Las
fuerzas del mal existen.
Sabuesos
del infierno, lugartenientes del propio Satán, sus hijos y esclavos. Presencias
terribles
llenas de ira y rabia hacia los que pueden disfrutar de los placeres corpóreos.
Viven
en la sombra, solos, muy solos, como gusanos sin ojos reptando desesperados en
busca
de comida. Y su alimento son las almas. Nuestras almas. Son inalcanzables para
ellos
a no ser que nosotros mismos se las ofrezcamos, a veces a sabiendas, a veces
inconscientemente.
Cuando abrimos canales con otras dimensiones, otros mundos
inexplicables
para nosotros, se las estamos poniendo en bandeja de plata. Esos gusanos
ciegos
se transforman en buitres de vista aguda que han divisado su carroña. Este tipo
de
sucesos no ocurren todos los días, pero yo conozco un caso y ésta es su
historia.
Mi
nombre es Gerardo Montesinos y soy sacerdote en una pequeña aldea de
Pontevedra.
Una
noche como cualquier otra en mi pequeña habitación de la parroquia que me sirve
como
hogar, el arcángel San Miguel debió avisarme en sueños de la presencia del
Maligno
y me despertó de un duermevela nada usual en mí, ya que suelo descansar de
un
tirón hasta el alba.
Confieso
que el pecado de pereza es mi debilidad, incluso alguno de los muchachos de
la
catequesis me ha sorprendido en alguna ocasión echando una cabezadita en las
clases,
y la
quemazón que no me dejaba descansar esa triste noche me tenía del todo
desorientado,
ya que no obedecía a ninguna lógica. Decidí hacerme un té y disfrutar de
la
lectura de algún pasaje de la Santa Biblia para relajarme y reconfortarme a la
vera de
mi
modesta estufa de gas.
Empezó
a llover y me puse a contemplar la belleza del camposanto que linda con la
Iglesia
cuando me pareció ver figuras encapuchadas entre las lápidas. Conocía que entre
los
chicos de la aldea existe la tradición de hurgar en el cementerio de noche para
probar
su
valía y me puse el impermeable refunfuñando entre dientes pensando en la
regañina
que
iba a echarles.
Recuerdo
que bajando por las angostas escaleras tropecé de la manera más tonta
poniéndoseme
un humor de perros, y pensaba ya incluso, en dar una buena azotaina a
los
chiquillos, pero el daño que me hice en el pie al caer me desapareció de golpe
al ver
la
escena que me esperaba dentro del fosal.
El
escenario era dantesco. En la tierra, dibujado con un palo, había un círculo
que
bordeaba
una estrella de cinco puntas, símbolo de rituales esotéricos, y arrodillados
dentro
de él vi a tres de los chavales del pueblo a los que esa misma tarde había
estado
dando
clases para su primera comunión.
Andresito
y Rafael estaban fuera de sí. Se habían transformado en niños con cara de
ancianos
de noventa años, con el pelo blanco y llenos de arrugas. Empapados de arriba a
abajo
llorando histéricos sin poder moverse ni apartar sus miradas emborronadas de
lágrimas
del otro amigo que se encontraba en medio del pentagrama.
Fermín
Hidalgo. Ese es el nombre del desventurado muchacho que vio sus días
terminar
esa trágica noche por jugar con poderes que escapaban a su comprensión. Allí
estaba
el pobre Fermín en una pose inverosímil con los ojos del todo blancos y tan
abiertos
que parecían iban a salírsele de las orbitas. Me miró y se rió. Esa risa no
tenía
nada
de humana y desde luego carecía del todo de la inocencia propia de un niño de
esa
edad.
Entonces con una voz gutural, sin piedad por las cuerdas vocales del chaval, el
ser
que
estaba dentro de Fermín empezó a hablarme.
Modestamente,
siempre fui un alumno aventajado en las clases del seminario tanto de
latín,
griego o arameo y es lo que me permite relataros más o menos lo que me ladraba
ese
engendro:
“¡Saludos
cura! ¿Vienes a salvar a este niño? Siento decirte que mañana desayunará
conmigo
en uno de los nueve círculos del infierno. Ya es mío. Ya es mi hijo, y tu no
podrás
arrebatármelo.”
Enseguida
invoqué el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, e intenté de forma inmediata
empezar
un exorcismo, pero aunque el ente se encolerizaba y dañaba de forma
inmisericorde
al desdichado Fermín al oír el nombre de Cristo, enseguida entendí que la
situación
me superaba en mucho. Aún así, cualquier sacerdote aunque profano como yo
en
este tipo de rituales, sabe que los demonios son soberbios por definición ya
que
proceden
de Lucifer, el soberano de la altanería, y que hay que intentar que revelen su
nombre
para poder pedir su juicio ante Dios. Y eso le preguntaba en nombre de la
Santísima
Virgen. Invocaba todos los nombres de ángeles caídos y miembros de las
legiones
impías que conocía: Balael, Astaroth, Verine, Bassil, Mefisto, Asmodeo,
Azrael,
Azazel, Luzbel, Togh, Grassil, Soneyllon...
“No
llames al falso Señor. No acudirá en tu ayuda. ¿Quieres saber mi nombre? Mi
nombre
es Lilith. Yo soy la que fue creada también a su imagen y semejanza. Yo me
negué
a postrarme ante Adán porque también fui hecha del polvo primigenio, no de su
costilla.
Yo huí del Edén, no fui desterrada como mi marido y su segunda y tácita
esposa.
Y en mi exilio voluntario me hospedé en el Mar Rojo y copulé con animales y
demonios,
y me desposé con Samael, Príncipe del Hades. Y tu Dios en castigo me
condenó
a parir hijos muertos. Y por el derecho del ojo por ojo reclamo a este infante.
Este
niño vivirá por siempre conmigo en el infierno.”
Con
esas palabras en la boca, Fermín se desplomó en el suelo y yo empecé a rezar
entre
lágrimas
con fervor y con una tremenda desesperación. Ya sabía que no podía hacer
nada
por su cuerpo pero anhelaba con todas mis fuerzas poder hacer algo por su alma
inmortal.



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