El más experto de los vampirólogos, el doctor Van Helsing, dio con la gran verdad en 1931. Era Drácula,la
película de Todd Browning con Bela Lugosi:"La fuerza de un vampiro
reside en el hecho de que no existe" Ya en esa fecha, Van Helsing sabía
que los vampiros estaban condenados ser uno de los iconos fundamentales
de este siglo, y siguiendo puntualmente las reglas con las que las
proyectara, hace un siglo,la fabulosa novela de Bram Stoker.
Sobre
todo en Asia y desde hace milenios se tuvo certeza de estas criaturas, y
a Europa entraron por los balcanes. Pero fue Stoker en su Drácula
quien delineó sus rasgos definitivos y su poder más estremecedor. Había
que estar,como Stoker, sumido en la Inglaterra más puritana y
encarcelado en la consolidación del individualismo y del narcisismo más
ramplón. Toda una civilización que, desde que se democratizaron los
espejos en el siglo XVI, sabe como Descartes rebotarse en la superficie
fría de un vidrio, y creyendo haber encontrado al Sujeto.
Los
vampiros no se ven en la superficie de un vidrio porque, precisamente,
ya están ahí, y por eso no necesitan verse. Son los otros, cuando ponen
su cara endurecida para repetirse frente a la frialdad del espejo
quienes los están convocando. Y por eso, como el diablo, los vampiros no
pueden entrar a una casa salvo que hayan sido invitados. Cuando alguien
intente seducir o seducirse ya estará llamando al nosferatu y su beso
de noche perpetua. "Piensa, luego yo existo" parece decir
Drácula, y así, después de él, y pasando por la Entrevista de
Anne Rice, estas criaturas de las tinieblas se han convertido en el
símbolo melancólico de la juventud más tediosa e insistente.
Cuanto
más se sabe de ellos, más intensa resulta la de la novela de Stoker.
Como nadie, él supo que había que temerles, y que para tener miedo es
imprescindible ponerlo en escena. Así, con agobiadora delicia, con la
morosidad más puritana, el lector asiste a un escenario casi trágico,
donde el vampiro es más temible cuanto más ausente, cuanto más
invisible. Solas, en la intimidad de sus alcobas a las que los
caballeros, ni siquiera el médico Van Helsing -ni siquiera el lector-,
pueden entrar, Lucy Westenra o Mina Morris quedan liberadas al pudor de
su albedrío. Sólo se escuchan golpes de viento, ventanas heladas y
heridas que se abren. El escenario ciego en el que unos varones
estremecidos no encuentran cómo objetivizar a su enemigo y sólo, desde
lejos e impotentes, creen adivinar el susurro, el beso rabioso, la
hipnótica saudade del vampiro.
Pocos libros hay más
estremecedores que Drácula: van pasando las páginas y se eriza la piel.
Es tan grande la escena del miedo que no hay forma de volverla
terapéutica; nunca llegará la catarsis, por más que Stoker mienta que
Van Helsing y los suyos persiguen y matan a Drácula en su castillo
rumano. Y desde ese miedo, desde esa irresolución, desde ese
magro finale,nació la verdadera inmortalidad del nosferatu. Porque una
vez iniciado ese espeluzno la escena se agranda, el temblor se hace
fruición y no hay forma (por más que lo pretendiera el novelista)de
matarlo. Ya no se puede vivir, ya no se puede morir. Porque,¿cómo se
puede asesinar a algo que no existe, por más seductor que sea? No es con
estacas, ni con cacerías expiatorias, no es con ajos, aguas benditas,
tampoco con crucifijos. Sólo se los puede eliminar olvidándolos, no
llamándolos, no empecinándonos en existir tanto. Se trata, solamente, de
dejar morir el vampiro que tenemos dentro.
"Centenariamente, desde Bram Stoker, se sabe que esos seres que erizan
los espejos son indefensos si no matan, se sabe que se pulverizan frente
a la luz, pero es curioso que se ignorase que empavorecen,
precisamente, porque son criaturas aterradas."
No es de
extrañar que un londinense de suburbios como Mick Jagger cante a voz en
cuello, hasta el dia de hoy, que cada pecador es un santo y cada policía
un criminal. Porque todavía parece impensable que un nativo de Londres
carezca -tanto como nosotros- de una imaginación victoriana. Esa
imaginería que nos enseñó a sentir, con vigor de adultos, las cruentas
delicias del miedo.
A diferencia de las atrocidades de los
cuentos de hadas, donde la infaltable derrota de los ogros cauteriza el
sueño de los niños, la ensoñación de la Inglaterra victoriana todavía
produce insomnios. Y a estas alturas, cumplidos los lentenarios de
Drácula y de Lewis Carroll, queda claro que todavía nos acosa la
atormentada penumbra de aquella otra Londres finisecular que, con el gas
de sus faroles titilando entre la niebla y los vapores tóxicos, nos
dio los más fuertes estimulantes para morirnos de miedo.
