viernes, 15 de junio de 2012

El poder de la sangre

Los misterios de la fe son los misterios de la sangre, por esta razón, todos los misterios religiosos son también los misterios de la sangre. No hay cultos sin sacrificios, ni dioses sin sed de sangre. El sacrificio no sangriento no podría existir sino como metáfora de la verdadera sangre, cálida y humeante, clamando siempre, por su virtud divinamente expiatoria; sobre el altar como sobre el Calvario

Los dioses de la antigüedad adoraban la sangre, y los demonios y vampiros tenían sed de ella. Es lo que había hecho pensar al conde Joseph de Maistre que el suplicio suplicaba, que el patíbulo era un complemento del altar, y que el verdugo era un sustituto del sacerdote.

Veamos qué tiene para decirnos Paracelso, el genial médico y alquimista.

Es del vapor de la sangre, de dónde la imaginación saca todos los fantasmas que engendra. Las visiones son el delirio de la sangre; es el agente secreto de las simpatías, propaga la alucinación como un sutil veneno; cuando se evapora su serum se dilata, sus glóbulos se hinchan, se deforman y dan cuerpo a las más extrañas fantasías.

Es decir, cuando la sangre se agita en el exaltado cerebro de San Antonio o de Santa Teresa, realiza, para ellos, quimeras más extrañas que las de Borges, Lovecraft o de Goya. Nadie inventaría los monstruos que la sangre hace brotar de las brumas de la imaginación. La sangre es el poeta de la mente.

La Sangre en el Mito

Los soberanos pontífices de los antiguos cultos eran todos sacrificadores de hombres, y todos los dioses han gustado de la carne y la sangre. Moloch difería de Jehová sólo por carecer de ortodoxia; el dios de Jefté tenía misterios parecidos a los de Belus, y los monjes de la edad media se sangraban periódicamente, al igual que los sacerdotes de Baal.

Se ha dicho que la sangre es la madre de los fantasmas; pues su imagen se agita en la tragedia y vivifica al mito en su esencia: pide la sangre de Higenia; maldice a los sacerdotes y venga a su hija con el asesinato de ; , inducido por los oráculos, mata a su madre y busca en lo profundo de la Querosonesa Táurica el ídolo sangriento de la Artemis vengadora. Incluso, ya en épocas cristianas vemos una clara muestra de la importancia del sacrificio en las palabras de el terrible Jerónimo el Sacerdote, quién así le escribía a su discípulo Eliodoro:

Si tu padre se acuesta sobre el umbral de la puerta,
si tu madre descubre ante tu vista el seno con el que os alimentó,
holla con los pies el cuerpo de tu padre, pisotea el seno de tu madre, y con los ojos secos,
acude al llamado del Señor.

La Sangre en la Tradición.

No sólo el paganismo centró su culto en la sangre; Abel, primogénito de Adán, probablemente sea el primer personaje de la tradición judeocristiana en practicar una especie de sacerdocio sangriento. Fué el primero en derramar la sangre de las criaturas de Dios. Ofrecía al Señor, dicen las Escrituras, las primicias de su rebaño. Caín, por el contrario, ofrecía solamente frutas a Dios. El Señor rechazó las frutas y optó por la sangre, pero no hizo que Abel fuese intocable, porque la sangre de los animales es la figura y no la realización del verdadero sacrificio. Fue entonces cuando el rencoroso Caín consagró sus manos en la sangre de Abel, convirtiéndolo en el primer sacrificio humano.

No eran solamente Baal o Nisroch quienes clamaban por sangre, el Dios del Antiguo testamento disfrutaba con celestial placer de la sangre de los reyes: Josué le ofrecía hecatombes de monarcas vencidos; Jefté sacrificaba a su hija; Samuel cortaba en pedazos al rey Agag sobre la piedra sagrada de Galgal. Los ejemplos son innumerables.

Es curioso, los dioses que tanto temor causaban a los piadosos judíos y luego a los cristianos, son apenas tenues reflejos de lo que ellos mismos proponen cómo castigo a los réprobos. Moloch, en cuyo ídolo se quemaban niños vivos, consumía nada más que la carne mortal, liberando el alma para que vagase libre por los nueve mundos. Sólo los civilizados judíos y cristianos fueron capaces de concebir un Dios cuya cólera es eterna e imposible de aplacar; un Dios que condena a una eternidad de suplicios y tormentos por unos pecados acaso pueriles. Básicamente, el monoteísmo destruyó la hoguera de Moloch para instaurar la antorcha inmortal del infierno; impasible e incólumne, en dónde los cautivos sufren indecibles tormentos, mientras el Señor hace oídos sordos a sus ruegos de clemencia. Los griegos se hubiesen reido de ésto, tanto de un Dios con el que no puede negociarse, como de la idea de un castigo eterno.

El sacerdote antiguo no asesina, no ejecuta, sacrifica. El sacrificador asume sobre él y resume sobre sí todas las faltas y pecados. He aquí la gran revolución racional de Jesús. Sacrificar a otros para sí, éste es el antiguo dogma de Cronos y Zeus, de los Césares y los augures. Sacrificarse para otros, es la verdad del mundo nuevo. Matar para vivir era la gran felicidad de los antiguos misterios. Morir para que otros vivan, es el legado, quizás el único con efectos incontrastables en la civilización, de aquel reformador y baluarte de la libertad que fue Jesús.

Así Dios se sacrifica a sí mismo como único medio de redimir a la humanidad. En adelante, cada hombre pertenece a Cristo, el máximo sacrificador; quien ha pagado con su sangre inocente la totalidad de las faltas de la Creación. Desde entonces cada hombre es llamado al arrepentimiento, y cualquiera que pueda arrepentirse es sagrado.

La Sangre del Nigromante.

Tanto en los oscuros abismos del pasado, así como en la antigüedad clásica y aún en la edad media, se evocaba a los muertos mediante el derramamiento de sangre. Se cavaba un foso, se vertía en él vino, perfumes embriagadores, y la sangre de una oveja negra. Las terribles brujas de Tesalia le agregaban la sangre de un niño. Los sacerdotes de Baal, durante una exaltación frenética, se hacían incisiones en todo el cuerpo y reclamaban apariciones y milagros a los espesos vapores de su propia sangre.

Entonces, todo comenzaba a tomar forma a su alrededor, fantásticas formas danzaban ante sus extraviados ojos; la luna adquiría el color de la sangre derramada, y hasta creían verla caer del cielo. De la tierra surgían seres horribles e informes; aparecían visiones esquivas que lentamente iban tomando cuerpo: cabezas pálidas y sórdidas como viejas mortajas, cubiertas con la putrefacción de la tumba, venían a inclinarse sobre el foso y estiraban su lengua seca para beber la sangre derramada. El mago, debilitado y herido, blandía contra ellas su espada, hasta que apareciera la forma esperada, y con ella el ansiado oráculo.

A menudo, en éste momento el Nigromante caía exhausto. Si estaba solo, sin nadie que le prestase ayuda, se le encontraba muerto al día siguiente, y se decía que los espíritus se habían saciado con su sangre 
 
 
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