viernes, 26 de octubre de 2012

Culto a la diosa madre Lilith

"Que no es este mi cantar...
no puedo cantar ni quiero
a este Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar...

Cantar del pueblo andaluz

que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz..."

Pero imagino que tú ya las conoces de sobra. Y te imagino muy "capillita" con pantalón gris, blazzier y corbata al lado de una garbosa dama con tacones, traje negro y airosa mantilla, por los aledaños de "La Campana"... ¡Qué envidia me das!


 La Diosa, dicen sus cultoras, no es simplemente agregar una “a” al nombre de Dios. Es revalorar los ritos antiguos –de la Edad de Bronce y de Hierro-, que consideraban al útero como dador de toda vida y a las mujeres sacerdotisas de ese principio femenino, condenadas por las religiones patriarcales. Rendirle culto a la Diosa, entonces, es una práctica cultural y también una manifestación diversa del feminismo.

En el principio no era el verbo, dicen las sacerdotisas, era el útero. El cósmico de donde surge toda la vida. De las aguas primordiales emergió la Diosa Origen y parió el cielo y la tierra, la pareja sagrada, los hermanos gemelos, hombre y mujer, que también son amantes, consortes, creadores como su Madre de todo lo que cambia y lo que permanece. Los antiguos la vieron como pájaro o como serpiente, con la vulva expuesta y abierta como una puerta al útero sagrado de donde todo sale y a donde todo vuelve y se regenera. Así la concibieron en distintos rincones del mundo, “fue el centro religioso y cultural de los antepasados humanos durante el Paleolítico Superior y en las culturas agrícolas del Neolítico, del 20 mil al 3 mil antes de la era cristiana, cuando se impusieron las culturas e imperios clásicos de orientación masculina y la difusión del monoteísmo del Dios Padre (judío, cristiano o islámico)”, según consta en el Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas de Torcuato Di Tella, Emecé editores. Estas comunidades –prehelénicas, precélticas, prehindúes, etc.- que adoraban a la Diosa no eran matriarcales ni patriarcales, eran matricias, porque todos asumían su origen en una Madre, pero ninguno estaba sobre el otro, no había más fuertes y más débiles porque las debilidades de uno eran la fortaleza de las otras. Y viceversa. Pero todo eso fue arrasado, oscurecido, violado como los hombres violan a las mujeres, como Zeus fuerza a Hera, la diosa del cielo, y a Europa, Asteria, Leda, Némesis y a otras mujeres, diosas y ninfas que habitarán el Olimpo bajo las reglas del todopoderoso Dios del Trueno. Lilith fue ignorada como primera esposa de Adán, hecha de barro igual que él, desterrada por haber querido ponerse encima de él durante el acto sexual. A Eva, la segunda, el Dios Padre la sacó de una costilla esperando obediencia. Y no, la malvada serpiente la tentó y la mujer fue expulsada del Edén, condenada a parir con dolor, heredando desde entonces a su descendencia el pecado original. La religión judeocristiana, tal como la conocemos, sería sólo una manifestación más del patriarcado, según las sacerdotisas y adoradoras de la Diosa. Una manifestación poderosísima a la luz del modo en que se ha impregnado en el imaginario colectivo. Para ellas, la serpiente, lejos de ser malvada, es una Diosa dadora de conocimiento. Las brujas, asesinadas brutalmente durante siglos, no son más que chamanas, hijas de la Diosa como todas las mujeres y los hombres aunque ellas comprenden mejor de qué se trata el ciclo de la vida, porque en su cuerpo algo renace y algo muere mes a mes. Entonces el culto a la Diosa no sería más que una vuelta al origen. Una vuelta al cuerpo, a descubrir en el cuerpo de las mujeres el secreto de lo sagrado, la generación de la vida. En definitiva, según los recientes descubrimientos de la genetista Rebecca Cahn, confirmados y ampliados por científicos de la Universidad de Stanford, el primer humano fue mujer –sólo tenía cromosomas X–, habitó en Africa y antecede en 80 mil años a los Homo Sapiens.


