sólo por un mo mento, el suficiente como para ver unos ojos
incandescentes y unos dientes tan enormes que deformaban la boca,
convertida en una mueca permanente. De esos dos hechos —dientes y ojos—
tuvo una certeza plena. De las demás rarezas —el vello erizado, los
monstruo sos miembros— no estuvo tan seguro. Tal vez su mente, exhausta
por el ruido y el dolor, había terminado por perder todo asidero con el
mundo real, e inventaba terrores para asustarlo y hacerlo volver a la ig
norancia.
—¡Maldición! —exclamó, desafiando al trueno que volvía para en ceguecerlo otra vez y a los fantasmas que no lograría ver.
Como
para poner a prueba su desafío, la niebla rieló y se abrió, y algo que
hubiera podido ser humano, pero que yacía con el vientre en el suelo, se
mostró furtivamente y desapareció. A su derecha oyó unos gruñidos; a su
izquierda apareció otra silueta indeterminada y se desva neció. Al
parecer, estaba rodeado de locos y perros salvajes. ¿Y Mironenko, dónde
estaría? ¿Formaría parte de aquel grupo, o sería presa de él? Al oír a
su espalda una palabra pronunciada a medias, se volvió en redondo y vio
una figura que, claramente, era la del ruso, pero volvió a ocultarse en
la niebla. Esta vez la persiguió a la carrera, y su velocidad se vio
recompensada. La figura reapareció ante él; Ballard tendió la mano para
aferrar la chaqueta del hombre. Sus dedos encon traron un asidero y, de
golpe, Mironenko se olvidó; un gruñido escapó de su garganta, y Ballard
se quedó mirando fijamente una cara que casi le arrancó un grito. Su
boca era una herida fresca, los dientes enormes, los ojos unas rajas de
oro fundido; los bultos del cuello se habían hincha do y extendido, y la
cabeza del ruso ya no surgía del cuerpo sino que for maba parte de una
energía indivisa, se convertía en torso sin que entre ambos hubiera
interrupción alguna.
—Ballard — dijo la bestia con una sonrisa.
La
voz se aferraba a la coherencia con gran dificultad, pero Ballard logró
captar en ella algún vestigio de la de Mironenko. Cuanto más ex ploraba
la carne ardiente, más crecía su asombro.
—No tenga miedo —le dijo Mironenko.
—¿Qué enfermedad es ésta?
—La única enfermedad que padecía era la del olvido, y ya estoy cu rado. ..
Al
hablar hizo unas muecas, como si cada palabra se formara contra riando
los instintos de su garganta. Ballard se llevó la mano a la cabeza. A
pesar de la aversión que le producía el dolor, el ruido aumentaba cada
vez más. —También usted lo recuerda, ¿verdad? Es igual que yo.
—No —balbució Ballard.
Mironenko tendió hacia él una mano erizada de pelos para tocarlo y le dijo:
—No tema, no está solo. Somos muchos. Hermanos todos.
—No soy su hermano —protestó Ballard.
El ruido era tremendo, pero era peor la cara de Mironenko. Asquea do, le volvió la espalda, pero el ruso se limitó a seguirlo.
—¿Acaso no saborea la libertad, Ballard? Y la vida. Está al alcance de la mano.
Ballard continuó caminando; comenzó a sangrarle la nariz. No hizo nada por impedirlo.
—Sólo duele durante unos momentos —le explicó Mironenko— Después, el dolor desaparece...
Ballard
mantuvo la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. Al ver que sus
palabras no surtían efecto. Mironenko se quedó atrás.
— ¡No permitirán que vuelva! —le gritó—. Ha visto usted dema siado.
El
rugido de los helicópteros no logró acallar aquellas palabras. Ba llard
sabía que encerraban la verdad. Vaciló, y a través del ruido oyó que
Mironenko murmuraba:
—Mire...
La niebla se había vuelto menos
densa, y a través de los jirones de bruma logró ver la pared del parque.
Detrás de él, la voz de Mironenko se había convertido en un gruñido.
—Mire lo que es.
