H. P. LOVECRAFT Y ZEALIA BISHOP
I
Tan sólo en estos últimos años la mayoría de la gente
se ha parado a pensar en el Oeste como una nueva tierra. Supongo que la
idea ganó terreno porque nuestra propia y peculiar civilización era
nueva aquí; pero, hoy en día, los exploradores están excavando bajo la
superficie y sacando a la luz aquellos capítulos de la vida que
surgieron y cayeron entre estas llanuras y montañas antes de que
comenzara la histeria que recordamos. Nada sabemos acerca de un
emplazamiento pueblo de 2.500 años de antigüedad, y fue un duro golpe
para nosotros cuando los arqueólogos fecharon la cultura subpedregal de
México en 17.000 o 18.000 años antes de Cristo. Escuchamos rumores sobre
cosas aún más antiguas, lo bastante — hombres primitivos contemporáneos
de animales extintos que hoy en día conocemos sólo a través de unos
pocos y fragmentarios huesos y utensilios— como para que la idea de
novedad se desvanezca vertiginosamente. Los europeos normalmente captan
el sentido de antigüedad inmemorial, y los profundos sedimentos de
sucesivas corrientes vitales, mejor que nosotros. Sólo hace unos pocos
años, un autor británico dijo de Arizona que es «una región de brumas
lunares, muy atractiva a su manera, tanto como severa y vieja.., una
tierra antigua y solitaria».
Aun así, creo sentir más profundamente la apabullante
— casi horrible—. antigüedad del Oeste que cualquier europeo. Todo
comenzó con un incidente sucedido en 1928, un suceso que he tratado de
rechazar por todos los medios como una alucinación en sus tres cuartas
partes, pero que ha dejado una espantosa e imborrable impresión en mi
memoria de la que no me es fácil librarme. Sucedió en Oklahoma, adonde
mi trabajo como etnólogo de los indios americanos me llevaba
constantemente y en donde había apreciado ya antes ciertos temas
desconcertantes y diabólicamente extraños. No se equivoquen... Oklahoma
es mucho más que una mera frontera de pioneros y empresarios. Hay
viejas, viejas tribus con viejos, viejos recuerdos allí, y cuando los
tam-tam truenan incesantemente sobre las expectantes llanuras en el
otoño, los espíritus de los hombres se acercan peligrosamente a
murmurados asuntos primordiales. Yo mismo soy blanco y procedo del Este,
pero cualquiera es bienvenido a participar de los ritos de Yig,
Progenitor de Serpientes, lo que uno de estos días me ocasionará un
susto de muerte.
He visto y oído demasiado para ser «sofisticado» en
tales asuntos. Y sobre esto versa ese incidente de 1928. Podría tornarlo
a risa.., pero no puedo.
Había ido a Oklahoma para rastrear y cotejar un
cuento de fantasmas, uno entre la multitud que es corriente entre los
colonos blancos, pero que tenía fuertes matices indios y — estaba
seguro— una fuente indígena última. Aquellos cuentos sobre espectros del
aire libre eran muy curiosos y, aunque sonaban insípidos y prosaicos en
labios del pueblo blanco, tenían resabios de parentesco con los
estadios, más oscuros y ricos, de la mitología nativa. Todos ellos
estaban tramados alrededor de los grandes, solitarios y, a simple vista,
artificiales montículos de la parte occidental del estado, y todos
ellos incluían apariciones de aspecto y equipajes sumamente extraños.
El más extendido, y uno de los más antiguos, llegó a
ser muy famoso en 1892, cuando un alguacil del gobierno llamado John
Willis penetró en una región de montículos en pos de unos cuatreros y
volvió con un cuento inverosímil sobre justas nocturnas de caballos en
el aire entre incontables legiones de invisibles espectros... batallas
acompañadas del ajetreo de cascos y pies, el sonar de golpes, el
entrechocar de metales, los amortiguados gritos de los guerreros y la
caída de cuerpos humanos y equinos. Eso sucedió a la luz de la luna, y
espantó a su caballo tanto como a él mismo. Los sonidos duraron más o
menos una hora, nítidos pero amortiguados, como llegados en alas del
viento desde cierta distancia, y sin ir acompañada por vislumbre alguno
de tales ejércitos. Más tarde, Willis supo que el emplazamiento de los
sonidos era un lugar notorio, esquivado tanto por colonos como por
indios. Muchos habían visto, o entrevisto, a los belicosos jinetes en el
cielo, y habían suministrado oscuras y ambiguas descripciones. Los
colonos habían descrito los fantasmales luchadores como indios, aunque
de u tribu desconocida, y portando los más insólitos vestidos y
armamentos. Incluso llegaban tan lejos como afirmar que no estaban
seguros de que los caballos fueran realmente tales.
Los indios, por su parte, no parecían considerar a
los espectros como gente de su raza. Se referían a ello como «esa
gente», «la vieja gente» o «los moradores inferiores, y parecían
guardarles, el suficiente espantado respeto como para hablar mucho
acerca de ellos. Ningún etnólogo había sido capaz de arrancar a un
cuentista una descripción detallada de los seres, y, aparentemente,
nadie había tenido una clara visión de ellos. Los indios tenían uno o
dos viejos proverbios acerca de tal fenómeno, diciendo que «hombre muy
viejo, hacer gran espíritu; no tan viejo, no tan grande; más viejo que
el tiempo, entonces espíritu tan grande que casi corpóreo; aquella vieja
gente y espíritus se mezclaban.., ser lo mismo>>.
Ahora todo esto, claro está, son «viejos temas para
un etnólogo., un fragmento de las persistentes leyendas sobre ciudades
ocultas y razas subterráneas que nacieron alrededor de los indios pueblo
y los de las llanuras, y que lanzaron a Coronado siglos atrás en su
vana búsqueda de la fabulosa Quivira. Lo que me llevaba a Oklahoma
Occidental era algo mucho más definido y tangible.. un cuento local y
distintivo que, aunque verdaderamente viejo, era relativamente nuevo en
el externo mundo de la investigación e incluía la primera descripción
clara de los fantasmas sobre los que versaba. Había un aliciente añadido
en el hecho de proceder de la remota ciudad de Binger, en el condado de
Caddo un lugar que conocí tiempo atrás como el escenario de un terrible
y parcialmente inexplicable suceso conectado con el mito del
dios-serpiente.
El cuento, a simple vista, era extremadamente cándido
y simple, centrado en un inmenso y solitario túmulo o pequeña colina
que se alzaba sobre la llanura como a medio kilómetro al oeste del
pueblo.., un montículo que algunos creían producto de la naturaleza,
pero al que otros consideraban un lugar de enterramiento o un estrado
ceremonial construido por tribus prehistóricas. Este montículo, decían
los aldeanos, era constantemente visitado por dos figuras indias que
aparecían alternativamente: un anciano que paseaba adelante y atrás por
la cima desde el alba al ocaso, a despecho del tiempo y con sólo breves
intervalos de desaparición, y una mujer que ocupaba su lugar durante la
noche, con una antorcha de llama azul que alumbraba continuamente hasta
el amanecer. Cuando la luna brillaba, la peculiar figura de la mujer
podía ser vista bastante bien, y casi la mitad de los aldeanos añadían
que la aparición estaba decapitada.
La opinión local se dividía sobre los motivos y
cualidad de espectros de ambas apariciones. Algunos sostenían que el
hombre no era un fantasma del todo, sino un indio vivo que había dado
muerte y decapitado a una mujer por causa del oro, y la había enterrado
en algún lugar del montículo. Según estos teóricos, paseaba por la
elevación preso de remordimientos, afligido por el espíritu cíe su
víctima, quien tomaba forma visible tras la caída de la noche. Pero
otros teóricos, más consecuentes en sus creencias espectrales, sostenían
que tanto el hombre como la mujer eran espectros, y que el primero
había dado muerte tanto a la mujer como a sí mismo, si bien en algún
tiempo lejano. Estas y otras versiones con variaciones menores parecían
haber circulado desde el poblamiento del condado de Wichita en 1889,
donde, según me habían dicho, sobrevivía gracias a un asombroso grado de
persistencia de tales fenómenos, que cualquiera podía observar por si
mismo. Pocos fantasmas dan una prueba tan libre y abierta, y me sentía
muy ansioso de ver qué extraños milagros podían aguardar en este pueblo
pequeño y oscuro, alejado tanto de los caminos frecuentados por las
multitudes como de los de la inexorable búsqueda de la luz del
conocimiento científico. Así, en el tardío verano de 1928, tomé un tren
para Binger y me sumí en extraños misterios según los vagones
traqueteaban tímidamente a lo largo de la vía única, a través de un
paisaje progresivamente más y más solitario.
Binger es una modesta agrupación de casas de madera y
almacenes en mitad de una aplanada y ventosa región llena de nubes de
polvo rojo. Hay unos 500 habitantes junto a los indios de una reserva
vecina; la principal ocupación parece ser la agricultura. El suelo es
razonablemente fértil, y el «boom» del petróleo no ha alcanzado a esta
parte del estado. Mitren llegó entre dos luces, y me sentí un tanto
perdido e inseguro — separado de las cosas saludables y cotidianas—
mientras se alejaba hacia el sur sin mí. El andén estaba repleto de
gandules curiosos, y todos parecieron ansiosos de dirigirme cuando
pregunté por el hombre para quien tenía cartas de presentación. Me
guiaron por una tópica calle mayor, cuya superficie llena de rodadas era
roja debido a la arenisca del lugar, y finalmente alcancé la puerta de
mi probable anfitrión. Quienes me habían preparado las cosas lo habían
hecho a conciencia, puesto que Mr. Compton era un hombre de gran
inteligencia y con responsabilidades locales, mientras que su madre —
que vivía con él y era familiarmente conocida como «Abuela Compton—
pertenecía la primera generación de pioneros, y una verdadera mina de
anécdotas y folclor.
Aquella tarde, los Compton me resumieron las leyendas
corrientes entre la vecindad, probando que el fenómeno que había ido a
estudiar era, en efecto, un asunto desconcertante e importante. Los
fantasmas, según parecía, eran aceptados como algo normal por todo el
mundo en Binger. Dos generaciones habían nacido y crecido conociendo ese
extraño y solitario montículo, así como sus incansables figuras. La
vecindad del montículo era, naturalmente, temible y estremecedora, por
lo que el pueblo y las granjas no se habían extendido hacia allí durante
las cuatro décadas dc colonización, aunque individuos audaces lo habían
visitado en ocasiones. Algunos habían vuelto para comunicar que no
habían visto ningún fantasma cuando se acercaron al reseco montículo,
quizás porque el solitario centinela se había ocultado antes de que
alcanzaran el lugar, dejándolos libres de trepar la escarpada ladera y
explorar la plana cima. No había nada allí, decían.., simplemente una
rústica acumulación de matorrales. Dónde pudiera haberse escondido el
vigilante indio, no tenían idea. Debía, reflexionaban, haber descendido
la ladera, ingeniándoselas de alguna manera para escapar sin ser visto
por la llanura, a pesar de no haber ningún escondrijo visible. De
cualquier forma, no parecía haber abertura alguna en el montículo, una
conclusión a la que se llegó tras una intensa exploración de la maleza y
la alta hierba por todos lados. En algunos pocos casos, ciertos
buscadores más sensitivos declararon haber sentido una especie de
presencia invisible que se les oponía, pero no pudieron describirla más
definidamente. Era simplemente como si el aire se espesara contra ellos
en la dirección donde deseaban ir. Es innecesario mencionar que todos
estos osados buscadores acudieron de día. Nada en el universo podría
haber inducido a un ser humano, blanco o rojo, a aproximarse a esta
siniestra elevación tras ponerse el sol, y, en efecto, ningún indio
tendría la ocurrencia de acercarse ni siquiera bajo el sol más
brillante.
Pero no era de los relatos de tales cuerdos y atentos
investigadores de donde emanaba el terror generalizado que despertaba
ese montículo espectral; de hecho, de haber sido típicas sus
experiencias, el fenómeno podría haber menguado mucho en el escalafón de
las leyendas locales. Lo más temible era el hecho de que muchos otros
buscadores habían regresado extrañamente dañados en cuerpo y mente, o no
habían vuelto en absoluto. El primero de tales casos tuvo lugar en
1891, cuando un joven llamado Heaton había acudido con una pala para ver
qué secretos podía desenterrar. Había oído curiosas historias a los
indios, y se había reído ante el estéril informe de otro joven que había
ido al montículo sin encontrar nada. Heaton había escrutado el
montículo con un catalejo mientras el otro joven hacía su viaje, y,
mientras el explorador alcanzaba el lugar, vio cómo el centinela indio
se sumía deliberadamente en el túmulo, como si existieran una trampilla y
escaleras en la cumbre. El otro joven no se percató de la desaparición
del indio, sencillamente descubrió que se había ido cuando llegó al
montículo.
Cuando Heaton hizo su propio viaje, decidió llegar al
fondo del misterio, y los mirones del pueblo le vieron desbrozar
diligentemente la maleza en lo alto del montículo. Luego, vieron su
figura difuminarse lentamente hasta hacerse invisible, para no
reaparecer durante largas horas, hasta que llegó el anochecer, y la
antorcha de la mujer decapitada refulgió temiblemente en la distante
elevación. Unas dos horas después de la caída de la noche, irrumpió en
el pueblo sin su pala ni otras pertenencias, y prorrumpió en un
vociferante monólogo de desatinos inconexos. Aulló sobre espantosos
abismos de monstruos, terribles tallas y estatuas, sobre captores
inhumanos y grotescas torturas, y sobre otras fantásticas anormalidades,
demasiado complejas y quiméricas incluso para poder ser recordadas.
¡Viejos! ¡Viejos! ¡Viejos! — no podía por menos que
gemir, una y otra vez— . Dios Mío, son más viejos que la tierra, y
llegaron aquí desde algún otro sitio... sal)en lo que piensas y te hacen
saber lo que piensan ellos.., son medio hombres y medio espíritus..,
crucé la línea.., se derretían y tomaban forma de nuevo.., haciéndolo
una y otra vez, aunque todos descendemos en un principio de ellos..,
hijos de Tulu... todo hecho de oro... animales monstruosos,
semihumanos... esclavos muertos... locura... ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!...
ese hombre blanco... ¡Oh, Dios mío, que han hecho con él!...
Heaton fue el tonto del pueblo durante unos, ocho
años, hasta que nmrió de un ataque epiléptico. Tras aquella catástrofe,
hubo dos casos más de locura del montículo y ocho desapariciones para
siempre. Inmediatamente después del regreso de Heaton, enloquecido, tres
hombres desesperados y resueltos fueron juntos a la colina solitaria,
fuertemente armados y con palas y zapa picos. Los atentos pueblerinos
vieron al fantasma indio desaparecer cuando los exploradores se
aproximaban, y después vieron a los hombres ascender por el montículo y
comenzar a batir la maleza. Luego se esfumaron y no volvieron a ser
vistos. Un mirón, con un telescopio sumamente potente, pensó haber visto
otras formas materializarse débilmente junto a los desdichados y
arrastrarlos al interior del túmulo, pero esto está sin confirmar. Sólo
cuando los incidentes de 1891 fueron totalmente olvidados, osó alguien
emprender posteriores exploraciones. Así, hacia 1910, un tipo demasiado
joven para recordar los viejos horrores hizo un viaje al rehuido lugar
sin encontrar nada.
En 1915, la salvaje y temible leyenda de 1891
había degenerado totalmente en los comunes e inimaginables cuentos de
fantasmas que han llegado hasta el presente... es decir, se había
desvanecido entre los blancos. En la cercana reserva había ancianos
indios que pensaban bastante y tenían sus propias opiniones. En este
tiempo tuvo lugar una segunda oleada de curiosidad activa y aventura, y
algunos audaces buscadores hicieron el viaje hasta el montículo y
regresaron. Entonces sucedió lo de la excursión de dos visitantes del
Este con palas y otros aparatos... un par de arqueólogos aficionados,
relacionados con una pequeña universidad, que habían estado haciendo
estudios entre los indios. Nadie observó su periplo desde el pueblo,
pero nunca regresaron. El grupo de búsqueda que partió en su rescate —
entre quienes estaba mi anfitrión Clyde Compton— no encontró nada en
absoluto en el montículo.
Una nueva expedición fue la solitaria aventura del
viejo capitán Lawton, un canoso pionero que había ayudado a abrir la
región en 1889, pero que desde entonces no había estado allí. Siempre
había recordado el montículo, así como su fascinación, a lo largo de los
años, y, disfrutando entonces de un confortable retiro, decidió
emprender un viaje y resolver el antiguo enigma. Su inmensa familiaridad
con los mitos indios le había dotado de ideas bastante más extrañas que
las de los simples pueblerinos y se había pertrechado para intensas
excavaciones. Remontó la colina en la mañana del jueves 11 de mayo de
1916, observado mediante catalejos por más de veinte personas del pueblo
en la llanura adyacente. Su desaparición fue muy brusca, y sucedió
mientras desbrozaba la maleza con una podadera. Nadie pudo ver más que
estaba en un instante y al siguiente había desaparecido. Durante una
semana ninguna noticia suya llegó a Binger, y luego en mitad de la
noche— se arrastró hasta el pueblo el ser sobre el que aún se enconan
las disputas.
Dijo ser — o haber sido— el capitán Lawton, pero era definitivamente mas joven, tanto
como unos cuarenta años, que el anciano que había subido al montículo.
Su pelo era negro como el azabache, y su rostro — ahora distorsionado
con indescriptible horror— carente de arrugas. Pero recordaba
misteriosamente, según la Abuela Compton, al capitán que había visto en
1889. Sus pies estaban cortados cerca de los tobillos, y los muñones
limpiamente cicatrizados hasta un extremo increíble, si el ser era
realmente el hombre que caminaba por su propio pie una semana antes.
Balbucía cosas incomprensibles, y no cesaba de repetir el nombre
<<George Lawton, George E. Lawton>> como tratando de
asegurarse a sí mismo de su propia identidad. Las cosas que farfulló,
pensaba Abuela Compton; eran curiosamente parecidas a las alucinaciones
del pobre chico Heaton en 1891; aunque había diferencias menores.
¡La luz azul!... ¡La luz azul!... — musitaba el ser—
siempre abajo, antes de cualquier ser viviente.., más Viejos que los
dinosaurios... siempre lo mismo, sólo algo más débiles ... nunca
muertos... acechando, acechando y acechando... el mismo pueblo,
medio-hombre y mediogas… la muerte que anda y obra... oh, esas bestias,
esos unicornios sernihumanos... casas y ciudades de oro... viejo, viejo,
viejo, más viejo que el tiempo... llegados de las estrellas... Gran
Tulu... Azathoth... Nyarlathotep... aguardando, aguardando...
El ser murió antes del alba.
Por supuesto, hubo una investigación, y los indios de
la reserva fueron acosados sin piedad. Pero ellos no dijeron nada, ni
tenían nada que decir. Al final, nadie despegó los labios salvo el viejo
Águila Gris, un cabecilla de los wichitas con más de un siglo de edad,
lo que le ponía a salvo de los miedos comunes. Sólo él se dignó a gruñir
una advertencia.
— Dejadlos en paz, blancos. No buenos... esa gente.
Todos allá abajo, todos abajo, los antiguos. Yig, gran padre de las
serpientes, allí. Yig es Yig. Tiráwa, gran padre de los hombres, allí.
Tiráwa es Tiráwa. No envejecer. Igual que el aire. Sólo viven y esperan.
Una vez vinieron, vivieron y lucharon. Construir tienda de arena. Traer
oro... tener mucho. Irse y hacer nuevas casas. Yo de ellos. Vosotros de
ellos. Entonces llegar las grandes aguas. Todo cambiar. Nadie sale, no
dejar entrar a nadie. Entrar y no salir. Dejadlos solos, vosotros no
tenéis mala medicina. Hombre rojo sabe, no tener problema. Hombre blanco
entrometerse, no volver. Apartaos de las pequeñas colinas. No buenas.
Águila Gris ha hablado.
Si Joe Norton y Rance Wheelock hubieran hecho caso de
la advertencia del viejo jefe, problablemente estarían aún aquí; pero
no lo hicieron. Eran grandes lectores y materialistas, no temían a nada
en el cielo o en la tierra, y pensaban que algunos bandidos indios
tenían un cuartel secreto en el montículo. Habían estado antes en el
túmulo, y de nuevo volvieron, esta vez para vengar al viejo capitán
Lawton... afirmando que allanarían la colina si fuera preciso. Clyde
Comptom los observó con unos prismáticos y les vio circundar la base de
la siniestra colina. Evidentemente, pensaban inspeccionar el territorio
muy gradual y minuciosamente. Los minutos pasaban y no reaparecieron. Y
no fueron vistos más.
Una vez más, el montículo fue objeto de temor y
pánico, y sólo la conmoción de la Gran Guerra sirvió para devolverlo al
lejano trasfondo del folclor de Binger. No fue visitado de 1916 a 1919, y
podría haber permanecido así de no mediar la osadía de algunos de los
jóvenes licenciados del servicio en Francia. De 1919 a 1920, no
obstante, hubo una verdadera epidemia de visitantes
del montículo entre los prematuramente endurecidos jóvenes veteranos...
una epidemia que se extendía según un mozo tras otro volvía sano y
salvo. En 1920 — tan corta es la memoria humana— el montículo era casi
una broma, y la domesticada historia de la mujer muerta comenzó a
desplazar a insinuaciones más oscuras en la boca de todos. Entonces, dos
audaces hermanos — los especialmente prosaicos y cabeza dura chicos
Clay— decidieron ir y desenterrar la sepultada mujer, así como el oro
por el que el viejo indio le había dado muerte.
Partieron una tarde de septiembre... sobre la época
en que los tam-tam indios comenzaban su anual e incesante batir sobre la
lisa llanura de polvo rojo. Nadie estaba observándolos, y sus padres no
se alarmaron hasta que no volvieron al cabo de algunas horas. Se dio la
alarma y se organizó una partida de búsqueda, y de nuevo se resignaron
al misterio de silencio y dudas.
Pero, al final, uno volvió. Era Ed, el mayor, y su
cabello y barbas pelirrojas se habían vuelto de un blanco nieve hasta
cinco centímetros de las raíces. En su frente había una extraña cicatriz
que era como un jeroglífico marcado a friego. Tres meses después de que
él y su hermano Walker se desvanecieran, se deslizó en su casa durante
la noche y desnudo a excepción de una manta extrañamente decorada que
arrojó al fuego tan pronto como se puso sus propias ropas. Contó a sus
padres que habían sido capturados por unos extraños indios — no wichitas
o caddos— y hechos prisioneros en algún lugar hacia el oeste. Walker
había muerto bajo tortura, pero él se las había arreglado para huir
pagando un alto precio. La experiencia había sido particularmente
terrible y no quería hablar de aquel asunto. Debía guardar reposo... y,
de todas formas, no saldría ningún bien de dar la alarma para tratar de
encontrar y castigar a los indios. No eran de una especie que pudieran
ser capturados y castigados, y era especialmente importante para el bien
de Binger — para el bien del mundo— que no fueran perseguidos a su
escondrijo secreto. Mejor no despertar al pueblo con noticias de su
llegada... debía subir las escaleras y dormir. Antes de ascender los
desvencijados escalones hacia su cuarto, tomó papel y pluma de la mesa
del vestíbulo, así como una pistola automática del cajón del escritorio
de su padre.
