LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER
XXIII
EL MÁS ALLÁ
LA PRIMERA LEYENDA DE LA RESURRECCIÓN
El Hades de los griegos, el Scheol de
los hebreos, se llama, en sumerio, Kur. Al principio, esta
palabra quería decir «montaña», pero acabó por tomar el significado de
«país extranjero» porque los pueblos que amenazaban
constantemente la paz de los sumerios habitaban en las
regiones montañosas que rodean al este y al norte la Baja
Mesopotamia. Desde el punto de vista cósmico, el Kur era el espacio
vacío que separaba la corteza terrestre del Mar Primordial
(ver el capítulo XIII). Era a esta parte adonde iban todas
las sombras de los muertos. No se podía llegar allí hasta
haber atravesado, a bordo de una barca, el «río devorador del
hombre», conducida por el «hombre de la barca»: eran ni más ni menos
que el Estigio y el Caronte de los sumerios.
En esos
Infiernos, morada de los difuntos, éstos llevaban una especie de vida,
valga la paradoja, que tenía bastantes analogías con la de los
vivos. La Biblia, en el Libro de Isaías (XIV, 9-11), habla,
como todo el mundo puede recordar, de la agitación que se
apodera de las sombras de los antiguos monarcas, de los
antiguos jefes y de todo el Scheol, a la muerte del rey de
Babilonia:
El infierno allá abajo se
conmovió a tu llegada; al encuentro tuyo envió los gigantes;
levantáronse de sus tronos todos los príncipes de la tierra,
todos los príncipes de las naciones.
Todos,
dirigiéndote la palabra, dirán: ¡Conque tú también has sido
herido como nosotros, y a nosotros has sido hecho semejante!
Tu
soberbia ha sido abatida hasta los infiernos; tendido yace
por el suelo tu cadáver; tendrás por colchón la podredumbre, y tu
cubierta serán los gusanos.
He aquí
cómo un texto sumerio, publicado en 1919 por Stephen Langdon,
describía mil años antes la bajada de un rey a los Infiernos.
Después de su muerte, el gran monarca Ur-Nammu llega al Kur, y empieza
por acudir a visitar a los siete dioses infernales,
presentándose en el palacio de cada uno de ellos provisto de
ofrendas. A continuación hace sendos regalos a otros dos
dioses que desea conciliarse, y de los cuales uno es el «escriba» de los
Infiernos. Llega, por fin, a la residencia que los
«sacerdotes» del Kur le han asignado. Allí es acogido por diversos
muertos y, esta vez, se encuentra allí como en su casa. El
héroe Gilgamesh, quien, después de su muerte, se ha
transformado en «juez de los Infiernos», le inicia en las
leyes y en los reglamentos de su nueva patria. «Siete días, diez días»
transcurren, y he aquí que Ur-Nammu percibe el «plañido de
Sumer». Se acuerda de la muralla de Ur, que no ha podido
dejar terminada, del Palacio que acababa de construir y que
no tuvo tiempo de consagrar, de su esposa, a la que ya no
puede abrazar, de su hijo, al que ya no puede acariciar sobre sus
rodillas. ¡Se acabó la quietud y la tranquilidad de que
había gozado hasta entonces en el fondo de los Infiernos! De
sus labios se eleva una larga y amarga lamentación...
En
ciertas ocasiones, las sombras de los muertos podían
reaparecer momentáneamente sobre la tierra. En el primer Libro de Samuel (cap. XXVIII) se dice que la sombra de este profeta fue evocada del Scheol a requerimiento del rey Saúl.
De
igual manera se ve, en un poema sumerio, la sombra de Enkidu
que sale del Kur y se echa en brazos de su maestro y amigo
Gilgamesh.
Aunque parezca que el Kur estaba reservado a
los difuntos humanos, no obstante también allí se encuentran
no pocas divinidades en principio inmortales. Diversos
poemas míticos nos explican el motivo. Si hemos de creer aquel que yo he
titulado La procreación del dios de la luna, el
mismo rey de los dioses, Enlil, había sido expulsado de Nippur y
relegado a los Infiernos por haber violado a la diosa Ninlil. Pero
tenemos un relato mucho más circunstanciado de la caída del
dios-pastor Dumuzi, el más célebre de los «dioses-muertos».
Este relato se encuentra en un poema mítico, dedicado a la
diosa Inanna, por quien los mitógrafos sumerios sentían todos una
gran debilidad.