Los
rotores rugían; Ballard sintió como si las piernas fueran a do
blársele. Pero siguió avanzando hacia el muro. Cuando estuvo a unos
metros de él, Mironenko volvió a llamarlo, pero ya no con palabras. Sólo
oyó un rugido muy quedo. Ballard no logró resistir la tentación de
mirar, aunque sólo fuera una vez. Y miró por encima del hombro. La
niebla volvió a confundirlo, pero no del todo. Durante unos mo mentos
que fueron a la vez eternos y excesivamente breves, Ballard vio en toda
su gloria la cosa que había sido Mironenko; al verlo, el sonido de los
rotores aumentó a un nivel ensordecedor. Se tapó la cara con las manos.
En ese momento sonó un disparo, luego otro, y luego una ráfa ga. Cayó al
suelo abatido por la debilidad, así como para defenderse; se descubrió
la cara y en la niebla vio moverse a varias siluetas humanas. Aunque se
había olvidado de sus perseguidores, ellos no se habían olvi dado de él.
Lo habían seguido hasta el parque, se habían internado en el corazón de
aquella locura, y ahora se encontraban perdidos en la niebla los
hombres, los medio hombres y unas cosas que ya no lo eran, y por to das
partes reinaba la confusión. Vio a un tirador disparando a una som bra, y
acto seguido apareció ante él un aliado con un tiro en el estóma go;
vio aparecer una cosa a cuatro patas y la vio desaparecer erguida en
dos; vio a otra correr riendo a través del hocico y llevando una cabeza
humana agarrada por el pelo. Él también quedó envuelto en la confu sión.
Temiendo por su vida, se incorporó y, tambaleándose, regresó al muro.
Prosiguió la sucesión de gritos, disparos y gruñidos; a cada paso
esperaba toparse con una bala o una bestia. Logró llegar al muro con
vida e intentó escalarlo, pero le fallaba la coordinación. No le quedo
más remedio que seguir el muro en toda su extensión hasta llegar al
portal.
Detrás de él proseguían las escenas de
desenmascaramiento, trans formación e identidad errada. Sus debilitados
pensamientos volvieron brevemente a Mironenko. ¿Acaso él, o cualquiera
de su tribu, sobrevi virían a esta masacre?
—Ballard —dijo una voz en la niebla.
Al
principio no logró recordar su nombre. Su mente vagaba como un niño
extraviado, aunque su interrogador le exigía una y otra vez que prestara
atención, habiéndole como si fueran viejos amigos. Y en ver dad su ojo
errante tenía un no sé qué de familiar, pues seguía su camino con más
lentitud que su compañero. Por fin se acordó del nombre.
—Tú eres Cripps —le dijo.
—Claro
que soy Cripps —repuso el hombre—. ¿Es que la memoria te está jugando
una mala pasada? No te preocupes. Te he administrado unos supresores,
para impedir que perdieras el equilibrio. Aunque no lo creo probable.
Has luchado con el bando correcto, Ballard, a pesar de las considerables
provocaciones. Cuando pienso en la forma en que mu rió Odell... —
Suspiró—. ¿ Recuerdas algo de lo de anoche?
Al principio, su mente
estaba en blanco. Pero luego, los recuerdos comenzaron a llegar. Unas
formas vagas moviéndose en la niebla.
—El parque —dijo, por fin.
—Llegué a tiempo para sacarte. Sólo Dios sabe cuántos han muerto.
— ¿El otro..., el ruso...?
—¿Mironenko?
—sugirió Cripps—. No lo sé. Ya no estoy al cargo, simplemente intervine
para salvar lo que pude. Tarde o temprano, Lon dres volverá a
necesitarnos. En especial ahora que saben que los rusos cuentan con un
cuerpo especial como el nuestro. Ya nos habían llegado rumores, y cuando
te entrevistaste con él, comenzamos a sospechar de Mironenko. Por eso
organicé la cita. Y cuando lo vi cara a cara, lo supe. Tenía algo en los
ojos, algo hambriento.
—Lo vi cambiar...