Feminismo espiritual


En un principio hubo mujeres que quisieron pensar a la Iglesia desde una perspectiva de género, o feminista, que era la palabra que se usaba en los ‘70. Así lo relata una de las principales teóricas nacionales del culto a la Diosa, Ethel Morgan. “La visión androcéntrica no respondía a las necesidades espirituales de las mujeres, por eso hubo teólogas que empezaron a investigar en la historia de las religiones y lo primero que hicieron fue revalorizar a las brujas.” Muchas se apartaron entonces del cristianismo y se entregaron de lleno a los ritos paganos que no eran otra cosa que religiones sojuzgadas por el patriarcado. “Hubo que reinventar a la Diosa, reformular las ‘leyes naturales’ que en realidad violaron a la naturaleza. Así nace la tealogía –de tea, tia o theia, La Divina, titana solar preolímpica, hija de la Diosa Creadora–, largamente definida por Morgan en el Diccionario de ciencias políticas y sociales. “Durante el siglo XX, arqueólogas e investigadoras en diferentes campos –escribe Morgan– vienen desarrollando la tealogía, respondiendo a la necesidad de la mujer de recuperar su arquetipo sagrado como parte de la identidad femenina que colabore en la superación de los estereotipos de orientación patriarcal.” Jane Ellen Harrison, Marija Gimbutas, Barbara Walker, Mónica Sjöö, entre muchas otras, son las que han aportado para conformar este movimiento reivindicado como feminismo espiritual, “que reconoce y celebra tanto los derechos de las mujeres como sus poderes sagrados y espirituales”. De lo que se trata es de recuperar una cosmología en la que poder identificarse para reconocerse también parte activa de lo sagrado y no como mera costilla, pecadora o impura, proscripta de los estudios divinos. “Si sólo contás con un arquetipo –como modelo sagrado más antiguo– de un Dios solo, vengativo, que niega todo lo demás, que modela al hombre a su imagen y semejanza pero saca a la mujer de su costilla, estás creando también un modelo económico, social y político. Y por eso también las mujeres nos sentimos una porquería durante tanto tiempo”, dice Analía Bernardo, periodista y escritora. Si la religión patriarcal sentencia al cuerpo de las mujeres al dolor, las feligresas de la Diosa lo recuperan como una herramienta para conectarse con lo divino. Las mujeres son hijas de la Diosa pero también son ella misma, así lo dice Sandra Román, sacerdotisa de la Diosa iniciada en Glastonbury según los mitos célticos, de donde provienen buena parte de los rituales y la cosmología de la Diosa. De hecho fue en Irlanda donde se han encontrado cientos de figuras de diosas femeninas con sus vulvas expuestas. “Las mujeres tenemos el útero y ahí es donde se gesta la vida; los hombres también pueden participar del culto a la Diosa, sólo que les cuesta más entenderlo porque no viven como nosotras el ciclo vital”, agrega. “A partir de la percepción de los principios biológicos, del propio cuerpo –completa Bernardo–, hay una conciencia que se desarrolla”. ¿Entonces los hombres, por carecer de útero, por no vivir en su cuerpo el ciclo que empieza y termina cada mes, serían inferiores? De ninguna manera, sólo son diferentes. “Superior e inferior –aclara Román– son principios del patriarcado.”

El círculo


El mundo se representa como un círculo; el ciclo de la agricultura es circular, igual que el ciclo de la luna y el ciclo menstrual. Las que adoran a la Diosa también integran un círculo. “Creemos que hay momentos de luz y de oscuridad, pero no como luz buena y oscuridad mala. Lo oscuro se integra dentro de nosotras como la vida y la muerte. Es como la naturaleza; existen el otoño, el invierno, la primavera y el verano. La Diosa y su consorte son una pareja sagrada. Es así en toda la religión pagana –explica Adriana Gómez, sacerdotisa de la Diosa–, salvo que ella es dadora de vida. No hay dicotomía porque están todos los momentos y las figuras integradas. Creemos en una composición cíclica como el yin y el yang y ninguno puede estar sin el otro.” Como una serpiente que se come la cola, como la representación del tiempo en un reloj, de círculo se habla cuando se reúnen las mujeres a adorar a la Diosa, en círculo sehacen los rituales y ese círculo no tiene que dejar huecos porque si no la energía se escapa. Así como se sentaban los indios para sus ceremonias, los chamanes para contar sus historias y los nietos en torno del abuelo o de la abuela. Las sacerdotisas no son superiores a las iniciadas, en todo caso, sus hermanas mayores. “Ninguna es jefa –cuenta Román–; ninguna no sabe.” Lo que hay y lo que falta son parte del círculo y de la abundancia y la restricción se puede aprender. “El círculo borra las jerarquías, exige lugar para el consenso y para el disenso.” La Diosa es una y son muchas, es la Pachamama de los diaguitas argentinos, la Sirena del Paraná, la Diosa madre de los mapuches, la luz mala de los huesos y la Vieja vestida de novia que habita La Pampa. La Jaguar de los Andes y del Amazonas y también Ixchel, la diosa luna de los mayas, y Sheela na’ gir en Irlanda. La diversidad se celebra porque cada diosa tiene un atributo y hoy se puede ser una pero mañana otra, así como se es joven pero también llegará la vejez con su sabiduría.

