viernes, 10 de febrero de 2012

María o el pago de una deuda

Descendiente de la estirpe de David, nació en
Nazaret, hija de Joaquín y Ana. Durante veinte
años ambos esposos habían pedido con fervor a
Dios que los bendijera con un hijo. Para obtener tal
favor tuvieron que hacer sacrificios, repartir lo que
tenían entre los pobres y los servidores del templo.
Desesperados, hicieron un voto: “si les fuera dado
un hijo lo consagrarían a Dios”. Se acostumbraron a
oír en sus sueños la voz de Isachar, el gran sacerdote,
diciéndoles: “¡maldito sea quien no engendre hijos
en Israel!”. Maltrecho por las amenazas nocturnas,
Joaquín reprochó al altísimo el hecho de haberse
gastado dos terceras partes de su fortuna pidiendo
un hijo. La queja llegó rápidamente a la morada del
padre fue llevada por un vecino de la pareja, quien
al momento de morir escuchaba del otro lado de la
pared los lloriqueos del desgraciado marido.
Así se gestionó de manera eficiente el nacimiento
de María, a quien de ñapa o quizás por desagravio,
le agregaron dones que no poseía humano alguno.
Nació la niña, traía nombre asignado. Su llegada
desmitificaba una vez más esterilidades en mujeres
adultas, lo mismo en Ana que en Sara o en Raquel, y
también en las madres de San Juan y Samuel, partos
tardíos de valiosos productos. Con la niña llegó una
enorme lista de cosas que no podía hacer en esta
tierra. Prohibiciones escritas por el ángel que pronto
aparecería en anunciación: “No comerá ni beberá
nada impuro, ni vivirá en medio de las agitaciones
populares, permanecerá en el templo a fin de que no
pueda enterarse, ni siquiera por sospecha, de nada de
lo que existe vergonzoso en este mundo”.
Sagrada entre las sagradas, la creatura llegó sin
contratiempos. El recibimiento duró los tres años que
pudieron disfrutarla. La niña comenzó a hablar con
rapidez y sabiduría en diferentes lenguas, mostrando
madurez de adulto; en pocas palabras, una infante
prodigiosa; cada paso que daba y cada palabra que
pronunciaba causaba conmoción. Los ojos de la niña
María fueron la perfección de la luz divina, destinada
desde siempre a ser su propia esposa. Como tal
perfección estaba reservada a lo Divino, cumplidos
los tres años debieron responder al voto ya hecho de
entregarla para ser educada en el templo, como las
demás vírgenes.
Dentro de su pequeña túnica iba María, la niña
iluminada. Las vírgenes la trataron como a un
verdadero tesoro, cuidaron y aprendieron de ella;
en sus aposentos se las escuchaba a todas cantando
canciones compuestas por María para alabar a
Dios. Desde muy temprano en la mañana, la niña
era coronada con una diadema de hojas y flores
de los jardines del templo que no se marchitaban.
Durante el día, las interminables conversaciones de
la sabia muchachita hacían olvidar a las religiosas
sus quehaceres básicos de supervivencia, de allí nació
el ayuno, del olvido o, mejor, del entretenimiento.
Conocía el mundo sin recorrerlo, sabía qué hacían los
hombres y los viejos en los templos, daba lecciones de
bondad y compañerismo y, lo mejor de todo, conocía a
Dios porque era “la elegida”. Se sabe que no hubo una
época más importante entre las vírgenes entregadas
en custodia al templo, no hubo quién las imitara de
cerca en alabanzas, ni quién igualara el resplandor
que emanaban cuando cantaban al Padre.
Los sacerdotes jamás se fijaron en María por temor a
Dios. Se les había advertido que era su “elegida”, sabían
bien del aullido de la carne y evitaron la tentación. No
se entrometieron mucho en sus días y hasta acataron
algunas de sus recomendaciones porque veían su valor
agregado: alguien verdaderamente cercano a Dios
o de Dios, la proyectaban como una intermediaria
que había que cultivar. Las demás fueron para ellos
vírgenes necias o niñas que querían ser manoseadas,
ya que las edades tan adultas de los patriarcas no les
permitían otra clase de acercamientos.
Observando el panorama cambiante del universo,
María llegó un día a la conclusión de que su destino
había sido inevitablemente trazado y en él aparecía
una gran mancha oscura que la hacía sentir temor.