—Sí, todo un
espectáculo, ¿no? Hay que ver la fuerza que desata. Por eso
desarrollamos el programa, para aprovechar esa fuerza y usarla a nuestro
favor. Pero es difícil de controlar. Llevó años de terapia supresiva,
hubo que enterrar lentamente el deseo de transformación, para quedarnos
con un hombre con las facultades de la bestia. Un lobo con piel de
cordero. Creímos que habíamos resuelto el problema: si los sis temas de
creencias no mantenían dominado al sujeto, lo haría la respuesta
dolorosa. Pero nos equivocamos. —Se puso de pie y se dirigió a la
ventana—. Ahora tenemos que empezar de nuevo.
—Suckling dijo que te habían herido.
—No. Simplemente me degradaron. Me ordenaron que volviera a Londres.
—Pero no volverás.
No
logró ver a su interlocutor, aunque reconoció su voz. La había o en sus
delirios, y le había mentido. Sintió un pinchazo en el cuello. El
hombre se le había acercado por detrás y le había metido la aguja.
—Duerma —le dijo la voz. Y con aquella palabra llegó el olvido.
—No,
ahora que te he encontrado, no. —Miró a Ballard de arriba a abajo—.
Eres mi vindicación, Ballard. Eres una prueba viviente de que mis
técnicas son viables. Tienes pleno conocimiento de tu estado, pero la
terapia te mantiene dominado.
Se volvió hacia la ventana. La
lluvia golpeaba el cristal. Ballard la sentía casi en la cabeza, en la
espalda. Lluvia dulce, fresca. Por un di choso momento, le pareció
correr bajo la lluvia, cerca del suelo, y el aire se llenaba de los
aromas que el chubasco arrancaba al asfalto.
—Mironenkodijo...
—Olvídate de Mironenko —le aconsejó Cripps—. Está muerto. Tú eres el último del antiguo orden, Ballard. Y el primero del nuevo.
Abajo sonó el timbre. Cripps se asomó a la ventana y miró hacia la calle.
—Vaya,
vaya —dijo—. Una delegación que viene a rogarnos que volvamos. Espero
que te sientas halagado. —Se dirigió a la puerta—. Quédate aquí. No hace
falta que te exhibamos esta noche. Estás cansa do. Que esperen, ¿no?
Que suden.
Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Ballard oyó sus pasos en la escalera. Llamaron otra vez al timbre. Se
levantó y fue hasta la ventana. La lasitud de la luz del atardecer
concordaba con su propia lasitud; la ciudad y él compartían la misma
armonía, a pesar de la maldición que pesaba sobre él. Abajo, un hombre
salió del asiento tra sero de un coche y se acercó a la puerta
principal. Incluso desde ese án gulo agudo, Ballard reconoció a
Suckling. Se oyeron voces en el pasillo; al aparecer Suckling, la
discusión se tornó más acalorada. Ballard fue hasta la puerta y escuchó,
pero no lo gró entender demasiado, porque las drogas le obnubilaban la
mente. Rogaba porque Cripps mantuviera su palabra y no les permitiera
verlo. No quería ser una bestia como Mironenko. Aquello no era la
libertad. Ser tan horrible no era la libertad: simplemente era una clase
distinta de tiranía. Tampoco quería convertirse en el primero de la
nueva y heroica orden de Cripps. Comprendió que no pertenecía a nadie,
ni siquiera a sí mismo. Se encontraba irremediablemente perdido. Sin
embargo, ¿acaso no había dicho Mironenko, durante aquella primera cita,
que el hombre que no se creía perdido, estaba perdido? Quizá mejor así
—mejor existir en el crepúsculo, entre un estado y el otro, prosperar lo
mejor que podía con la duda y la ambigüedad— que sufrir las certezas de
la torre.
La discusión cobró mayor impulso. Ballard abrió la
puerta para oír mejor. Le llegó la voz de Suckling. Su tono era
colérico, pero no por eso menos amenazante.
—Se acabó —le decía a
Cripps—. ¿Es que no entiende el inglés? —Cripps intentó protestar, pero
Suckling lo interrumpió—. O nos acompaña de un modo pacífico, o Gideon y
Sheppard lo sacarán a la fuerza. ¿Qué elige?
—¿Qué es esto? —inquirió Cripps—. Usted no es quién, Suckling— Es usted un segundón cualquiera.