Tres horas más tarde sonó un disparo. Ed Clay se
había metido una bala en la sien con la pistola que empuñaba en la
zurda, dejando una nota garrapateada sobre un folio en la destartalada
mesa cercana a su cama. Había, según se vio después por el recortado
cañón de la pluma y la estufa llena de papeles carbonizados, escrito
originalmente mucho más, pero finalmente había decidido no contar cuanto
sabía, excepto vagas insinuaciones. Los fragmentos supervivientes eran
sólo un loco aviso garabateado en una escritura curiosamente vuelta del
revés — los desatinos de una mente obviamente desquiciada por las
penalidades— y que tenía que leerse de esa forma, algo bastante
sorprendentemente para alguien que había sido siempre patán y prosaico:
Por amor de Dios nunca os acerquéis a ese montículo
que es parte de alguna especie de mundo tan diabólico y viejo que no
puedo hablar de ello Walker y yo fuimos y fuimos cogidos en la cosa casi
se fundía a veces y se arreglaba luego y el mundo entero del exterior
está tan indefenso por mucho que puedan hacer, ellos que son jóvenes por
siempre como desean y vosotros podéis decir si son realmente hombres o
sólo espectros, y que hacen no puede decir y ésta es sólo una entrada,
podéis decir cuán grande la cosa entera es, después de lo que vimos no
quiero vivir más Francia no era nada al lado de esto, y que la gente se
aparte por dios están en peligro si le ven pobre Walker como estaba al
final.
Sinceramente vuestro
Ed Clay
La autopsia reveló que todos los órganos del joven
Clay estaban traspuestos de derecha a izquierda en su cuerpo, como si
hubiera sido vuelto del revés. Si era algo que siempre fue, no pudo
decirse de momento, pero más tarde se supo, por los archivos del
ejército, que Ed había sido perfectamente normal cuando se incorporó a
filas en mayo de 1919. Si había un error en algún sitio, o alguna
metamorfosis sin precedentes había tenido lugar verdaderamente, es aún
un misterio sin dilucidar, como lo es el origen de la cicatriz
jeroglífica en su frente.
Esto supuso el final de las exploraciones del
montículo. En los siguientes ocho años nadie se acercó al lugar, y pocos
osaban aún enfocar un catalejo hacia él. De tiempo en tiempo, la gente
continuaba observando nerviosamente la solitaria colina que se alzaba
hoscamente contra el cielo occidental, y se estremecían ante la mota
pequeña y oscura que paseaba durante el día, y ante el reluciente fuego
fatuo que danzaba durante la noche. La cosa era aceptada en su totalidad
como un misterio sin resolver, y, por común consenso, el pueblo rehuyó
el asunto. Era, después de todo, bastante fácil evitar la colina, ya que
el espacio era ilimitado en todas direcciones, y la vida comunitaria
siempre sigue caminos trillados. Simplemente, el lado del pueblo que
daba al montículo se dejó sin caminos, como si hubiera mar, o pantanos o
desierto. Y es un curioso signo de la estolidez y
esterilidad imaginativa del animal humano que las murmuraciones con, las
que se advertía a niños y extraños para que se alejaran del túmulo
derivaran de nuevo hacia el tosco cuento de un indio homicida y su mujer
víctima. Sólo los hombres de la tribu de la reserva, y reflexivos
ancianos como Abuela Compton, recordaban las sugerencias de
implicaciones funestas y profundas amenazas cósmicas que redundaban en
los desatinos de quienes habían vuelto cambiados y destruidos.
Era ya muy tarde, y Abuela Compton se había Ido hacía
mucho a la cama, escaleras arriba, cuando Clyde acabó de contarme esto.
No sabía qué pensar de este enigma espantoso, aunque me rebelaba contra
cualquier indicio de conflicto con el cuerdo materialismo. ¿Qué
influencia había llevado la locura, o el impulso de huir y vagabundear, a
tantos que habían visitado el montículo? Aunque sumamente impresionado,
yo estaba más espoleado que disuadido. Seguramente llegaría al fondo de
este asunto, a condición de guardar la cabeza fría y una decisión
inquebrantable. Compton vio mi disposición y agitó la cabeza con
preocupación. Luego me invitó a seguirle fuera.
Caminamos desde la casa de madera a la tranquila
senda o calle lateral y deambulamos unos pasos bajo la luz de una
menguante luna de agosto por donde las casas comenzaban a clarear. La
media luna aún estaba baja y no ocultaba demasiadas estrellas del cielo,
así pude ver no sólo los occidentales reflejos de Altair y Vega, sino
también el místico resplandor de la Vía Láctea, mientras miraba la vasta
extensión de cielo y tierra en la dirección que Compton me seña1aba.
Entonces, todo cuanto vi fue una chispa que no era una estrella... una
brasa azulada que se movía y resplandecía contra la Vía Láctea,
cerca del horizonte, y que parecía de algún modo más maligna y fatídica
que nada en la bóveda que la cubría. En otro instante quedó claro que
esta chispa llegaba desde la cumbre de alguna altura distante en la
extensa y débilmente iluminada llanura; me volví hacia Compton con una
pregunta.
— Sí — repuso—. Ésa es la luz-fantasrna azul... y
ése es el montículo. No hay una noche en toda la historia que no haya
sido vista.., ni ser viviente en Binger que quiera ir por la llanura
hacia ella. Es un mal asunto, joven, y sería de sabios que dejara las
cosas corno están. Mejor haría buscando en otro sitio, hijo; aborde
cualquier otra leyenda injun de por aquí. Las tenemos para mantenerlo
plenamente ocupado. ¡Bien lo sabe Dios!
II
Pero yo no estaba de humor para consejos, y, a pesar
de que Compton me dió una acogedora habitación, no pude dormir ni un
instante, aguardando lleno de impaciencia la siguiente mañana, con sus
oportunidades para ver al espectro diurno y preguntar a los indios de la
reserva. Pensaba abordar todo el asunto lenta y concienzudamente,
haciéndome con todos los datos avalables de blancos y rojos antes de
comenzar mis investigaciones arqueológicas. Me levanté y me vestí al
alba, y en cuanto oí otros movimientos bajé las escaleras. Compton
estaba encendiendo el fuego de la cocina mientras su madre se afanaba en
la despensa. Al yerme cabeceó y, tras un momento, me invitó a salir al
resplandor de la alborada. Sabía dónde íbamos, y mientras caminábamos
por la senda yo lanzaba miradas hacia el oeste, sobre las llanuras.
Allí estaba el montículo.., muy lejos y con un
aspecto muy curioso de artificial regularidad. Debía tener diez o doce
metros de altura y unos cien metros de norte a sur, según vi. No era tan
ancho corno de este a oeste, dijo Cornpton, ya que tenía el contorno
aproximado de una elipse. Él, yo lo sabía, había ido y vuelto de allí
varias veces. Mientras contemplaba el borde perfilado contra el azul
intenso del Oeste, traté de vislumbrar cualquier irregularidacl y
comencé a percibir algo moviéndose sobre él. Mi pulso se
aceleró y así precipitadamente los poderosos binoculares que Compton me
ofreció tranquilamente. Enfocando apresuradamente, al principio sólo
distinguí una profusión de maleza en el distante borde del montículo..,
luego algo apareció en mi campo de visión.
Era, indudablemente, una forma humana, y supe
enseguida que estaba viendo al «fantasma indio» diurno. No me asombré de
las descripciones, y que seguramente la figura alta, enjuta y vestida
de oscuro, con el pelo negro sujeto por una banda, y un rostro surcado y
cobrizo, inexpresivo y aquilino, parecía más un indio que cualquier
otra cosa, según mi experiencia previa. Aunque mi entrenado ojo de
etnólogo me dijo al mismo tiempo que ése no era un piel roja de
cualquier clase conocida por la historia, sino una criatura de amplia
variación racial y una cultura completamente diferente. Los indios
modernos son braquicéfalos — cráneos redondeados— , y no es posible
encontrar un dolicocéfalo, o cráneo alargado, salvo en los antiguos
depósitos de los pueblo, datados hace 2.500 años o más, aunque la
dolicocefalia de este hombre era tan pronunciada que la reconocí al
momento, a pesar de la gran distancia y la mala definición de los
binoculares. También vi que los bordados de su ropa mostraban una
tradición decorativa totalmente distinta a cualquiera que nosotros
conozcamos en el arte nativo del suroeste. Asimismo, llevaba atavíos de
brillante metal y una espada corta o algo parecido en el costado, todo
de un estilo completamente ajeno a cuanto antes hubiera conocido.
Mientras él paseaba de un lado a otro por la cima del
montículo le seguí durante algunos minutos con los prismáticos,
percatándorne de la flexibilidad de sus zancadas y el porte sereno de su
cabeza; allí nació en mi la fuerte y persistente convicción de que este
hombre, quienquiera que fuese o de donde fuese, ciertamente no era un
salvaje. Era un producto de la civilización, sentí
instintivamente, aunque de cuál era algo que no podía imaginar. Al cabo,
desapareció más allá del extremo más alejado del montículo, corno si
descendiera por la invisible y opuesta ladera, y yo bajé los prismáticos
con una curiosa mezcla de desconcertados sentimientos. Compton me
miraba enigmáticamente y cabeceó sin comprometerse.
—¿Qué le parece? —aventuró—. Esto es lo que hemos estado viendo en Binger cada día de nuestras vidas.
El mediodía me sorprendió en la reserva india
hablando con el anciano Águila Gris.., quien, merced a algún milagro,
aún vivía, aunque debía de tener cerca de ciento cincuenta años. Poseía
una figura extraña e imponente — este adusto e indomable jefe de su
gente, que había conocido forajidos y tratantes con ropas de piel de
gamo adornadas con flecos, y oficiales franceses de calzón y tricornio— y
me congratulé de ver que, gracias a mi aire de deferencia hacia él,
pareció gustar de mí. Su aprecio, no obstante, tomó una desafortunada
forma de oposición tan pronto supo lo que buscaba, y todo cuanto hizo
fue precaverme contra la búsqueda que había emprendido.
—Tú, buen mozo... no molestar esa colina.
Mala medicina. Muchos demonios bajo ella... cogerte si cavar. No cavar,
no daño. Ir y cavar, no volver. Igual que cuando yo joven, igual que
cuando mi padre ser joven. Siempre macho pasear de día y hembra sin
cabeza pasear de noche. Siempre desde que hombre blanco con chaquetas
metálicas llegar del alba y cruzar gran río, hace mucho, tres, cuatro
veces más atrás que Águila Gris dos veces más que los franceses—, todo
igual desde entonces. Más antes de eso, aquellos antiguos no
ocultos, salir y hacer pueblos. Sacar mucho oro. Yo de ellos. Tú de
ellos. Entonces llegar las grandes aguas, todo cambiar. Nadie salir, no
dejar entrar a nadie. Entrar, no salir. No morir… no envejecer corno
Águila Gris con valles en rostro y nieve en la cabeza. Casi corno
el aire... algo hombres, algo espíritus. Mala medicina. A veces,
durante la noche, un espíritu sale en medio hombre medio caballo con
cuernos y lucha donde los hombres lucharon una vez.
Guárdate de ese lugar. No bueno. Tu buen mozo... márchate y deja solos a los antiguos.
Esto fue cuanto pude obtener del anciano jefe, y el
resto de los indios no quiso decir nada. Pero si yo estaba preocupado,
Águila Gris lo estaba aún más: obviamente, sentía gran pesar ante el
pensamiento de que yo invadiera aquel sitio que él tanto temía. Mientras
me volvía para dejar la reserva, me retuvo para una ceremonia de
despedida final y, una vez más, trató de obtener mi promesa de abandonar
la búsqueda. Cuando vio que sería infructuoso, extrajo algo, con cierta
timidez, de un saco de piel de gamo que llevaba y me lo tendió
solemnemente. Era un desgastado disco metálico, finamente cincelado, de
unos cinco centímetros de diámetro, extrañamente decorado, perforado y
pendiente de un cordel de cuero.
Tú no prometer, entonces Águila Gris no poder decir
qué ser de ti. Pero si nada ayudarte, esto buena medicina. Recibirlo de
mi padre, y éste de su padre que lo recibió de su padre, siempre atrás,
cerca de Tiráwa, padre de todos los hombres. Mi padre decir: «Aléjate de
los antiguos, aléjate de las pequeñas colinas y de los valles con
cuevas.>> Pero si los antiguos llegan hasta ti, entonces
muéstrales esta medicina. Ellos saben. Ellos hacerla hace mucho tiempo.
Ellos mirar y no hacer mala medicina. Pero no puedo hablar. Aléjate de
todas formas. Ellos no buenos. No hablar de lo que hacen.
Mientras hablaba, Águila Gris colgaba la cosa
alrededor de mi cuello y vi que era en efecto un objeto sumamente
curioso. Cuanto más lo miraba, más me maravillaba, ya que no sólo era
pesado, oscuro, lustroso y de una materia ricamente jaspeada, un metal
totalmente desconocido para mí, sino que lo que quedaba de sus grabados
parecían ser obra de un arte maravilloso y una factura completamente
desconocida. Una cara, tanto como pude ver, llevaba el grabado de una
exquisitamente modelada serpiente, mientras que la otra mostraba una
especie de pulpo u otro monstruo tentaculado. Había también jeroglíficos
medio borrados, de una especie que ningún arqueólogo pudo identificar o
siquiera ubicar conjeturalmente. Más tarde, con el permiso de Águila
Gris, consulté a historiadores, antropólogos, geólogos y químicos,
quienes estudiaron cuidadosamente el disco sin obtener más que una sarta
de frustraciones. Desafiaba cualquier análisis o clasificación. Los
químicos me dijeron que era una aleación de elementos metálicos
desconocidos de gran peso atómico, y un geólogo sugirió que la sustancia
debía tener origen meteórico, proveniente de desconocidos abismos del
espacio interestelar. Que realmente salvara mi vida cordura o existencia
como ser humano es algo que no me atrevo a afirmar, aunque Águila Gris
está seguro de que así fue. Está de nuevo en su poder, ahora, y me
pregunto si tiene alguna conexión con su extraordinaria edad. Todos sus
antepasados pasaron del siglo, muriendo sólo en batalla. ¿Será posible
que Águila Gris, si escapa a los accidentes, viva para siempre? Pero me
estoy adelantando a mi historia.
Cuando volví al pueblo trate de conseguir más relatos
sobre el montículo, pero sólo encontré chismes y oposición. Era
realmente descorazonador ver cuán solícita era la gente sobre mi
seguridad, pero tenía que hacer a un lado sus casi frenéticas
demostraciones. Les mostré el amuleto de Águila Gris, y nadie había oído
hablar de él o visto nada que se le pareciera remotamente. Concordaban
en que no podía ser una reliquia india, e imaginaban que los antepasados
del viejo jefe pudieron haberla obtenido de cualquier comerciante.
Cuando vieron que no podrían impedir mi viaje, los
ciudadanos de Binger hicieron, con tristeza, lo que pudieron para
equiparme. Sabiendo de antemano el trabajo que emprendía, ya tenía
conmigo la mayor parte de mis suministros — machete y bayoneta para
desbrozar la maleza y excavar, linternas eléctricas para las fases
subterráneas que vendrían, cuerda, prismáticos, cinta métrica,
microscopio y diversos objetos para las emergencias—; todo lo que, de
hecho, pudiera ser convenientemente guardado en un petate adecuado. A
este equipo sólo añadí el pesado revólver que el sheriff me obligó a
usar, así como el pico y la pala con el que pensaba podría dejar
expedito mi trabajo.
Decidí llevar estos complementos sobre e1 hombro, con
una soga... ya que pronto vi que no podía esperar ayudantes o
acompañantes. El pueblo podría mirarme, sin duda, a través de los
telescopios y gemelos disponibles, pero no enviarían a ningún ciudadano a
más de un metro por la aplanada llanura, hacia el solitario altozano.
Mi partida quedó fijada para la siguiente mañana, y el resto del día fui
tratado con el temeroso y molesto respeto que la gente da a quien se
aproxima a un fatal desenlace.
Al amanecer — una nubosa aunque no amenazadora
mañana—, el pueblo entero acudió a presenciar mi partida por la llanura
polvorienta. Los binoculares mostraban al hombre solitario paseando como
era habitual por el montículo, y decidí tenerlo a la vista tanto como
me fuera posible durante mi aproximación. En el ultimo instante, un leve
sentimiento de miedo me asaltó y me noté lo bastante débil y caprichoso
como para dejar que el talismán de Águila Gris se balanceara por fuera
de mi pecho, bien visible para cualquier ser o fantasma que pudieran
sentir inclinación a respetarlo. Despidiéndome de Compton y su madre,
partí con paso ligero a pesar del bulto en mi zurda, y el pico y la pala
que resonaban colgados de mi hombro; llevando mis gemelos en la diestra
y lanzando de tiempo en tiempo ojeadas al silencioso paseante. Según me
acercaba al montículo, veía más claramente al hombre, e imaginé que
podía detectar una expresión de infinita maldad y decadencia en sus
arrugadas y lampiñas facciones. Era capaz también de ver su arnés de
resplandores dorados con jeroglíficos muy similares a aquellos que
mostraba el enigmático talismán. Las ropas y atavíos de la criatura
mostraban exquisita factura y primor. Enseguida, con demasiada
brusquedad, le vi partir hacia la parte más lejana del montículo y
ponerse fuera de la vista. Cuando alcancé el lugar, unos diez minutos
después de mi partida, no había nadie.
No es necesario describir cómo malgasté la primera
parte de mi búsqueda en inspeccionar y circundar el montículo, tomando
medidas y retrocediendo para verlo desde distintos ángulos. Me había
impresionado tremendamente mientras me aproximaba, y parecía haber una
especie de latente amenaza en sus contornos demasiado regulares. Era la
única elevación de cualquier clase en aquella ancha y nivelada llanura, y
no pude dudar ni por un instante que era un túmulo artificial. Las
escarpadas laderas parecían completamente intactas y sin marcas de
ocupación humana o pasaje. No había trazas de un camino hacia la cumbre,
y, cargado como iba, sólo conseguí alcanzarla después de considerables
dificultades. Cuando llegué a la cima, me encontré ante una meseta
aproximadamente elíptica, cuyas dimensiones eran de unos 90 por 15
metros, uniformemente cubierta de hierba rala y espesos matorrales, algo
totalmente incompatible con la constante presencia del andarín
centinela. Esto me produjo un verdadero sobresalto, ya que mostraba,
friera de toda duda, que el <<Viejo Indio», real como parecía, no
podía ser más que una alucinación colectiva.
Observé a mi alrededor con considerable perplejidad y
alarma, contemplando pensativamente el pueblo y la masa de puntos
negros que sabía formada por la multitud expectante. Enfocando mis
gemelos hacia ellos, vi que estaban estudiándome a su vez con avidez;
entonces, para tranquilizarlos, hice ondear mi sombrero, demostrando una
tranquilidad que estaba muy lejos de sentir. Luego, poniendo manos a la
obra, descolgué pico, pala y bagaje; sacando de este último el machete,
comencé a desbrozar la maleza. Era una penosa tarea, y a cada momento
sentía un curioso estremecimiento, como si perversas ráfagas de viento
trataran de estorbar mis movimientos con habilidad casi deliberada. A
veces sentía una fuerza medio tangible trabándome mientras trabajaba...
casi como si el aire se espesara ante mí, o como si manos informes
tiraran de mis muñecas. Mi energía parecía gastarse sin producir
resultados adecuados, aunque después de todo hice algunos progresos.
Por la tarde había percibido claramente que, hacia el
borde norte del montículo, había una ligera depresión con forma de
escudilla en la tierra tramada con raíces. Aunque quizás no significara
nada, podía ser un buen lugar para comenzar al llegar el momento de
excavar, y tomé nota mental de ello. Al mismo tiempo, me percaté de otra
y muy peculiar cosa... a saber, que el talismán indio colgado de mi
cuello parecía tirar de forma extraña hacia un punto como a cinco metros
al sureste de la sugerente oquedad. Sus giros se alteraban al acercarme
a ese punto y tiraba hacia abajo como atraído por algún magnetismo del
suelo. Cuanto más me fijaba en esto, más me intrigaba, hasta que al
final decidí hacer una excavación preliminar allí mismo y sin mayores
demoras.
Mientras alzaba la tierra con mi bayoneta no pude por
menos que maravillarme de la relativa delgadez de la capa rojiza local.
Todo el país por entero es de arenisca roja, pero allí descubrí un
extraño barro negro a menos de treinta centímetros de profundidad. Era
un suelo como el que se encuentra en extraños y profundos valles muy
lejos hacia el oeste y el sur, y seguramente había sido acarreado desde
considerables distancias en la edad prehistórica en que fue construido
el túmulo. Arrodillándome y cavando, sentí el cordón de cuero alrededor
de mi cuello tirar más y más fuerte, como si algo en la tierra pareciera
atraer más y más al pesado talismán de metal. Entonces sentí mis útiles
chocar con una superficie dura, y me pregunté si habría debajo una capa
de roca. Tanteando con la bayoneta, descubrí que no era así. De hecho,
con gran sorpresa e interés febril, hallé algo enterrado, un pesado
objeto de forma cilíndrica — de unos treinta centímetros de largo y diez
de diámetro— hacia el que mi pendiente talismán tiraba con adhesiva
tenacidad. Cuando lo limpie de negro limo, mi asombro y tensión subieron
al ver los bajorrelieves que salieron a la luz durante el proceso. El
cilindro completo, de principio a fin, estaba cubierto de figuras y
jeroglíficos, y vi con creciente excitación que eran del mismo estilo
que los del amuleto de Águila Gris y los del metal amarillo de los
atavíos del fantasma que había visto con mis prismáticos.
Sentándome, proseguí frotando el cilindro magnético
contra la rústica textura de mis polainas y observé que estaba hecho del
mismo metal pesado, lustroso y desconocido que el amuleto... de ahí,
sin duda, la singular atracción. Las tallas y grabados eran muy extraños
y horribles — monstruos indescriptibles y diseños trazados con
insidiosa maldad— y todo con el más perfecto acabado y factura. Al
principio no pude encontrar cabeza o cola en él, y lo sostuve en la mano
sin propósito hasta, descubrir una hendidura cerca de un extremo.
Entonces busqué ansiosamente una forma de abrirlo, descubriendo por fin
que el final simplemente se desenroscaba.
