Si Dios ha elegido mantenerse al margen del sexo, es natural que su oponente, Satán, haya seguido el camino inverso.
La sexualidad es una parte esencial de la demonología, y no sólo de la demonología cristiana. Los asirios, semitas, sumerios, babilonios y griegos, por ejemplo, creían en demonios masculinos, femeninos y hermafroditas, en consecuencia, creían en una sexualidad demoníaca, ya que la diversidad de sexos es impensable si ésta no tuviese una función práctica.
John Milton asegura en El Paraíso Perdido (Lost Paradise) que los demonios no poseen sexo, sino que asumen las características de los dos sexos predominantes (a veces al mismo tiempo) en función de su propia personalidad. Nicolás Remy, autor de Daemonolatriae libris tres, jura que los demonios son incapaces de amar, pero perfectamente capaces de tener sexo, y que incluso viven en perpetuo estado de lujuria; ya que para ellos el sexo no tiene ningún vínculo con el amor y la ternura, por el contrario, sólo sirve como ejercicio para someter y humillar a sus seguidores.
Por otro lado, Thomas de Aquino, Plutarco, y otros, sostienen que los demonios son incapaces de sentir lujuria o deseo, pero no niegan su sexualidad, cuyo fin último sería provocar dolor en sus adeptos.
El Malleus Maleficarum, por su parte, señala que nos demonios no aman a sus brujas, y que sus relaciones sexuales tienen la función de sellar un compromiso infernal que las mancilla a los ojos del Señor, haciéndoles imposible acceder a las delicias celestiales, al parecer, ajenas a las tertulias de la carne. William de Auvergne, contrario a las opiniones del Malleus Maleficarum, confiesa que los demonios sienten una particular debilidad por las mujeres de cabello largo y senos ampulosos.
Evolucionista a pesar suyo, Plutarco declara que los demonios no sienten deseo sexual ya que no necesitan procrear, y que su aparente lascivia oculta algo muy sencillo: exaltar las pasiones bajas del hombre. Boguet, en la misma sintonía, vocifera que los demonios no sienten voluptuosidad ni atracción sexual, ya que son incapaces de dejar descendencia; e incluso va más lejos, y razona que los demonios carecen de órganos sexuales, engañando a sus víctimas con diversas acrobacias dactilares.
Pierre de Rostegny, turbado, acusa a Satán, el gran adversario, de deleitarse en el sexo con mujeres casadas, agregando el adulterio al pecado de encamarse con el maligno. Además, continúa, Satán jamás mantiene relaciones por vía natural, sino que prefiere saciar sus instintos por otros accesos, acaso menos accesibles para el esponsal cristiano.
Los ejemplos de demonios manteniendo relaciones con mujeres son innumerables. Asmodeo, por ejemplo, se sentía tan atraído por Sarah que asesinó a sus siete maridos consecutivamente, impidiéndoles sellar el vínculo matrimonial en la noche de bodas. Por suerte, el ángel Rafael intercedió antes de que mate al octavo, Tobías, acto que sería precedido por el rapto de la pobre Sarah. En La vida de San Bernardo (The Life of Saint Bernard), escrito en el siglo XI, se nos relata el adulterio repetitivo de una mujer casada con un demonio, con el cual vivió experiencias inolvidables. Gregorio de Nyssa sube la apuesta, y menciona que los demonios pueden tener hijos con mujeres mortales, solo que con un número bastante reducido, y que esta baja tasa de embarazos los obliga a una lascivia descomunal.
Los Aquelarres y Sabats eran el escenario ideal para el sexo menos ortodoxo, que a menudo era atribuido al diablo bajo numerosas formas, ya sea como gato, toro, perro, e incluso carnero. Abundan las declaraciones de brujas y hechiceros que afirmaban haber mantenido relaciones con el diablo en sus reuniones, pero recordemos que aquí el demonio no era una aparición real y concreta, sino que se manifestaba en el jefe regional, es decir, en un tipo que se disfrazaba del demonio. Recordemos que así como un sacerdote es Dios durante la eucaristía, el jefe regional era Satán durante el desenfreno del sabat.
Nicolás Remy menciona que algunos demonios de alta alcurnia pueden forzar a las mujeres, aun cuando estas porten símbolos religiosos. En 1587, Catherine Latonia denunció haber sido violada por el demonio, evitando así brindar el nombre del verdadero criminal. Sylvester Prieras, afiebrado, coincide con Remy, y asegura que el demonio no sólo es capaz de violar mujeres, sino también a monjas, las cuales, según el análisis de este sabio, pertenecen a un género desconocido.
Martín Lutero, por su lado, menciona la posibilidad de que el demonio deje embarazadas a algunas mujeres, pero que el fruto ilegítimo de esa relación no vivirá mucho y será de caracter más bien salvaje, como el caso de Atila, cuyo padre era, según la leyenda, el mismísimo demonio.
Dejando a los sabios de lado, la sexualidad de los demonios implica el desnudo de nuestro lado salvaje, la aceptación de los instintos más elementales y su posterior concreción en el plano real. La liberación de los sentidos, de la sensualidad en estado puro, no es un paisaje agradable de ver, por el contrario, requiere una fuerte presencia de espíritu, ya que cualquier atisbo de las tertulias del maligno deja una marca indeleble, además de la insensata necesidad de experimentar en carne propia los tormentos, a menudo gozosos, que se intuyen en el gemido extático de las brujas.
