En los laberintos de la literatura existen algunos Cielos que son, en rigor, más perturbadores que el infierno.
En
general, las religiones occidentales tienden a explicar el Cielo como
un lugar en donde el hombre justo encuentra la completa satisfacción de
sus deseos. Ahora bien, son muchos los autores que nos describen la vida
de ultratumba, pero ninguno de manera tan cruda como Emanuel Swedenborg.
Sobre
su vida hablare en otra oportunidad, ya que este visionario es una
verdadera fuente de placeres para quien disfruta de las curiosidades
literarias. Hoy sólo nos dedicaremos a narrar su tétrica visión del
Cielo.
El poeta
Eilliam Blake sostenía que de existir un cielo, es decir, un lugar de
felicidad perfecta, sólo una cosa debía estar prohibida allí: la
estupidez. Blake, que era todo menos estúpido, consideró que incluso los
malvados podían tener acceso al goce que supone la contemplación de
Dios, pero que este placer estaba vedado a la estulticia. Según el
poeta, al igual que Swedenborg, un hombre inteligente nunca podría
encontrar la felicidad completa en compañía de imbéciles, por lo tanto,
estos debían encontrar la vida de ultratumba en otro sitio, acaso más
discreto.
Swedenborg
nos relata la historia de un hombre, que si bien no es un imbécil, no
puede acceder a los placeres del Más Allá, aún cuando es un justo
merecedor de ellos.
El Asceta
En
años olvidados, un hombre, hastiado de la vida mundana, se retira a una
eremita, dispuesto a pasar el resto de su vida en una sublime
contemplación de la Nada. Sólo lo acompañan los vientos y la arena del
desierto.
Los
años pasan, el visionario no nos dice cuántos, y el hombre va perdiendo
todo rasgo amor propio; lo único que alberga en su corazón es la visión
anticipada del Paraíso.
La
muerte lo encuentra arrodillado en la eremita, solo, agradeciendo a
Dios por su bondad sin límites, por su amor que todo lo penetra.
Naturalmente, este hombre, amable y resignado, es recibido en el cielo inmediatamente.
Pero
pronto nuestro amigo nota algo singular, mejor dicho una serie
interminable de singularidades: los hombres se comunican allí de una
manera plena, absoluta. No existen diálogos con palabras, sino un
intercambio de pensamientos enormemente elaborados, hasta se podría
decir que las agudezas de Voltaire son los balbuceos de un infante al
lado de aquellos intrincados tratados filosóficos que, repito, sólo eran
comunicados mediante el pensamiento. ¡Qué distinto era aquello de la
soledad del desierto! En el cielo no había inmovilidad, bastaba con
desear estar en un lugar para aparecer allí en el instante. Los hombres y
los ángeles brillaban con una luz intensa, que era proporcional a la
penetración su inteligencia. Todo era una perpetua metamorfosis, los
hombres creaban aquello que en la tierra les estaba vedado: los amantes
de la pintura encontraban el pleno desarrollo de sus virtudes de una
manera magistral, los colores, cuyas tonalidades son inconcebibles para
los mortales, danzaban ante la vista de los curiosos, creando formas y
paisajes más reales que la realidad misma, ya que no había un lienzo que
limitase la imaginación del artista.
Pero
claro, esta virtud divina no se limitaba sólo a las artes pictóricas,
sino también a la literatura, la música, y a todas las pálidas
expresiones que los mortales llaman arte. Allí todo encontraba su cause
natural, las melodías eran absolutas, encantaban a los oyentes, pero no
sólo por los acordes virtuosos, sino porque los oyentes también eran
capaces de modificar la música a medida que la percibían. Los poetas
encontraban aquello que todo escritor anhela, la eficacia y la Belleza.