La Triple Diosa


La Diosa es una y son tres, como los ciclos de la luna. La doncella –el cuarto creciente– “tiene la fuerza de la primavera, trabaja con la autoestima, es independiente”, dice Adriana Gómez. Esta Diosa rige la primera fase del ciclo menstrual, el que empieza cuando se va el sangrado. Es virgen no porque no tenga relaciones sexuales, sino porque celebra la libertad sexual sin quedar embarazada. La que sigue es la madre, la mujer madura, la que puede procrear, hijos o ideas, es el verano, la época de la cosecha, rige el momento de la ovulación. La tercera es la anciana, la vieja sabia, la que también celebra la sexualidad, rige el período previo a la menstruación y también la menopausia. “Es la que tiene la visión oracular, la que enseña cómo atravesar las etapas que ella ya ha vivido con sabiduría –continúa Gómez–. Es lo contrario a lo que plantea el patriarcado, que la mujer madura ya no sirve más y por eso se ponen tetas, se cortan, se sacan, se arreglan.” En la mayoría de las culturas antiguas aparece una diosa triforme, incluso Analía Bernardo la descubrió en las mamushkas rusas, esas muñecas que entran una dentro de otra: “Una de las trinidades más antiguas de la mitología rusa procede de Siberia. Es la diosa Umai y sus dos hijas que los nativos de la región identifican con los montes Altai. Un lugar donde pervive el chamanismo de origen femenino más antiguo del planeta y que las violentas prédicas cristiana, islámica y soviética atea no lograron eliminar del todo”. Hay un cuarto arquetipo, que representa la luna nueva, el invierno y el momento de la menstruación: es la diosa oscura, la de la muerte que es también la resurrección, la transformación, el pasaje de un estado a otro. Todas tienen su consorte, no como marido sino como amante, amoroso y dedicado, hermano y pareja. Pachamama tiene a Illapa; Isis tiene a Osiris –y también a su hermana gemela, Neftis, la oscura, la de las profundidades de la tierra–; Ishtar, la diosa babilónica del cielo y la tierra fértil, a Ereshkigal. Algunas, las creadoras, han parido a su consorte, como Kali a Vishnú. El goce del sexo, el orgasmo son modos de iluminar la conciencia y expandir la energía –aun cuando la actividad sexual sea en soledad– y no está atada a la reproducción. “El conocimiento de las plantas anticonceptivas como la artemisa era un saber que pasaba de una generación de mujeres a la siguiente sin intervención de los varones, aun en los primeros meses sin sangrado –explica Bernardo–, y los que participaban del chamanismo de la Madre Tierra aprendían de las mujeres chamanas a usar esas hierbas en beneficio de las mujeres. El Dios de los católicos que prohíbe a través de sus obispos y sacerdotes el acceso a la anticoncepción es, desde la perspectiva sagrada, una deidad entre muchas otras.” Y cada una puede elegir a quién rendirle culto.

La sangre.


La sangre menstrual es la única que el cuerpo expulsa sin ningún acto de crueldad previa, sin más heridas que la necesaria para que el ciclo vuelva a empezar. Esta sangre es sagrada para quienes adoran a la Diosa y por eso se la ofrendan. Según las tradiciones celtas que Sandra Román rescata, el Grial no es más que el recipiente en el que se recoge y entrega la sangre de las mujeres que menstrúan. Es un período de profunda sensibilidad en el que las mujeres están más perceptivas que nunca, ideal para consultar oráculos y confiar en las visiones y la intuición, un don sobre todo femenino. “Ritualmente la tierra pide sangre y se la das, y la Madre Tierra te devuelve energía a través de la vulva”, dice Román y es por eso que antiguamente las mujeres celtas danzaban desnudas sobre los campos sembrados para fertilizarlos. Y también para recibir su energía. Para las cultoras urbanas del feminismo espiritual, esta práctica es al menos complicada. Se puede realizar sobre macetas, sobre todo sobre aquellas plantas que necesiten vitalidad. “Yo trato de transmitir la recolección del sangrado –dice Miriam Wigutov–. Trato de transmitir de una manera ecológica el fenómeno de sangrar. Las toallitas son lo más antiecológico que existe para el planeta y para nuestro cuerpo porque tienen blanqueadores que te dejan la vagina destruida. A la recolección se le puede dar varios usos. Hay uno mágico: el de las brujas. Y otro convencional: como ofrenda para regar, para las piedras de poder, para trabajar en la sanación. También recomiendo escucharse, sentarse a tomar un té con el propio útero. Allí hay un secreto que cada una puede empezar a recordar: cuál es mi tradición, cuál mi árbol genealógico. Me importa que la mayor cantidad de mujeres posible pueda conocer esta manera de pensar el ciclo femenino. Porque así estás en otra posición, más valorada, más sagrada. Y aumenta tu poder para conectarte con el mundo de lo invisible.” Analía Bernardo también propone la recolección, usando algodones que después se mojan y se exprimen en un frasco. Más tarde se entierra el contenido en alguna plaza o parque haciendo un hoyo al pie de un árbol, cubriéndolo después con tierra y hojas para no llamar la atención. Y además sugiere una invocación sencilla para “este ritual de comunión regeneradora con la Pachamama y con nosotras mismas: Esta es la sangre que promete renovación/ ésta es la sangre que promete sostén/ ésta es la sangre que promete vida”.