La sexualidad es una parte esencial de la demonología, y no sólo de la demonología cristiana. Los asirios, semitas, sumerios, babilonios y griegos, por ejemplo, creían en demonios masculinos, femeninos y hermafroditas, en consecuencia, creían en una sexualidad demoníaca, ya que la diversidad de sexos es impensable si ésta no tuviese una función práctica.
John Milton asegura en El Paraíso Perdido (Lost Paradise) que los demonios no poseen sexo, sino que asumen las características de los dos sexos predominantes (a veces al mismo tiempo) en función de su propia personalidad. Nicolás Remy, autor de Daemonolatriae libris tres, jura que los demonios son incapaces de amar, pero perfectamente capaces de tener sexo, y que incluso viven en perpetuo estado de lujuria; ya que para ellos el sexo no tiene ningún vínculo con el amor y la ternura, por el contrario, sólo sirve como ejercicio para someter y humillar a sus seguidores.
Por otro lado, Thomas de Aquino, Plutarco, y otros, sostienen que los demonios son incapaces de sentir lujuria o deseo, pero no niegan su sexualidad, cuyo fin último sería provocar dolor en sus adeptos.
El Malleus Maleficarum, por su parte, señala que nos demonios no aman a sus brujas, y que sus relaciones sexuales tienen la función de sellar un compromiso infernal que las mancilla a los ojos del Señor, haciéndoles imposible acceder a las delicias celestiales, al parecer, ajenas a las tertulias de la carne. William de Auvergne, contrario a las opiniones del Malleus Maleficarum, confiesa que los demonios sienten una particular debilidad por las mujeres de cabello largo y senos ampulosos.
Evolucionista a pesar suyo, Plutarco declara que los demonios no sienten deseo sexual ya que no necesitan procrear, y que su aparente lascivia oculta algo muy sencillo: exaltar las pasiones bajas del hombre. Boguet, en la misma sintonía, vocifera que los demonios no sienten voluptuosidad ni atracción sexual, ya que son incapaces de dejar descendencia; e incluso va más lejos, y razona que los demonios carecen de órganos sexuales, engañando a sus víctimas con diversas acrobacias dactilares.
Pierre de Rostegny, turbado, acusa a Satán, el gran adversario, de deleitarse en el sexo con mujeres casadas, agregando el adulterio al pecado de encamarse con el maligno. Además, continúa, Satán jamás mantiene relaciones por vía natural, sino que prefiere saciar sus instintos por otros accesos, acaso menos accesibles para el esponsal cristiano.
Los ejemplos de demonios manteniendo relaciones con mujeres son innumerables. Asmodeo, por ejemplo, se sentía tan atraído por Sarah que asesinó a sus siete maridos consecutivamente, impidiéndoles sellar el vínculo matrimonial en la noche de bodas. Por suerte, el ángel Rafael intercedió antes de que mate al octavo, Tobías, acto que sería precedido por el rapto de la pobre Sarah. En La vida de San Bernardo (The Life of Saint Bernard), escrito en el siglo XI, se nos relata el adulterio repetitivo de una mujer casada con un demonio, con el cual vivió experiencias inolvidables. Gregorio de Nyssa sube la apuesta, y menciona que los demonios pueden tener hijos con mujeres mortales, solo que con un número bastante reducido, y que esta baja tasa de embarazos los obliga a una lascivia descomunal.
Los Aquelarres y Sabats eran el escenario ideal para el sexo menos ortodoxo, que a menudo era atribuido al diablo bajo numerosas formas, ya sea como gato, toro, perro, e incluso carnero. Abundan las declaraciones de brujas y hechiceros que afirmaban haber mantenido relaciones con el diablo en sus reuniones, pero recordemos que aquí el demonio no era una aparición real y concreta, sino que se manifestaba en el jefe regional, es decir, en un tipo que se disfrazaba del demonio. Recordemos que así como un sacerdote es Dios durante la eucaristía, el jefe regional era Satán durante el desenfreno del sabat.
Nicolás Remy menciona que algunos demonios de alta alcurnia pueden forzar a las mujeres, aun cuando estas porten símbolos religiosos. En 1587, Catherine Latonia denunció haber sido violada por el demonio, evitando así brindar el nombre del verdadero criminal. Sylvester Prieras, afiebrado, coincide con Remy, y asegura que el demonio no sólo es capaz de violar mujeres, sino también a monjas, las cuales, según el análisis de este sabio, pertenecen a un género desconocido.
Martín Lutero, por su lado, menciona la posibilidad de que el demonio deje embarazadas a algunas mujeres, pero que el fruto ilegítimo de esa relación no vivirá mucho y será de caracter más bien salvaje, como el caso de Atila, cuyo padre era, según la leyenda, el mismísimo demonio.
Dejando a los sabios de lado, la sexualidad de los demonios implica el desnudo de nuestro lado salvaje, la aceptación de los instintos más elementales y su posterior concreción en el plano real. La liberación de los sentidos, de la sensualidad en estado puro, no es un paisaje agradable de ver, por el contrario, requiere una fuerte presencia de espíritu, ya que cualquier atisbo de las tertulias del maligno deja una marca indeleble, además de la insensata necesidad de experimentar en carne propia los tormentos, a menudo gozosos, que se intuyen en el gemido extático de las brujas.
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