—Eso
era ayer —repuso el hombre—. Se han producido ciertos cam bios. A todos
nos llega el turno, ¿no es así? Usted debería saberlo mejor que nadie.
En su lugar, me llevaría un impermeable. Está lloviendo.
Se produjo un breve silencio, luego Cripps dijo:
—Está bien, les acompañaré.
—Así se hace —dijo Suckling con suavidad—. Gideon, sube a echar un vistazo.
—Estoy solo —dijo Cripps.
—Le creo —comentó Suckling. Y dirigiéndose a Gideon, agregó—: De todos modos, sube.
Ballard
oyó a alguien cruzar el pasillo, y luego una serie repentina de
movimientos. Cripps intentaba huir o atacar a Suckling, o ambas cosas.
Suckling gritó; se produjo un forcejeo. En medio de la confusión, sonó
un solo disparo. Cripps lanzó un grito, y luego se oyó el ruido que hizo
al caer. Acto seguido, la voz de Suckling gritó enfurecida:
—Estúpido, estúpido.
Cripps masculló algo que Ballard no logró captar. ¿Acaso le habría pedido que lo remataran? Suckling le contestó:
—No, volverá a Londres. Sheppard, córtale la hemorragia. Gideon, sube.
Ballard
se apartó del descansillo de la escalera cuando Gideon inició el
ascenso. Se sentía lento e inepto. No había forma de salir de aquella
trampa. Lo arrinconarían y acabarían con él. Era una bestia; un perro
enfurecido y ofuscado. Ojalá hubiera matado a Suckling cuando tenía
fuerzas para hacerlo. Pero ¿de qué habría servido? El mundo estaba lle
no de hombres como Suckling, hombres que esperaban que les llegara la
hora para mostrar su verdadera naturaleza; hombres viles, blandos,
secretos. De repente, la bestia comenzó a moverse dentro de Ballard, y
pensó en el parque y la niebla, y en la sonrisa que había visto en la
cara de Mironenko; sintió que lo embargaba la pena por algo que nunca ha
bía tenido: la vida de un monstruo. Gideon se encontraba casi en lo
alto de la escalera. Aunque eso sólo demoraría lo inevitable por unos
momentos, Ballard se deslizó por el re llano y abrió la primera puerta
que encontró. Era el cuarto de baño. En la puerta había un pestillo y lo
corrió.
El cuarto se llenó del sonido del agua corriente. Se
había roto un tro zo del tubo de desagüe y por él caía un torrente de
agua de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Aquel sonido y el frío
del cuarto de baño le re cordaron la noche de los delirios. Recordó el
dolor y la sangre, recordó la ducha —el agua golpeándole el cráneo,
aliviándole el dolor amansa dor—. Al pensarlo, cuatro palabras surgieron
de sus labios, incontro ladas.
—No me lo creo.
Gideon le oyó.
—Hay alguien aquí arriba —gritó Gideon.
El hombre se acercó a la puerta y la aporreó.
—¡Abra!
Ballard
lo oyó con toda claridad, pero no contestó. Le quemaba la garganta, y
el rugido de los rotores volvía a aumentar. Desesperado, se recostó
contra la puerta. Suckling tardó unos segundos en subir la escalera y
plantarse delante de la puerta.
—¿Quién está ahí dentro? —exigió saber— ¡Conteste! ¿Quién es?
Al no obtener respuesta, ordenó que subieran a Cripps. Se produjo un mayor alboroto cuando la orden fue obedecida.
—Por última vez... —amenazó Suckling.
En
la cabeza de Ballard, la presión fue en aumento. Esta vez daba la
impresión de que el ruido tenía intenciones letales; le dolían los ojos,
como si estuvieran a punto de saltárseles de las órbitas. En el es pejo
que había encima del lavabo logró vislumbrar algo, una cosa con ojos
relucientes, y otra vez surgieron las palabras, «No me lo creo», pero
esta vez su garganta, ocupada en otros menesteres, apenas logró
pronunciarlas.
—Ballard —dijo Suckling. El nombre sonó a triunfo—. Dios mío, también tenemos a Ballard. Es nuestro día de suerte.