La diosa del amor, tanto si se trata de la
Venus romana, como de la Afrodita griega, como de la Ishtar
babilónica, siempre ha tenido la virtud de inflamar la imaginación de
los hombres y, sobre todo, de los poetas. Los sumerios la
adoraban bajo el nombre de Inanna, la «Reina del cielo».
Inanna tenía por esposo al dios Dumuzi, el dios-pastor, el
Thammuz de la Biblia (Ezequiel, VIII, 14).
Hay dos poemas
que relatan cómo Dumuzi hizo la corte a Inanna y logró conquistarla.
Uno de estos poemas ya lo hemos resumido en el capítulo XVII;
es aquel en el cual el dios-labrador Enkimdu aspira también a
la mano de la diosa. En el segundo poema, en cambio, el pastor
Dumuzi no tiene ningún rival; llega ante la casa de Inanna;
de sus manos y de sus flancos se escurren en abundancia la crema y la
leche; Dumuzi pide a grandes gritos que le dejen entrar. Después
de haber consultado con su madre, Inanna se baña y unge todo
su cuerpo, se viste con su traje de reina y se adorna con
piedras preciosas. Enseguida abre la puerta al pretendiente,
quien la toma en sus brazos. Dumuzi, entonces, se une a ella, según
parece, y la conduce a continuación a la «ciudad de su dios». El
pastor no tenía la menor idea de que aquella unión que él
tan apasionadamente había deseado sería la causa de su
perdición, y que a fin de cuentas terminaría siendo
precipitado en el fondo de los infiernos.
Los dos poemas
precedentes no refieren, en realidad, más que un episodio de
la vida de Dumuzi, y, sobre todo, de la de Inanna. El mito
al que me he referido más arriba, a propósito de los «dioses
muertos» y sobre el que ahora vuelvo a insistir, demuestra que
en las aventuras de esta diosa, la ambición ocupaba tanto sitio como
el amor. Divinidad fantástica, de violentos sentimientos,
tal se nos aparece en La Bajada de Inanna a los Infiernos. Pero
este último poema presenta además otro notable cariz: el
hecho de que en él se trate por primera vez, y en una
dilatada exposición, del tema de la «resurrección». Si
añado, finalmente, que este texto tiene su historia; que su
descubrimiento, la difícil reunión de los fragmentos dispersos, su misma
interpretación, hasta las últimas líneas que de él se han
encontrado, han dado lugar a grandes sorpresas y hasta a un
equívoco de los más graves, se comprenderá que él solo sea
el objetivo del presente capítulo. He aquí, para empezar, el
resumen:
Aunque ella ya sea, como su mismo nombre
indica, la dueña y señora del cielo o «Grande de las Alturas», Inanna
desea ardientemente acrecentar su poderío, y para ello se
propone reinar asimismo en los Infiernos, el «Grande de los
Abismos». Decide, pues, descender hasta allí, a fin de
examinar sobre el terreno cómo podría realizar su proyecto. En
consecuencia, Inanna se apodera de las leyes divinas, reviste sus
atavíos reales, se adorna con sus joyas y hela ahí dispuesta
a marcharse para el «País de Irás y no Volverás».
La
reina de los Infiernos, Ereshkigal, es su hermana mayor, pero
es también su peor enemiga. Inanna tiene, por lo tanto,
buenas razones para temer que su hermana la haga matar en
cuanto haya penetrado en sus posesiones. En consecuencia, tiene buen
cuidado de indicar a Ninshubur, su fiel y concienzudo visir, lo
que éste tendrá que hacer en el caso en que ella no hubiese
regresado al cabo de tres días. En primer lugar, Ninshubur
elevará una lamentación para ella en la sala donde los
dioses celebran sus asambleas; luego se dirigirá a Nippur, la ciudad de
Enlil; allí intercederá cerca de él a fin de lograr que
Inanna no sea condenada a muerte en el fondo de los
Infiernos. Si Enlil no quiere salvarla, Ninshubur se
dirigirá a Ur, la ciudad de Nanna, dios de la luna, y defenderá allí
ante el dios, sin pérdida de tiempo, la causa de su dueña y
señora. Si Nanna le opone una negativa, Ninshubur irá a
Eridu, la ciudad del dios de la sabiduría, Enki, quien
«conoce el alimento de la vida» y también «conoce el brebaje de la
vida». Enki vendrá, seguramente, en auxilio de Inanna.
