Un fantasma frecuentaba el castillo de Lindemberg, de manera que lo
hacía inhabitable. Apaciguado después por un santo hombre, se limitó a
ocupar sólo una habitación, que estaba siempre cerrada. Pero cada cinco
años, el cinco de mayo, a una hora precisa de la mañana, el fantasma
salía de su asilo.
Era una monja cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida. Descendía así la escalera, atravesaba los patios, salía por la puerta principal, que oportunamente dejaban abierta, y desaparecía. La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnes, a quien amaba locamente.
Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnes conocía acabadamente la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle:
-Dentro de cinco días -le dijo ella- la monja sangrienta debe dar su paseo. Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a cierta distancia... -Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.
El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana.
Las luces se apagan, cesan los ruidos, suena el reloj; el portero, siguiendo la antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este, recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos. La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.
Agnes no decía ni una palabra.
Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron vanamente de retenerlos fueron derribados. En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.
A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la vida. Él les habla de Agnes, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg.
Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.
Sin embargo, el día pasa; el cansancio y el agotamiento le procuran el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento cercano le despierta. Un secreto horror se apodera de él, se le erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama durante toda una hora.
El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:
-Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida. -Salió enseguida, y la puerta se cerró tras ella.
Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.
La noche siguiente, el fantasma de la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por nadie más.
Entretanto, Raymond averiguó que Agnes había salido demasiado tarde y le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de Agnes, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.
Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer el fantasma de la monja. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo.
Pedía un poco de tierra para su cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.
Charles Nodier (1780-1844)
Era una monja cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida. Descendía así la escalera, atravesaba los patios, salía por la puerta principal, que oportunamente dejaban abierta, y desaparecía. La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnes, a quien amaba locamente.
Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnes conocía acabadamente la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle:
-Dentro de cinco días -le dijo ella- la monja sangrienta debe dar su paseo. Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a cierta distancia... -Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.
El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana.
Las luces se apagan, cesan los ruidos, suena el reloj; el portero, siguiendo la antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este, recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos. La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.
Agnes no decía ni una palabra.
Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron vanamente de retenerlos fueron derribados. En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.
A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la vida. Él les habla de Agnes, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg.
Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.
Sin embargo, el día pasa; el cansancio y el agotamiento le procuran el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento cercano le despierta. Un secreto horror se apodera de él, se le erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama durante toda una hora.
El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:
-Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida. -Salió enseguida, y la puerta se cerró tras ella.
Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.
La noche siguiente, el fantasma de la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por nadie más.
Entretanto, Raymond averiguó que Agnes había salido demasiado tarde y le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de Agnes, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.
Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer el fantasma de la monja. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo.
Pedía un poco de tierra para su cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.
Charles Nodier (1780-1844)
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