La caperuza cedió con dificultad, pero al fin salió,
liberando un olor curiosamente aromático. El único contenido era un
abultado rollo de sustancia amarillenta parecida al papel, con
caracteres verdosos, y durante un instante sentí el supremo
estremecimiento de imaginar que tenía la clave escrita de antiguos y
desconocidos mundos, y abismos más allá del tiempo. Casi inmediatamente,
no obstante, al desenrollar el final, se reveló que el manuscrito
estaba en español... aunque en el español formal y pomposo de días
pretéritos: Bajo la dorada luz del ocaso, observé el encabezamiento y el
primer párrafo, intentando descifrar la enrevesada y mal puntuada
escritura del desaparecido autor. ¿Qué clase de reliquia era ésta? ¿Con
qué clase de descubrimiento había tropezado? Las primeras palabras me
provocaron un nuevo frenesí de excitación y curiosidad, ya que en lugar
de alejarme de mi búsqueda original me confirmaban alarmantemente en tal
dirección.
El rollo amarillo con la escritura verde comenzaba
con un audaz encabezamiento de identificación y una llamada
ceremoniosamente desesperada a creer en las increíbles revelaciones que
le seguían:
RELACIÓN DE PÁNFILO DE ZAMACONA
Y NÚÑEZ, HIDALGO DE LUARCA EN
ASTURIAS, TOCANTE AL MUNDO SOTERRANEO
DE XINAJAN, A. D. MDXLV
En el nombre de la santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu-santo, tres personas distintas y uno solo. Dios verdadero, y de
la santísima Virgen nuestra Señora, YO, PÁNFILO DE ZAMACONA, HUO DE
PEDRO GUZMÁN Y ZAMACONA, HIDALGO, Y DE LA DOÑA YNÉS ALVARADO Y NÚÑEZ, DE
LUARCA EN ASTURIAS, juro para que todo que deco está verdadero como
sacramento...
Me detuve a reflexionar sobre el portentoso
significado de lo que estaba leyendo. «Relación de Pánfilo de Zamacona y
Núñez, hidalgo de Luarca en Asturias, Tocante al mundo subterráneo de Xinaián, A. D. 1545>>... Aquí,
seguramente, había demasiado para que cualquier mente pudiera aceptarlo
de golpe. Un mundo subterráneo... de nuevo aquella persistente idea que
subyace en todos los cuentos indios y en todas las declaraciones de
quienes habían regresado del túmulo. Y la fecha, 1545, ¿qué podía
significar? En 1540, Coronado y sus hombres se habían internado, desde México, en las soledades del norte, pero, ¿no habían regresado en 1542? Mi ojo rastreó la parte abierta del rollo, y casi inmediatamente se posó en el nombre Francisco Vázquez de Coronado. El
autor de aquel escrito, lógicamente, era uno de los hombres de
Coronado...¿Pero qué hacía él en estos remotos parajes después de que su
grupo se hubiera vuelto? Debía leer más, ya que otro vistazo me mostró
que la parte desenrollada era simplemente un sumario de la marcha de
Coronado hacia el norte, no difiriendo esencialmente de los sucesos
conocidos por la historia.
Fue tan sólo la menguante luz lo que me contuvo de
desenrollar y leer más, y en mi impaciente desconcierto casi me olvidé
de espantarme ante la inminencia de la noche en este espantoso lugar.
Otros, sin embargo, no habían olvidado el acechante terror, y escuché el
distante griterío de un puñado de hombres que se habían acercado al
borde de la ciudad. Respondiendo a las ansiosas llamadas, devolví el
manuscrito a su extraño cilindro, al que el disco alrededor de mi cuello
seguía adherido hasta que lo separé, y lo guardé junto con mi somero
equipo, preparándome para partir. Dejando pico y pala
para el trabajo del día siguiente, tomé mi bulto y
descendí las empinadas laderas del túmulo, y en otro cuarto de hora
estaba de vuelta al pueblo, comentando y mostrando mi curioso hallazgo.
Mientras caía la noche, mire atrás, hacia el montículo que acababa de
dejar, y vi con un sobresalto que la débil antorcha azulada de la
mujer-fantasma nocturna había comenzado a brillar.
Me aguardaba un duro esfuerzo ante el relato de
arcaico español, pero sabía que debía conseguir tranquilidad y sosiego
para lograr una buena traducción, por lo que renuentemente postergué la
tarea hasta última hora de la noche. Prometiendo a las gentes una clara
relación de mis descubrimientos por la mañana y dándoles amplias
oportunidades de examinar el extraño e incitante cilindro, acompañé a
Clyde Compton a casa y me retiré a mi cuarto para el proceso de
traducción tan pronto como me fue posible. Mi anfitrión y su madre
estaban ávidos de escuchar la historia, pero pensé que sería mejor
esperar hasta que pudiera descifrar por completo el texto y les
proporcioné un resumen conciso e infalible.
Abriendo mi bolsa bajo la luz de una sencilla
bombilla, torné nuevamente el cilindro y noté el instantáneo magnetismo
que atraía al talismán indio hacia su superficie cincelada. Los relieves
centelleaban malignamente en el pulido y desconocido metal, y no pude
menos que estremecerme mientras estudiaba las anormales y blasfemas
formas que me espiaban con tal exquisita destreza. Ahora, desearía haber
fotografiado tal trabajo... aunque quizás es mejor que no lo hiciera.
De algo estoy realmente contento, y es de no haber podido identificar
entonces el agazapado ser con cabeza de pulpo que dominaba la mayoría de
los adornos, y que el manuscrito llamaba Tulu. Recientemente lo he
asociado, así como a las leyendas del manuscrito conectadas con él, con
algún folclor reciente sobre el monstruoso e inmencionable Cthulhu, un
horror que bajó de las estrellas cuando la joven Tierra todavía estaba
medio formada; de haber conocido las conexiones entonces, no podría
haber permanecido en la misma habitación que el ser. El motivo
secundario, una serpiente semi-antropomórfica, lo ubiqué con bastante
facilidad como un prototipo de las concepciones sobre Yig, Quetzalcóatl y
Kukulcan. Antes de abrir el cilindro, probé los poderes magnéticos
sobre otros metales distintos del disco de Águila Gris, descubriendo que
no existía atracción. No era un magnetismo común el que saturaba este
mórbido fragmento de mundos desconocidos y lo ligaba a su estirpe.
Por fin, tomé el manuscrito y procedí a su traducción... trazando anotaciones sinópticas en inglés mientras lo hacía y, a
cada paso, lamentando la falta de un diccionario de español cuando
llegaba a alguna construcción o palabra especialmente oscura o arcaica.
Había un aura de inefable extrañeza sobre aquel retroceso de casi cuatro
siglos en mitad de mi continuada búsqueda... hacía un año en el que mis
propios antepasados se asentaron, antiguos gentilhombres de Somerset y
Devon bajo Enrique VIII, con sólo una noción de la aventura que
emprendía su sangre en Virginia y el Nuevo Mundo; aunque entonces, como
ahora, ese nuevo mundo tenía el mismo misterio oculto del túmulo que
formaba mi actual esfera y horizonte. El sentido de retroceso era el más
fuerte porque instintivamente sentía que el problema común al español y
a mí era uno de tal intemporalidad abismal de tal impía y ultraterrena
eternidad— que la brecha de cuatrocientos años entre ambos no era nada
en comparación. No necesitaba más que una mirada a aquel monstruoso e
insidioso cilindro para percatarme de los vertiginosos golfos que se
abren entre todos los hombres de la tierra conocida y los misterios
primordiales que representaba. Ante este abismo, Pánfilo de Zamacona y
yo éramos contemporáneos; casi tanto como Aristóteles o Kéops y yo
podríamos haberlo sido.
III
Sobre su juventud en Luarca, un pequeño y plácido
puerto del Cantábrico, Zamacona cuenta poco. Fue un muchacho
problemático, el menor de sus hermanos, y había llegado a Nueva España
en 1532, con tan sólo veinte años. De sensible imaginación, había
escuchado fascinado los perennes rumores acerca de ricas ciudades y
mundos desconocidos en el norte... y en especial el relato del
franciscano Marcos de Niza, que volvió de un viaje en 1539 con ardientes
historias sobre la fabulosa Cíbola y sus grandes ciudades amuralladas
con casas de azoteas de piedra. Oyendo hablar de la proyectada
expedición de Coronado en busca de tales maravillas —y de los aún
mayores prodigios que se murmuraba que aguardaban más allá, en la tierra
de los bisontes—, el joven Zamacona se las ingenió para formar parte de
aquellos trescientos y partió con ellos hacia el norte en 1540.
La historia da cuenta de tal expedición... cómo se
descubrió que Cíbola era simplemente el mísero poblado Pueblo de Zuñi, y
cómo De Niza fue enviado de vuelta a México, caído en desgracia por sus
floridas exageraciones; cómo Coronado vio por primera vez el Gran Cañón
y cómo en Cicuyé, en el Pecos, oyó de labios de un indio llamado El
Turco hablar sobre la misteriosa tierra de Quivira, muy lejos hacia el
noreste, donde el oro, la plata y los bisontes abundaban, y por donde
fluía un río de dos leguas de anchura. Zamacona habla someramente de la
estancia invernal en Tiguex, en el Pecos, y de la partida hacia el
noreste en abril, donde el guía indígena demostró ser un falsario
llevando a la expedición a extraviarse en una tierra de perros de la
pradera, charcas salinas y errantes tribus cazadoras de bisontes.
Cuando Coronado despachó al grueso de sus fuerzas y
realizó su marcha final de cuarenta y dos días con un destacamento muy
pequeño y selecto, Zamacona se las arregló para ser incluido en tal
partida de reconocimiento. Habla del fértil país y de los grandes
barrancos arbolados, visibles sólo desde el borde de sus escarpadas
laderas, y de cómo todos los hombres se alimentaban exclusivamente de
carne de bisonte. Y luego llegaba la mención a los límites más lejanos
de la expedición... la presumible pero descorazonadora tierra de Quivira
con sus pueblos de cabañas de hierba, sus arroyos y ríos, su suelo rico
y negro, sus ciruelas, nueces, uvas y moras, así como sus campos de
maíz y los atavios de cobre de los indios. La ejecución de El Turco, el
falso guía nativo, se comenta de pasada, y hay un comentario sobre la
cruz que Coronado levantó en la ribera de un gran río en el otoño de
1541, una cruz que ostentaba la inscripción: "Hasta aquí llegó el gran
general, Francisco Vázquez de Coronado".
Esta supuesta Quivira estaba sobre el paralelo 40 de
latitud norte, y supe bastante más tarde que un arqueólogo de Nueva
York, el doctor Hodge, la identificaba con el curso del río Arkansas por
los condados de Barton y Rice, en Kansas. Ese era el antiguo hogar de
los wichitas antes de que los siux los empujaran hacia el sur hasta lo
que ahora es Oklahoma, y algunas de las aldeas de casas de hierba han
sido encontradas y excavadas en busca de restos. Coronado realizó
considerables exploraciones secundarias, llevado de acá para allá por
los persistentes rumores sobre ricas ciudades y mundos ocultos que
Insinuaban atemorizados los indios. Aquellos indígenas norteños parecían
más temerosos y reacios a hablar sobre las supuestas ciudades y mundos
que los indios mexicanos, aun que a la vez parecían más capaces de dar
pistas certeras que los mexicanos, de haber querido u osado hacerlo. Sus
imprecisiones exasperaron al jefe español, y, tras muchas búsquedas
infructuosas, comenzó a castigar severamente a quienes le llevaban
aquellas historias. Zamacona, más paciente que Coronado, encontró
sumamente interesantes aquellos cuentos y aprendió lo bastante de la
lengua local como para mantener largas conversaciones con un joven
llamado Búfalo Acometedor, cuya curiosidad le había llevado hasta
lugares mucho más lejanos de lo que sus compañeros de tribu habían osado
penetrar.
Fue Búfalo Acometedor quien habló a Zamacona sobre
los extraños portales de piedra, puertas o bocas de caverna existentes
en el fondo de algunos de aquellos profundos y escarpados barrancos
arbolados que la expedición había descubierto en su marcha hacia el
norte. Aquellas aberturas, dijo, estaban casi ocultas por matorrales, y
pocos las habían cruzado desde tiempos inmemoriales. Quienes los
traspasaron, nunca volvieron... o en ciertas ocasiones lo hicieron locos
o curiosamente mutilados. Pero todo aquello eran leyendas, ya que no se
sabía de nadie que hubiera penetrado más allá de cierta distancia y que
fuera recordado por los abuelos de los más ancianos. Búfalo Acometedor
probablemente había ido más lejos que nadie y había visto lo bastante
como para refrenar tanto su curiosidad como la sed del oro que se
rumoreaba había allí.
Más allá de la abertura por la que había penetrado,
había un largo pasadizo corriendo anárquicamente arriba y abajo, y dando
vueltas, cubierto de espantosos relieves de monstruos y horrores como
jamás hombre alguno viera. Por fin, tras indecibles millas de giros y
descensos, había un resplandor de terrible luz azul, y el pasadizo se
abría a un impactante mundo inferior. Sobre esto, el indio no quiso
hablar más, ya que lo que había visto bastó para hacerle retroceder
apresuradamente. Pero las ciudades doradas debían estar en alguna parte
allí abajo, añadió, y quizás un blanco con la magia del bastón de trueno
podría alcanzarlas. No osaba hablar de ello con el gran jefe Coronado,
ya que éste no quería escuchar más cuentos de indios. Sí... podía
mostrar a Zamacona el camino si el blanco quería abandonar la expedición
y aceptar su guía. Pero él no traspasaría la abertura con el blanco.
Había mal allí.
El lugar estaba a unos cinco días de marcha hacia el
sur, cerca de la región de los grandes túmulos. Éstos tenían algo que
ver con el maligno mundo de allí abajo: probablemente eran antiguos y
primitivos pasadizos hacia él, ya que los Antiguos de abajo tuvieron en
tiempos colonias en la superficie y comerciaron con hombres de todos
sitios, aun en las tierras que se hundieron bajo las grandes aguas. Fue
al sumergirse tales tierras cuando los Antiguos se encerraron abajo,
rehusando tratar con la gente de la superficie. Los refugiados de los
lugares hundidos les habían dicho que los dioses de la tierra exterior
estaban enemistados con la humanidad y que ningún hombre podría
sobrevivir en la tierra exterior, a no ser que friera un demonio aliado a
dioses malvados. Fue por eso que se aislaron de la gente de la
superficie e hicieron cosas espantosas a quienes se aventuraron abajo,
donde ellos moraban. Habían colocado centinelas en cada una de las
aberturas, pero en el transcurso de las edades se hizo poco necesario.
No había muchos que osaran hablar sobre los ocultos Antiguos, y las
leyendas sobre ellos probablemente habían degenerado en ciertos
recuerdos fantasmales sobre su esporádica presencia. Parecía que la
infinita antigüedad de esas criaturas les había acercado extrañamente a
las fronteras del espíritu, porque sus fantasmales emanaciones
eran habitualmente frecuentes y vívidas. Así, la región de los grandes
túmulos se veía aún convulsa por espectrales batallas nocturnas, remedos
de aquellas que se habían producido en los días anteriores a que las
aberturas se cerraran.
Los propios Antiguos eran medio fantasmas... de
hecho, se decía que no envejecían mucho ni se reproducían, vacilando
eternamente en un estado entre carne y espíritu. El cambio no era
completo, empero, ya que necesitaban respirar. Era porque el mundo
subterráneo necesitaba aire que los portales de los grandes valles no
estaban bloqueadas como las aberturas-túmulo de la llanuras. Dichas
puertas, añadía Búfalo Acometedor, estaban probablemente basadas en
fisuras naturales de la tierra. Se murmuraba que los Antiguos bajaron al
mundo desde las estrellas cuando éste era muy joven, y que habían
construido sus ciudades de oro puro porque la superficie no era apta
para su forma de vida. Ellos eran los antepasados de todos los hombres,
aunque nadie podía conjeturar de qué estrella — o de qué lugar más allá
de las estrellas— vinieron. Sus ocultas ciudades estaban aún repletas de
oro y plata, pero los hombres harían mejor en dejarlos solos, a no ser
que estuvieran protegidos por magias verdaderamente poderosas.
Tenían bestias terribles, con leves trazas de sangre
humana, sobre las que cabalgaban y a las que utilizaban para otros
propósitos. Los seres, o eso se decía, eran carnívoros, y, como sus
amos, gustaban de la carne humana; aunque los Antiguos ya no se
reproducían, tenían una especie de clase esclava semihumana que también
servia para alimentar a la población humana y animal. Había sido
reclutada de forma muy extraña, y estaba complementada con una segunda
casta de esclavos formada por cadáveres reanimados. Los antiguos sabían
cómo convertir un cadáver en un autómata que podía durar casi
indefinidamente y hacer alguna clase de trabajo dirigidos por órdenes
mentales. Búfalo Acometedor dijo que toda la gente había llegado a
comunicarse por medio de pensamientos puros: habían hallado, según
pasaban eones de descubrimientos y estudios, la comunicación verbal
rústica e innecesaria excepto para ritos religiosos y expresiones
emocionales. Adoraban a Yig, el gran padre de las serpientes, y a Tulu,
el ser con cabeza de pulpo que les había guiado desde las estrellas, y
aplacaban a estas odiosas monstruosidades por medio de sacrificios
humanos ofrendados de curiosas formas que Búfalo Acometedor no osó
describir.
Zamacona quedó embelesado por el relato del indio, y
resolvió inmediatamente aceptar su guía hacia el críptico portal del
barranco. No creía en los detalles sobre extraños poderes atribuidos por
la leyenda al pueblo oculto, ya que su experiencia en la expedición
había sido una constante decepción de los mitos nativos sobre tierras
desconocidas; pero sintió que algún territorio bastante maravilloso de
riquezas y aventuras podía, no obstante, esconderse más allá de los
pasadizos subterráneos extrañamente tallados. Al principio, pensó
persuadir a Búfalo Acometedor para que contara su historia a Coronado
ofreciéndole su amparo contra cualquier efecto del escepticismo del
irritable jefe— pero más tarde decidió que una aventura en solitario
sería mejor. Si no contaba con ayuda, no tendría que repartir lo
encontrado y quizás podría convertirse en un gran descubridor y
propietario de inmensas riquezas. Un éxito que le haría una figura más
grande que el mismo Coronado... quizás un personaje más grande que nadie
en Nueva España, incluso que el poderoso virrey don Antonio de Mendoza.
El 7 de octubre de 1541, estando próxima la
medianoche Zamacona abandonó el campo español anexo a la población de
casas de hierba y se reunió con Búfalo Acometedor para el largo periplo
rumbo al sur. Viajó tan ligero como le fue posible, sin su pesado casco
ni peto. De los pormenores del viaje, el manuscrito habla muy poco, pero
Zamacona registra su llegada al gran barranco el 13 de octubre. El
descenso por la ladera densamente arbolada no llevó mucho, y, aunque el
indio tuvo problemas para localizar la entrada oculta tras la maleza, el
Jugar finalmente apareció. El portal era una abertura angosta formada
por monolíticas jambas y dintel de arenisca, y ostentaba signos de
tallas recientemente borradas, ya indestinguibles. Su altura era de
quizás metro y medio, y su anchura no más de noventa centímetros. Había
oquedades en las jambas que indicaban la existencia antaño de una puerta
con goznes, pero cualquier otro resto había desaparecido hacía mucho
tiempo.
Ante esa boca negra, Búfalo Acometedor mostró
considerable temor y abandonó sus suministros apresuradamente. Había
provisto a Zamacona de un buen acopio de antorchas resinosas y
provisiones, y le había guiado honestamente y bien, pero rehusó
acompañarle en la aventura que les esperaba delante. Zamacona le dio las
joyas que había guardado para una ocasión así y obtuvo su promesa de
volver a la región en un mes; más tarde le mostró el camino del sur
hacia las aldeas de los pueblos del Pecos. Una prominente roca, en la
llanura sobre éstos, fue elegida como lugar de reunión; quien primero
llegara acamparía hasta que el otro pudiera alcanzarle.
En el manuscrito, Zamacona se interroga
pensativamente sobre cuánto aguardaría su vuelta el indio, ya que él
mismo nunca pudo hacerlo. En el último momento, Búfalo Acometedor trató
de disuadirle de sumirse en la oscuridad, pero pronto vio que era inútil
y esbozó una estoica despedida. Antes de encender su primera antorcha y
cruzar el umbral con su abultado fardo, el español observó la enjuta
figura del indio trepando apresuradamente, y bastante aliviado, por
entre los árboles. Era el fin de su último lazo con el mundo, aunque él
no sabía que nunca volvería a ver a un ser humano — en el verdadero
sentido del término— de nuevo.
Zamacona no sintió una inmediata premonición de
maldad tras cruzar el ominoso portal, aunque desde el principio se vio
sumergido en una extraña e insalubre atmósfera. El pasadizo, ligeramente
más alto y ancho que la abertura, era durante muchos metros un túnel
nivelado de ciclópea albañilería, con desgastadas losas bajo sus pies y
bloques de granito y arenisca grotescamente tallados en los lados y el
techo. Las tallas debieron ser espantosas y terribles a juzgar por la
descripción de Zamacona, y, según parece, la mayoría de ellas giraban
alrededor de los monstruosos entes Yig y Tulu. No se parecían a nada que
el aventurero hubiera visto antes, aunque añadía que la arquitectura de
los nativos de México era, en el mundo exterior, lo más similar. Tras
de alguna distancia el túnel comenzaba a descender abruptamente, e
irregular roca natural apareció por todos lados. El pasadizo parecía
sólo parcialmente artificial, y las decoraciones estaban limitadas a
ocasionales escenas con impactantes bajorrelieves.
Siguiendo un interminable descenso, cuyo desnivel
creaba a veces grave peligro de resbalar y caer, la dirección del
pasadizo se volvió sumamente errática y sus contornos variaban. A veces
se estrechaba hasta una hendidura o se hacía tan bajo que era necesario
detenerse y aun reptar, mientras que en otras ocasiones se ampliaba
hasta desembocar en grandes cuevas o series de cuevas. Ciertamente,
había muy pocas obras humanas en esa parte del túnel, aunque
ocasionalmente un siniestro mural de jeroglíficos tallados en el muro, o
un pasadizo lateral bloqueado, recordaban a Zamacona que esto era
realmente el camino olvidado por los eones hacia un primordial e
increíble mundo de seres vivientes.
