domingo, 7 de octubre de 2012

La casa de las brujas



Uno de los edificios más bellos y misteriosos de la capital mexicana es la famosa Casa de las Brujas, situada en la Plaza Río de Janeiro, en cuyo centro hay una reproducción del David de Miguel Angel. Personaje de varias novelas mexicanas escritas por autores que van desde Carlos Fuentes hasta Sergio Pitol, el lugar ha sido residencia de muchos artistas y escritores a lo largo de un siglo de existencia, así como de gente que ama el arte por sobre todas las cosas o el espionaje o el amor o la fiesta o la nada y la perdición.
Excéntrico e impresionante en medio de la Colonia Roma, el edificio tiene una torreta aguda en el frente y sus ventanas son como almenas de un viejo castillete medieval o gótico. La piedra roja le da un aire aún más especial a ese tejido de líneas algo mozárabes que se entrecruzan en la esquina de una plaza que es como un oasis en medio de los ajetreos y el ruido interminable de la urbe, cuyas avenidas y ejes pasan amenazantes no lejos de ahí. Todo a su alrededor está cargado de historia: calles y más calles de un barrio señorial construido hacia el fin del porfiriato por mentes que soñaban con reproducir en el nuevo mundo los aires de París y de las capitales europeas de este como Praga o Budapest.
Todo un siglo de historia literaria tuvo que fraguarse cerca de esta construcción quimérica, que vieron los poetas Moderrnistas y los Contemporáneos en esos viejos años 30 y 40, cuando el mundo era otro antes de las guerra, ya fuera en los apartamentos de los nuevos modernos o en las mansiones de aristocracias que se venían abajo, como ocurre en esa maravillosa historia crepuscular Agua Quemada, escrita por el gran mexicano Carlos Fuentes.
Por las calles adyacentes pasaban los emigrados españoles del recién fundado Colegio de México, pasaban los exiliados judíos, rusos, latinomericanos, norteamericanos que alguna vez coincidieron en ese panal de imágenes y personalidades. William Bouroughs tuvo que cruzar con sus amigos betaniks antes de que diparara a la manzana mítica que su esposa sostenía en medio de la testuz, López Velarde mucho antes tuvo que haberse detenido antes de cruzar hacia la Avenida Alvaro Obregón, añorando tal vez su lejana provincia o una amada imposible, Salvador Novo tuvo que haberse sostenido con su bastón mirando inquieto hacia alguna de las ventanas y las escritoras centroamericanas Eunice Odio y Yolanda Oramundo tuvieron tal vez que taconear subiendo por las escalinatas hacia la fiesta de algún enardecido clarinetista.
Y antes de ellos en el albor del siglo, caundo los hombres andaban con bastón y bombín y zapatos de charol, como Charles Chaplin desbocados, ¿cuántos habrán sido los iluminados que vieron su aguda torre central esgrimirse como un cuento de hadas en medio de una ciudad que apenas se extendía sobre la planicie y era cubierta cada tarde por un sol de colores magenta y anaranajados fucsia de Nápoles.
Quienes hemos vivido en ese edificio sabemos muy bien la carga artística y literaria que lo estremece en cada mañana o en cada atardecer. Sabemos de la lluvia cayendo interminable sobre la plaza o la paz de los ancianos y las madres que arrullan a su bebés mientras las palomas caminan y acechan entre el óvalo de la plaza.
Refugio de hombres de letras como el propio Sergio Pitol, Guillermo Fernandez y Carlos Fuentes y entre otros más jóvenes Vicente Quirarte, Mario del Valle, Eduardo Vázquez y otros que se me olvidan, la Casa de las Brujas sabe que ahí arriba en la azotea estaban los vestigios abandonados de la libreria de Castrovido y miles de papeles, cartas, revistas de poetas o ensayistas habitantes de paso, amantes del piano o el color.
¿Quién no ha soñado vivir en alguno de esos apartamentos que traen la nostalgia de los tiempos art deco y del albor de una modernidad que ya ha quedado en el pasado? Los afortunados que como yo alguna vez fuimos sus habitantes sabemos que quienes viven hoy allí conservan la llama de cierta estética disimétrica en medio de una de las ciudades más ricas, terribles, asfixiantes y fascinantes del mundo, porque en su seno conviven milenios de historia, progreso, pasado y destrucción. Una llama de arte y poesîa que se niega morir.





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