Esta leyenda se repite en todas
las culturas: en determinadas horas de la noche, aludiendo o no a
ciertas palabras misteriosas, uno es capaz de ver al demonio reflejado en el espejo.
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita.
En Creta, por ejemplo, fueron aún más lejos. Cuando los espejos eran meros artilugios de bronce pulido se creía que después de la medianoche la figura que se reflejaba ya no era humana, sino una sombra, un eco de lo que somos en el más allá. De allí la mirada irónica de algunos reflejos.
El Malleus Maleficarum señala que cuando nos encontramos a solas con nuestro reflejo, y sentimos la necesidad de hacer una mueca demoníaca, que jamás osaríamos a ensayar en público, es un signo de que no estamos solos, que algo más se ha vestido con nuestra imagen y que nos observa del otro lado del espejo, acaso aguardando el momento indicado para cruzar el umbral.
Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Pero no sólo la tradición y la leyenda dan cuenta de nuestra relación ambigua con los espejos. La psicología acuñó un nombre técnico para estos sobresaltos obsesivos: catoptrofobia, a veces llamada eisotrofobia, es decir, la fobia a los espejos.
Pero ver al demonio en los espejos no es lo mismo que temerles, al menos desde una óptica pragmática. Los espejos nos repiten, si, pero al revés, y es al revés como nuestros ojos y nuestra mente se han acostumbrado a vernos, a imaginarnos; de modo que cuando pensamos en nosotros e intentamos vernos en el ojo de la memoria no son nuestras facciones las que evocamos, sino los de esa otredad que habita en los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
El demonio que asoma su rostro en el espejo es, en definitiva, nuestro eco, nuestro yo en los gabinetes incansables del reflejo. Dante Rossetti denunció -ligeramente, es cierto- la confabulación de los espejos, pensados por un intelecto maligno y subterráneo, cuyo objetivo es confundirnos; hacernos creer que somos nuestro doble, nuestro eco.
Y es así que los demás nos ven por lo que somos, pero para nuestro ojo interno siempre tendremos las facciones alteradas del reflejo.
Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Los chinos evitaron al demonio. En cambio, pensaron un ejército de espectros acechando detrás de los espejos, listos para adueñarse de la voluntad de quienes se asomen durante el tiempo suficiente. Lao-Tsé apuntó con ironía que la vanidad nació con el primer espejo, y que morirá con el último, es decir, cuando ya no exista nada que valga la pena reflejar.
Pensemos en un cuarto en penumbras, a solas con un espejo. Quien no haya conocido los rasgos feroces de su interior acaso le atribuya a ese raro mirar del reflejo una naturaleza infernal, pero quien sepa mirar hacia adentro, dudará.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.
Hay una leyenda más terrible, menos banal, que la de ver al demonio en el espejo.
Sigamos en esa habitación a oscuras, clavemos la mirada en ese ser que nos observa con igual fijeza, permanezcamos así unos minutos, quizás horas; y veremos que ya no importa que el otro agite su mano izquierda cuando alzamos la derecha, o que sus libros estén redactados con asombrosos caracteres alterados. Si miramos en el espejo durante el tiempo suficiente, ya no sabremos quien de los dos es el que mira, y quien el reflejo.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.
Jorge Luis Borges, "Los espejos".
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita.
En Creta, por ejemplo, fueron aún más lejos. Cuando los espejos eran meros artilugios de bronce pulido se creía que después de la medianoche la figura que se reflejaba ya no era humana, sino una sombra, un eco de lo que somos en el más allá. De allí la mirada irónica de algunos reflejos.
El Malleus Maleficarum señala que cuando nos encontramos a solas con nuestro reflejo, y sentimos la necesidad de hacer una mueca demoníaca, que jamás osaríamos a ensayar en público, es un signo de que no estamos solos, que algo más se ha vestido con nuestra imagen y que nos observa del otro lado del espejo, acaso aguardando el momento indicado para cruzar el umbral.
Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Pero no sólo la tradición y la leyenda dan cuenta de nuestra relación ambigua con los espejos. La psicología acuñó un nombre técnico para estos sobresaltos obsesivos: catoptrofobia, a veces llamada eisotrofobia, es decir, la fobia a los espejos.
Pero ver al demonio en los espejos no es lo mismo que temerles, al menos desde una óptica pragmática. Los espejos nos repiten, si, pero al revés, y es al revés como nuestros ojos y nuestra mente se han acostumbrado a vernos, a imaginarnos; de modo que cuando pensamos en nosotros e intentamos vernos en el ojo de la memoria no son nuestras facciones las que evocamos, sino los de esa otredad que habita en los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
El demonio que asoma su rostro en el espejo es, en definitiva, nuestro eco, nuestro yo en los gabinetes incansables del reflejo. Dante Rossetti denunció -ligeramente, es cierto- la confabulación de los espejos, pensados por un intelecto maligno y subterráneo, cuyo objetivo es confundirnos; hacernos creer que somos nuestro doble, nuestro eco.
Y es así que los demás nos ven por lo que somos, pero para nuestro ojo interno siempre tendremos las facciones alteradas del reflejo.
Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Los chinos evitaron al demonio. En cambio, pensaron un ejército de espectros acechando detrás de los espejos, listos para adueñarse de la voluntad de quienes se asomen durante el tiempo suficiente. Lao-Tsé apuntó con ironía que la vanidad nació con el primer espejo, y que morirá con el último, es decir, cuando ya no exista nada que valga la pena reflejar.
Pensemos en un cuarto en penumbras, a solas con un espejo. Quien no haya conocido los rasgos feroces de su interior acaso le atribuya a ese raro mirar del reflejo una naturaleza infernal, pero quien sepa mirar hacia adentro, dudará.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.
Hay una leyenda más terrible, menos banal, que la de ver al demonio en el espejo.
Sigamos en esa habitación a oscuras, clavemos la mirada en ese ser que nos observa con igual fijeza, permanezcamos así unos minutos, quizás horas; y veremos que ya no importa que el otro agite su mano izquierda cuando alzamos la derecha, o que sus libros estén redactados con asombrosos caracteres alterados. Si miramos en el espejo durante el tiempo suficiente, ya no sabremos quien de los dos es el que mira, y quien el reflejo.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.
Jorge Luis Borges, "Los espejos".
No hay comentarios:
Publicar un comentario