Durante tres días, según sus cómputos, Pánfilo de
Zamacona avanzó arriba, abajo, adelante o dando vueltas, pero.
predominantemente hacia abajo, hacia esa oscura región de la noche
paleogénica. En una ocasión, escuchó cómo algún Ignorado ser de las
tinieblas se ale jaba de su camino correteando o aleteando, y en otra
ocasión medio vislumbró un gran ser albino que le hizo estremecerse. La
calidad del aire era habitualmente tolerable, a pesar de les fétidas
zonas donde a cada paso se veía sumido, lo mismo que les grandes
cavernas de estalactitas y estalagmitas provocaban una deprimente
humedad. Esto último, como Búfalo Acometedor había advertido, obstruía
bastante seriamente el camino, ya que los depósitos calizos de eras
habían construido nuevos pilares en el camino de los primordiales
habitantes del abismo. El indio, no obstante, había pasado a través de
ellos rompiéndolos, por lo que Zamacona no encontró impedimentos a su
viaje. Había un inconsciente alivio en el hecho de que alguien del mundo
exterior hubiera estado allí antes... y la minuciosa descripción del
indio había tocado les fibras de la sorpresa y lo inesperado. Además, el
conocimiento de Búfalo Acometedor sobre el túnel le habían llevado a
abastecerle de antorchas para la ida y la vuelta, conjurando el peligro
de extraviarse en la oscuridad. Zamacona acampó dos veces, encendiendo
un fuego cuyo humo fue despejado por la ventilación natural.
Durante lo que creyó finales del tercer día — aunque
su fabuloso sentido del tiempo no era siempre tan digno de confianza
como él supone—, Zamacona encontró los prodigiosos descenso y
consiguiente ascenso que Búfalo Acometedor había ubicado en la última
fase del túnel. Como en el primer tramo, se veían marcas de mejoras
artificiales, y a veces el empinado talud era salvado por tramos de
escalones toscamente tallados. La antorcha perfilaba cada vez más las
monstruosas tallas de los muros, y finalmente el fulgor resinoso pareció
mezclarse con una débil luz que aumentaba según Zamacona ascendía el
último trecho descendente. Al cabo, cesó el ascenso, y un nivelado
pasadizo de albañilería artificial con oscuros bloques de basalto le
llevó directamente hacia adelante. No hubo entonces necesidad de
antorchas, ya que todo el aire brillaba con una radiación azulada y casi
eléctrica que relumbraba corno una aurora. Era la extraña luz del mundo
interior que había descrito cl indio... y, en el instante siguiente,
Zamacona salió desde túnel a una estéril y rocosa ladera que ascendía
sobre él hasta un hirviente e impenetrable cielo de fulgores azulados y
descendía vertiginosamente hacia una aparentemente ilimitada llanura
velada de bruma azul.
Por fin había llegado al mundo desconocido, y de su
manuscrito se deduce que escrutó el informe paisaje tan orgullosa y
exaltadamente corno su compatriota Balboa contempló el recién
descubierto Pacífico desde aquella inolvidable punta de Darién. Búfalo
Acometedor había vuelto sobre sus pasos en este punto, espoleado por el
miedo a algo que sólo podía describir vaga y evasivamente corno un
rebaño de maligno ganado, ni caballo ni búfalo sino más bien como los
seres que los espíritus del túmulo cabalgaban de noche... pero Zamacona
no podía detenerse ante tales bagatelas. A pesar del miedo, se sintió
colmado por un extraño sentimiento de gloria, ya que tenía suficiente
imaginación corno para saber lo que significaba el estar sólo en un
inexplicable mundo inferior cuya existencia no sospechaba ningún otro
hombre blanco.
El suelo de la gran ladera que se remontaba sobre su
cabeza y descendía bajo sus pies era de un gris oscuro, cubierto de
rocas, sin vegetación, y de origen probablemente basáltico, y con una
factura ultraterrena que le hacía sentirse como un invasor en un planeta
extraño. La vasta y distante llanura, centenares de metros más abajo,
no mostraba trazas que pudiera distinguir, ya que aparecía ampliamente
velada por un vapor azulado e hirviente Pero más que ladera o llanura o
nube, el fulgurante cielo de un luminoso azul impresionó al aventurero
con una sensación de supremo misterio y asombro. Qué había creado aquel
cielo en el interior de un mundo, él no podía decirlo, aunque sabía de
las luces del norte e incluso las había visto una o dos veces. Concluyó
que esta luz subterránea era un pariente lejano de la aurora, un punto
de vista que los modernos pueden aprobar, aunque parece más probable que
ciertos fenómenos radiactivos puedan estar implicados en el asunto.
A espaldas de Zamacona, la boca del túnel que había
recorrido bostezaba oscuramente, enmarcada por un zaguán de piedra muy
parecido al que había cruzado en el mundo superior, excepto que era de
basalto negro grisáceo en vez de arenisca roja. Había odiosas
esculturas, aún en buen estado de conservación y quizás acordes con
aquellas otras del portal exterior que el tiempo había desgastado. La
ausencia de erosión allí indicaba un clima seco y templado; de hecho, el
español casi comenzó a notar la deliciosa estabilidad de temperatura
que caracteriza al aire del interior del norte. En las jambas de piedra
había trabajos que indicaban la antigua presencia de bisagras, pero no
había restos de puerta o portón. Sentándose para descansar y pensar,
Zamacona aligeró su bulto, apartando comida y antorchas suficientes como
para llevarle de vuelta por el túnel. Luego procedió esconderlos en la
abertura, bajo un montón de piedras formado apresuradamente con los
fragmentos rocosos que había por doquier. Después, reajustando su
aligera do bagaje, comenzó el descenso hacia la distante llanura,
preparándose para invadir una región en la que ningún ser viviente de
la tierra exterior había penetrado en un siglo o más, y que el hombre
blanco jamás había pisado, y de la que, si las leyendas eran ciertas,
ninguna criatura orgánica había regresado jamás cuerda.
Zamacona se encaminó con paso vivo por la empina da e
interminable cuesta; sus progresos eran entorpecidos a veces por
resbalones causados por fragmentos de rocas sueltos o por la excesiva
pendiente. La distancia a la llanura envuelta en brumas debía ser
enorme, ya que muchas horas de andar no le dejaron más cerca,
aparentemente, de lo que había estado, Sobre él, se alzaba la gran
cuesta ascendiendo hacia un brillante mar aéreo de azulados fulgores. El
silencio era total, por lo que sus pisadas y la caída de piedras que
hacía rodar resonaban en sus oídos con pasmosa claridad. Aproximadamente
al mediodía, descubrió por primera vez las anormales huellas que le
hicieron pensar en las terribles insinuaciones de Búfalo Acometedor, su
precipitada huida y el terror que le perduraba de forma tan extraña.
La naturaleza del suelo sembrado de rocas presentaba
pocas oportunidades para huellas de ningún tipo, pero un lugar de
bastante desnivel había propiciado la perdida de detritos que se
acumulaban en una cresta, dejando una considerable área de tierra gris
negruzca absolutamente desnuda. Allí, en una entremezclada confusión que
indicaba el amplio deambular sin objeto de un gran rebaño, Zamacona
encontró las extrañas pisadas. Cuánto atemorizó esto al español puede
deducirse de sus posteriores insinuaciones sobre las bestias. Describe
las pisadas como «ni pezuñas, ni manos, ni pies, y no exactamente
garras.., no lo bastante para que esto provoque alarma». Porque cuánto
tiempo hacía que estuvieron los seres allí, no era fácil de colegir. No
había vegetación visible, por lo que el forrajeo estaba fuera de
cuestión; pero, por supuesto, si las bestias eran carnívoras podían
haber estado cazando pequeños animales cuyos rastros ocultarían los
suyos propios.
Mirando hacia atrás, desde este lugar a las alturas,
Zamacona creyó detectar indicios de un gran y tortuoso camino que una
vez habría llevado desde la boca del túnel a la llanura. La visión de
que este primitivo camino sólo era posible gracias a una amplia vista
panorámica, ya que la acumulación de fragmentos rocosos caídos lo había
obstruido hacia mucho tiempo, pero el aventurero no pudo tener la
certeza de que hubiera existido realmente Probablemente, no había sido
una gran ruta pavimentada, ya que, por el pequeño túnel del que partía,
más parecía un camino hacia el mundo exterior. Eligiendo una ruta
directa de descenso, Zamacona no había seguido aquella carretera
serpenteante, aunque debió cruzarlo una o dos veces. Atento ahora a esta
circunstancia, observó hacia delante para ver si podía seguir su
trazado hasta la llanura, y finalmente creyó haberlo conseguido. Se
decidió a investigar su superficie la próxima vez que lo cruzara y
quizás seguir su trazado el resto del camino, si podía distinguirlo.
Retomando la marcha, Zamacona llegó algún tiempo más
tarde a lo que consideró una curva del antiguo camino. Había signos de
pendiente y antiguos trabajos sobre la superficie rocosa, aunque no lo
bastante para que mereciera la pena seguir la ruta. Mientras escarbaba
el suelo con su espada, el español descubrió algo que relucía bajo la
eterna luz diurna azul, y se estremeció al descubrir una especie de
moneda o medalla de un oscuro, desconocido y lustroso metal con odiosos
diseños a cada lado. Era total y desconcertantemente extraño para él, y
por su descripción no me queda ninguna duda de que era un duplicado del
talismán que me dio Águila Gris casi cuatro siglos más tarde.
Guardándoselo tras un largo y atento examen, prosiguió el camino,
acampando por fin a una hora que él estimó sería la tarde del mundo
exterior.
El día siguiente, Zamacona se levantó temprano y
prosiguió el descenso a través de aquel mundo de brumas de luces
azuladas, desolación y silencio sobrenaturales. Según avanzaba, por fin
comenzó a discernir unos pocos objetos en la distante llanura de abajo:
árboles, matorrales, rocas y un pequeño río que quedó a la vista desde
la derecha, curvándose hacia un punto a la izquierda de su curso
visible. El río parecía estar cruzado por un puente conectado con el
camino de bajada, y, prestando atención, el explorador pudo distinguir
el trazado de la carretera de más allá, en una línea recta sobre la
llanura. Al fin, fue capaz de detectar ciudades desparramadas a lo largo
de la rectilínea cinta; ciudades cuyos flancos izquierdos llegaban al
río y a veces lo cruzaban. Cuando esto ocurría, según vio mientras
descendía, había siempre signos de puentes, bien en ruinas, bien
conservados. Ahora se hallaba en el centro de una dispersa vegetación
herbosa, y vio que más abajo se espesaba más y más. El camino era fácil
de distinguir ahora, ya que su superficie desnudaba el suelo estéril de
hierba. Los fragmentos rocosos eran menos frecuentes, y los áridos
paisajes a su espalda parecían desolados y poco acogedores en contraste
con el presente panorama.
Fue en ese día cuando vio la borrosa mancha
desplazándose sobre la distante llanura. Desde su primer encuentro con
las siniestras huellas no había encontrado nada más, pero algo en
aquella lenta y deliberada masa móvil le asqueó. Nada excepto un rebaño
de animales paciendo podía moverse así, y, tras ver las pisadas, no
deseaba encontrarse con los seres que las habían hecho. Todavía, la masa
móvil no estaba cerca del camino.., y su curiosidad y avidez por el
fabuloso oro eran grandes. ¿Además, quién podría realmente juzgar las
cosas basándose en vagas y entremezcladas pisadas, o a las confidencias
estremecidas de pánico de un indio ignorante? Forzando la vista para
distinguir la masa móvil, Zamacona comenzó a percatarse de algunas otras
cosas interesantes. Una era que algunas partes de las ahora
inconfundibles ciudades resplandecían de forma extraña en la brumosa luz
azul. Otra era que, cerca de las ciudades, algunas estructuras más
aisladas de similares fulgores se desparramaban por doquier a lo largo
de la ruta o sobre la llanura. Parecían alzarse entre masas de
vegetación, y aquellas que estaban fuera de la carretera tenían pequeñas
avenidas que las conectaban con el camino. Ni humo ni otras señales de
vida podían discernirse sobre ninguna de las ciudades o construcciones.
Por fin, Zamacona vio que la llanura no era infinita, aunque la
entrevelante bruma azul se lo había hecho parecer. Estaba limitada en la
remota distancia por una cadena de bajas colinas, cerca de una brecha
en la que el río y la carretera parecían confluir. Todo esto —
especialmente el resplandor de algunos pináculos de las ciudades— era
sumamente visible cuando instaló su segundo campamento entre la
interminable bruma azul. Igualmente, descubrió la presencia de bandadas
de aves que volaban muy alto y cuya exacta naturaleza no pudo describir.
La siguiente tarde — usando el lenguaje del mundo
exterior, tal y como lo hace en todo momento el manuscrito—Zamacona
alcanzó la silenciosa llanura y cruzó el tranquilo y silencioso río por
un puente de basalto de extrañas tallas y excelente estado de
conservación. El agua era clara y contenía grandes peces de un aspecto
verdaderamente extraño. El camino estaba ahora pavimentado y a veces
cubierto de malas hierbas y lianas rastreras, y su curso ocasionalmente
estaba flanqueado por pequeños pilares que ostentaban oscuros símbolos. A
cada lado había hierba con esporádicas agrupaciones de árboles o
matorrales, y desconocidas flores azules salpicando irregularmente todo
el área. En todo momento, algún movimiento espasmódico de la hierba
delataba la presencia de serpientes. En el transcurso de algunas horas,
el viajero alcanzó un soto de antiguos árboles de hoja perenne y aspecto
extraño que sabía, por distantes vistazos, protegía una de las aisladas
estructuras de techumbres resplandecientes. Entre la apretada
vegetación, vio los pilares odiosamente esculpidos de un pórtico de
piedra que daba al camino, y tuvo que abrirse paso a través de zarzas
sobre un enlosado camino cubierto de musgo y flanqueado por inmensos
árboles y bajos pilares monolíticos.
Por fin, en aquellos silenciosos contraluces verdes,
vio la desmoronada e increíblemente antigua fachada del edificio... un
templo, sin duda. Era una masa de nauseabundos bajorrelieves,
representaciones de escenas y seres, objetos y ceremonias que
verdaderamente no podían tener lugar ni en éste ni en cualquier otro
planeta cuerdo. Ante tales cosas, Zamacona muestra por primera vez un
temor pío y estremecido que contrasta con el valor informativo del resto
de su manuscrito. No podemos por menos que lamentar que el ardor
católico de aquel español renacentista haya calado tan hondo en su
pensamiento y sentimientos. Las puertas del lugar estaban abiertas de
par en par, y una oscuridad absoluta colmaba el interior sin ventanas.
Superando la repulsión provocada por las esculturas murales, Zamacona
entrechocó pedernal y acero, encendiendo una antorcha resinosa, y,
haciendo a un lado las lianas que le estorbaban, cruzó audazmente el
ominoso umbral.
Durante un instante quedó estupefacto ante lo que
vio. No era que todo estuviera cubierto por el polvo y las telarañas de
eones inmemoriales, ni los palpitantes seres alados o las espantosamente
repugnantes esculturas de las paredes, las extravagantes formas de los
múltiples cuencos y pebeteros, el siniestro altar piramidal con la
cúspide hueca o la monstruosa anormalidad con cabeza de pulpo, forjada
en algún extraño y oscuro metal, que acechaba agazapado sobre su
pedestal recubierto de jeroglíficos y que tuvo el poder de arrancarle
incluso un grito sobresaltado. No era nada tan ultraterreno como eso...
sino simplemente el hecho de que — excepto el polvo, las telarañas, los
seres alados y el gigantesco ídolo de ojos esmeralda— cada partícula de
materia visible era de oro puro y evidentemente macizo.
Aún el manuscrito, redactado con posterioridad a que
Zamacona supiera que el oro era el material más comúnmente empleado en
la construcción en aquel mundo inferior que contenía inagotables
aluviales y filones de este metal, refleja la excitación desaforada que
el viajero sintió al descubrir súbitamente la fuente real de todas las
leyendas indias sobre ciudades de oro. Durante un tiempo, la capacidad
de observación le abandonó, pero, al fin, recobró sus facultades ante
una peculiar sensación de tracción en el bolsillo de su jubón. Buscando
la causa, descubrió que el disco de extraño metal que había encontrado
en la abandonada carretera era fuertemente atraído por el inmenso ídolo
de cabeza de pulpo y ojos de esmeralda aposentado en el pedestal, y que
ahora vio que estaba forjado en el mismo y exótico metal desconocido.
Más tarde aprendería que esa extraña sustancia magnética — tan poco
común en el mundo interior como en el exterior de los hombres— es el
metal más preciado del abismo iluminado de azul. Nadie sabe qué es o
dónde existe en estado natural: llegó a este planeta de las estrellas
junto con la gente cuando el gran Tulu, el dios de cabeza de pulpo, lo
trajo por primera vez a este mundo. De hecho, su única fuente conocida
era un depósito de artefactos preexistentes que incluían multitudes de
ídolos ciclópeos. Jamás pudo ser clasificado o analizado, y aun su
magnetismo se daba sólo con los metales de su propia clase. Era el
supremo metal ceremonial del pueblo oculto, y su uso estaba regulado por
costumbres, de tal manera que sus propiedades magnéticas no pudieran
causar inconvenientes. Una aleación muy débilmente magnética con metales
como el oro, la plata, el cobre o el cinc, había sido la unidad
monetaria del pueblo oculto en un periodo de su historia.
Las reflexiones de Zamacona sobre el extraño ídolo y
su magnetismo se vieron turbadas por un tremendo espasmo de miedo
cuando, por primera vez en aquel silencioso mundo, escuchó el rumor de
un sonido que obvia y definidamente se acercaba. No había posibilidad de
error sobre su naturaleza. Era la atronadora carga de un rebaño de
grandes bestias, y, recordando el pánico del indio, las huellas y la
distante masa en movimiento, el español se sobresaltó con aterrorizada
anticipación No analizó su posición o el significado de esta estampida
de grandes bestias destructivas, sino que simplemente respondió a la
elemental urgencia de la autoprotección. Los rebaños desbocados no se
detienen a buscar víctimas en lugares oscuros, y, en el mundo exterior,
Zamacona hubiera sentido poca o ninguna alarma en el interior de un
masivo edificio resguardado por un soto. Algún instinto, no obstante,
provocó en esta ocasión un profundo y peculiar terror en su alma, y él
buscó frenéticamente a su alrededor alguna forma de salvación.
No hallando refugios útiles en el gran interior
patinado de oro, supo que debía cerrar la puerta, durante largo tiempo
fuera de uso, que aún colgaba de sus antiguos goznes abierta contra el
muro interior. Tierra, raíces y musgo habían invadido el interior, por
lo que hubo de excavar un camino para el gran portón dorado con su
espada, pero se las arregló para hacer tal trabajo velozmente bajo el
espantado acicate del ruido que se aproximaba. El batir de cascos era
más alto y amenazador en el momento en que comenzó a tirar de la pesada
puerta, y por un instante sus miedos alcanzaron cotas frenéticas,
mientras que las esperanzas de desatascar el metal atorado por la edad
se debilitaban. Entonces, con un crujido, la puerta cedió a sus fuerzas
juveniles y se enfrascó en una enloquecida serie de empujones y tirones.
Entre el bramido de desbocadas e invisibles pezuñas, acabó lográndolo; y
la pesada puerta dorada se cerró, sumiendo a Zamacona en una total
oscuridad sólo rota por la antorcha encendida que había colocado entre
las patas de un trípode. Había una tranca, y el espantado aventurero
rezó a su santo patrón para que aún estuviera en funcionamiento.
El sonido fue la única respuesta que recibió al
fugitivo. Al estar aquel rugido prácticamente encima, se dispersó en
pisadas diferenciadas, como si el soto de hoja perenne hubiera obligado
al rebaño a disminuir velocidad y a desbandarse. Pero las patas
continuaron aproximándose, y se le hizo evidente que las bestias
avanzaban entre los árboles para circundar los muros odiosamente
tallados del templo. En la curiosa intencionalidad de sus pisadas,
Zamacona notó algo alarmante y repulsivo, y no le gustaron los hostiles
sonidos, audibles aún a través de los gruesos muros de piedra y las
pesadas puertas doradas. En una ocasión, la puerta resonó sobre sus
antiguos goznes, corno si hubiera recibido un pesado impacto, pero
afortunadamente resistió. Entonces, tras lo que pareció un intervalo
eterno, escuchó pasos que retrocedían y comprendió que sus desconocidos
visitantes se marchaban. Ya los rebaños no parecían ser muy numerosos,
podía quizás aventurarse con seguridad en el exterior en media hora o
menos, pero Zamacona no quiso correr riesgos. Abriendo su bagaje,
preparó su campamento sobre las doradas baldosas del sucio del templo,
con la gran puerta aún trabada contra cualquier visitante, y cayó
rápidamente en un sueño más profundo que cualquiera de los habidos en
los espacios iluminados de azul del exterior. Ni siquiera pensó en la
infernal masa con cabeza de pulpo del gran Tulu, forjado en un metal des
conocido, acechándole con ojos de pescado color verde mar y que se
agazapaba en la oscuridad sobre él en su monstruoso pedestal cubierto de
jeroglíficos.
Sumido en la oscuridad por primera vez desde que
abandonara el túnel, Zamacona durmió larga y profundamente. Debió ser
más tiempo que el sueño que habla perdido en su dos acampadas previas,
cuando el eterno fulgor del cielo le habla mantenido despierto a. pesar
de la fatiga, ya que otros pies vivientes cubrieron grandes distancias
mientras yacía en su saludable descanso sin sueños. Fue bueno que
reposan profundamente, ya que habla muchas cosas extrañas que ver en su siguiente periodo de consciencia.
IV
Finalmente, fue un atronador golpeteo sobre la puerta
lo que despertó a Zamacona. Se abrió paso entre sus sueños y disipó las
persistentes brumas de la somnolencia tan pronto como supo lo que era.
No podía haber error: era una llamada humana, definida y perentoria,
realizada aparentemente con algún objeto metálico y con toda la medida
cualidad de un pensamiento consciente o voluntad implicados en el hecho.
Cuando el somnoliento hombre se alzó desmañadamente sobre sus pies, una
aguda nota vocal se añadió al requerimiento: fue alguien llamando con
una voz no exenta de musicalidad, una fórmula que cl manuscrito trata de
transcribir como <<oxi, oxi, giathcán ycá relex>>.
Cerciorándose de que los visitantes eran hombres y no demonios, y
pensando que no tenían ningún motivo para considerarlo un enemigo,
Zamacona decidió encararlos abiertamente y al
instante, y, por consiguiente, tiró del antiguo pestillo hasta que la
puerta dorada crujió, abriéndose bajo la presión de quienes estaban
fuera.
Al abrirse el gran portón, Zamacona quedó frente a un
grupo de unos veinte individuos cuyo aspecto no parecía calculado para
provocarle alarma. Parecían ser indios; aunque sus ropas de buen gusto,
arreos y espadas no se parecían a nada que hubiera visto entre
las tribus del mundo exterior, y sus rostros mostraban multitud de
sutiles diferencias con el tipo indio. No tenían aspecto de ser
ciegamente hostiles, eso estaba claro, ya que en vez de amenazarle de
cualquier forma, simplemente le miraron atenta y significativamente a
los ojos, corno si esperaran que su mirada diera paso a algún tipo de
comunicación. Cuanto más le miraban, más creía conocer su misión;
porque, aunque nadie había hablado desde la llamada vocal previa a la
apertura de la puerta, se encontró descubriendo lentamente que habían
llegado de la gran ciudad más allá de las bajas colinas a lomos de
animales y que habían sido reclamados por bestias que habían informado
de su presencia; que ellos no estaban seguros de la clase de persona que
era o de dónde había llegado, pero sabían que debía estar asociado con
aquel mundo exterior brumosamente recordado y que a veces visitaban en
curiosos sueños. Cómo leyó todo esto en la mirada de los dos o tres
cabecillas, no le fue posible explicarlo, aunque lo supo un instante
después.