Después
de haber hecho estas recomendaciones a Ninshubur, la diosa
desciende a los Infiernos y se dirige hacia el Templo de
Ereshkigal, construido con lapislázuli. Al llegar allí se
encuentra con el portero, Neti, quien le pregunta el nombre y
el objeto de su visita. Inanna inventa un falso pretexto. El
portero, obedeciendo las órdenes de Ereshkigal, la deja
entrar y la hace pasar por las Siete Puertas del Mundo
Infernal. Al pasar por cada una de las puertas le quitan una de sus
prendas de vestir o una de sus joyas, sin hacer caso de
sus protestas. Después de haber franqueado la última
puerta, se encuentra completamente desnuda. Entonces la
llevan arrastrando a que se ponga de rodillas ante Ereshkigal y los
anunnakis, los siete terribles jueces infernales, que
dirigen sobre ella su «mirada de muerte». Inmediatamente,
ella pasa de vida a muerte, y los otros dejan su cadáver
suspendido de un gancho.
Al cabo de tres días y tres noches, no
habiendo visto regresar a su dueña, Ninshubur se dispone a
poner en práctica las instrucciones que ella le diera. Tal
como había supuesto Inanna, Enlil y Nanna se niegan a salvarla. Pero
Enki acepta el encargo e idea una estratagema para volverla a
la vida, que es la siguiente: modela con arcilla dos entes
asexuados, el kurgarru y el kalaturru, a los cuales confía el
«alimento de la vida» y el «brebaje de la vida»; en seguida
les ordena que desciendan a los Infiernos, donde deberán esparcir el
tal «alimento» y el tal «brebaje» sobre el cadáver de Inanna. El
kurgarru y el kalaturru así lo hacen, y la diosa resucita.
Pero,
a pesar de haber recobrado la vida, Inanna no deja por eso de
encontrarse en una situación muy comprometida.
Efectivamente, en el «País de Irás y no Volverás» hay una ley
que nadie ha quebrantado jamás: aquel que una vez haya franqueado sus
puertas no puede volver a la tierra más que si encuentra a
alguien que quiera ir a ocupar su lugar en los Infiernos.
Inanna no es ninguna excepción a la regla. Le permiten
volver a la tierra, pero no irá sola, sino que irá acompañada de unos
crueles demonios que tienen órdenes de volverla al mundo de
los muertos si ella no consigue encontrar ninguna otra
divinidad para que la reemplace. Cogida fuertemente por sus
fieros guardianes, que no la sueltan ni un momento, Inanna
se dirige de buen principio a las dos ciudades sumerias de Umma y de
Badtibira. Los dioses protectores de estas ciudades, Shara y
Latarak, sobrecogidos de terror ante aquellos indeseables
sujetos que vienen a visitarlos desde el más allá, se cubren
de andrajos y se prosternan en el polvo ante Inanna, la cual parece que aprecia su humildad, puesto que retiene a los demonios, ya dispuestos a conducirles a los Infiernos.
Inanna
prosigue su viaje, siempre seguida de los demonios, y llega a
la ciudad de Kullab. El dios tutelar de esta ciudad no es
otro que el dios-pastor Dumuzi. Como que Dumuzi es el marido de Inanna,
no tiene la menor intención de cubrirse de ropas
andrajosas al verla ni de prosternarse ante ella en el polvo. Al
contrario, se reviste del traje de ceremonia y va a sentarse
orgullosamente en su trono. Esto hace enfurecerse a la
diosa, que proyecta sobre él la «mirada de la muerte», y
enseguida lo entrega a los demonios, ya impacientes por llevárselo a los
Infiernos. Dumuzi palidece y se pone a gemir; eleva las
manos al cielo e invoca a Utu, el dios del sol, hermano de
Inanna y cuñado suyo, pidiéndole ayuda para escapar de las
garras de los demonios por el procedimiento de transformar su
mano en una «mano de dragón» y su pie en un «pie de dragón».
Desgraciadamente,
al llegar aquí, el poema, es decir, en plena plegaria de Dumuzi, el
texto de las tablillas se interrumpe. Pero sabemos, por otros
conductos, que Dumuzi era conocido como dios de los Infiernos.
Es, pues, casi seguro que Utu no hizo caso de su súplica y
que los demonios lo arrastraron hacia la morada de los
muertos.