Esa
ciudad mortecina, cuya población no llegaba al millón de habitantes,
donde en ciertos barrios del este se agolpaba ebria la chusma y
taconeaban con esmero las prostitutas, fue el escenario del horror por
excelencia, y el trono que reclamó, desde su sombra fascinadora, el
señor de todos los miedos, el vampiro. Aquella imaginación puritana,
casi sin saberlo, lo fue construyendo paso a paso, y lo fue fortificando
porque nunca comprendió la verdadera raíz del repeluzno del nosferatu.
Centenariamente, desde Bram Stork se sabe que esos seres que erizan los
espejos son indefensos si no matan, se sabe que se pulverizan frente a
la luz, pero es curioso que se ignorase que empavorecen, precisamente,
porque son criaturas aterradas. Su verdadera meta es llegarse a los
mortales a inocular su miedo, con la secreta esperanza de que alguno, en
vez de sucumbir ante su mirada ansiosa, pueda vacunarlos contra su
propio pánico.
Tampoco un héroe de aquellas noches como Sherlock
Holmes, con sus asombrosos poderes deductivos, logró dar con el
secreto, porque en Holmes encarnaba el principio goyesco de que los
sueños de la razón tienen como parto endriagos y todo a su alrededor era
crímenes y pavorosos villanos. Los monstruos eran tan abundantes
porque, justo antes que Drácula, gracias a las virtudes del progreso más
industrioso y rampante, acababa de nacer la esquizofrenia. Y la
esquizofrenia, como luego Jagger y el rock and roll había llegado para
quedarse.
En 1886, Stevenson hacía público El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde, y en 1891 Wilde exponía el Retrato de Dorian Gray.
Justo entre estos dos casos, en 1888 y desangrando a ciertas damas
por el cuello, llegaba la gran coartada forense que daba el detalle que
faltaba para que surgiera, con su sombría plenitud de rasgos, el
vampiro. Se trataba de un héroe quirúrgico de entonces -el primero de
los asesinos en serie- que hubiera permanecido anónimo si alguien no
hubiera escrito a Scotland Yard haciéndose llamar Jack el Destripador.
Cada día se discute más sobre el Destripador, ese esmerado homicida sin
rostro, e incluso Sherlock lo combatió en más de una versión para la
pantalla hasta que en cierta oportunidad, bastante memorable, se reveló
que Holmes, esquizofrénico como su edad, era el verdadero Jack the
Ripper.
Pero todas las soluciones han parecido vanas hasta el
momento; todo son conjeturas, porque aquella penumbra desconocía las
huellas dactilares y no había llegado la cadena de ADN, y El Destripador
mantuvo su tenaz incógnito hasta que hace bien poco, en una
investigación muy sesuda, el señor Richard Wallace pareció dar,
finalmente, con la identidad de aquel homicida y protovampiro.
El
culpable, según Wallace, fue un matemático despiadado, un ajedrecista
contumaz, un fotógrafo acusado por sus propios biógrafos(y por otra
máquina victoriana, el psicoanálisis) de pedofilo, un perverso
prestidigitador de paradojas y anagramas que alcanzó celebridad gracias a
un par de libros -uno de ellos en verdad escalofriante. Este individuo,
que fue diácono y se disfrazó de piadoso, además se ocultaba bajo un
falso nombre: Lewis Carroll.
Es sabido que Carroll fue
inmoderadamente afecto a los acertijos,y El Destripador, hasta el día de
hoy, es un acertijo que decenas de miles de profesionales y aficionados
tratan de resolver. La tesis de Wallace está a punto de hacerle ganar
los derechos para una película, pero desde ya se puede afirmar una cosa.
Sin discutir el acierto o el error de la tesis (a fin de cuentas Jack
era apenas un tosco vampiro en ciernes, un exhibicionista de las
vísceras de sus víctimas, y por otra parte cualquier espíritu juguetón
pudo construirse un pseudo-nombre escribiendo cartas a la policía y
arrogándose los crímenes de otro más afecto al anonimato), tal vez la
clave de ese espeluzno u obra maestra de Carroll, Alicia a través del espejo,
consista en que, muy veladamente y gracias al coraje de una niña de
siete años, contiene una fórmula para liberar, de una vez y para
siempre, a los vampiros de su propio miedo.
Después de haberse perdido, la niña debe encontrar el camino de regreso,
y eso sólo es posible a través de una pesadilla. Es ese punto abisal
por el cual se vuelve, luego del viaje y la perdición, ese vórtice
excéntrico que permitió por ejemplo a Dante regresar de su jornada y
terminar su Comedia.
Como los victorianos y los
detectives,Charles Lutwidge Dogson era aficionado a las sombras, enigmas
y laberintos. Algunos pensaron que los 12 capítulos de la obra maestra
que escribió su sombra o, Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, con su gato negro, su gato blanco, su tablero de ajedrez y sus respectivos trebejos, era una inocentada.
Pero
muchos, con el correr del tiempo, han caído en que el viaje de Alicia,
una niña de siete años, hacia el revés del espejo, escondía un trasfondo
sombrío. Pocos, tal vez, han caído en la cuenta de que era una obra
agónica.