Primero trató de dirigirse a sus visitantes en el dialecto wichita que había aprendido de Búfalo Acometedor,
y, al no obtener una respuesta verbal, lo intentó sucesivamente en
azteca, español, francés y latín, añadiendo posteriormente fragmentos de
vacilante griego, gallego y portugués, e incluso el bable campesino de
su Asturias natal, todo cuanto fue capaz de recordar. Pero ni siquiera
este despliegue políglota — todo su bagaje lingúístico —obtuvo una
respuesta. Cuando, sin embargo, se detuvo perplejo, uno de los
visitantes comenzó a hablar en un lenguaje completamente extraño y
bastante fascinante cuyos sonidos cl español tuvo más tarde muchas
dificultades para trasladar al papel. Ante su incapacidad de entenderlo,
su interlocutor señaló primero sus propios ojos, luego la frente y
después sus ojos de nuevo, como conminándole a mirarle para absorber lo
que trataba de trasmitirle.
Zamacona obedeciendo, se encontró rápidamente en
posesión de alguna información. Esa gente, aprendió, conversaba
usualmente por medio de emisiones no vocales de pensamiento, aunque
primitivamente habían utilizado un idioma que aún sobrevivía, así como
la lengua escrita, y que todavía empleaban con motivos tradicionales o
cuando fuertes sentimientos requerían una salida espontánea. Pudo
entender esto simplemente concentrando su atención en aquellos ojos, y
pudo responder creando una imagen mental de cuanto deseaba decir y
enviando la esencia de esto con la mirada. Cuando el emisor cesó,
aparentemente invitándole a responder, Zamacona intentó, lo mejor que
pudo, seguir las instrucciones; pero parece que no le fue demasiado
bien. Entonces movió la cabeza y trató de describirse a sí mismo y a su
periplo mediante signos. Apuntó arriba, como hacia el mundo exterior,
luego cerró los ojos e hizo signos que. indicaban cavar como un topo.
Después abrió los ojos de nuevo y apuntó abajo, tratando de indicar su
descenso por la gran ladera. Experimentalmente, mezcló una o dos
palabras con los gestos: por ejemplo, apuntándose sucesivamente y
señalando a todos sus visitantes, dijo <<un hombre», y luego,
apuntándose a sí mismo en particular pronunció muy cuidadosamente su
propio nombre: Pánfilo de Zamacona.
Antes de que terminara la conversación, habían
intercambiado un buen caudal de informaciones. Zamacona había comenzado a
aprender la forma de emitir sus pensamientos y, asimismo, había
aprendido algunas palabras del arcaico lenguaje oral de la región. Sus
visitantes, por su parte, habían asimilado algunos conceptos de un
elemental vocabulario de español. Su propio y antiguo lenguaje era
completamente distinto a cuanto hubiera escuchado el español, aunque
hubo posteriores momentos en los que imaginó encontrarle un lazo remoto
con el azteca, como si este último representase algún tardío estado de
corrupción o estuviera muy diluido por la infiltración de palabras
extranjeras. El mundo subterráneo, como aprendió Zamacona, ostentaba un
antiguo nombre que el manuscrito transcribe como «Xinaián», pero que,
por las explicaciones complementarias del redactor y las marcas
diacríticas, probablemente estaría mejor representado, a oídos de un
anglosajón, por la transcripción fonética K’n-yan.
No resulta sorprendente que esta conversación
preliminar no fuera más allá de lo meramente esencial, pero esos
fundamentos eran sumamente importantes. Zamacona supo que el pueblo de
K’n-yan era casi infinitamente antiguo, y que provenía de una remota
zona del cosmos donde las condiciones físicas eran muy similares a las
de la tierra. Todo esto, por supuesto, era ahora leyenda, y uno no puede
decir cuanto de verdad hay en todo ello o cuanto trabajo fue realmente
realizado por el ser de cabeza de pulpo Tulu, que, según la tradición,
los había guiado y a quien aún reverenciaban por razones estéticas. Sin
embargo, conocían de la existencia del mundo exterior, y era de hecho el
grupo original que lo había poblado tan pronto como la corteza estuvo
lista para aceptar la vida. Entre las eras glaciales habían levantado
notables civilizaciones de superficie, especialmente en el Polo Sur,
cerca de la montaña Kadath.
En algún momento infinitamente lejano del pasado, la
mayor parte del mundo exterior se había sumido bajo las aguas, de forma
que sólo unos pocos refugiados sobrevivieron para llevar la noticia a
K’n-yan. Tal suceso fue indudablemente debido a la ira de demonios
espaciales, hostiles tanto a los hombres como a sus dioses... ya que
tenía resabios de una inmersión primordial que había sumergido a los
mismos dioses, incluido el gran Tulu, que aún yacía hundido, soñando en
las inundadas bóvedas de la semicósmica ciudad de Relex. Ningún hombre
que no fuera un esclavo de los demonios del espacio, se argumentaba,
podía vivir mucho en el mundo exterior, y se decidió que todos los seres
que allí permanecían debían estar malignamente confabulados. El
comercio con las tierras iluminadas por el sol y las estrellas se
interrumpió bruscamente. Los pasadizos subterráneos a K’n-yan, o los que
podían ser recordados, fueron cegados o cuidadosamente guardados, y
todos los invasores fueron tratados como peligrosos espías y enemigos.
Pero eso había sucedido hacía mucho tiempo. Con el
transcurso de las edades menos y menos visitantes llegaban a K’n-yan, y
eventualmente se retiraron los centinelas de los pasadizos abiertos. La
mayoría de la gente olvidó — excepto en forma de distorsionadas memorias
y mitos, así como de algunos sueños muy singulares— la existencia de un
mundo exterior; aunque la gente culta nunca olvidó los hechos
esenciales. Los últimos visitantes recordados — siglos atrás— no habían
sido tratados como espías al servicio de los demonios: la fe en las
viejas leyendas hacía mucho que habían muerto. Habían sido interrogados
ávidamente sobre las fabulosas regiones exteriores, ya que la curiosidad
científica en K’n-yan era entusiasta, y los mitos, memorias, sueños y
fragmentos históricos sobre la superficie de la tierra habían colocado
desde siempre a los eruditos al borde de una expedición al exterior,
pero que, sin embargo, nunca osaron acometer. Lo único que se pedía a
esos visitantes era que se abstuvieran de retroceder e informar al mundo
exterior sobre la existencia de los K’n-yanos; ya que, después de todo,
uno no podía estar seguro sobre aquellas tierras exteriores. Codiciaban
el oro y la plata, y podrían mostrarse invasores muy problemáticos.
Aquellos que habían obedecido el aviso habían vivido felices, aunque
lamentablemente poco, y habían contado cuanto sabían de su mundo...
bastante poco, no obstante, ya que sus informes eran tan fragmentarios y
contradictorios que uno difícilmente podía decidir en qué creer y qué
dudar. Uno deseaba que hubiera más visitantes. Y respecto a aquellos que
desobedecieron intentando escapar... la desgracia se cebó en ellos. El
mismo Zamacona fue muy bienvenido, ya que parecía ser un hombre
instruido y saber mucho más sobre el mundo exterior que cualquiera que
hubiera llegado desde que recordaba la memoria. Podía contarles
bastante... y ellos ansiaban que les sacara de su aislamiento secular.
Mucho de lo que aprendió Zamacona sobre K’n-yan en
estos primeros instantes le dejó casi sin aliento. Supo, por ejemplo,
que en los últimos siglos el fenómeno del envejecimiento y muerte había
sido vencido, y que los hombres no envejecían mucho ni morían excepto
por violencia o voluntad propia. Por regulación del sistema, uno podía
ser tan joven fisiológicamente e inmortal como deseara, y la única razón
por la que se abocaban voluntariamente a la vejez era que gozaban de
tal sensación en un mundo donde reinaban el estatismo y la complacencia.
Podían volver fácilmente a la juventud con sólo desearlo. No había
nacimientos, excepto para propósitos experimentales, ya que una
superpoblación fue considerada innecesaria por una raza que controlaba
la Naturaleza y los organismos rivales. Muchos, no obstante, buscaban
morir al cabo del tiempo, a pesar de los mayores esfuerzos por inventar
nuevas diversiones: la prueba de la consciencia se volvía demasiado
ardua para almas sensibles, especialmente para quienes el tiempo y la
hartura habían cegado los instintos primarios y las emociones de la
autoconservación. Todos los miembros del grupo que se presentó ante
Zamacona tenían entre 500 a 1.500 años, y algunos habían visto ya antes
visitantes de la superficie, aunque el tiempo había empañado su
recuerdo. Esos visitantes, por supuesto, habían tratado de imitar la
longevidad de la raza subterránea, pero sólo lo habían logrado
parcialmente, debido a las diferencias evolutivas desarrolladas durante
uno o dos millones de años de separación.
Tales diferencias evolutivas se manifestaban aún más
claramente en otro particular, uno todavía más extraño que el milagro de
la inmortalidad. Era la habilidad de la gente de K’n-yan para regular
el equilibrio entre materia y energía, incluso cuando los cuerpos de
seres orgánicos vivientes estaban involucrados, por la mera fuerza de
la voluntad técnicamente entrenada. En otras palabras, con considerable
esfuerzo, un adiestrado hombre de K’n-yan podía desmaterializarse y
rematerializarse a si mismo... o, con un esfuerzo algo mayor y técnicas
más avanzadas, hacerlo con el objeto que deseara, reduciendo la materia
sólida a partículas libres externas y recombinando las partículas de
nuevo sin daño. De no haber respondido Zamacona a los golpes de los
visitantes como lo hizo, habría descubierto esto de una forma mucho más
desconcertante; ya que sólo la tensión y fastidio del proceso refrenó a
los veinte hombres de cruzar corporalmente la puerta sin detenerse a
llamar. Este arte era mucho más antiguo que el de la vida perpetua, y
podía ser aprendido hasta cierto punto, nunca a la perfección, por una
persona inteligente. Rumores sobre esto habían alcanzado el mundo
exterior en edades pasadas, sobreviviendo en tradiciones secretas y
leyendas de fantasmas. Los hombres de K’n-yan se habían divertido con
los primitivos y distorsionados cuentos de espíritus traídos por los
dispersos visitantes del mundo exterior. En la vida práctica, este
principio tenía algunas aplicaciones industriales; pero generalmente era
lo suficientemente fatigoso como para ser relegado a pesar de los
incentivos para su uso. Su principal uso remanente estaba ligado al
sueño, cuando, para divertirse, muchos soñadores recurrían a él para
realzar la intensidad de sus visionarios vagabundeos. Con ayuda de este
método, los soñadores aún realizaban visitas en un estado semimaterial a
un extraño y nebuloso reino de colinas, valles y luces tililantes que
algunos consideraban el olvidado mundo exterior. Podían ir allá en sus
bestias y, en aquella edad pacífica, revivir a las viejas y gloriosas
batallas de sus antepasados. Algunos filósofos pensaban que en ciertos
casos actuaban en unión fuerzas inmateriales dejadas atrás por aquellos
ancestros guerreros.
Toda la población de K’n-yan moraba en la gran y
elevada ciudad de Tsath, mas allá de las montañas. Primitivamente,
algunas razas habían habitado todo el mundo subterráneo, que abarcaba
insondables abismos y que incluía la región iluminada de azul y una
región iluminada de rojo llamada Yoth, donde los restos de una raza
no-humana y aún más antigua habían sido encontrados por los arqueólogos.
Con el transcurso del tiempo, no obstante, la gente de Tsath había
conquistado y esclavizado a todos los demás, cruzándolos con algunos
cuadrúpedos astados de la región de luz rojiza, cuyas inclinaciones
semihumanas eran muy peculiares y que, aun poseyendo algunos elementos
artificialmente creados, podrían ser en parte los degenerados
descendientes de aquellas peculiares entidades que habían dejado las
ruinas. Con el paso de las eras, mientras los descubrimientos mecánicos
hacían la vida extremadamente fácil, sobrevino una concentración de la
gente en Tsath, por lo que el resto de K’n-yan quedó relativamente
desierto.
Era más fácil vivir en un solo lugar, y no tenía
sentido mantener una población descomunal. Muchos de los viejos
artefactos estaban aún en servicio, aunque otros habían sido abandonados
cuando se vio que eran inútiles para dar placer, o que no eran
necesarios para una raza de reducida población cuya fuerza mental podía
gobernar un amplio plantel de organismos inferiores e semihombres
industriales. Esta gran clase esclava estaba formada por elementos
heterogéneos, habiendo sido engendrada a partir de antiguos enemigos
vencidos, invasores del mundo exterior y cadáveres curiosamente
revividos, y por los miembros inferiores, por naturaleza, de la raza
gobernante de Tsath. El tipo predominante mismo se había superado a
través de la eugenesia y la evolución social: la nación había pasado por
un periodo de utópica democracia industrial que daba iguales
oportunidades a todos, y esto, por el natural ascenso de la inteligencia
al poder, privó a la masa de toda inteligencia y vigor. La industria,
resultando esencialmente inútil excepto para suministrar las necesidades
básicas y la gratificación de los ineludibles anhelos, se había vuelto
muy simple. El bienestar físico estaba asegurado mediante la agricultura
y ganadería científicas. Los viajes largos se habían abandonado, y la
gente volvió a usar las semihumanas bestias astadas, en lugar de
mantener la profusión de máquinas transportadoras de oro, plata y acero
que una vez cubrieran la tierra, el agua y el aire. Zamacona apenas pudo
creer que tales cosas pudieran haber existido excepto en los sueños,
pero dice que pudo ver ejemplares de ellos en los museos. También pudo
contemplar las ruinas de otros inmensos artefactos mágicos para realizar
un viaje de un día al valle de Do-Hna, adonde se había extendido la
raza durante periodos de gran población. Las ciudades y templos de tal
llanura pertenecían a un periodo mucho más arcaico, y no eran otra cosa
que santuarios religiosos y museos de la supremacía de las gentes de
Tsath.
El gobierno de Tsath era una especie de estado
comunista o semianarquista: la costumbre antes que la ley determinaban
el diario orden de las cosas. Esto era posible por la añeja experiencia y
el aburrimiento que agarrotaba a la raza, cuyos deseos y necesidades se
ceñían a fundamentos físicos y nuevas sensaciones. Una larga tolerancia
de eras más que una creciente reacción había abolido toda ilusión de
valores y principios, y nada excepto algo parecido a la costumbre era
aceptado o esperado. Evitar que el mutuo abuso en la búsqueda de
placeres nunca dañara a la vida común de la comunidad... esto era cuanto
se deseaba. La organización familiar había desaparecido mucho tiempo
atrás, y las distinciones sociales y civiles entre sexos se habían
esfumado.
La vida diaria estaba organizada en patrones
ceremoniales: juegos, intoxicaciones, tortura de esclavos, ensoñaciones,
orgías gastronómicas y emocionales, ejercicios religiosos, experimentos
exóticos, discusiones artísticas y filosóficas, y cosas por el estilo,
eran las principales ocupaciones. La propiedad... principalmente las
tierras, esclavos y animales eran parte de la común empresa ciudadana de
Tsath, y los lingotes del magnético metal de Tulu, la primitiva moneda
patrón, eran distribuidos mediante una compleja base que incluía un
cierto monto igual dividido entre todos los hombres libres. La pobreza
era desconocida, y cl trabajo consistía sólo en unos ciertos deberes
administrativos impuestos por un intrincado sistema de prueba y
selección. Zamacona tuvo dificultades en describir condiciones tan
distintas a todo cuanto hubiera conocido antes, y el texto de su
manuscrito da muestras poco habituales de desconcierto en estos temas.
Arte e intelecto, según parece, habían alcanzado
cotas muy altas en Tsath, pero se había convertido en indiferencia y
decadencia. El predominio de la maquinaria había al tiempo quebrantado
el desarrollo de la estética normal, introduciendo una inerte tradición
geométrica, fatal para la expresión sonora. Todo esto había quedado
pronto desfasado, pero había dejado su impronta sobre la creación
pictórica y decorativa, y, con excepción de los convencionales diseños
religiosos, había poca profundidad o sentimiento en cualquier trabajo
posterior. Las reproducciones arcaizantes de trabajos antiguos se
encontraron mucho mejores para el solaz general. La literatura era
sumamente individual y analítica, aunque la mayor parte era
completamente ininteligible para Zamacona. La ciencia había sido
profundizada y asegurada, y abarcaba todos los campos, con la única
excepción de la astronomía, Todo esto, no obstante, caía en la
decadencia, y la gente encontraba progresivamente inútil gravar sus
mentes con memorizaciones de una enloquecedora multitud de detalles y
ramificaciones. Se consideraba más sensato abandonar las más profundas
especulaciones y relegar la filosofía a las formas convencionales. La
tecnología, por supuesto, podía ser decretada a dedo. La historia se
abandonaba más y más, pero existían en las bibliotecas copiosas y
puntuales crónicas del pasado. Era aún un asunto interesante, y hubo
gran regocijo ante el nuevo conocimiento sobre el mundo exterior
prestado por Zamacona. Sin embargo, en general, la moderna tendencia era
sentir más que pensar, por lo que la gente estaba más motivada a
inventar nuevas diversiones que en preservar los viejos sucesos o
empujar la frontera de los misterios cósmicos.
La religión era un interés primordial en Tsath,
aunque muy pocos creían en aquellos tiempos en lo sobrenatural. Lo que
les movía era la exaltación estética y emocional prestada por los gestos
místicos y los sensuales ritos que arropaban la colorida fe ancestral.
Los templos del Gran Tulu, un espíritu de universal armonía antiguamente
simbolizado en el dios con cabeza de pulpo que había guiado a los
hombres desde las estrellas, eran los objetos más ricamente forjados de
toda K’n-yan, mientras que los crípticos santuarios de Yig, el principio
de la vida simbolizado como el Padre de todas las Serpientes, eran casi
tan abundantes y destacados. En su momento, Zamacona aprendió mucho
sobre las orgías y sacrificios ligados a esta religión, pero parece
piadosamente reacio a describirlos en su manuscrito. Él mismo nunca
participó de ningún rito salvo aquellos que confundió con degeneraciones
de su propia fe; no obstante, no perdió oportunidad de intentar
convertir a la gente a la fe de la Cruz que los españoles ansiaban hacer
universal.
Destacado dentro de la contemporánea religión de
Tsath era una revivida y casi genuina veneración hacia el raro y sagrado
metal de Tulu: el oscuro, lustroso y magnético material que no se
encontraba jamás en la Naturaleza, pero que había estado siempre con los
hombres en la forma de los ídolos y complementos de culto. Desde los
primeros tiempos, cualquier vista de éste en su estado puro habían
impelido al respeto, mientras que todos los archivos sagrados y las
letanías estaban guardadas en cilindros forjados en su más pura
sustancia. Ahora, mientras el abandono de la ciencia y el intelecto iba
turbando el crítico espíritu analítico, la gente comenzaba de nuevo a
tejer alrededor del metal la misma red de reverente superstición que ya
existiera en tiempos primitivos.
Otra de las funciones de la religión era la
regulación del calendario, nacida en una época en que el tiempo y la
velocidad eran contemplados como fetiches primordiales en la vida
emocional del hombre. Periodos de alterna vigilia y sueño, prolongados,
acortados e invertidos según dictaran el humor y la conveniencia, y
datados por el batir de la cola del Gran Yig, la Serpiente,
correspondían muy someramente a los días y noches humanos; aunque las
sensaciones de Zamacona le dijeron que debían ser actualmente algo más
largos. El año, medido por la muda anual de piel de Yig, era como un año
y medio del mundo externo. Zamacona creyó haber dominado plenamente
este calendario cuando escribió el manuscrito, por lo que da el dato
confidencial de 1545; pero el documento fracasa al sugerir que su
aseveración en tal sentido está plenamente justificada.
Cuando el interlocutor de la partida de Tsath le dio
tal información, Zamacona sintió una creciente repulsión y alarma. No
era sólo lo dicho, sino la extraña manera telepática de hacerlo y la
total conclusión de que la vuelta al mundo exterior sería imposible, lo
que hizo desear al español no haber descendido nunca a esta región de
magia, anormalidad y decadencia. Pero sabía que nada puede ser mejor
política que una amistosa aceptación, de ahí que decidiera cooperar con
todos los planes de sus visitantes y suministrarles toda la información
que pudieran requerir. Ellos, por su parte, estaban fascinados ante las
informaciones del mundo exterior que él trató vacilantemente de
trasmitir.
Era verdaderamente la primera fuente de información
relevante que tenían desde la caída de la Atlántida y Lemuria eras
antes, ya que los siguientes emisarios del exterior fueron miembros de
grupos pequeños y locales sin ningún conocimiento del gran mundo: mayas,
toltecas, aztecas si acaso, o miembros de las aún más ignorantes tribus
de las llanuras. Zamacona era el primer europeo que nunca vieran, y el
hecho de que fuera un joven de educación e inteligencia le daba aún
mayor valor como fuente de conocimiento. El grupo visitante mostró un
incesante interés en todo cuanto les suministró, y era evidente que su
llegada haría mucho por el renacimiento del menguante interés de la
cansada Tsath en temas de geografía e historia.
Lo único que pareció disgustar a los hombres de Tsath
fue el hecho de que curiosos y aventureros extranjeros estuvieran
comenzando a derramarse por aquellas partes donde había los pasadizos de
K’n-yan. Zamacona les habló del descubrimiento de Florida y Nueva
España, y dejó claro que gran parte del mundo degustaba el sabor de la
aventura: españoles, portugueses, franceses e ingleses. Tarde o
temprano, México y Florida serían parte de un gran imperio colonial, y
entonces sería difícil guardarse de los buscadores de los rumoreados oro
y plata del abismo. Búfalo Acometedor sabía del periplo de Zamacona al
interior de la tierra. ¿Podría contárselo a Coronado, o quizás enviar un
mensaje al gran virrey cuando él no encontrara al viajero en el
acordado lugar de reunión? La alarma por la pervivencia del secreto y
seguridad de K’n-yan se reflejó en el rostro de los visitantes, y
Zamacona leyó en sus mentes el hecho de que, sin duda, de nuevo se
apostarían centinelas en todos los pasadizos abiertos al mundo exterior
que los hombres de Tsath pudieran recordar.