He aquí ahora el poema casi íntegro; sólo he recortado algunas repeticiones:
Desde la «Grande altura»
ella dirigió su pensamiento hacia el «Gran Abismo»;
Desde la «Gran Altura»,
la diosa dirigió su pensamiento hacia el «Gran Abismo»;
Desde la «Gran Altura»,
Inanna dirigió su pensamiento hacia el «Gran Abismo».
Mi Señora abandonó el cielo, abandonó la tierra,
Al mundo de los Infiernos descendió;
Inanna abandonó el cielo, abandonó la tierra,
Al mundo de los Infiernos descendió;
Ella abandonó la señoría, abandonó la soberanía,
Al mundo de los Infiernos descendió.
Las siete leyes divinas, ella se las sujetó;
Reunió todas las leyes divinas y las tomó en la mano;
Todas las leyes las colocó en su pie.
La shugurra, la corona de la Llanura, ella se la ciñó en la cabeza;
Los rizos del cabello, ella se los fijó en la frente;
La varilla y el cordel para medir el lapislázuli,
los mantuvo apretados en la mano;
Las pequeñas piedras de lapislázuli, se las ató alrededor de la garganta;
Las piedras-nunuz gemelas, se las sujetó al pecho;
El anillo de oro, lo colocó en su mano;
El pectoral «¡Ven, hombre, ven!» lo fijó en su busto.
Con el ropaje-pala de señoría, cubrió su cuerpo.
El afeite «¡Que se acerque, que se acerque!»
lo aplicó sobre sus ojos.
Inanna se dirigió hacia los Infiernos.
Su visir Ninshubur iba andando a su lado,
La divina Inanna dijo a Ninshubur:
«Oh, tú que eres mi sostén constante,
Mi visir de palabras favorables,
Mi caballero de palabras sinceras,
Yo voy a bajar al mundo infernal.
Cuando habré llegado a los Infiernos,
Eleva para mí una lamentación como se hace sobre las ruinas;
En la sala de reunión de los dioses,
haz redoblar el tambor por mí;
En la mansión de los dioses, recórrela en mi busca.
Baja para mí los ojos, baja para mí la boca,
Como un pobre, arrebújate, para mí, en un vestido único.
Y hacia el Ekur, morada de Enlil, dirige, solo, tus pasos.
Al entrar en el Ekur, morada de Enlil,
Llora ante Enlil:
"¡Oh, Padre Enlil, no permitas que tu hija
sea condenada a muerte en los Infiernos!
No dejes que tu Buen Metal
se cubra del polvo de los Infiernos;
No dejes que tu Buen Lapislázuli
sea tallado en piedra de lapidario;
No dejes que tu Boj
sea aserrado en madera de carpintero.
¡No dejes que la virgen Inanna sea condenada a muerte en los Infiernos!"
Si Enlil no te da su apoyo en este asunto, dirígete a Ur.
En Ur, al entrar en el Templo... del país,
El Ekishnugal, la mansión de Nanna,
Llora ante Nanna:
"Padre Nanna, no permitas que tu hija...
Si Nanna no te presta su apoyo en este asunto,
vete a Eridu.
En Eridu, al entrar en la mansión de Enki,
Llora ante Enki:
"Oh, Padre Enki, no permitas que tu hija...
¡El Padre Enki, Señor de la Sabiduría,
Que conoce el "alimento de la vida",
que conoce el "brebaje de la vida",
Me hará volver, seguramente, a la vida!»
Inanna se dirigió, pues, hacia los Infiernos,
Y a su mensajero Ninshubur le dijo: «¡Vete, Ninshubur,
Y no te olvides de las órdenes que te he dado!»
Cuando Inanna hubo llegado al Palacio, en la montaña de lapislázuli,
En la puerta de los Infiernos, ella se comportó bravamente,
Ante el Palacio de los Infiernos, ella habló bravamente:
«¡Abre la casa, portero, abre la casa!
¡Abre la casa, Neti, abre la casa, sola voy a entrar!»
Neti, el portero en jefe de los Infiernos,
Responde a la divina Inanna:
«¿Quién eres tú, por favor?
—Yo soy la reina del cielo, el lugar por donde sale el sol.
—Si tú eres la reina del cielo, el lugar por donde sale el sol,
¿Por qué, haz el favor de decirme, has venido al País de Irás y no Volverás?
Por la ruta de donde el viajero nunca regresa
¿por qué te ha conducido tu corazón?»