Richard Wallace, atento lector de Carroll, descubrió que
quien pudiera escribir en el primer capítulo un poema tan siniestro
como YKCOWREBBAJ,también podía ser Jack el Destripador. Más
productivo,de todos modos, parecería leer correctamente esos versos y
entender que Dogson, como un frágil vampiro que era, estaba buscando un
alma que lo redimiera de sus propios pavores.
Ducho hijo de los
espejos, Dogson sabía que éstos nos devuelven el mundo a la inversa, y
que sólo a su través es posible asomarse al vértigo de la realidad.
Escribir en reverso, trazar anagramas, era su forma de especular con las
cosas y consigo mismo, y así, trasvasando las letras de su nombre,
Charles Lutwidge al latín, y pasando por Carolus Ludovicus, pudo llegar
hacia ese lugar donde estaba proyectada su sombra.
A la casilla
de su epifanía que todos recuerdan hoy como Lewis Carroll (aunque casi
nadie recuerda que su primer poema se llamó 'Soledad').Como era también
fotógrafo no desconocía que hacia la cámara oscura, en lugar del frío
que sobre nosotros lanza el espejo, proyectamos nuestra negatividad, lo
que los chinos llamarían el Yin, y que es sólo luego de un complicado
proceso que regresamos, blancos y evidentes, en un nuevo Yang o en una
renovada positividad. Y por eso, en clave detectivesca, lanzó el cruento
y redentor juego al que viajó Alicia a través de los escaques de un
ajedrez. Como inicio, en la primera línea dio una pista:"Una cosa era segura, la gata blanca no tuvo nada que ver".
Como
en el I Ching el tablero de ajedrez consta de 64 figuras o casillas,
que alternan el blanco con la sombra. Para un peón, como es Alicia, el
viaje consiste en llegar a la octava casilla una vez que alguien ha
comenzado a soñar. El enigma persiste, sin aclaración, hasta el final
del libro, cuando consigue salir del tablero, para que sea leído en
otro nivel: "¿Quién crees tú fue el que lo soñó?".
Ésa
es una respuesta que hay que encontrar fuera del tablero, pero tomando
en cuenta dos claves. En primer lugar que, dentro del mismo, el soñador
es el rey negro, y en segundo término que, al inicio del viaje, es
preciso descubrir a un vampiro.
Alicia debe aprender a leer en el
espejo y descubrir en el tenebroso poema que omnubiló a Wallace el
nombre temible del nosferatu. Así aparece el JABBERWOCKY, que advierte: "Teme al Jabberwocky, mi niño/las mandíbulas que muerden/las garras que atrapan/... El Jabberwocky con los ojos en llamas".
Se
trata de otra proyección de Dogson, el pedófilo impotente o vampiro
timorato que está encerrado en otra casilla, en otro nivel, atrapado en
una especie de ataúd diurno, que es la hora en que sueñan los vampiros,
en una casilla que se podría denominar
Por los pormenores de su
sueño, sabe que sólo a través de la pequeña Alicia le es posible ver y
soñar. Y no desconoce que está encarcelado y que sólo la niña puede
llegar a esa casi inaccesible casilla.
Dogson es el rey negro,
que esta derribado y preso de su propia majestad y de su sombra
vampírica. Y necesita que Alicia, superando sus pavores de infanta, su
debilidad y lentitud de peón que debe avanzar hacia adelante hasta que
alcance la octava casilla, se corone reina y así adquiera una nueva
fuerza y movilidad que le permita dar luego el más terrible de los
pasos.
El que es propio de la literatura de verdad. Después de
haberse perdido, la niña debe encontrar el camino de regreso, y eso sólo
es posible a través de una pesadilla. Es ese punto abisal por el cual
se vuelve, luego del viaje y la perdición, ese vórtice excéntrico que
permitió por ejemplo a Dante regresar de su jornada y terminar su Comedia.
Sin
ese regreso no hay autor, y Alicia tiene que escaparse del sueño,
regresar coronada del trasfondo del espejo y matar al vampiro
Jabberwocky que paraliza a Dogson. Y cuando se sale del sueño -cuando se
encuentra el pasaje de regreso al lado primordial del cristal- es que
estamos nuevamente en la casilla -1, ese no lugar, desde el cual es
posible comenzar a soñar la luz (una vez que el vampiro ha quedado
atrás)
Por fortuna para Dogson la niña Alicia Liddle encontró la
brecha en el laberinto del ajedrez, logró sacrificar al Jabberwocky y
producir la magia de la escritura, esa justa medida de luz y de sombras.
"¿La vida qué es sino un sueño?", cierra la última línea, que es
un verso, del último libro de Alicia firmado por el liberado Lewis
Carroll, un rey negro todavía endeble para confrontar lo luminoso pero
protegido por su flamante reina.
Y qué es la escritura, cabe
preguntarse, sino la medida exacta de activar lo cegador de la página en
blanco (el equivalente al Yang celestial) y convertirlo en un Yin
negativo y activo, el que da el negro atronador de las palabras.
Fin.
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