sábado, 11 de febrero de 2012

Relatos de un sacerdote


Las fuerzas del mal existen.
Sabuesos del infierno, lugartenientes del propio Satán, sus hijos y esclavos. Presencias
terribles llenas de ira y rabia hacia los que pueden disfrutar de los placeres corpóreos.
Viven en la sombra, solos, muy solos, como gusanos sin ojos reptando desesperados en
busca de comida. Y su alimento son las almas. Nuestras almas. Son inalcanzables para
ellos a no ser que nosotros mismos se las ofrezcamos, a veces a sabiendas, a veces
inconscientemente. Cuando abrimos canales con otras dimensiones, otros mundos
inexplicables para nosotros, se las estamos poniendo en bandeja de plata. Esos gusanos
ciegos se transforman en buitres de vista aguda que han divisado su carroña. Este tipo
de sucesos no ocurren todos los días, pero yo conozco un caso y ésta es su historia.
Mi nombre es Gerardo Montesinos y soy sacerdote en una pequeña aldea de Pontevedra.
Una noche como cualquier otra en mi pequeña habitación de la parroquia que me sirve
como hogar, el arcángel San Miguel debió avisarme en sueños de la presencia del
Maligno y me despertó de un duermevela nada usual en mí, ya que suelo descansar de
un tirón hasta el alba.
Confieso que el pecado de pereza es mi debilidad, incluso alguno de los muchachos de
la catequesis me ha sorprendido en alguna ocasión echando una cabezadita en las clases,
y la quemazón que no me dejaba descansar esa triste noche me tenía del todo
desorientado, ya que no obedecía a ninguna lógica. Decidí hacerme un té y disfrutar de
la lectura de algún pasaje de la Santa Biblia para relajarme y reconfortarme a la vera de
mi modesta estufa de gas.
Empezó a llover y me puse a contemplar la belleza del camposanto que linda con la
Iglesia cuando me pareció ver figuras encapuchadas entre las lápidas. Conocía que entre
los chicos de la aldea existe la tradición de hurgar en el cementerio de noche para probar
su valía y me puse el impermeable refunfuñando entre dientes pensando en la regañina
que iba a echarles.
Recuerdo que bajando por las angostas escaleras tropecé de la manera más tonta
poniéndoseme un humor de perros, y pensaba ya incluso, en dar una buena azotaina a
los chiquillos, pero el daño que me hice en el pie al caer me desapareció de golpe al ver
la escena que me esperaba dentro del fosal.
El escenario era dantesco. En la tierra, dibujado con un palo, había un círculo que
bordeaba una estrella de cinco puntas, símbolo de rituales esotéricos, y arrodillados
dentro de él vi a tres de los chavales del pueblo a los que esa misma tarde había estado
dando clases para su primera comunión.
Andresito y Rafael estaban fuera de sí. Se habían transformado en niños con cara de
ancianos de noventa años, con el pelo blanco y llenos de arrugas. Empapados de arriba a
abajo llorando histéricos sin poder moverse ni apartar sus miradas emborronadas de
lágrimas del otro amigo que se encontraba en medio del pentagrama.
Fermín Hidalgo. Ese es el nombre del desventurado muchacho que vio sus días
terminar esa trágica noche por jugar con poderes que escapaban a su comprensión. Allí
estaba el pobre Fermín en una pose inverosímil con los ojos del todo blancos y tan
abiertos que parecían iban a salírsele de las orbitas. Me miró y se rió. Esa risa no tenía
nada de humana y desde luego carecía del todo de la inocencia propia de un niño de esa
edad. Entonces con una voz gutural, sin piedad por las cuerdas vocales del chaval, el ser
que estaba dentro de Fermín empezó a hablarme.
Modestamente, siempre fui un alumno aventajado en las clases del seminario tanto de
latín, griego o arameo y es lo que me permite relataros más o menos lo que me ladraba
ese engendro:
“¡Saludos cura! ¿Vienes a salvar a este niño? Siento decirte que mañana desayunará
conmigo en uno de los nueve círculos del infierno. Ya es mío. Ya es mi hijo, y tu no
podrás arrebatármelo.”
Enseguida invoqué el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, e intenté de forma inmediata
empezar un exorcismo, pero aunque el ente se encolerizaba y dañaba de forma
inmisericorde al desdichado Fermín al oír el nombre de Cristo, enseguida entendí que la
situación me superaba en mucho. Aún así, cualquier sacerdote aunque profano como yo
en este tipo de rituales, sabe que los demonios son soberbios por definición ya que
proceden de Lucifer, el soberano de la altanería, y que hay que intentar que revelen su
nombre para poder pedir su juicio ante Dios. Y eso le preguntaba en nombre de la
Santísima Virgen. Invocaba todos los nombres de ángeles caídos y miembros de las
legiones impías que conocía: Balael, Astaroth, Verine, Bassil, Mefisto, Asmodeo,
Azrael, Azazel, Luzbel, Togh, Grassil, Soneyllon...
“No llames al falso Señor. No acudirá en tu ayuda. ¿Quieres saber mi nombre? Mi
nombre es Lilith. Yo soy la que fue creada también a su imagen y semejanza. Yo me
negué a postrarme ante Adán porque también fui hecha del polvo primigenio, no de su
costilla. Yo huí del Edén, no fui desterrada como mi marido y su segunda y tácita
esposa. Y en mi exilio voluntario me hospedé en el Mar Rojo y copulé con animales y
demonios, y me desposé con Samael, Príncipe del Hades. Y tu Dios en castigo me
condenó a parir hijos muertos. Y por el derecho del ojo por ojo reclamo a este infante.
Este niño vivirá por siempre conmigo en el infierno.”
Con esas palabras en la boca, Fermín se desplomó en el suelo y yo empecé a rezar entre
lágrimas con fervor y con una tremenda desesperación. Ya sabía que no podía hacer
nada por su cuerpo pero anhelaba con todas mis fuerzas poder hacer algo por su alma
inmortal.


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