En Rumanía no todos los vampiros
están muertos. Algunos respiran, y solo se diferencian de las personas
normales en que por las noches su alma abandona el cuerpo y deambula en
forma de mariposa, polilla o pequeña luminaria. Bajo esta forma pueden
absorber la energía de humanos y de animales domésticos y cometer todo
tipo de maldades.
Ocurrió una vez en Siret, cerca de la frontera con Ucrania,
que tres soldados viajaban en carreta junto a un anciano, buscando
algún lugar en el que conseguir un poco de heno. Se había hecho ya de
noche, por lo que pararon en una casa solitaria que se erguía al lado
del camino en un claro del bosque.
La mujer de la casa los recibió
con amabilidad. Invitó a los soldados y al anciano a pasar a la cocina
y le sirvió a cada uno un cuenco de pudin de maíz, tras lo cual
abandonó su compañía, aduciendo que tenía otras labores de las que
ocuparse.
Cuando terminaron de comer, los soldados quisieron
buscar a la buena mujer para darle las gracias, pero esta no aparecía
en ninguna de las habitaciones de la casa. Decidieron entonces subir al
desván, a ver si se encontraba allí. Al entrar, la vieron tirada en el
suelo junto a otros seis cuerpos inertes.
Ninguno de los cuerpos
se movía lo más mínimo; estaban como paralizados, con la mirada fija
en el techo y la boca abierta. Había mucho de antinatural en su
inmovilidad, parecían cáscaras vacías, casi cadáveres.
―¡Strigoi! ―exclamó el anciano con horror.
Él
y los soldados huyeron escaleras abajo, montaron en la carreta y se
alejaron de la casa lo más deprisa que podían. Cuando, ya a una
distancia prudencial, volvieron la vista atrás, vieron cómo siete
pequeñas luces salían de detrás de la casa y se dirigían camino arriba
hacia ellos.
Eran estas las almas de los vampiros. Si los soldados
le hubieran dado la vuelta a los siete cuerpos del desván, nunca
hubieran podido volver a entrar en ellos.
Según la tradición, las
almas de los vampiros vivientes se reúnen con los vampiros muertos a
las afueras de los pueblos, allí en donde no se oye el canto del cuco
ni el ladrido del perro, y aprenden de ellos gran cantidad de conjuros y
hechizos maléficos, y unos y otros se reparten las personas a las que
planean hacer daño como si estas fuesen cabezas de ganado. Los
campesinos rumanos no distinguen entre un tipo u otro de vampiro, y a
ambos los denominan con el mismo término.
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