La divina Inanna le respondió:
«Mi hermana mayor, Ereshkigal,
Porque su marido, el Señor Gugalanna, ha sido muerto,
Para asistir a las honras fúnebres, ...;
¡así sea!»
Neti, el portero en jefe de los Infiernos,
Respondió a la divina Inanna:
«Espera, Inanna, permíteme que antes hable a mi reina.
A mi reina Ereshkigal,
déjame que le hable..., déjame que le hable.»
Neti, el portero en jefe de los Infiernos,
Entró en la casa de su reina Ereshkigal y le dijo:
«Oh, reina mía, es una virgen quien, igual que un dios...
Las siete leyes divinas...»
Entonces, Ereshkigal se mordió el muslo y se puso furibunda.
Y dijo a Neti, el portero en jefe de los Infiernos:
os Infiernos,
Y lo que yo te ordeno no te olvides de cumplirlo.
De las Siete Puertas de los Infiernos quita los cerrojos,
Del Ganzir, el único Palacio que hay aquí, "rostro" de los Infiernos,
abre las puertas.
Y cuando Inanna entrará,
Muy doblada y humillada, ¡me la presentaréis desnuda ante mí!»
Neti, el portero en jefe de los Infiernos,
Atendió a las órdenes de su reina.
De las Siete Puertas de los Infiernos quitó los cerrojos,
Del Ganzir, el único Palacio de allá abajo, "rostro" de los Infiernos,
abrió las puertas.
A la divina Inanna le dijo:
«¡Ven, Inanna, entra!»
Y cuando ella entró,
La shugurra, la corona de la Llanura, le fue quitada de la cabeza.
«¿Qué es esto?, dijo ella.
—Guarda silencio, Inanna, las leyes de los Infiernos son perfectas.
¡Oh, Inanna, no desapruebes los ritos de los Infiernos!»
Cuando ella franqueó la segunda puerta,
La varilla y el cordel para medir lapislázuli
le fueron quitados.
«¿Qué es esto?, dijo ella.
—Guarda silencio, Inanna, las leyes de los Infiernos son perfectas.
¡Oh, Inanna, no desapruebes los ritos de los Infiernos!»
Cuándo ella franqueó la tercera puerta,
Las piedrecitas de lapislázuli le fueron quitadas de la garganta.
Cuando ella franqueó la cuarta puerta,
Las piedras-nunuz gemelas le fueron quitadas del busto.
Cuando ella franqueó la quinta puerta,
El anillo de oro le fue quitado de la mano.
Cuando ella franqueó la sexta puerta,
El pectoral «¡Ven, hombre, ven!» le fue quitado del pecho.
Cuando ella franqueó la séptima puerta,
El ropaje-pala de señoría le fue quitado del cuerpo.
Doblada y humillada, fue llevada desnuda ante Ereshkigal.
La divina Ereshkigal ocupó su lugar en el trono.
Los anunnakis, los siete jueces,
pronunciaron su sentencia ante ella.
Ella fijó su mirada en Inanna, una mirada de muerte,
Ella pronunció una palabra contra ella, una palabra de cólera,
Ella emitió un grito contra ella, un grito de condenación:
La débil Mujer fue transformada en cadáver,
Y el cadáver fue suspendido de un clavo.
Cuando tres días y tres noches hubieron transcurrido,
Su visir Ninshubur,
Su visir de palabras favorables,
Su caballero de palabras sinceras,
Elevó para ella una lamentación, como se hace sobre las ruinas;
Hizo redoblar para ella el tambor en la sala de reunión de los dioses;
Anduvo errante en su busca por la mansión de los dioses.
Bajó los ojos por ella, bajó la boca por ella,
Como un pobre, en un vestido único, por ella se arrebujó,
Y hacia el Ekur, morada de Enlil, solo, dirigió sus pasos.
Cuando entró en el Ekur, la morada de Enlil,
Lloró ante Enlil:
«Oh, Padre Enlil, no permitas que tu hija
sea condenada a muerte en los Infiernos;
No dejes que tu Buen Metal
se cubra del polvo de los Infiernos;
No dejes que tu Buen Lapislázuli
sea tallado en piedra de lapidario;
No dejes que tu Boj
sea aserrado en madera de carpintero.
¡No dejes que la virgen Inanna sea condenada a muerte en los Infiernos!»
Como que el Padre Enlil no le prestó su apoyo en este asunto,
Ninshubur se fue a Ur.
