jueves, 9 de febrero de 2012

Lázaro

Quien conoce el silencio de los muertos, no quiere
volver.
Se le antojó al supuesto hijo del padre, quien tenía
poderes menores en la tierra pero al fin y al cabo
poderes, resucitar a Lázaro para impresionar a la
multitud. Entre horribles ansias se devolvía Lázaro
como se devuelve el vómito después de expulsado.
Sólo una parte de él era arrancada de la muerte.
Retornó por el mismo sufrimiento que le había
liberado, caverna por donde pasó superando, nivel
por nivel, el dolor. Lázaro regresó descompuesto,
la muerte ya le había ganado el pulso a la vida, este
desorden en el equilibrio no era más que una muestra
de soberbia del milagrero.
Un fuerte ruido penetró en su cuerpo yerto dejándolo
sentado por espasmo, en reversa; aún dentro del
laberinto no ataba cabos. Sus uñas resbalaban por la
pared, no encontró de donde agarrarse.
¡Sorpresa!, estaba aquí, nadie nunca le preguntó si
quería morir, menos sabía por qué acatar la orden:
“¡Levántate!” Abandonado a la suerte de volver
a morir, abrió los ojos y sonrió para el respetable
público.
Sacó fuerza del olvido. Elaboró su duelo como Dios
manda.
La mujer comprendió que debía acompañarlo en
el trasegar de los días. Trabajó con él en la venta de
legumbres y raíces, se dobló a su lado en la siega,
hasta que comenzó aquella terrible enfermedad en
la que hubo de asistirlo. En medio de la extrema
pobreza, cada dolor, cada síntoma se sentía con
mayor intensidad. Lázaro, quien antes le decía en el
silencio de sus ojos cuánto la amaba, entró en estados
febriles e intermitentes que le devoraban la razón,
su psique y su cuerpo, entre temblores, malestares
y gran padecimiento, terminaron por deteriorarse al
punto del delirio.
Creyó su lecho de enfermo un trono desde donde
gobernaba y daba órdenes a lo que creía era su pueblo;
las migajas de pan que caían en su vientre, y que
nadie debía limpiar, su mente alucinada las veía como
súbditos, los gobernados con quienes debía tener un
trato directo y con quienes conversaba todo el día en
el fulgor de su miserable muerte.
—“¡Ay de mí esta mañana!”, se quejaba ella cuando
comenzaba la faena de acompañar a Lázaro en su
enfermedad. Mientras separaba su ser de la ilusión de
amarlo, echaba puñados de tierra a su querer y borraba
con saliva los pedazos de alegría que quedaban en
su corazón. Aplastaba su ilusión, ya no esperaba,
o sí, esperaba que Lázaro muriera, más temprano
que tarde, para sentirse aliviada del sufrimiento
de ambos. Ella estaba enferma de esperanza en la
muerte, alivio y equilibrio de su mundo. Cuando la
muerte llegó al deteriorado Lázaro, no pudo más que
agradecerla con infinitud. Su novia, quien ya no tenía
lágrimas, ni aliento, sopló a su oído una despedida y
lo que quedaba de su amor propio y de sus sueños con
él. Una extraña tranquilidad la invadió, sentía que se
iban también sus penas.
Pasados unos días, se escuchó una sentencia celestial:
“¡Levántate Lázaro!” Incrédula, trató de confirmar si
lo que había oído era cierto. Se acercó a la tumba para
darse cuenta de que la orden se estaba ejecutando.
De nada valían sus dudas, ahí estaba Lázaro,
incorporándose, sacudiendo el polvo que había caído
en su cara. De nada valía ese camino a la negación,
no podía juzgar, era un acto de Dios. Era su problema
aceptarlo o no. ¡Se había preparado para estar lejos!
En la amargura de su médula, en la tristeza de sus
células no concebía una resurrección. ¿Hasta cuándo
esta hipocresía con el nombre de vida? ¿Quién acudió
a lo que días antes fue la agonía de su amor, su
abandono, su propio desistir?
Fuera lo que fuera el devenir de Lázaro –quien, a
propósito, estaba bastante descompuesto–, ella ya
había tomado distancia. A pesar de sí misma, se vio
allí ante el que fuera su amado, retrocediendo paso a
paso, lentamente, hasta perderse detrás de los curiosos
y de sus familiares, para luego echarse a correr hasta
sentirse totalmente libre. Ella tenía unas pequeñas
bases en la construcción de su nuevo destino y, por
supuesto, allí no cabía la idea de un resucitado.

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