V
La larga conversación entre Zamacona y sus visitantes
tuvo lugar bajo la media luz verde azulada del soto, al pie de las
puertas del templo. Algunos hombres se recostaban en el musgo y los
pastos cercanos al descuidado camino, mientras que otros, entre quienes
se encontraban el español y el jefe portavoz del grupo de Tsath, se
sentaban en los ocasionales pilares bajos y monolíticos que se alineaban
en las cercanías del templo. Casi un día terrestre completo se había
consumido en el coloquio, ya que Zamacona sintió repetidas veces la
necesidad de alimento y comió de su bien provisto fardo, mientras
algunos del grupo de Tsath retrocedían en busca de provisiones hasta la
carretera donde habían dejado a sus monturas. Por fin, el jefe principal
de la partida dio por concluida la conversación, indicando que había
llegado el momento de ir a la ciudad.
Había, según afirmaba, algunas bestias adicionales en
la comitiva, y Zamacona habría de cabalgar sobre una de ellas. La
perspectiva de montar uno de aquellos ominosos seres híbridos cuya
fabulosa nutrición era tan alarmante, y un simple vistazo de las cuales
había bastado para que Búfalo Acometedor emprendiera una huida
frenética, no era algo muy apetecible para el viajero. Había, además,
otro punto sobre esos seres que le perturbaba enormemente: la aparente y
preternatural inteligencia de algunos de los miembros de la manada
ambulante del día anterior, que habían informado su presencia a los
hombres de Tsath y guiado a la presente expedición. Pero Zamacona no era
un cobarde, por lo que siguió audazmente a los hombres por el camino
infectado de hierbas hacia la carretera donde aguardaban los seres.
Aun así, no pudo contener un grito de terror ante lo
que vio al rebasar los grandes pilares cubiertos de lianas y salir a la
antigua carretera. No se maravilló de que el curioso wichita hubiera
huido aterrorizado, y tuvo que cerrar los ojos durante un instante para
conservar la cordura. Es una desgracia que algún sentido de piadosa
reticencia le impidiera describir detalladamente en su manuscrito la
indescriptible visión que contempló. Así, solamente insinuó la
estremecedora morbidez de aquellos grandes y achaparrados seres blancos
con pelo negro en los flancos, un rudimentario cuerno en el centro de la
frente e inconfundibles trazas de sangre humana o antropoide, delatadas
por sus rostros de narices aplastadas y labios carnosos. Eran, declaró
más tarde en su manuscrito, las entidades materiales más terribles que
jamás viera en su vida, tanto en K’n-yan como en el mundo exterior. Y la
cualidad esencial de este inmenso terror era algo ajeno a cualquier
característica fácilmente reconocible o descriptible. El principal
problema consistía en que no eran producto íntegramente de la
Naturaleza.
El grupo observó el temor de Zamacona y le apremió a
tranquilizarse lo antes posible. Las bestias, o gvaayothn, explicaron,
seguramente eran seres curiosos, pero no eran realmente dañinos. La
carne que comían no era la de la gente inteligente de la raza dominante,
sino simplemente la de una clase esclava especial que en su mayor parte
no era completamente humana, y que de hecho era la principal fuente de
carne de K’n-yan. Ellos -o sus principales elementos ancestrales-.
habían sido descubiertos en estado salvaje entre las ciclópeas atinas
del desierto mundo de luz roja de Yoth, que estaba bajo el mundo de luz
azul de K’n-yan. El hecho de que eran parcialmente humanos resultaba
bastante claro, pero los hombres de ciencia nunca pudieron determinar si
eran los descendientes de las pretéritas entidades que habían vivido y
reinado en las extrañas ruinas. El principal argumento para tal
suposición era el hecho probado de que los desaparecidos habitantes de
Yoth habían sido cuadrúpedos. Mucho de todo esto era conocido por los
escasos manuscritos y tallas encontrados en las criptas de Zin, bajo la
inmemorialmente arruinada ciudad de Yoth. Pero también se sabía por
aquellos manuscritos que los seres de Yoth habían poseído el arte de la
producción artificial de vida, y habían creado y destruido algunas razas
animales industriales y de transporte, eficientemente diseñadas, en el
transcurso de su historia.., por no hablar de la producción de toda
clase de formas vivientes fantásticas, destinadas a provocar diversión y
nuevas sensaciones, durante el largo periodo de decadencia. Los seres
de Yoth, indudablemente, habían sido de estirpe reptiliana, y la mayoría
de los fisiólogos de Tsath coincidían en que las actuales bestias
fueron sumamente reptilianas antes de ser cruzadas con la clase esclava
mamífera de K’n-yan.
Dice mucho sobre el intrépido talante de aquellos
españoles renacentistas que conquistaron la mitad del nuevo mundo, el
que Pánfilo de Zamacona y Núñez montara una de las morbosas bestias de
Tsath y se colocara junto al jefe de la comitiva, el hombre llamado Gll’
Hthaa-Ynn, quien fuera el más activo en el previo cambio de
información. Era algo repulsivo, pero, después de todo, el asiento era
muy cómodo, y el paso de los desmañados gyaa-yoth era sorprendentemente
firme y regular. No se necesitaban riendas, y el animal no parecía
necesitar guía alguna. La procesión avanzó con paso vivo, deteniéndose
sólo en algunas ciudades y templos abandonados acerca de los que
Zamacona mostró curiosidad, y sobre los que Gll’-Hthaa-Ynn se mostró
dispuesto a enseñar y explicar. La mayor de tales ciudades, Bgraa, era
una maravilla de oro finamente forjado, y Zamacona estudió la
arquitectura curiosamente adornada con ávido interés. Las construcciones
se apiñaban elevándose hacia lo alto, con tejados coronados por
multitud de pináculos. Las calles eran angostas, curvilíneas y en
ocasiones pintorescamente onduladas, pero Gll’-Hthaa-Ynn dijo que las
posteriores ciudades de K’n-yan eran de diseño mucho más espacioso y
regular. Todas esas viejas ciudades de la llanura mostraban rastros de
abatidos muros... restos de los arcaicos días, cuando fueron
sucesivamente conquistadas por los ahora desaparecidos ejércitos de
Tsath.
Había algo a lo largo de la ruta que Gll’-Hthaa-Ynn
mostró por propia iniciativa, aunque eso implicó un desvío de más de un
kilómetro por un camino lateral cubierto de lianas. Era un templo
achaparrado y sencillo construido con bloques de basalto, sin una simple
talla y conteniendo sólo un vacío pedestal de ónice. Lo que le hacía
notable era su cualidad de lazo con un fabuloso mundo pretérito,
comparado con el cual incluso el críptico Yoth era algo de ayer. Había
sido construido a imitación de algunos templos pintados en las criptas
de Zin y albergaba un terrible ídolo negro con aspecto de sapo llamado
Tsathoggua en los manuscritos yóthicos. Había sido un dios potente y
fanáticamente adorado, y, tras su adopción por el pueblo de K’n-yan,
había dado su nombre a la ciudad que más tarde sería la dominante en esa
región. La leyenda yóthica decía que había llegado de un misterioso
reino interior que estaba bajo el mundo de luz roja:
un dominio negro de seres peculiarmente sensitivos
que no conocían la luz, pero que habían tenido una gran civilización y
poderosos dioses antes aún de que los reptilianos cuadrúpedos de Yoth
hubieran llegado y alcanzado el ser. Había muchas imágenes de Tsathoggua
en Yoth, todas las cuales se suponía provenientes del negro mundo
inferior, y que los arqueólogos yóthicos creían que representaban la
raza de tal dominio, extinta eones atrás. El mundo negro, llamado N’kai
en los manuscritos yóthicos, fue explorado tanto como fue posible por
esos arqueólogos, y el hallazgo de singulares artesas o madrigueras de
piedra habían provocado infinidad de especulaciones.
Cuando los hombres de K’n-yan descubrieron el mundo
de luz roja y descifraron los extraños manuscritos, rindieron culto al
Tsathoggua y se llevaron todas las espantosas imágenes de sapo a la
tierra de la luz azul, emplazándolas en santuarios de piedra extraída de
Yoth como el que Zamacona veía ahora. El culto floreció hasta casi
rivalizar con los antiguos cultos de Yig y Tulu, y una rama de la raza
incluso salió al mundo exterior, donde las más pequeñas de las imágenes
encontraron, eventualmente, un santuario en Olathoë, en la tierra de
Lomar, cerca del Polo Norte. Se rumoreaba que este culto del mundo
exterior sobrevivió incluso después de que la glaciación y los peludos
gnophekehs destruyeran Lomar, pero de tales asuntos no se tenían
demasiados detalles en K’n-yan. En el mundo de la luz azul, el culto
tuvo un abrupto final, aun cuando, a través del nombre de Tsath, estaba
condenado a perdurar.
Lo que acabó con el culto fue la parcial exploración
del negro reino de N’kai bajo el mundo iluminado de rojo de Yoth. Según
los manuscritos yóthicos, no había vida superviviente en N’kai, pero
algo debió suceder en los eones transcurridos entre los días de Yoth y
la llegada del hombre a la tierra, algo que quizás no era ajeno al fin
de Yoth. Quizás tuvo lugar un terremoto, abriendo estancias inferiores
del mundo sin luz que habían permanecido cerradas para los arqueólogos
yóthicos, o quizás una más espantosa yuxtaposición de energía y
electrones, completamente inconcebible para la mente de una forma
vertebrada. De cualquier forma, cuando los hombres de K’nyan se
introdujeron en el negro abismo de N’kai con lámparas atómicas de gran
potencia, encontraron seres vivos.., seres vivos que medraban en canales
de piedra y veneraban efigies de ónice y basalto de Tsathoggua. Pero no
eran sapos como Tsathoggua. Nada más lejos: eran masas amorfas de
viscoso limo negro que asumían temporales formas para diversos
propósitos. Los exploradores de K’n-yan no se detuvieron para
observaciones detalladas, y aquellos que escaparon vivos sellaron el
pasadizo que llevaba desde el mundo de luz roja Yoth a los golfos de
horror inferior. Luego, todas las imágenes de Tsathoggua en la tierra de
K’n-yan frieron disueltas en el éter mediante rayos desintegradores, y
el culto fue abolido para siempre.
Eones más tarde, cuando los miedos infantiles fueron
desterrados y suplantados por la curiosidad científica, las viejas
leyendas sobre Tsathoggua y N’kai fueron recordadas, y una partida de
exploración convenientemente armada y equipada descendió a Yoth para
encontrar la clausurada puerta del abismo negro e indagar sobre qué
podía habitar allí. Pero no pudieron encontrar la puerta, ni lo pudo
ningún hombre a pesar de buscarse en todas las edades que siguieron. En
el presente, había quienes dudaban de que tal abismo hubiera existido,
pero los pocos eruditos que aún eran capaces de descifrar los
manuscritos yóthicos creían que la evidencia sobre tal cosa era
suficiente, aunque los archivos medios de K’n-yan, con registros de una
espantosa expedición a Nkai, estaban más abiertos a la duda. Algunos
cultos religiosos posteriores intentaron suprimir el recuerdo de la
existencia de N’kai y adoptaron severas sanciones contra su mención,
pero eso no se tomaba en serio en el tiempo en que Zamacona llegó a
K’n-yan.
Cuando la comitiva regresó al viejo camino y se
aproximó a la baja cadena de montañas, Zamacona vio que el río estaba
muy cerca, a la izquierda. Algo más tarde, mientras el terreno se
elevaba, la corriente entraba en una garganta y pasaba entre las
colinas, mientras que la carretera atravesaba la brecha por un nivel
algo más alto, cerca del borde. Fue ése el momento en que comenzó la
lluvia luminosa. Zamacona descubrió las ocasionales gotas y la llovizna,
y miró hacia el refulgente aire azul, pero no había ninguna mengua en
la extraña radiación. GlI-Hthaa-Ynn le dijo que tales condensaciones y
precipitaciones de vapor de agua no eran infrecuentes, y que nunca
reducía el resplandor de la bóveda superior. Una especie de bruma, no
obstante, pendía eternamente sobre las tierras bajas de K’n-yan y
compensaba la total ausencia de verdaderas nubes.
El leve ascenso del paso montañoso permitió a
Zamacona, mirando atrás, ver la antigua y desierta llanura en
panorámica, tal como la había visto desde el otro lado. Parece haber
degustado su extraña belleza y lamentado vagamente abandonarla, porque
comenta haber sido instado por Gll’-Hthaa-Ynn a guiar más rápido su
bestia. Cuando volvió la vista hacia delante se encontró que la cúspide
de la carretera estaba muy cerca: el camino tapizado de hierba llevaba
directo arriba y finalizaba contra un sólido vacío de luz azul. La
escena era sin duda sumamente impresionante: la verde pared de un risco a
la derecha, una profunda hoz a la izquierda con otra pared rocosa más
allá y, al frente, el agitado mar de azul brillante en el que se sumía
el camino. Luego, llegó la cresta misma y con ella el mundo de Tsath se
desplegó en una panorámica fabulosa.
Zamacona contuvo el aliento ante la gran extensión de
poblado paisaje, ya que había enjambres de poblaciones y más actividad
de la que hubiera visto o soñado hasta el momento. La propia ladera de
descenso de la colina estaba relativamente poco cubierta por pequeñas
granjas y ocasionales templos, pero más allá yacía una inmensa llanura
similar a un tablero de ajedrez, con árboles plantados, irrigada por
estrechos canales desde el río y enhebrado con caminos anchos y de
precisa geometría, de oro y bloques de basalto. Grandes cables de plata
colgaban en lo alto de pilares dorados, enlazando los bajos y amplios
edificios, y grupos de construcciones que se alzaban por doquier; en
algún lugar podían verse alineaciones de pilares parcialmente ruinosos y
sin cables. Los objetos móviles indicaban aquellos campos que estaban
siendo labrados y, en algunos casos, Zamacona vio hombres arando con
ayuda de los repulsivos cuadrúpedos semihumanos.
Pero lo más impresionante de todo era la anonadante
visión de arracimados chapiteles y pináculos que se alzaban en
lontananza, cruzando la llanura, y que rielaban como flores espectrales
bajo la fulgurante luz azul. Al principio, Zamacona pensó que era una
montaña cubierta de casas y templos, similar a las pintorescas
ciudades-colina de su España natal, pero una segunda mirada le mostró
que no era así. Era una ciudad de la llanura, pero edificada con tales
torres-rascacielos que su perfil era en verdad el de una montaña. Sobre
todo esto pendía una curiosa calima grisácea, a través de la cual la luz
azul reíucí& y provocaba la sugestión de radiación del millón de
minaretes dorados. Observando a Gll’-Hthaa-Ynn, Zamacona supo que ésta
era la monstruosa, gigantesca y todopoderosa ciudad de Tsath.
Mientras la carretera descendía hacia la llanura,
Zamacona sintió una especie de intranquilidad y un sentimiento de
maldad. No le gustaba ni la bestia que cabalgaba, ni el mundo capaz de
albergar a tal bestia, ni tampoco la atmósfera que pendía sobre la
distante ciudad de Tsath. Cuando la comitiva comenzó a cruzar las
esporádicas granjas, el español se percató de los seres que trabajaban
en los campos, y no le gustaron sus movimientos y proporciones, ni las
mutilaciones que descubrió en la mayoría de ellos. Además, le disgustó
la forma en que esos seres estaban apiñados en corrales, o la manera en
que se alimentaban en los espesos pastizales. GlI’-HthaaYnn le señaló
que tales seres eran miembros de la clase de los esclavos, y sus actos
eran controlados por el amo de la granja, quien les daba sugestiones
hipnóticas por la mañana sobre cuanto debían hacer durante el día. Como
máquinas semiconscientes su eficacia industrial era casi perfecta
Aquellos de los corrales eran especímenes inferiores, clasificados
simplemente como ganado.
Hasta donde alcanzaba la llanura, Zamacona vio
grandes granjas y se percató de los trahajos casi humanos realizados por
los repulsivos astados gyaa-yothn. Asimismo, observó las figuras más
humanoides que se afanaban en los surcos y sintió un curioso miedo y
disgusto hacia algunos, cuyos movimientos eran más mecánicos que los del
resto. Ésos, explicó Gll’-Hthaa-Ynn, eran llamados los ym-bhi:
organismos muertos, mecánicamente reanimados para su utilización
industrial por medio de la energía atómica y el poder mental. Los
esclavos no participaban de la inmortalidad de los hombres libres de
Tsath, por lo que con el tiempo el número de y’m-bhi había llegado a ser
muy numeroso. Eran perrunos y leales, pero no tan sumisos a las órdenes
mentales como lo eran los esclavos vivientes. Lo que más repelió de
ellos a Zamacona fueron aquellos cuyas mutilaciones eran mayores:
algunos estaban decapitados, mientras que otros habían sufrido
singulares y al parecer caprichosas ablaciones, distorsiones,
trasposiciones e injertos en varios lugares. El español no pudo dejar
constancia de tal condición, pero Gll’-Hthaa-Ynn le aclaró que habían
sido esclavos usados para diversión del pueblo en las grandes arenas,
puesto que los hombres de Tsath gustaban de las delicadas sensaciones y
requerían constante suministro de nuevos e inéditos estímulos para sus
hastiados impulsos. Zamacona, aunque poco escrupuloso, tuvo una
desfavorable impresión de cuanto vio y escuchó.
Al acercarse, la inmensa metrópolis se volvió
ligeramente horrible por su monstruosa extensión e inhumanas alturas.
Gll’-Hthaa-Ynn explicó que la parte superior de las grandes torres no
eran muy usadas, y que muchas habían sido abandonadas para evitar la
molestia de mantenerlas. La llanura alrededor del área original urbana
estaba cubierta con moradas más nuevas y pequeñas, que en muchos casos
eran preferidas a la antiguas torres. Desde toda la masa de oro y
piedra, el monótono rugir de la actividad zumbaba sobre la llanura,
mientras las cabalgatas y trenes de vagones entraban y salían
constantemente por las grandes carreteras pavimentadas de oro o piedra.
A veces, Gll’-Hthaa-Ynn se detenía a mostrar a
Zamacona algún objeto de particular interés, especialmente templos de
Yig, Tulu, Nug, Yeb y El Innombrable, que se alineaban en la carretera a
intervalos dispersos, cada uno en mitad de sus emparrados sotos, de
acuerdo con la tradición de K’n-yan. Tales templos, al contrario de los
de la desierta llanura del otro lado de las montañas, estaban aún en
uso: grandes grupos de adoradores montados llegaban y partían en un
flujo constante. Gll’-Hthaa-Ynn guió a Zamacona al interior de algunos, y
el español observó los sutiles ritos orgiásticos con fascinación y
repulsión. Las ceremonias de Nug y Yeb le asquearon especialmente, tanto
que, de hecho, obvia el describirías en su manuscrito. Cruzaron un
achaparrado y negro templo de Tsathoggua, pero se había convertido en
santuario de Shub-Niggurath, la Madre-Universal y esposa del
Innombrable. Esta deidad era una especie de sofisticada Astarté, y su
culto resultó al piadoso católico algo sumamente detestable. Lo que
menos le gustó de todo fueron los ruidos emocionales emitidos por los
celebrantes... chirriantes sonidos de una raza que había desdeñado el
habla vocal para propósitos ordinarios.
Cerca de los compactos arrabales de Tsath, ya bajo la
sombra de sus aterradoras torres, GIl’-Hthaa-Ynn señaló una monstruosa
construcción circular ante la que enormes muchedumbres se apiñaban. Ése,
indicó, era uno de los muchos anfiteatros donde curiosos deportes y
espectáculos se suministraban al hastiado pueblo de K’n-yan. Quiso
detenerse y guiar a Zamacona al interior de la vasta fachada curva, pero
el español, recordando las mutiladas formas que había visto en los
campos, rehusó violentamente. Este fue el primero de aquellos amistosos
conflictos de gustos que convencerían a la gente de Tsath de que su
invitado seguía extraños y estrechos patrones.
Tsath misma era una red de extrañas y antiguas
calles, y, a pesar del creciente sentido de horror y extrañeza, Zamacona
quedó prendado de sus insinuaciones de misterio y cósmica maravilla. El
desconcertante gigantismo de sus imponentes torres, la monstruosa
agitación de innumerables gentíos por sus ornadas avenidas, las curiosas
tallas en portales y ventanas, y las extrañas vistas panorámicas desde
plazas balaustradas e hiladas de titánicas terrazas, así como la
envolvente bruma gris que parecía posesionarse de las calles parecidas a
desfiladeros a modo de bajo cielo, todo se combinaba para producirle un
sentido de expectación aventurera como nunca antes conociera. Enseguida
fue llevado a deliberar con los dirigentes que gobernaban en un palacio
de oro y cobre, tras un parque ajardinado y lleno de fuentes, y,
durante algún tiempo, fue sometido a un estrecho aunque amistoso
interrogatorio en un salón abovedado recubierto de vertiginosos
arabescos. Mucho era lo que se esperaba de él, según pudo ver, en cuanto
a información histórica sobre el mundo exterior, pero, a cambio, todos
los misterios de K’n-yan le serían revelados. La gran pega era la ley
inexorable de que no podría nunca regresar a aquel mundo de sol y
estrellas; a esa España que era adonde pertenecía.
Se estableció un programa diario para el visitante,
con el tiempo juiciosamente distribuido entre distintas clases de
actividades; Sostendría conversaciones con estudiosos en varios lugares y
recibiría lecciones sobre muchas de las ramas de la sabiduría tsáthica.
Se le permitirían amplios periodos de investigación, y todas las
bibliotecas de Kn-yan, tanto seglares como sagradas, le serían abiertas
de par en par tan pronto como dominara los lenguajes escritos. Asistiría
a ritos y espectáculos excepto cuando se opusiera rotundamente—, y
tendría multitud de ocasiones para entregarse a la ilustrada búsqueda de
placer y estimulación emocional que eran la meta primaria y el núcleo
de la vida diaria. Se le asignaría una casa en los suburbios o un
apartamento en la ciudad, y sería iniciado en una de las amplias
hermandades — que incluían multitud de mujeres nobles de la mayor
belleza, artísticamente realzada— que en los últimos tiempos de K’n-y-an
habían suplantado a las unidades familiares. Se le asignarían algunos
gyaa-yothn para su transporte y desplazamiento, y diez esclavos
vivientes de cuerpo intacto le serían suministrados para gobernar sus
posesiones y protegerle en las vías públicas de ladrones, sádicos y
orgiastas religiosos. Había muchos artefactos mecánicos que debería
aprender a usar, pero Gll’Hthaa-Ynn podía instruirle inmediatamente en
el uso dc los principales.
Tras elegir un apartamento en vez una villa
suburbana, Zamacona fue despedido por los gobernantes con gran cortesía y
ceremonia, y fue guiado a través de calles parecidas a desfiladeros
hacia una estructura de setenta u ochenta plantas semejante a un risco
tallado. Se habían hecho preparativos para su llegada, y, en un
espacioso aposento a ras de suelo de estancias abovedadas, los esclavos
se afanaban en colocar colgaduras y mobiliario.