No,
pensó el hombre reflejado en el espejo. Ahí dentro no había na die con
ese nombre. En realidad, carecía de nombre, porque ¿no eran acaso los
nombres el primer acto de fe, la primera tabla del ataúd en el que se
enterraba la libertad? La cosa en la que se estaba convirtiendo era
innombrable, no podía ser encerrada en un ataúd, ni sepultada. Nunca
jamás. Por un momento dejó de ver el cuarto de baño, y se encontró
revolo teando sobre la tumba que le habían obligado a cavar, y en las
profundi dades bailaba el ataúd mientras su contenido pugnaba por
impedir su prematuro enterramiento. Logró oír cómo se astillaba la
madera, ¿o se ría el ruido producido por la puerta al ser derribada? La
tapa del féretro se hizo pedazos. Una lluvia de clavos cayó sobre las
cabezas de los miembros del cortejo fúnebre. El ruido, como si su piera
que sus tormentos habían sido infructuosos, desapareció de repen te, y
con él los delirios. Se encontró otra vez en el cuarto de baño, frente a
la puerta abierta. Los hombres que lo miraban tenían cara de tontos.
Estupefactos por la sorpresa de contemplar el cambio producido. De
contemplar el hocico, los pelos, los ojos dorados y los dientes
amarillos. Sintió alborozo al ver el horror de aquellos hombres.
— ¡Mátalo! —dijo Suckling, y empujó a Gideon hacia el umbral.
El
hombre ya había sacado el revólver del bolsillo y se disponía a
apuntar, pero fue demasiado lento. La bestia le aferró la mano y le des
hizo la carne contra el acero. Gideon aulló y bajó la escalera tambalean
te, sin prestar atención a los gritos de Suckling. Cuando la bestia
levantó la mano para oler la sangre que bañaba su palma, se produjo un
fogonazo y sintió un golpe en el hombro. Sheppard no tuvo ocasión de
disparar por segunda vez antes de que su presa salie ra por la puerta y
se abalanzara sobre él. Dejó caer el arma e intentó fú tilmente correr
hacia la escalera, pero la mano de la bestia le abrió la nuca de un solo
golpe. El asesino cayó de bruces y el estrecho rellano se llenó de su
olor. Olvidándose de sus otros enemigos, la bestia se abalan zó sobre
las vísceras y comió. Alguien dijo:
—Ballard.
La bestia se tragó los ojos del muerto de un solo bocado, como si fue ran ostras de calidad.
Y otra vez, aquella palabra:
—Ballard.
Habría
continuado con el festín, pero el ruido de unos sollozos le hizo aguzar
los oídos. Estaba muerto para sí mismo, pero no para la pena. Dejó caer
la carne y se volvió a mirar hacia el rellano. El hombre que lloraba lo
hacía con un solo ojo; el otro miraba fija mente y, por raro que
pareciera, seguía intacto. Pero el dolor del ojo vivo era verdaderamente
profundo. Era desesperación, la bestia lo sa bía; aquel sufrimiento se
encontraba demasiado cercano a él como para que la dulzura de la
transformación lo hubiera borrado por completo. Otro hombre sujetaba al
que sollozaba, y había colocado el revólver en la sien del prisionero.
—Si da un paso más —dijo el capturador—, le volaré la cabeza. ¿Me entiende?
La bestia se limpió la boca.
— ¡Dígaselo, Cripps! Es obra suya. Haga que lo entienda.
El
hombre de un solo ojo intentó hablar, pero le fallaron las pa labras.
Por entre sus dedos, manaba sangre de la herida del abdo men.
—Ninguno
de los dos tiene por qué morir —dijo el capturador. A la bestia no le
gustó la música de su voz; era aguda y engañosa—. Londres preferiría
conservarlo con vida. ¿Por qué no se lo dice, Cripps? Dígale que no
quiero hacerle daño.
El hombre sollozante asintió.
—Ballard... —murmuró.
Su voz era más suave que la del otro. La bestia escuchó.
—Dígame, Ballard... ¿qué se siente?
La bestia no logró entender bien la pregunta.
—Por favor, dígamelo. Sólo por curiosidad se lo pregunto...
