miércoles, 29 de febrero de 2012

Bestias bajo el mar.

En la edad media, Francia era una tierra de monstruos persistentes y legendarios, abominaciones anacrónicas que quedaron como reliquias de los años primigenios. Había un neodragón que era particularmente horrible llamado tarasque. Fue desovado por el monstruo bíblico Leviatán y originariamente vivía en Galatia, en Asia Menos, pero frecuentaba los bancos del río Ródano entre Aviñón y Arles.

Una tarde, cuando caía la sombra de la noche, un viajero llamado Jaques du Bois aceleró el paso cuando viajaba por el banco del río. De manera nerviosa, escudriñó sus aguas negro azabache y la imponente penumbra del bosque – sus ojos buscaban algo por lo que rezaba fervientemente con no tener la mala suerte de encontrarse.
Du Bois había oído rumores terroríficos acerca de una horripilante criatura llamada tarasque, que había fijado su residencia a lo largo de ese tramo del río. Allí tenía subyugada a la desventurada población del cercano Nerluc, en su tiempo una tranquila población rural pero en ese momento el foco de sus despiadados expolios. Pero también devoraba a cualquier desventurado caminante que pasara por allí y que fuera lo suficientemente poco cauteloso como para no percibir la proximidad del monstruo rapaz.
Distraído con tales pensamientos espeluznantes que fluían libremente por su cabeza, el viajante ignoró un ruido profundo y atronador que emanaba de un misterioso claro justo delante de él y que habría de tener funestas consecuencias. De repente, parece que el bosque entró en erupción, arrojando una macabra imagen producida por una de las pesadillas más oscuras y extrañas de sus profundidades ocultas. Con un tamaño mayor que el caballo más grande o el buey más corpulento, la tarasque se erguía sobre seis poderosos miembros equipados con las zarpas asesinas de un oso, y movía furiosamente su larga cola viperina de un lado a otro como tralla viva. La magnífica melena de su cabeza de león fluía alrededor de sus hombros, y sus dientes eran grandes dagas mortíferas de marfil. Lo más extraordinario era el imponente caparazón incrustado en su espalda.


Parecido al caparazón de una tortuga colosal, estaba repleto de un arsenal de poderosas púas.
Por tanto, el desventurado Jacques du Bois tenía motivos para saber que su vida llegaba a su fin -  y terminó tan rápido que ni siquiera le dio tiempo de gritar. Mientras que miraba fijamente y sin moverse a su destructor, la tarasque abrió sus aterradoras fauces y dejó salir un ensordecedor rugido, acompañado por un chorro de fuego que subió en espirales rodeando a su desafortunada víctima y que prendió fuego a su carne como una yesca.
A medida que iba pasando el tiempo, los habitantes de Nerluc se desesperaban cada vez más. En una ocasión, 16 hombres de entre los más valientes del pueblo marcharon para enfrentarse en batalla a su adversario – pero fue en vano. En cuestión de instantes, una sola ráfaga de llamas procedente de la garganta del monstruo incineró a la mitad de ellos, y los ocho restantes huyeron y volvieron al pueblo.
Nerluc parecía condenado y destinado a la destrucción; pero entonces llegó alguien que, al menos a una persona de fuera, le habría podido parecer el más inverosímil vencedor de dragones.


Un día, un pequeño bote atracó en el puerto cercano a la orilla del río, y del mismo descendió una doncella joven, grácil, lozana y que llevaba puesto un simple vestido completamente blanco. Había viajado desde Arles, desde donde su fama se había extendido a lo largo y ancho del mundo. Por su sencilla figura, con su cuidado porte, se trataba de Sta. Marta, cuyos sermones inspiradores y cuyos actos de generosa beneficencia habían traído dicha y esperanza a todos los que la conocían.
Los habitantes del pueblo de Nerluc se reunieron para ir a su encuentro y le imploraron llorando que los liberara de la terrible opresión de la tarasque. Sta. Marta les prometió hacer todo lo que pudiera para ayudarlos, y sin más demora, recorrió los distantes campos en dirección al bosque que rodeaba el río, que daba cobijo a su terrorífica presa. No tuvo que buscar demasiado rato. No pasaron ni unos pocos minutos desde que había entrado en el bosque cuando descubrió a la tarasque en un claro de luz, donde se encontraba devorando los restos de su última víctima, un pastor del pueblo.


El monstruo devoraba tan resuelto su ensangrentado ágape que permaneció totalmente inconsciente de la presencia de Sta. Marta, permitiéndole a la santa acercarse a la distancia de un brazo y también recoger dos ramas que el monstruo acababa de carbonizar con su aliento abrasador. Sin embargo, en ese momento, la tarasque insistió su presencia y se dio la vuelta, con sus ojos centelleantes. Al instante, Marta levantó las dos ramas y las colocó delante de su monstruoso adversario en forma de Cruz.
Cuando hizo esto, los ojos de la tarasque se oscurecieron, su incandescencia quedo sustituida por un tenue color dorado, y la poderosa criatura cayó pasivamente a los pies de la santa, dominada por el desconcierto y una paz insólita. Marta se inclinó y roció agua bendita por encima del apagado dragón. Después, tejió un enorme collar con tranzas de su pelo y condujo a la tarasque amigablemente de vuelta a Nerluc.
Este asombroso espectáculo al principio dejó mudos e inmóviles a los habitantes del pueblo. No obstante, cuando el miedo por su antiguo enemigo amainó, se volvieron mucho más atrevidos, acercándose a la bestia y tocándola, después golpeándola, y dándole puñetazos y patadas, y arrojándole piedras y palos, a medida que su enfado contra sus antiguas atrocidades estallaba en una incontrolable marea de odio y venganza.


La tarasque asustada se acobardó ante este ataque continuo, y Sta. Marta suplicó a las hordas que perdonaran a la bestia y la dejaran vivir en su nuevo y transformado estado; pero era demasiado tarde. La tarasque cayó rodando repentinamente y murió.
Como último recordatorio de sus antiguos tribulaciones, hoy en día Nerluc se llama Tarascon y organiza un festival en Pentecostés, mientras que en el sello oficial del pueblo aparece representado su antiguo opresor en todo su terrible esplendor.
 

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