Había taburetes lacados y taraceados, reclinatorios y
tumbonas púrpuras y plateados, e infinitas casillas alineadas de teca y
ébano con cilindros de metal conteniendo algunos de los manuscritos que
pronto estaría en disposición de leer; los clásicos complementos que
todo apartamento urbano poseía. Halló estantes con gruesos pergaminos y
boles del habitual pigmento verde en cada estancia: cada uno con su
adecuado equipo de pinceles y otros pocos y extraños útiles de
escritorio. Encontró artefactos de escritura mecánica sobre ornados
trípodes dorados, y sobre todo flotaba tina brillante luz azul
procedente de los globos de energía emplazados en el techo. Había
ventanas, pero en este oscuro nivel del suelo tenían poco valor como
fuente de luz. En algunas de las estancias había elaborados baños,
mientras que la cocina era un laberinto de artilugios mecánicos. Los
suministros llegaban, según le dijeron a Zamacona, por la red de
pasadizos subterráneos que había bajo Tsath y que, a su vez, estaban
formados por curiosos transportes mecánicos. Descubrió un establo en ese
nivel subterráneo para las bestias, y Zamacona podía al instante, ser
instruido en cómo encontrar el camino más cercano para alcanzar la
calle. Antes de terminar su inspección, el grupo permanente de esclavos
llegó, Siéndole presentado; y poco después aparecieron media docena de
hombres libres y damas nobles de su futura hermandad, quienes serían sus
compañeros durante algunos días, contribuyendo a su instrucción y
divertimento. A su partida, otro grupo tomaría su lugar, y de esta forma
el grupo de unos cincuenta miembros iría rotando sucesivamente.
VI
Así se vio Pánfilo de Zamacona y Núñez absorto
durante cuatro años en la vida de la siniestra ciudad de Tsath, en el
mundo interior de K’n-yan, iluminado de azul. No todo de cuanto aprendió
y vio es explicado claramente en su manuscrito: una piadosa reticencia
le sofrena cuando comienza a escribir en su lengua española nativa, y no
osa profundizar en nada. Es mucho lo que observa con evidente
repulsión, y se niega tenazmente a ver, hacer o comer una infinidad.
Otros actos los espía con un continuo pasar de las cuentas de su
rosario. Exploró todo el mundo de K’n-yan, incluyendo las desiertas
ciudades-máquinas del periodo medio en llanura cubierta de aulaga de
Nith, y realizó un descenso al mundo de luz roja de Yoth para ver las
ruinas ciclópeas. Atestigua prodigios de habilidad e ingeniería que le
dejaban sin respiración, y contempló metamorfosis humanas,
desmaterializaciones, rematerializaciones y reanimaciones que le
hicieron hacerse cruces una y otra vez. Su gran capacidad de
maravillarse se veía desafiada por la plétora de nuevas maravillas que
contemplaba cada día.
Pero cuanto más permanecía allí, más deseaba
marcharse, ya que la vida interior de K’n-yan estaba basada en impulsos
muy ajenos a él. Mientras progresaban sus conocimientos históricos,
entendía más, y ese saber aumentaba su disgusto. Sentía que el pueblo de
Tsath era una antigua y peligrosa raza — más peligrosa para ellos
mismos de lo que creían—, y su creciente frenesí por combatir la
monotonía y buscar novedades les llevaban rápidamente a un precipicio de
desintegración y horror supremo. Su propia visita, podía verlo, había
acelerado el proceso; no sólo despertando el temor a una invasión
exterior, sino incitándoles a desear salir fuera y degustar el
variopinto mundo exterior que él describía. Con el paso del tiempo, se
percató que la gente tendía cada vez más a practicar la
desmaterialización como un divertimento, por lo que los apartamentos y
anfiteatros se convirtieron en verdaderos aquelarres de transmutaciones,
reajustes de edad, experimentos mortíferos y proyecciones. Vio que, con
el incremento del hastío y la agitación, la crueldad, las argucias y la
revuelta crecían rápidarnente. Había más y más cósmicas anormalidades,
más y más sadismos curiosos, más y más Ignorancia y superstición, y más y
más deseos de escapar de la vida física a través de un estado medio
espectral de dispersión electrónica.
Todos sus esfuerzos por partir, no obstante, quedaron
en nada. La persuasión era ineficaz, como probaron repetidos intentos;
aunque la clara advertencia de las clases superiores a su llegada le
disuadieron de demostrar un abierto interés por marcharse. En el año qué
él acepta como 1543, Zamacona hizo un intento de escapar a través del
túnel por donde había llegado a K’n-yan, pero, tras un fatigoso viaje
por la desértica llanura, encontró fuerzas en el oscuro pasadizo que le
disuadieron de futuros intentos en ese sentido. Como una forma de
sostener la esperanza y guardar la imagen del hogar en la mente, comenzó
sobre este tiempo a hacer los primeros apuntes de este manuscrito
describiendo sus aventuras, deleitándose en las viejas y queridas
palabras españolas y en las familiares letras del alfabeto romano. De
algún modo, esperando poder enviar el manuscrito al mundo exterior y
convencer a los suyos, decidió guardarlo en uno de los cilindros del
metal-Tulu utilizados para archivos sacros. Esta extraña y magnética
sustancia no podía por menos que confirmar la increíble historia que
tenía que contar.
Pero aun planeándolo así, mantenía leves esperanzas
cíe poder establecer contacto con la superficie de la tierra. Cada paso
conocido, sabía, estaba guardado por personas o fuerzas a las que era
mejor no oponerse. Su intento de escapar no podía esperar ayudas, ya que
podía ver aumentar la hostilidad hacia el mundo exterior que
representaba. Esperaba que ningún otro europeo encontrara la forma de
entrar, ya que era posible que los siguientes visitantes no fueran tan
bien tratados como él. Él mismo había sido una aplaudida fuente de
información, lo que le había brindado una privilegiada posición. Otros,
siendo menos necesarios, podrían recibir un trato bastante diferente. Se
preguntó qué le sucedería cuando los sabios de Tsáth le consideraran
vacío de nuevos datos, y, como autodefensa, comenzó a ser más gradual al
hablar de las tradiciones cíe la tierra, dando siempre que podía la
impresión de tener vastos conocimientos en reserva.
Otra cosa que puso en peligro la posición de Zamacona
en Tsath fue su persistente curiosidad por ver el postrer abismo de
N’kai, bajo el mundo iluminado de rojo Yoth, cuya existencia los cultos
religiosos predominantes estaban progresivamente inclinados a negar.
Cuando exploró Yoth, trató en vano de encontrar la entrada bloqueada; y
mas tarde había experimentado el arte de desmaterialización y
proyección, esperando llegar a ser capaz de enviar su consciencia más
allá de los abismos que sus ojos físicos no podían descubrir. Y aunque
nunca progresó lo bastante en tal arte, se las arregló para tener una
serie de monstruosos y portentosos sueños que pensaba incluían algunos
elementos actuales de N’kai; sueños sumamente impactantes y
perturbadores para los jefes de los cultos de Yig y Tulu cuando los
contó, y que sus amigos le aconsejaron ocultar en vez de explotar. Con
el tiempo, esos sueños se volvieron más frecuentes y enloquecedores,
conteniendo cosas que no osa registrar en su manuscrito, pero sobre las
cuales preparó una relación especial para cierto hombre instruido de
Tsath.
Puede ser lamentable — o quizás misericordiosamente
afortunado— el que Zamacona mostrara tantas reticencias y reservas en
muchos temas y descripciones del manuscrito secundario. El documento
principal abunda en detalles sobre usos, costumbres, pensamiento,
lenguaje e historia de K’n-yan, suficiente para formar una descripción
de aspecto visual sobre la vida diaria de Tsath. Uno queda atónito,
también, por las motivaciones reales de la gente, su extraña pasividad y
cobarde temor a la guerra y su casi rastrero temor hacia el mundo
exterior, a pesar de poseer poderes de desmaterialización y atómicos que
podrían haberlos hecho inconquistables de haberse tomado la molestia de
organizar un ejército como en otros tiempos. Es evidente que K’n-yan
estaba desde hacia mucho en decadencia, reaccionando con una mezcla de
apatía e histeria ante la estandarizada y cronometrada vida de
embrutecedora regularidad que la maquinaria había provocado durante su
periodo medio. Aun las costumbres grotescas y repulsivas y las formas de
pensar y sentir pueden rastrease a tales orígenes, ya que, en su
investigación histórica, Zamacona encontró evidencia de pasadas eras en
las que K’n-yan había tenido ideas mucho más parecidas a las del
clasicismo y el renacimiento del mundo exterior, y había poseído un arte
y carácter nacional lleno de lo que los europeos llaman dignidad,
bondad y nobleza.
Cuanto más estudiaba Zamacona tales cosas, más
aprensivo se volvía sobre su futuro, porque vio que la omnipresente
desintegración moral e intelectual poseía una ominosa aceleración que se
agudizaba de forma tremenda. Aun durante su estancia, los signos de
decadencia se multiplicaban. El racionalismo degeneraba cada vez más en
supersticiones fanáticas y orgiásticas, centradas en una profusa
adoración del magnético metal-Tulu, y la tolerancia continuamente se
disolvía en una serie de odios frenéticos, especialmente hacia el mundo
exterior del que tanto estaban aprendiendo sus eruditos a través de él. A
veces casi temía que la gente pudiera perder algún día su apatía
inmemorial y decaimiento y revolverse como ratas desesperadas contra las
desconocidas tierras superiores, arrasando todo lo que se cruzara en su
camino gracias a sus singulares y todavía recordados poderes
científicos. Pero de momento, ellos combatían su aburrimiento y vacuidad
de otras formas: multiplicando sus odiosas salidas emocionales y
aumentando la loca parodia y anormalidad de sus diversiones. Las arenas
de Tsath debieron ser lugares malditos e inconcebibles a los que
Zamacona nunca se acercaba. Y lo que ocurriría en otro siglo, o incluso
en otra década, él no osaba conjeturar. El piadoso español se hacía
cruces y repasaba su rosario más incluso de lo normal en aquellos días.
En el año 1545, según su cuenta, Zamacona llegó a lo
que bien podría llamarse como sus intentos finales de dejar K’n-yan. La
nueva oportunidad tuvo un origen inesperado: una hembra de su hermandad
que le otorgaba una atención curiosa individual basada en alguna memoria
hereditaria sobre los días de matrimonio monogámico en Tsath. Sobre
esta hembra —una noble de moderada belleza y, como poco, mediana
inteligencia llamada T’la-yub— Zamacona obtuvo el más extraordinario
ascendiente, induciéndola finalmente a ayudarle en su huida, bajo
promesa de dejarla acompañarle. La suerte jugó un gran papel en el
transcurso de los eventos, ya que T'la-yub procedía de una antiquísima
familia de señores del portal que habían guardado tradiciones orales
sobre un pasadizo al mundo exterior, que la gente había olvidado ya
incluso en tiempos del gran cierre: un pasaje hacia un túmulo en las
planas llanuras de la tierra que, en consecuencia, nunca fue sellado o
guardado. Explicó que los antiguos señores del portal no eran ni
guardias ni centinelas, sino simples propietarios ceremoniales y
económicos, de posición semifeudal y baronial, en una era anterior al
corte de relaciones con la superficie. Su propia familia se había visto
menguada en el momento del cierre de aquel portal que había sido
completamente olvidado, y ellos habían preservado siempre el secreto de
su existencia como una especie de misterio hereditario: una fuente de
orgullo, y de sentido de poder propio, para contrarrestar el sentimiento
de opulencia e influencia desvanecida que tan constantemente les
irritaba.
Zamacona, ahora trabajando febrilmente para dar al
manuscrito su forma final, en previsión de que algo pudiera sucederle,
decidió llevar consigo, en su viaje al exterior, tan sólo cinco bestias
cargadas de oro puro en forma de pequeños lingotes usados para
decoraciones menores; bastante, según sus cálculos, para hacerle un
personaje de poder ilimitado en su propio mundo. Había llegado a
endurecerse ante la vista de los monstruosos gyaa-yothn en esos cuatro
años de residencia en Tsath, de ahí que no dudara en usar las criaturas,
aunque decidió matarlas y enterrarlas, y esconder el oro tan pronto
corno alcanzara el mundo exterior, ya que sabía que un simple vistazo a
uno de los seres podía volver loco a un indio ordinario. Más tarde,
armaría una expedición apropiada para llevar el tesoro a México. A
T’la-yub quizás le permitiera compartir tal fortuna, ya que no le
faltaba atractivo, aunque probablemente se las ingeniaría para dejarla
entre los indios de la llanura, ya que no estaba demasiado ávido de
conservar lazos con la forma de vida de Tsath. Corno mujer, por
supuesto, podría elegir una dama española o, en el peor de los casos,
una princesa india de descendencia normal exterior y pasado regular e
intachable, Pero en aquellos momentos, T’la-yub debía ser utilizada
corno guía. Llevaría el manuscrito consigo, dentro de un portarrollos
del sagrado y magnético metal-Tulu.
La propia expedición se describe en el suplemento al
manuscrito de Zamacona, escrito más tarde con mano que demuestra signos
de tensión nerviosa. Partieron entre las más cuidadosas precauciones,
eligiendo un periodo de descanso y alejándose lo más posible por los
débilmente iluminados pasadizos inferiores de la ciudad. Zamacona y
T’la-yub, disfrazados con ropajes de esclavos llevando mochilas de
provisiones y guiando a pie sus cinco bestias de carga, pasaron sin
problemas por trabajadores ordinarios, y siguieron cuanto les fue
posible por la ruta subterránea, utilizando un largo y poco frecuentado
ramal que originariamente llevaba a los transportes mecánicos hacia el
ahora derruido suburbio de L’thaa. Entre las minas de L’thaa salieron a
la superficie, tras lo que cruzaron tan rápido corno fue posible la
desierta llanura iluminada de azul de Nith hacia la cadena de bajas
colinas de Grh-yan. Allí, entre los tupidos matorrales, T’la-yub
encontró la desusada y medio fabulosa entrada del túnel olvidado que
ella viera una vez antes, eones en el pasado, cuando su padre la había
llevado allí para mostrarle aquel monumento a su orgullo familiar. Costó
grandes trabajos el llevar a las cargadas bestias a través de los
sarmientos y espinos que obstruían el camino, y uno de ellos mostró una
renuencia destinada a traer calamitosas consecuencias... huyendo del
grupo y alejándose hacia Tsath sobre sus pies detestables, con su dorada
carga y todo.
Fue un trabajo de pesadilla alumbrado por la luz de
las antorchas azules: arriba, abajo, adelante y arriba de nuevo a través
de un malsano y obstruido túnel donde ningún pie había hollado desde
eras antes del hundimiento de la Atlántida; y, en cierto momento,
T’la-yub tuvo que practicar el temible arte de la desmaterialización
sobre sí misma, Zamacona y las cargadas bestias para pasar un punto
completamente bloqueado por el corrimiento de los estratos terrestres.
Fue una terrible experiencia para Zamacona, ya que, aunque había
presenciado bastantes desmaterializaciones en otros e incluso practicado
consigo mismo para alcanzar la proyección del sueño, nunca antes había
sido sometido tan completamente a la prueba. Pero T’la-yub era ducha en
las artes de K’n-yan y realizó la doble metamorfosis con perfecta
seguridad.
Tras eso, resume el odioso viaje a través de criptas
de horror colmadas de estalactitas donde monstruosos relieves acechaban a
cada paso; acampando y avanzando alternativamente durante periodos que
Zamacona considera de unos tres días, pero que probablemente eran menos.
Por fin, llegaron a un lugar sumamente angosto donde las naturales y
sólo ligeramente labradas paredes de roca daban paso a muros de
albañilería totalmente artificial, cincelados con terribles
bajorrelieves. Tales muros, tras un kilómetro de empinado ascenso,
remataban en un par de inmensos nichos, uno a cada lado, en los que las
imágenes monstruosas e incrustadas de. nitratos de Yig y Tulu se
acuclillaban observándose el uno al otro a través del pasadizo, tal como
habían hecho desde la temprana juventud del mundo humano. En este
lugar, el pasadizo se abría en una estancia circular y prodigiosamente
abovedada de factura humana, completamente cubierta de horribles tallas y
revelando en el extremo más alejado un pasadizo de arcos con el
comienzo de una serie de escalones. T’la-yub conocía por las historias
familiares que éste debía estar muy cercano a la superficie terrestres
pero no pudo decir cuánto. Aquí el grupo acampó para lo que debía ser su
último periodo de descanso en el mundo subterráneo.
Debieron ser unas cuatro horas más tarde cuando el
resonar de metales y el ruido de pies de bestias despertaron a Zamacona y
T’la-yub. Un resplandor azulado surgía del estrecho pasadizo entre las
imágenes de Yig y Tulu, y en un instante la verdad se hizo evidente. Se
había dado la alarma en Tsath — como más tarde se rebeló, por el
gyaa-yoth huido que se había revelado en la entrada cubierta de espinos—
y una veloz partida de perseguidores acudió para detener a los
fugitivos. La resistencia era evidentemente inútil, y no hubo ninguna.
La partida de doce jinetes se comportó de forma estudiadamente cortés, y
la vuelta comenzó casi sin una palabra o mensaje mental entre ambos
bandos.
Fue un viaje ominoso y depresivo, y la ordalía de
desmaterialización y rematerialización en el lugar obstruido aún más
terrible, porque carecía de la esperanza y expectación que paliara
durante el proceso en el viaje de ida. Zamacona escuchó discutir a sus
captores acerca de la inminente apertura de tal obstáculo mediante
radiaciones intensivas, ya que en el futuro habría que poner centinelas
en el, hasta entonces, desconocido portal exterior. No debía permitirse a
los forasteros penetrar por el pasadizo, porque, entonces, quien
pudiera escapar sin el debido tratamiento, podría tener un indicio de la
inmensidad del mundo interior y quizás ser lo bastante curioso para
volver con refuerzos. Como en los otros pasadizos desde la llegada de
Zamacona, debían estacionarse centinelas por el túnel hasta el portal
exterior, centinelas reclutados entre los esclavos, los muertos
vivientes y'm-bhi, o los hombres libres caídos en desgracia. Con la
invasión de las llanuras americanas por millares de europeos, tal como
predijera el español, cada pasaje era una potencial fuente de peligro y
debía ser rigurosamente guardado hasta que los tecnólogos de Tsath
pudieran disponer de energía para preparar un bloqueo total que ocultara
las entradas, tal como habían hecho con muchos túneles en épocas
anteriores y más vigorosas.
Zamacona y T’la-yub fueron llevados ante los tres
gn‘agn del tribunal supremo, en el palacio de oro y cobre tras el parque
de jardines y fuentes, y el español obtuvo la libertad merced a la
vital información sobre el mundo exterior que aún podía suministrar. Se
le indicó que volviera a su apartamento y a su hermandad, llevara la
vida de antes y continuara reuniéndose con los grupos de eruditos según
el último horario que había seguido. Ninguna restricción se le impondría
en tanto pudiera estar pacíficamente en K’n-yan... pero se le indicó
que tal indulgencia no se repetiría ante otro intento de huida. Zamacona
había notado cierta ironía en las palabras de despedida del jefe gn
‘agn al asegurarle que todos sus gyaa-yothn, incluido el que se había
rebelado, le serían devueltos.
La Suerte de T’la-yub fue menos afortunada. No tenía
objeto retenerla, y su antiguo linaje de Tsath daba a su acto mayor
aspecto de traición del que tuviera el de Zamacona, se la condenó a ser
entregada a las curiosas diversiones del anfiteatro y después, con
algunas mutilaciones y forma semidesmaterializada, cumplir las funciones
de un y’m-bhi o esclavo revivido y emplazarse entre los centinelas que
guardaban el pasadizo cuya existencia había ocultado. Zamacona lo supo
pronto, no sin muchas punzadas de remordimiento que apenas podía haber
anticipado, ya que la pobre T’la-yub salió de la arena sin cabeza y con
forma incompleta, siendo destinada como guardián exterior sobre el
túmulo donde se descubrió que terminaba el pasadizo. Ella era, decía, un
centinela nocturno cuya automática obligación era ahuyentar a los
visitantes con una antorcha e informar a un pequeño pelotón de doce
muertos y’m-bhi y seis hombres libres, vivos pero parcialmente
desmaterializados, situados en la abovedada y circular estancia, silos
visitantes no hacían caso de su aviso. Obraba, decía, en combinación con
un centinela diurno, un hombre libre vivo que eligió este puesto en
lugar de otros castigos por sus ofensas contra el estado. Zamacona, por
supuesto, sabía desde hacía mucho que la mayoría de los centinelas jefes
eran desacreditados hombres libres.
Se le hizo saber, aunque de forma indirecta, que su
propio castigo por otro intento de fuga sería servir como centinela del
portal, aunque en forma de esclavo y’m-bhi o muerto viviente, y tras un
tratamiento de anfiteatro aún más pintoresco del que T’la-yub, según le
dijeron, había sufrido. Se le dijo que él — o partes suyas— podría ser
reanimado para guardar alguna sección interior del pasadizo y la vista
de otros, pues su cuerpo destrozado sería el permanente Símbolo de la
recompensa a la traición. Pero, añadía siempre su informador, por
supuesto era inconcebible que pudiera correr tal destino. Mientras
permaneciera pacíficamente en K’n-yan, podría continuar siendo un
personaje libre, privilegiado y respetable.
Pero al final, Pánfilo de Zamacona acabó corriendo el
destino que tan directamente le insinuaban. Por supuesto, no esperaba
realmente encontrarlo, pero la nerviosa parte final del manuscrito
muestra claramente que estaba preparado para afrontar tal posibilidad.
Lo que le llevó a un intento final cíe desesperada huida de K’n-yan fue
su creciente dominio del arte de la desmaterialización. Habiéndolo
estudiado durante años y habiendo aprendido aún más en las dos veces en
que había siclo sometido a él, se sintió ahora progresivamente capaz de
usarlo independiente y efectivamente. El manuscrito consigna algunos
notables experimentos en este arte — proezas menores realizadas en su
apartamento— y refleja que el anhelo de Zamacona de poder ser pronto
capaz de asumir la espectral forma en su plenitud, alcanzando la
completa invisibilidad y preservando tal condición tanto como deseara.
Al alcanzar tal estado, razona, el camino hacia el
exterior quedaría expedito. Por supuesto que no podría llevarse oro,
pero la simple fuga sería bastante. Podría, empero, desmaterializar y
llevar consigo este manuscrito en el cilindro de metal-Tulu, aunque a
costa de algún esfuerzo adicional, ya que su registro y prueba podrían
llegar al mundo exterior en cualquier caso. Ahora conocía el pasadizo a
seguir y, si pudiera hacerlo en un estado de dispersión atómica, no veía
cómo persona o fuerza alguna podría detectarlo o detenerlo. El único
problema era si fracasaba en mantener su condición espectral durante
todo el tiempo. Tal era el omnipresente peligro, según descubrió en sus
experimentos. ¿Pero no hay siempre un riesgo de muerte y cosas peores en
una vida de aventuras? Zamacona era un hidalgo de la vieja España, de
la estirpe que había afrontado lo desconocido y se había abierto paso
entre las civilizaciones del Nuevo Mundo.