Las brujas
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Despreciadas, temidas, quemadas en la hoguera, feas como monstruos, llenas de verrugas y volando en escobas, eso fue lo que quedó de las brujas en el imaginario colectivo. Mujeres que rinden culto a la Diosa –o las diosas– reivindican y rescatan como principales víctimas de la violencia del patriarcado. Brujas son todas las que reconocen los poderes que se suponen propios del género o al menos más desarrollados como la intuición, la sensibilidad, la capacidad de nutrir, de curar, de transitar entre el mundo de lo visible y lo invisible. Carlos Castaneda también reconoce el poder de las mujeres “para colapsar los parámetros de la percepción ordinaria, para ampliar lo perceptible”. Y el útero tiene un papel fundamental en este modo de la percepción, por eso las brujas, según Castaneda y según las feligresas de la Diosa, entrenan su vientre como un órgano de conocimiento. Como tales las brujas y sacerdotisas –que en definitiva son lo mismo– manejan las hierbas y los elementos necesarios para curar, fertilizar o consultar oráculos. La única regla a la que obedecen en los círculos de la Diosa es “haz lo que quieras pero no perjudiques a nadie”. Porque además, como la vida es un círculo, todo lo que una provoca o da vuelve. Y ninguna bruja que se precie quiere que le devuelvan maldades. “Todas las mujeres tenemos un modo particular de usar el cerebro, podemos atender el teléfono, trabajar y atender a los niños, escribir y lavar la ropa. Podemos ser madre y padre, como la Diosa Creadora. Podemos usar los dos hemisferios, pero la diferencia entre una mujer que hace todo eso y además sabe quién llama antes de atender elteléfono es que la bruja hace todo naturalmente –explica Wigutov–. El antiguo arte saca afuera tu diamante y hace que brille, de eso se trata el entrenamiento. Una bruja puede utilizar su potencial de un modo consciente y deliberado con el objetivo de ligar los dos mundos.” Hécate es una de las manifestaciones de la diosa anciana y es, a la vez, la madre de las brujas. Igual que Lilith, la otra, la condenada a la oscuridad, que rige la sensualidad, el poder de atracción. “En mi familia hay una bruja por generación –dice Adriana Gómez–, pero yo soy diferente porque ellas invocaban a la Virgen María para curar. Yo me hice hija de la Diosa. Hoy ser una bruja significa ser rebelde, como las mujeres que se opusieron al sistema desde distintos lugares. Ellas fueron las herederas de una sabiduría ancestral. Eran las otras. Por eso querían desterrarlas y matarlas. Nunca se supo cuántas mujeres murieron en la hoguera por la Inquisición, pero se estima que entre tres y nueve millones. Hoy significa hacerte cargo de tu propio poder, decir que no cuando lo tenés que hacer, defender a tus hermanas, defender la tierra.”

Ayúdate a ti misma
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El culto a la Diosa no es una religión, porque religión remite a estructuras verticales y dogmáticas. Es una práctica espiritual para algunas, es una forma del feminismo cultural para otras. Y es también una herramienta de autoayuda y ésa es su manifestación más expandida. “Trabajar con los arquetipos de las Diosas ayuda a recomponer tu mundo interno, a evitar las situaciones depredadoras. Conociendo los mitos sagrados femeninos, las mujeres pueden reconocerse y empoderarse”, dice Bernardo. Se trata simplemente de reconocer lo sagrado en el propio cuerpo, de redescubrir sus capacidades y convertirlo en un lugar de placer, “al contrario de lo que proponen las religiones tradicionales que te exigen abandonarlo, salir de él porque su goce es pecaminoso”, dice Román. “Encontrarse con la Diosa –dice Adriana– es como volver a casa.” Y en ese lugar es fácil sentirse seguras.     





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