Decidió entonces entregarse a Dios y cuando cumplió
la edad de ser cedida por los sacerdotes del templo
a un hombre, propuso seguir sirviendo a Dios como
una mujer virgen. No se puede descartar que María
con su inteligencia tratara, además de ser fiel al
Todopoderoso, de evitar ser desposada por uno de
esos viejos que no seducen ni a la misma muerte.
Aun así fue entregada a un viejo cacreco, viudo,
lleno de hijos llamado José, quien a duras penas
podía con la responsabilidad de llevársela a vivir a
su casa y cuidarla de toda influencia para entregarla
inmaculada a Dios. El Altísimo no la deseaba tan
joven, la deseaba un poco más adulta pues habiendo
conocido a Lilith, se sentía atraído por la madurez, la
sabiduría, la inteligencia y la hermosura de una mujer
que sabe lo que quiere.
José fue elegido entre muchos hombres para desposar
a María, candidato perfecto por sus imposibilidades.
Hacía algún tiempo el ángel estaba obsesionado con
María; llevaba días vigilándola en la intimidad de
su hogar, la miraba bañarse en el patio, escondido
detrás de unas piedras o desde una nube. Cada que
regresaba de cometer ese pecado mortal y sólo visible
a sus ojos, podía percatarse de unas plumitas negras,
chiquiticas, que salían de sus axilas. Un día recibió
la orden, el Padre lo envió en anunciación. Le dio
las instrucciones, le recordó que esa virgen era “la
elegida” y que ella ya estaba esperando el momento
con alegría.
Por ser un ángel, espíritu puro, solamente sería
escuchado, sin ser visto. Pero la energía de la libido era
de un poder inusitado: el ángel se hizo cuerpo. Tocó
a la puerta de María, esplendor total que traspasaba
la estancia, la saludó en nombre del amor de Dios, le
recordó los votos de humildad y sumisión al Padre,
dijo que era su intermediario, que traía la semilla y
se la inoculó; ella sintió que cumplía a cabalidad su
intención de guardarse a Dios y a su voluntad. De
esa manera aceptó al ángel, por la dignidad suprema
de ser la madre de Jesús. Inmediatamente el ángel
terminó su supuesta misión, comenzó para María una
maternidad sin muchos tropiezos y cada vez se hizo
más lejano el recuerdo del digno representante que
Dios había enviado. Este perdía paulatinamente la
energía que le había permitido materializarse hasta
no volver a aparecer nunca.
María, después de dar a luz, empezó a ver a un profeta
bajo su amparo. Iluminado por un Dios y autorizado
a utilizar poderes menores, siempre en su nombre.
Milagrillos de poca monta, carentes de verdadero
valor, eso de multiplicar el pan y los peces para
conservar al público en pie; o de convertir el agua en
vino para poder seguir la parranda; o de devolverle
la salud o la vida a uno que otro incauto cuando las
enfermedades asolaban a miles. En fin, un ser dirigido
en la tierra como el verbo hecho carne, presentado
en sociedad como el “hijo de Dios”, (aunque bajo ese
título encerraba el misterio de su concepción), para
completar así la gran triada.
Pero el afán de confesión es un virus que se propaga
también en el cielo, y contagió al ángel mucho tiempo
después de lo sucedido. Una noche se acercó a Dios –sólo
los ángeles buenos pueden verlo–. Habían pasado casi
treinta y cuatro años de haber cometido la fechoría. Sin
mirarlo directamente a los ojos, se confesó. Desde ese
mismo instante el Padre llamó al ángel de la muerte,
le pidió que neutralizara a su único representante aquí
en la tierra, a su adorado “hijo”, mimado profeta a
quien había dotado de labia y metáfora como a ningún
otro. En poco tiempo se dio su trágico y tormentoso
fallecimiento, nadie en ese entonces murió de peor
manera, torturado de todas las formas posibles. Lo
peor, Jesús nunca entendió por qué salía de circulación
de manera tan abrupta. De forma espectacular el hijo
del Todopoderoso desapareció en un instante en que
su vida tenía todo porvenir.
Su cadáver fue depositado en una cripta que a la vez fue
sellada con una gran piedra; sepultado estaba el joven
profeta. Pero, no se tenía previsto en él un remanente
o rezago de poder que le permitiera resucitar. Tres días
se demoró removiendo la pesada roca que lo separaba
del exterior, y tan pronto fue avistada su miserable
humanidad, lo sacaron rápidamente de este planeta
por orden del Padre. Esta interrupción y salida del
mundo fue conocida por Lilith como “Ascensión”.