En Ur, al entrar en el Templo... del país,
El Ekishnugal, la mansión de Nanna,
Lloró ante Nanna:
«Padre Nanna, no permitas que tu hija...»
Como que el Padre Nanna no le prestó su apoyo en este asunto,
Ninshubur se fue a Eridu. En Eridu, al entrar en la mansión de Enki,
Lloró ante Enki:
«Oh, Padre Enki, No permitas que tu hija...»
El Padre Enki respondió a Ninshubur:
«¿Qué le ha ocurrido a mi hija? Estoy inquieto.
¿Qué le ha ocurrido a Inanna? Estoy inquieto.
¿Qué le ha ocurrido a la reina de todos los países? Estoy inquieto.
¿Qué le ha ocurrido a la hieródula del cielo? Estoy inquieto.»
Se sacó entonces barro de la uña y con él formó el kurgarru;
Se sacó barro de la uña pintada de rojo,
y con él modeló el kalaturru.
Al kurgarru le entregó el «alimento de la vida»;
Al kalaturru le entregó el «brebaje de la vida».
El Padre Enki dijo al kalaturru y al kurgarru:
«Las divinidades infernales os ofrecerán el agua del río;
no la aceptéis.
También os ofrecerán el grano de los campos; no lo aceptéis.
Sino decid a Ereshkigal:
"Danos el cadáver colgado del clavo."
Que uno de vosotros, entonces, lo rocíe con el "alimento de la vida"
y el otro con el "brebaje de la vida". ¡Entonces Inanna surgirá!»
Las divinidades infernales les ofrecieron el agua del río,
pero ellos no la aceptaron;
También les ofrecieron el grano de los campos,
pero ellos no lo aceptaron.
«Danos el cadáver colgado de un clavo», dijeron a Ereshkigal.
Y la divina Ereshkigal respondió al kalaturu y al kurgarru:
«Este cadáver es el de vuestra reina.
—Este cadáver, aunque sea el de nuestra reina, dánoslo», le dijeron ellos.
Les dieron el cadáver colgado del clavo.
Uno lo roció con «alimento de vida»,
el otro con «brebaje de la vida».
E Inanna se puso de pie.
Cuando Inanna estuvo a punto de remontarse de los Infiernos,
Los anunnakis la cogieron y le dijeron:
«¿Quién, de entre los que han bajado a los Infiernos,
ha podido jamás remontarse indemne de los Infiernos?
¡Si Inanna quiere remontarse de los Infiernos,
Que nos entregue a alguien en su lugar!»
Inanna remontó de los Infiernos.
Y unos diablillos, igual que cañas-shukur.
Y unos diablazos, iguales que cañas-dubban,
Se le aferraron,
El que iba delante de ella, aunque no era visir,
tenía un cetro en la mano.
El que iba a su lado, aunque no era caballero,
llevaba una arma suspendida del cinto.
Los que la acompañaban,
Los que acompañaban a Inanna,
Eran seres que no conocían el alimento,
que no conocían el agua,
Que no comían harina salpimentada,
Que no bebían el agua de las libaciones,
De los que arrebatan la esposa del regazo del marido,
Y arrancan al niño del seno de la nodriza...»
Acompañada
de esta cohorte implacable, Inanna llega sucesivamente a las
ciudades de Umma y Bad-tibira, cuyas dos divinidades
principales se posternan ante ella, humildes y temblorosas,
salvándose así de las garras de los demonios. A continuación,
Inanna llega Kullab, cuyo dios tulelar es Dumuzi; y el poema continúa:
Dumuzi, revestido de un noble ropaje,
se había sentado orgullosamente en su trono.
Los demonios lo cogieron por los muslos.
Los siete demonios se le echaron encima
como a la cabecera de un hombre enfermo.
Y los pastores ya no tocaron más la flauta
ni el caramillo ante él.
Inanna fijó su mirada en él, una mirada de muerte,
Y pronunció una palabra contra él, un grito de condenación:
«¡El es, lleváoslo!»
Así la divina Inanna entregó en sus manos
al pastor Dumuzi.
Pero los que le acompañaban,
Los que acompañaban a Dumuzi,
Eran seres que no conocían los alimentos
ni conocían el agua,
Ni bebían el agua de las libaciones,
Eran de esos que no saben llenar de gozo el regazo de la mujer,
Ni besar a los niños bien nutridos,
Que quitan el hijo al hombre de encima de sus rodillas
Y se llevan a la nuera de la casa de su suegro.
