jueves, 9 de febrero de 2012

Raquel, la náyade y el fauno

La familia de Raquel vivía en la caída de una pequeña
montaña por donde bajaba una corriente de agua. En
aquella fuente se asentó una extraña compañía, una
hermosísima ninfa de agua o náyade. El pequeño ser
existía sólo para sus ojos. La ninfa se dejaba ver de
ella, se sentaba en la orilla del arroyo a peinar sus
largos cabellos, mientras Raquel le cantaba canciones
de amor y fantasía con voz muy dulce, que entretenían
a la sílfide y la hacían permanecer allí por más tiempo
del que pensaba concederle. La ninfa se podía quedar,
ante el embeleso de la mirada de Raquel, acariciándose,
acicalándose, juguetona y desnuda sólo para sus ojos,
durante varias horas. No había placer igual para la
siempre solitaria Raquel que estos ratos absolutos
e íntimos con su ninfa, momentos que se regalaba a
sí misma como única alegría. Su vida estaba bajo la
tutela de Laban, el padre. Ella era una mujer hecha
para asumir trabajos y responsabilidades, cuando
estaba en la siega le gustaba pensar que regaba la
sal del mundo por la tierra para que aflorara la vida.
Imaginaba que era sal lo que sembraba.
Una noche de luna llena, Raquel salió a cantar a la
ventana de la tienda para atraer la presencia de la
náyade y vio con sorpresa que entre el follaje de los
árboles algo se movía con extraña rapidez. Aguzó
la vista y, aunque seguía cantando para su niña que
jugaba distraídamente en el agua, se encaminó hacia
el sitio donde algo no dejaba de agitarse y, cantando,
se alejó un poco de la fuente de agua. En aquel
instante un raro visitante abordó a la ninfa, abusó
de ella y huyó en medio del bosque. Era un fauno,
mitad hombre mitad chivo, que la venía acechando
desde hacía días. Raquel volvió al arroyo, comprobó
con sus ojos el aterrador hecho: la siempre acicalada
y erótica figura convertida en una rama quebrada, sin
expresión en el rostro. Sintió un dolor brutal en el
alma, sin duda, pensó que era su culpa, ella sabía que
los faunos perseguían a las ninfas para poseerlas; ella
misma, sin ser ninfa, fue poseída a la fuerza por uno
de esos sátiros aprovechando su soledad en la tienda.
Pero esto no dolía tanto a Raquel como el ultraje a su
niña del agua, al hada del arroyo.
Todo podía suceder ya. Vacía de sí misma Raquel
fue recibiendo lo que le brindaba la vida, todo era un
préstamo. Siguió asomándose al riachuelo en silencio
y decidió no volver a cantar nunca más, así la ninfa no
saldría exponiéndose a ser violentada de nuevo por
el inescrupuloso ser que existía dominado sólo por
su instinto. Raquel regó la sal del mundo alrededor
del arroyo, susurró palabras que pedían perdón y
escribió otras de amor y fantasía bajo los nenúfares
para que su náyade las leyera y las oyera en el fondo
sin exponerse nuevamente al peligro de la superficie.
Lilith que de lejos acompañaba a Raquel en el
transcurso de su vida, vio como ésta continuaba
sin mayores sobresaltos pero llena de trabajos y
responsabilidades. Dios no tenía mayores regalos
para Raquel, hasta que apareció de manera sorpresiva
Jacob. Si bien Lilith estuvo convocando algunos
amantes para Raquel, Dios fue más poderoso en
trazarle el destino. Lilith sentía a Raquel libertaria,
rebelde y apasionada, su nombre invitaba a trazar
otro rumbo. Pero llegó Jacob, el suplantador de
Beerseba. Había recibido la bendición de su padre
haciéndose pasar por su hermano Esaú y de esta
manera obtuvo poder y fortuna en tierras. Llegó a
Padam-aram por consejo de su madre Rebeca, quien
lo habría secundado en fechorías y manipulado para
que fuera a tomar como mujer a una de sus primas,
las hijas de Laban. No quería más extranjeras en su
familia, así que lo envió allá con la orden de llegar
con sus mujeres e hijos a ser multitud. Cuando estuvo
Jacob en presencia de Laban, sabía de Raquel porque
la había apreciado en la siega. Ese nombre convocaba
a ser amante, tenía fuerza, la que se necesita para
avanzar, además la muchacha era de lindo semblante
y hermoso parecer. Jacob la amó sin más y de entrada
la pidió a Laban como compañera. Pero Jacob debió
servir siete años a Laban para que se la concediera
como su mujer. Terminados los siete años, que fueron
siglos porque la amaba, le fue entregada Lía, hermana
mayor de Raquel, la de ojos delicados, y junto a ella su
criada Zilpa.
Aunque le gustó pasar unas noches con Lía, Jacob
volvió a reclamar a Raquel. Ante esta queja Laban
manifestó: “cumple con Lía y sírveme otros siete
años, cuando eso suceda te entregaré a Raquel”.
Cumplido nuevamente el plazo que le fue impuesto,
Laban le entregó a su hija Raquel y a su criada Bilha,
quien no la desamparaba. Eran amantes y amigas de
larguísimo tiempo, inseparables; las dos se fueron
en matrimonio con Jacob, pues Laban sabía que esta
compañía mantendría de mejor carácter a Raquel.
Jacob resultó ser el reproductor que esperaba su
madre Rebeca, de haber vivido más tiempo habría
poblado completamente la tierra. Con Lía tuvo a
Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón; con
Zilpa, sierva de Lía, a Gad y Aser; con Bilha, sierva
y amante de Raquel, a Dan y Neftalí. Pero Raquel no
soportó vivir con Jacob, nunca lo amó, le dio un primer
hijo, José, y en el parto del segundo, Benjamín, pactó
con Bilha para que la asistiera en el parto, y del mismo
modo lo hiciera en su propia muerte, la única manera
de liberar su cuerpo y su alma de la esclavitud.
De ahí en adelante, con la ayuda de Lilith, Raquel
pudo emprender un camino diferente que la llevaría
al amor verdadero que ella sabía, desde siempre,
que pertenecía a otros planos astrales. Raquel pidió
ser dejada en la tranquilidad del arroyo, cubierta de
nenúfares.
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