En este cielo abrumador se paseaba absorto nuestro Asceta, aturdido por todas las cosas que no podía percibir. Se acercó a los ángeles,
pero estos no comprendían la lengua de los mortales; entonces el Asceta
intentó comunicarles su pensamiento, pero también fracasó: el sabía que
Dios se agitaba tanto en la arena del desierto como en la flor que
resplandece bajo el rocío, lo sabía, lo sentía, pero no podía
expresarlo, por lo tanto, incluso en el Cielo, estaba solo.
Dios
observó el dolor de su hijo, supo que el asceta, resignado y piadoso,
no era ni sería nunca feliz en el Cielo. Enviarlo al infierno no era
justo, ya que el hombre había vivido en la más incorruptible virtud. Por
lo tanto, Dios le otorgó un don, acaso el más terrible que pueda
imaginarse.
El
Altísimo se acercó al Asceta, tomando la precaución de adoptar una forma
que no abrumase a nuestro ya apesadumbrado amigo, y le dijo:
Las
formas del Cielo son horribles para quien no las comprende. Tu vida en
la tierra ha sido recta, por lo que puedes elegir ahora tu morada
eterna.
Entonces,
todo (la música, las risas, los besos, el Cielo mismo) desapareció. Un
vacío infinito se cerró en torno suyo. No había oscuridad, ni sombras,
sino una estancia inabarcable por la vista, blanca como la nieve más
pura de nuestros polos.
El
Asceta cruzó sus piernas, adoptando aquella posición que tanto conocía,
la misma que adoptaba en el desierto, cuando la aurora era sólo una
promesa. Cerró los ojos, y pensó.
Dios
le había otorgado el don invaluable de crear su propia morada eterna.
Se concentró con todo el fervor del que era capaz. Entonces abrió los
ojos.
Ante su vista se asomó un desierto, una eremita, y nada más.
Algunas Tristes Reflexiones
T
Swedenborg
detestaba la resignación que las religiones imponen al hombre. Él nos
propone un cielo vedado a quienes carecen de imaginación, cerrado para
tanto para los materialistas como para los excesivamente celosos de la
espiritualidad.
A
mí siempre me gustó esta idea, cuyo mecanismo simple suele pasar
desapercibido para las religiones modernas. El asceta no pudo disfrutar
del Cielo porque su vida en la tierra fue intelectualmente pobre; su
contemplación de lo divino se hizo cada vez más abstracta, más lejana.
Él percibía a Dios más allá del mundo, pero no a través el mundo. La
naturaleza era para él algo que le impedía ver la majestad divina, una
molesta carga que los hombres deben evitar.
Emanuel
Swedenborg hace una ecuación sencilla: Dios, eterno e inabarcable, no
puede ser percibido mediante los sentidos; no podemos verlo ni en las
estrellas ni en las flores; pero tanto las estrellas como las flores son
Espejos de Dios, sombras que nos hablan de la majestad de quien las
creó. Lo mismo funciona con el arte, que es a la vez fin y espejo del
hombre.
Sólo
nos queda desarrollar nuestra imaginación para disfrutar del Cielo
soñado por Swedenborg; allí las grandes historias, los sueños más
esquivos de los poetas, encuentran una satisfacción completa: podremos
conversar con hidalgos deliciosamente delirantes, con anillos que
corrompen los corazones más nobles, con príncipes que caen bajo el
veneno del dragón, podremos contemplar a Helena en su justa medida, a
Eneas en su exacta dimensión; finalmente sabremos como era la cruel
soledad de Hawthorne, qué formas tenían los castillos soñados por Blake,
las imposibles formas de los demonios de Lovecraft, y las cartas de Poe;
nos reiremos de la cordura de Orlando perdida en la luna, de los
espejos y laberintos de Borges; temblaremos ante la ira de Aquiles, ante
la pérdida de Julieta. Todo esto haremos en plenitud, pero claro,
siempre y cuando aprendamos a amar los espejos que tenemos aquí.
Recuerden que en nuestras bibliotecas, no importa cuan humildes sean, se
agitan fantasmas que algún día conoceremos.
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