Y Dumuzi lloraba, con el rostro verdoso,
Hacia el cielo, hacia Utu, elevó la mano:
«¡Utu, tú eres el hermano de mi mujer,
yo soy el marido de tu hermana!
¡Yo soy el que lleva la crema a la casa de tu madre!
¡Yo soy el que lleva la leche a la casa de Ningal!
Haz de mi mano la mano de un dragón,
Haz de mi pie el pie de un dragón,
Déjame escapar de los demonios,
que no se apoderen de mi persona.»
La
reconstrucción y luego la traducción de este poema han
requerido mucho tiempo y esfuerzo. Muchos eruditos tomaron
parte activa en ello: Arno Poebel, quien publicó los tres
primeros pequeños fragmentos; Stephen Langdon sobre todo, quien publicó
dos fragmentos importantes, descubiertos en el Museo de
Antigüedades Orientales de Estambul, y de los cuales uno
estaba constituido por la mitad superior de una gran tablilla
de cuatro columnas; finalmente, Edward Chiera, quien a su vez
descubrió tres nuevos fragmentos. No obstante, el contenido del texto
permanecía aún oscuro. Las tablillas contenían numerosas
lagunas, y eran precisamente los pasajes importantes del
relato los que faltaban. Era imposible percatarse de la
relación lógica que unía las partes subsistentes.
Un feliz y
notabilísimo descubrimiento de Chiera fue lo que salvó la situación.
Chiera encontró, en el Museo de la Universidad de Filadelfia, la
mitad inferior de la tablilla de cuatro columnas cuya mitad superior había
sido descubierta y copiada en Estambul por Langdon. Era
evidente que la tablilla en cuestión había sido rota durante
las excavaciones; o acaso antes, y, de las dos mitades
separadas, una había quedado en Turquía, mientras que la
otra había tomado el camino de los Estados Unidos. Chiera murió
antes de haber tenido tiempo de sacar provecho de su hallazgo y
fui yo quien publicó por primera vez el poema, en 1937, en
París, en la Revue d'Assyriologie.
Quedaban todavía,
a pesar de todo, muchos blancos en ese texto; su traducción y su
interpretación planteaba constantemente problemas de difícil
solución, y el sentido de diversos pasajes importantes
permanecía impenetrable. Por pura casualidad, mientras
proseguía con mis investigaciones en Estambul, descubrí, aquel mismo
año 1937, tres nuevos fragmentos del poema; y, una vez de vuelta a
los Estados Unidos, encontré otros dos en el Museo de la
Universidad de Filadelfia (1939 y 1940). Estos cinco
fragmentos me permitieron rellenar bastantes lagunas del
texto, de las más molestas por cierto, y así pude preparar una edición
considerablemente aumentada.
Pero las cosas no quedaron
así. Un poco más tarde tuve la fortuna de poder examinar el centenar
de tablillas, poco más o menos (uno de los conjuntos más
importantes del mundo), de la colección babilónica de la
Universidad de Yale que contienen textos sumerios, y de poder
ayudar a su identificación. En el transcurso de este trabajo
di con una tablilla en excelente estado, cuya existencia, por otra
parte, ya había sido señalada por Chiera en 1924, en una nota que
había escapado a mi atención. Esta tablilla constaba de 92
líneas, pero las treinta últimas, principalmente, añadían al
texto ya conocido un pasaje enteramente nuevo y que demostró
tener una importancia insospechada, ya que permitió poner fin a
un equívoco que los especialistas de la mitología y de la religión
mesopotámica habían cometido y mantenido durante más de medio
siglo, a propósito del destino de Dumuzi.
Efectivamente,
la mayoría de los eruditos admitían que el dios Dumuzi había sido
precipitado al fondo de los Infiernos, sin que se supiera por qué
motivos, antes de que bajara a los Infiernos Inanna. Y
esos eruditos habían supuesto que si Inanna se había ido al país de
los muertos no podía ser por otra razón más que para libertar a
su marido, Dumuzi, y volverlo a la tierra. El texto de Yale,
sin embargo, ha probado que esta hipótesis es falsa, Inanna no
había sacado para nada a su marido de los Infiernos, sino
todo lo contrario: fue ella la que, irritada por la actitud de
menosprecio con que la había recibido Dumuzi, lo había entregado a los
demonios para que ellos se lo llevasen al «País de Irás y no
Volverás».
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