Estas circunstancias contribuyeron de manera definitiva
a mantener vigente una doctrina.
Fue realmente en ese momento en que la maternidad de
María se convirtió en absoluta y espiritual, fue liberada
de la inmundicia del parto por medio del sufrimiento,
santa mujer, doblada de dolor ante su hijo torturado y
crucificado. No sólo lo acompañó en el transcurso de
su vida pública sino en su terrible e inexplicable final.
Desde entonces, llamada bienaventurada por todas
las generaciones, Lilith la puede ver aún allí frente a
la cruz –verdadero sufrimiento humano–, rodeada
de algunas mujeres, sostenida por todas para que no
caiga, vencida, la dolorosa.
Lilith cultivó gran desconfianza por los ángeles,
arcángeles, querubines, serafines y afines. La palabra
“engaño” no cabe en la tragedia de la bondadosa
María de Nazaret; esta fue una simple “Angelización”.
Una paloma bajó del cielo, le hizo la señal esperada a
la adolorida madre del Jesús sacrificado. María sólo
había tenido una oportunidad de hablar con Dios y
preguntarle sin rodeos: “¿por qué te llevaste a nuestro
hijo tan pronto?” Como en las novelas, Dios se guardó
la respuesta para nunca. Le dijo que olvidara ese
episodio tan doloroso para ambos, le prometió vida
eterna, un puesto en la eternidad cerca de Él y ver a su
hijo de vez en cuando. Para Dios ella era inocente, sin
más, ambos fueron engañados por el ángel.
Todo estaba preparado para su salida de este mundo.
María se levantó con las primeras e incipientes luces
del día, lavó su delicada piel con aguas preparadas
por Lilith, su amiga inseparable, quien le aconsejó
sabiamente sobre cómo ser feliz en el cielo aun con
la presencia de Dios en aquel espacio, cómo obviar su
mal carácter, cómo vivir sin que le pesara el régimen
celestial. Se acicaló con esmero, luego se acostó y entró
en una especie de estado cataléptico, concentrada en
su próximo viaje. Estaba muy lejos de saber la verdad
sobre el padre biológico de su hijo Jesucristo; ella
rebosaba de inocencia como en sus primeros años
en el templo. El Espíritu Santo dio la orden: “tomad
el cadáver de María y depositadlo en la caverna que
conduce al valle de Gethsemaní”.
Cuando María se hizo la muerta, apareció Santiago,
quien se encargó de llamar a los demás discípulos para
preparar lo que sería el ritual de traslado al sepulcro,
última morada suya en la tierra. Trajeron un madero
plano, pusieron encima hierbas aromáticas, pétalos de
flores y sobre la olorosa superficie acostaron a María.
Iba para el cielo en cuerpo y alma. Fue levantada
y llevada por los apóstoles con total descuido, al
punto que casi llega sólo el alma. La dejaron caer dos
veces en el camino por irle hablando y pidiéndole a
la bendecida interceder ante Dios por cada uno de
ellos, pues desde la muerte de Jesús, no se sentían
escuchados por el Padre. La procesión hacia la cripta
resultó accidentada y muy incómoda. Los amigos de
su hijo y algunos pobladores fueron los únicos que
fueron a darle el último adiós a María de Nazaret.
Después del ritual de despedida, la introdujeron en
el sepulcro, tomando la precaución de dejar la piedra
que lo sellaba a medio correr, evitando cometer el
error que dejó a Jesús atrapado adentro por tres días
haciendo un esfuerzo sobrehumano.
La bella María Madre esperó en la penumbra a que
todos se marcharan para salir sin mucho esfuerzo
por la hendija entre las piedras. Subió a una roca
muy alta que le fuera sugerida en uno de sus sueños y
esperó lo que sería una especie de tele-transportación
angelical. Eso sí, entre los ángeles que vinieron por
ella nunca llegó el de la anunciación, obligado como
estaba a mantenerse a miles de kilómetros celestes de
distancia de “la elegida”. María llegó a los cielos con
una sonrisa de reina que aún conserva.
A esta salida del mundo Lilith supo que la llamaron
“Asunción”, y aún no logra entender por qué Jesús
Ascendió y María As-undió.
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