—Maldita sea... —dijo Suckling, presionando el arma contra la car ne de Cripps—. Esto no es una tertulia.
—¿Bien? —preguntó Cripps, sin prestar atención al hombre ni al re vólver.
—¡Cállese!
—Contésteme, Ballard. ¿Qué se siente?
Mientras
miraba fijamente en los desesperados ojos de Cripps, el significado de
los sonidos proferidos adquirió sentido, las palabras fue ron ocupando
su sitio, como las piezas de un mosaico.
—¿Es bueno? —preguntó el hombre.
Ballard oyó que su garganta lanzaba una carcajada y allí encontró las silabas para contestar.
—Sí —le contestó al hombre sollozante — . Sí, es bueno.
No
había concluido la respuesta y la mano de Cripps aferró la de Suckling.
Nunca se sabría si intentó suicidarse o escapar. Salió el dispa ro; una
bala atravesó la cabeza de Cripps y desparramó su desespera ción por el
techo. Suckling se desembarazó del cuerpo y se dispuso a apuntar de
nuevo, pero la bestia ya se le había echado encima. Si hubiera tenido
más de hombre, a Ballard se le habría ocurrido ha cer sufrir a Suckling,
pero no abrigaba tan perversa ambición. Sólo pen saba en eliminar al
enemigo lo más eficazmente posible. Dos zarpazos letales lo hicieron.
Una vez despachado el hombre, Ballard fue hasta donde yacía Cripps. Su
ojo de vidrio había escapado de la destrucción. Continuaba mirando
fijamente; el holocausto que los rodeaba no había hecho mella en él. Lo
sacó de la cabeza mutilada y se lo metió en el bolsillo; luego salió a
la calle, bajo la lluvia.
Oscurecía. No sabía a qué distrito de
Berlín lo habían conducido, pero sus impulsos, libres ya de la razón, lo
condujeron por las callejuelas más ocultas y entre las sombras, hasta
un erial de las afueras de la ciu dad, en medio del cual se elevaba una
ruina solitaria. Cualquiera sabía qué había sido aquel edificio (¿un
matadero? ¿un teatro de ópera?), pero por algún capricho del destino
había escapado a la demolición, por más que todos los demás edificios,
en varias manzanas a la redonda, hu bieran sido derribados. Mientras
avanzaba por las ruinas cubiertas de hierbajos, el viento cambió de
dirección y le trajo el olor de su tribu. Eran muchos, y se refugiaban
en las ruinas. Algunos se recostaban con tra las paredes y compartían un
cigarrillo; otros, completamente conver tidos en lobos, vagaban en la
oscuridad como fantasmas de ojos dora dos; otros habrían pasado por
humanos, salvo por sus huellas.
Aunque temía que los nombres
estuvieran prohibidos en aquel clan, le preguntó a un macho que cubría a
una hembra al abrigo de la pared si conocía a un hombre llamado
Mironenko. La hembra tenía el lomo sua ve y sin pelos y del vientre le
colgaba una docena de tetas henchidas.
—Escucha —le dijo.
Ballard
escuchó y oyó a alguien hablar en un rincón de las ruinas. La voz iba y
venía. Siguió el sonido por el interior sin techo, hasta donde se
encontraba un lobo, con un libro abierto entre las patas delanteras, ro
deado de una atenta audiencia. Al aproximarse Ballard, uno o dos del
grupo volvieron sus ojos luminosos hacia él. El lector se detuvo.
— ¡ Chist! — le chistó uno—, el camarada nos está leyendo.
Era
Mironenko quien había hablado. Ballard entró a formar parte del corro y
se colocó junto a él, y el lector comenzó la historia desde el
principio.
—«Y Dios los bendijo y les dijo: "Creced y multiplicaos, y llenad la tierra..."»
Ballard había oído ya aquellas palabras, pero esa noche le parecie ron nuevas.
—«... y conquistadla: y dominad a los peces del mar, y a las aves del cielo...»
Echó un vistazo a su alrededor, a medida que las palabras describían
su curso familiar.
—«...y a todas las cosas vivientes que se mueven sobre la tierra.» En alguna parte, muy cerca, lloraba una bestia.
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