Durante muchas noches tras su decisión final,
Zamacona rogó a San Pánfilo y otros santos guardianes y pasó las cuentas
de su rosario. La última anotación del manuscrito, que al final toma
progresivamente la forma de un diario, era una simple frase: <<Es
más tarde de ¡o que pensaba, tengo que marcharme.>> Tras lo cual,
sólo tenemos silencio y conjeturas... y la evidencia suministrada por la
presencia del propio manuscrito y lo que este indica.
VII
Cuando acabé mi anonadante tarea de leer y tomar
notas, el sol matutino estaba alto en los cielos. La bombílía estaba aún
encendida, pero tales cosas del mundo real — el moderno mundo exterior—
estaban muy lejos de mi turbado cerebro. Sabía que estaba en mi
habitación de la casa de Clyde Compton en Binger, ¿pero, con qué
monstruoso panorama me había tropezado? ¿era esta cosa un truco o una
crónica de locura? Si era una mistificación, ¿Era algo del siglo XVI o
actual? La antigüedad del manuscrito era aparentemente genuina para mis
ojos, no inexpertos del todo, y, sobre el problema representado por el
extraño cilindro metálico, no me atrevía a pensar.
Además, qué monstruosamente exacta explicación de
todo el desconcertante fenómeno del túmulo.., de las aparentemente
insensatas y paradójicas acciones de los fantasmas diurnos y nocturnos, y
¡de los extraños casos de locura y desapariciones! Era incluso una
explicación condenadamente plausible — diabólicamente consistente —, si
uno pudiera aceptar lo increíble. Debía ser una tremenda falsedad
pergeñada por alguien que conocía todo el asunto del túmulo. Había
incluso indicios de sátira social en aquel increíble mundo inferior de
horror y decadencia. Seguramente era una inteligente falsificación, obra
de algún cínico oculto, algo así como las plúmbeas cruces de Nuevo
México, que algún payaso plantara y pretendiera descubrir como reliquia
de alguna olvidada Edad Oscura colonia de Europa.
Al bajar a desayunar, apenas sabia qué decir a
Compton y su madre, así como a los preguntones que habían ya comenzado a
llegar. Todavía aturdido, corté el nudo gordiano dando unos pocos
esbozos de las notas que había tomado e insinuando mi creencia de que la
cosa era un sutil e ingenioso fraude realizado por algún explorador
previo del montículo; una creencia con la que todo el mundo pareció
estar de acuerdo cuando comenté la esencia del manuscrito. Es curioso
cómo todo el grupo del desayuno — y todos los demás de Binger con
quienes repetí la discusión— parecieron encontrar un gran alivio en la
noción de que alguien estaba jugando a reírse de los demás. Pero
habíamos olvidado que la conocida y reciente historia del túmulo
presentaba misterios tan extraños como los del manuscrito, y tan
alejados de soluciones aceptables como él.
Los miedos y dudas volvieron cuando pedí voluntarios
para acompañarme en mi visita al túmulo. Deseaba una gran partida de
excavación, pero la idea de ir a aquel desazonador lugar no parecía más
atractiva para la gente de Binger de lo que era el día anterior. Yo
mismo sentí un creciente horror al mirar el túmulo y contemplar la móvil
mancha que sabía era el centinela diurno, ya que, a despecho de mi
escepticismo hacia las fantasías de aquel manuscrito, me impresionaba y
daba a todo lo tocante al lugar un nuevo y monstruoso significado. Me
faltó completamente el valor para enfocar a la mota móvil con mis
binoculares. En cambio, lo rehuí con esa especie de desesperación que
desplegamos en las pesadillas... cuando, sabiendo que soñamos, nos
zambullimos desesperadamente en lo más profundo de los horrores,
esperando así que desaparezcan antes. Mi pico y pala estaban todavía
allí, y sólo tenía que llevar mi equipo y toda la parafernalia menor. A
eso añadí el extraño cilindro y su contenido, sintiendo vagamente que
podría tener algún valor el cotejar parte del verde escrito del texto
español. Incluso una astuta mistificación podía fundarse en algún
atributo verdadero del túmulo descubierto por un primitivo explorador,
¡y aquel metal magnético era condenablemente extraño! El críptico
talismán de Aguila Gris pendía de su cordel de cuero alrededor de mi
cuello.
No presté excesiva atención al túmulo mientras me
aproximaba, pero cuando lo alcancé no había nadie a la vista. Repitiendo
mi ascenso previo del anterior día, me sentí turbado por pensamientos
de lo que podía yacer cerca si por merced de algún milagro parte del
manuscrito tuviera algo de razón. En tal caso, no podía evitar pensar,
el hipotético español Zamacona podía realmente haber alcanzado el mundo
exterior cuando le sobrevino algún desastre, quizás una involuntaria
rematerialización. Pudiera naturalmente, en aquel caso; haber sido
capturado por cualquier centinela que estuviera de guardia en aquel
momento — tanto el hombre libre caído en desgracia como, oh suprema
ironía, la misma T’la-yub que había planeado y ayudado en su primer
intento de fuga— y, en la consiguiente lucha, el cilindro con el
manuscrito podía muy bien haber caído en la cima del montículo, siendo
olvidado y gradualmente enterrado durante los siguientes cuatro siglos.
Pero, añadía para mí mientras trepaba hacia la cumbre, uno no podía
pensar en cosas tan extravagantes. Es más, si había algo de cierto en el
relato, Zamacona debió sufrir un monstruoso destino cuando fue llevado
de vuelta... el anfiteatro... mutilación... guardias en algún lugar del
malsano y nitroso túnel como esclavo muerto en vida... unos lisiados
fragmentos corporales como centinela automático del interior...
Fue un verdadero golpe lo que provocaron estas enfermizas especulaciones
en mi cabeza, pues al mirar alrededor de la cumbre elíptica vi que mi
pico y pala habían desaparecido. Era un descubrimiento sumamente provocador
y desconcertante; enigmático, también, en vista de la aparente
reluctancia de toda la gente de Hinger a visitar el túmulo. ¿Era tal
renuencia fingida, y los chistosos del pueblo estaban burlándose ahora
de mi desconcertada llegada, cuando me miraban solemnemente apenas diez minutos
antes? Cogí mis prismáticos y estudié el boquiabierto grupo
al borde del pueblo. No... no parecían tener aspecto de haber alcanzado
ningún cómico clímax, ni el asunto parecía ser el
remate de. una colosal broma en el que todos los aldeanos y la gente de la reserva
estuvieran involucrados... ¿leyendas, manuscrito, cilindro y todo? Pensé
en cómo había visto al centinela en la distancia y cómo
se había desvanecido inexplicablemente; pensé también en
la conducta del anciano Águila Gris y en las palabras y expresiones de
Compton y su madre, y en el inconfundible miedo de la mayoría de la gente
de Binger. En conjunto, no podía ser una broma pueblerina. El miedo y
el problema eran seguramente reales, aunque obviamente había uno o dos
bromistas temerarios en Binger que se habían escurrido hasta el túmulo
para retirar los útiles que había dejado en él.
Todo en el montículo estaba como lo dejara: la maleza
cortada con mi machete, la pequeña depresión en forma de cuenco hacia
el borde norte, y el agujero que había hecho con mi bayoneta siguiendo
el magnetismo revelado por el cilindro. Juzgando demasiado grande una
concesión a los desconocidos bromistas el volver a Binger en busca de
otro pico y pala, decidí seguir con mi plan lo mejor que pudiera con el
machete y la bayoneta de mi equipo; así que, sacándolas, comencé a
excavar la depresión en forma de cuenco que había determinado como un
posible lugar para una primitiva entrada al túmulo. Mientras procedía,
sentí de nuevo la sugestión de un repentino viento soplando contra mi
tal como había notado el día anterior.., una sugestión que parecía más
fuerte, e insinuar aún más fuerte la presencia de invisibles e informes
manos oponentes sujetando mis muñecas mientras cavaba más y más profundo
por el suelo rojo lleno de raíces y alcanzaba el exótico barro negro de
debajo. El talismán alrededor de mi cuello parecía sacudirse de forma
extraña en la brisa.., pero no en una sola dirección, como cuando era
atraído por el cilindro enterrado, sino vaga y difusamente, en una forma
totalmente inexplicable.
Entonces, sin previo aviso, la tierra negra y llena
de raíces bajo mis pies comenzó a hundirse estrepitosamente, mientras
escuchaba un débil sonido de materia suelta cayendo bajo mi peso. El
viento, fuerzas o manos oponentes parecían estar operando de nuevo desde
el mismo lugar del hundimiento, y sentí que ayudaban a mi retroceso
mientras me apartaba del agujero para evitar yerme arrastrado por un
derrumbamiento. Inclinándome sobre el borde y cortando el mohoso enredo
de raíces con mi machete, sentí que de nuevo me atacaba... pero no lo
bastante fuerte como para detener mi trabajo. Cuantas más raíces
cortaba, más materia escuchaba caer. Finalmente, el agujero comenzó a
ahondarse hacia el centro y vi que la tierra se deslizaba hacia una gran
cavidad inferior, dejando una abertura de gran tamaño en donde las
raíces estaban cercenadas. Unos cuantos tajos del machete abrieron la
trampa y, con un parcial derrumbe y la expulsión de aire extraño y de un
curioso frío, el último obstáculo cedió. Bajo el sol matutino,
bostezaba una gran abertura de no menos de noventa centímetros,
mostrando el tramo final de una fila de escalones de piedra por donde
aún resbalaba la tierra liberada por el derrumbe. ¡Mi búsqueda había
dado con algo por fin! Con una sacudida de culminación que casi anulaba
momentáneamente el miedo, devolví bayoneta y machete a mi bulto, tomando
mi poderosa linterna y preparándome para una triunfante, solitaria y
totalmente imprudente invasión del fabuloso mundo inferior que había
puesto al descubierto.
Fue bastante difícil alcanzar los primeros escalones,
tanto porque la tierra caída los había sepultado como por la siniestra
salida de un frío viento inferior. El talismán alrededor de mi cuello se
balanceaba curiosamente, y comencé a lamentar la mengua del cuadro de
luz diurna sobre mi cabeza. La linterna descubría muros malsanos,
mojados e incrustados de sal, construidos con inmensos bloques de
basalto, y a cada instante creía descubrir algunos restos de tallas bajo
los depósitos nitrosos, Asía con fuerza mi bulto y me sentía satisfecho
por el confortante peso del pesado revólver del sheriff en el bolsillo
derecho de mi chaqueta. Tiempo después el pasadizo comenzó a serpentear,
y tanto éste como las escaleras quedaron libres de obstrucciones. Las
tallas del muro no eran definidamente identificables, y me estremecí
cuando vi cuán claramente cómo las grotescas figuras recordaban a los
monstruosos bajorrelieves del cilindro que encontrara. El viento y las
fuerzas continuaban soplando malévolamente contra mí y, en un par de
ocasiones, imaginé que la linterna daba atisbos de pequeñas y
transparentes figuras no muy diferentes al centinela del túmulo, tal
como lo habían mostrado mis binoculares. Al alcanzar este estado de caos
visual, me detuve por un instante para recobrar la compostura. No debía
permitir a mis nervios privarme de mis facultades en el inicio de lo
que seguramente sería una difícil experiencia y la más importante hazaña
arqueológica de mi carrera,
Pero pronto deseé no haberme detenido en aquel lugar,
porque tal acto fijó mi atención en algo sumamente perturbador. Era tan
sólo un pequeño objeto caído cerca del muro, en uno de los escalones
bajo mí, pero tal objeto supuso una dura prueba para mi razón y me llevó
a una serie de las más alarmantes especulaciones. Que la abertura sobre
mí había estado cerrada contra toda forma material durante generaciones
era totalmente obvio debido a la acumulación de raíces de matorrales y
tierra amontonada, pero el objeto ante mí no era, perceptiblemente, de
muchas generaciones atrás. Ya que era una linterna eléctrica, combada e
incrustada de la humedad sepulcral, pero aun así no dejaba ningún lugar a
dudas. Descendí unos pocos escalones y la cogí, limpiando los malignos
depósitos contra mi rústica chaqueta. Una de las bandas niqueladas
llevaba un nombre grabado y una dirección, y la reconocí, con un
sobresalto, en el momento de leerla. Rezaba »Jas. C. Williams, 17
Trowbridge St., Cambridge, Mas.», y supe que había pertenecido a uno de
los dos atrevidos profesores universitarios desaparecidos el 28 de junio
de 1915. Sólo treinta años atrás, ¡pero yo acababa de abrirme paso a
través del césped de siglos! ¿Cómo había llegado esa cosa allí? Había
otra entrada o había algo de verdad en aquella loca idea de
desmaterialización y rematerialización?
La duda y el horror se apoderaron de mí mientras
descendía aún más por la escalera aparentemente sin fin. ¿No acabaría
nunca? Las tallas se volvían más y más visibles, y adquirieron una
cualidad de narración pictórica que me colocó al borde del pánico al
reconocer las inconfundibles correspondencias con la historia de K’nyan
reseñada por el manuscrito que descansaba en mi equipo. Por primera vez
comencé a preguntarme seriamente acerca de la sabiduría de mi descenso, y
decirme si no sería mejor volver al aire superior, antes de encontrar
algo que nunca me permitiera volver como un hombre cuerdo. Pero no
titubeé mucho, porque como virginiano sentía la sangre de ancestrales
luchadores y gentilhombres aventureros latir su protesta contra el
retroceso ante el peligro, fuera conocido o desconocido.
Mi descenso se volvió más rápido, y evité estudiar
los terribles bajorrelieves y tallas que me habían enervado. Vi una
abertura en arco delante y advertí que la prodigiosa escalera había
finalizado por fin, todo a la vez. Pero con esta comprensión llegó el
horror en creciente magnitud, ya que ante mí bostezaba una enorme cripta
abovedada de líneas demasiado familiares.., un gran espacio circular
respondiendo en cada detalle a la estancia abarrotada de tallas que
describiera el manuscrito de Zamacona.
Éste era, en efecto, el lugar. No cabía el error. Y
si en cualquier sitio quedara para la duda, fue suprimida por lo que vi
cruzando directamente la gran bóveda. Era un segundo arco que daba pie a
un largo y estrecho pasadizo, conteniendo en su entrada a dos
gigantescos nichos opuestos que albergaban espantosas y titánicas
imágenes de impresionante factura familiar. En aquella oscuridad, el
inmundo Yig y el odioso Tulu se agazapaban eternamente, observándose
mutuamente por el pasaje, tal como se habían contemplado desde la más
temprana juventud del mundo humano.
De aquí en adelante no pido que se crea lo que
contaré... pero sé que lo vi. Es demasiado antinatural, demasiado
monstruoso e increíble para ser parte de cualquier experiencia u
objetiva realidad cuerda humana. Mi linterna, aun que lanzando un
poderoso rayo al frente, naturalmente no podía proporcionar una
iluminación general de la ciclópea cripta, por lo que comencé a moverme
alrededor para explorar minuciosamente los gigantescos muros. Y mientras
lo hacía, vi para mi horror que el espacio no estaba medio vacío, sino
que, de hecho, estaba lleno de extraños muebles y utensilios, y pilas de
bultos que indicaban una populosa y reciente ocupación... no eran
nitrosas reliquias del pasado, sino objetos de formas extrañas y
suministros modernos de uso cotidiano. Mientras mi linterna descansaba
en cada artículo o grupo de artículos, no obstante, la alienidad de los
diseños pronto comenzó a difuminarse, hasta que al fin pude apenas decir
si tales cosas pertenecían al reino de la materia o al de los
espíritus.
Mientras tanto, el viento contrario soplaba con
creciente fuerza, y las invisibles manos me aferraban malévolentemente,
asiendo mi extraño talismán magnético. Ideas extrañas invadieron mi
mente. Pensé en el manuscrito y lo que decía sobre la guarnición
estacionada en este lugar doce esclavos muertos y’m-bhi y seis hombres
libres, vivos pero parcialmente desmaterializados— , eso fue en 1545...
trescientos ochenta y tres años atrás... ¿Qué había sucedido desde
entonces? Zamacona predijo cambios... sutil desintegración.., mayor
desmaterialización... más y más débil.... ¿Era el talismán de Águila
Gris lo que les contenía — su sagrado metal-Tulu— y trataban de
rechazarme, más debilitados que frente a quienes habían llegado
antes?... Se me ocurrió con fuerza súbita que estaba basando mis
especulaciones en una plena creencia en el manuscrito de Zamacona... no
podía ser... debía calmarme...
Pero, maldita sea, cada vez que trataba de serenarme
veía alguna nueva imagen que derrumbaba mi aplomo. En este instante, tal
y como sí un poder de voluntad estuviera conduciendo la entrevista
parafernalia de la oscuridad, mi mirada, y el rayo de la linterna,
cayeron sobre dos cosas de muy distinta naturaleza; dos cosas
pertenecientes al mundo eminentemente real y cuerdo; aunque hicieron más
para sacudir mi tambaleante razón que nada de lo visto anteriormente..,
porque sabía lo que eran y conocía con cuanta seguridad, según las
leyes de la naturaleza, no debían estar allí. Eran mi pico y pala
perdidos, juntos y descansando apoyados contra los muros tallados de
forma blasfema de aquella infernal cripta. ¡Dios del cielo.., y yo había
murmurado para mí mismo acerca de osados bromistas de Binger!
Fue el colmo. Tras esto, el maldito hipnotismo del
manuscrito se apoderó de mí y vi las medio transparentes formas de los
seres que empujaban y cogían, empujaban y cogían aquellos leprosos y
patógenos seres con algo de humanidad aún pegada a ellos— las formas
completas y las formas que estaban enfermizas y perversamente
incompletas.., todas ellas, y las otras y odiosas entidades... las
blasfemias cuadrúpedas con rostro simiesco y cuerno protuberante... y
ningún sonido en todo el nitroso infierno del mundo interior...
Entonces llegó un sonido... un flojo, un blando, un
apagado ruido que anunciaba, incuestionablemente, la llegada de un ser
tan material como el zapapico y la pala... algo completamente diferente
de los seres de sombra que me rodeaban, aunque igualmente ajeno a
cualquier forma de vida tal como la entendemos en la superficie de la
tierra. Mi perturbado cerebro intentó prepararme para lo que venía, pero
no pudo colegir una imagen adecuada. Sólo pude decir una y otra vez
para mí mismo: «Pertenece al abismo, pero no está
desmaterializado.>> El sonido débil era más distinguible, y de su
movimiento mecánico deduje que se trataba de un muerto que merodeaba en
la oscuridad. Luego... Dios, vi a plena luz de la linterna; vi que
encuadraba a un centinela del estrecho pasadizo entre los ídolos de
pesadilla de la serpiente Yig y el pulpo Tulu...
Me permitirán detenerme un poco para insinuar cuanto
vi; para explicar por qué dejé caer la linterna, el bulto y huí con las
manos Vacías en la total oscuridad, sumido en una piadosa inconsciencia
que no remitió hasta que el sol y el distante griterío y vocerío desde
el pueblo me reanimaron mientras yacía boqueando en la cima del maldito
túmulo. No sé qué fue lo que me guió de vuelta a la superficie de la
tierra. Sólo sé que los observadores de Binger me vieron retornar a las
tres horas de haber desaparecido y salir tambaleándome para derrumbarme
como alcanzado por un disparo. Ninguno se atrevió a acercarse para
auxiliarme, pero sabían que debía estar malparado, y trataron de
animarme lo mejor que pudieron, gritando a coro y disparando sus
revólveres.
Esto acabó produciendo sus frutos, y casi rodé cuesta
abajo en mi ansiedad por apartarme cíe la negra abertura que aún
bostezaba abierta. Me tambaleé por la llanura y entré en el pueblo, sin
atreverme a contar cuanto había visto. Sólo musité vaguedades acerca de
tallas y estatuas y serpientes y nervios rotos. Y no volví a desmayarme
hasta que alguien dijo que el centinela fantasma había reaparecido
mientras me tambaleaba de vuelta al pueblo.
Abandoné Binger esa tarde, y nunca he vuelto, aunque me cuentan que los fantasmas todavía regresan al túmulo como de costumbre.
Pero, al fin, me he decidido a contar cuanto no me
atreví a decir a la gente de Binger aquella terrible tarde de agosto. No
sé si hago bien... ni si finalmente considerarán extrañas mis
reticencias, pero tan sólo recuerden que una cosa es imaginar un horror y
otra muy distinta es verlo. Lo vi. Supongo que recordarán mi previa
mención, en este relato, al caso de un inteligente mozo llamado Heaton
que fue al túmulo en 1891 y volvió de noche convertido en el tonto del
pueblo, farfullando horrores durante ocho años, para acabar muriendo de
un ataque epiléptico. Y que lo que solía gimotear era: «Ese hombre
blanco... oh, Dios mío, que le han hecho...»
Bueno, vi lo que el pobre Heaton había visto — y lo
vi tras leer el manuscrito, por lo que conozco la historia mejor que
él—. Eso lo empeoraba... y yo conocía las implicaciones; eso debe estar
rumiando y ulcerándose y aguardando allí abajo. Dije que había venido
hacia mí por el estrecho pasadizo y se había detenido como un centinela
en la entrada, ante las espantosas efigies de Yig y Tulu. Era natural e
inevitable, ya que era un centinela, Un centinela como castigo, y estaba
bastante muerto... carente de cabeza, brazos, parte inferior de las
piernas y otras partes normales del ser humano. Si... fue una vez un ser
humano y además blanco. Obviamente, si el manuscrito era tan veraz como
yo pensaba, aquel ser había sido usado para las diversiones del
anfiteatro antes de que su vida se extinguiera y fuera suplantada por
impulsos automáticos controlados desde el exterior.
En su pecho blanco y ligeramente peludo habían
grabado unas palabras, con cuchillo o hierro candente... no me detuve a
investigar, sino que simplemente me percaté de que estaban en un
desmañado y torpe español; un burdo español que implicaba una especie de
irónica utilización del lenguaje por parte de algún extraño escriba no
familiarizado con el idioma ni con las letras romanas utilizadas para
grabarlo. La inscripción rezaba: «Secuestrado a la voluntad de Xinaián
en el cuerpo decapitado de Tlayúb.»
Pese a toda mis investigaciones de los dioses indios de los túmulos me parecio poner la historia de lovecraft, de hecho si alguien un día quiere saber sobre que cosas los indios americanos y en otros lados temian, aun que lo duden este relato tiene mucho mistisismo, y creo es lo que mejor explica esos seres que rondan bajo tierra...mmmm creo existe una pelicala "la otra hija" creo era su nombre, pero también habla de esto de otra forma de ver las cosas...Túmulos muchos existen, lideres politicos se reunen en secreto y hacen seremonias que la gente desconoce..por que? que secreto existe en los túmulos? un día les contare.
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