jueves, 16 de febrero de 2012

Esoterismo Nazi 32


«Nuestros antepasados nórdicos se fortalecieron en la nieve y en el hielo -declaraba un folleto popular de la Wel-; por esto la creencia en el hielo mundial es la herencia natural del nombre nórdico. Un austriaco, Hitler, expulsó a los políticos judíos; otro austriaco, Horbiger, expulsará a los sabios judíos El Führer ha demostrado, con su propio ejemplo, que el aficionado es superior al profesional. Ha sido necesario otro aficionado para darnos la comprensión completa del Universo.»
    Hitler y Horbiger, los «dos austriacos más grandes», se encontraron muchas veces. El jefe nazi con respeto al sabio visionario. Horbiger no toleraba que le interrumpiesen en sus discursos y replicaba firmemente a Hitler: «Maul zu ¡Cierre el pico!» Él llevó hasta el último extremo la convicción de Hitler: el pueblo alemán, según su mesianismo, había sido envenenado por la ciencia occidental, estrecha, debilitante, desligada de la carne y del espíritu. Algunas creaciones recientes, como el psicoanálisis, la serología y la relatividad, eran máquinas de guerra dirigidas contra el espíritu de Parsifal. La doctrina del hielo mundial proporcionaría el necesario contraveneno. Esta doctrina destruía la astronomía admitida: el resto del edificio se derrumbaría seguidamente por sí solo, y era necesario que se derrumbase seguidamente para que renaciera la magia, único valor dinámico. Los teóricos del nacionalsocialismo y los del hielo eterno se reunieron en conferencias: Rosenberg y Hans Horbiger, rodeados de sus mejores discípulos.
    La historia de la Humanidad, tal como la describía Horbiger, con los grandes diluvios y las migraciones sucesivas, con sus gigantes y sus esclavos, sus sacrificios y sus epopeyas, respondía a la teoría de la raza aria. Las afinidades del pensamiento de Horbiger con los temas orientales de las edades antediluvianas, de los períodos de salud y de castigo de la especie, apasionaron a Himmler. A medida que se precisaba el pensamiento de Horbiger, surgían correspondencias con las visiones de Nietzsche y con la mitología wagneriana. Los orígenes fabulosos de la raza aria, descendida de las montañas habitadas por superhombres de otra época y destinada a gobernar el planeta, quedaron establecidos. La doctrina de Horbiger coincidía estrechamente con el pensamiento del socialismo mágico, con las actitudes místicas del grupo nazi. Ella fomentaba en gran manera lo que Jung debía llamar más tarde «libido de lo irrazonable». Ella aportaba algunas de las «vitaminas del alma» contenidas en los mitos.
    En 1913, un tal Philipp Fauth69, astrónomo aficionado, especializado en la observación de la Luna, había publicado con varios amigos un enorme volumen de más de ochocientas páginas: La Cosmogonía Glacial de Horbiger.
    La mayor parte de esta obra había sido escrita por el propio Horbiger.
    Horbiger, en esta época, administraba descuidadamente su negocio personal. Nacido en 1860, en el seno de una familia tirolesa conocida desde hacía siglos, había estudiado en la Escuela de Tecnología de Viena y realizado prácticas en Budapest. Proyectista en la fábrica de máquinas de vapor de Alfred Coliman, había ingresado después en la empresa «Land», de Budapest, como especialista de compresores. Allí inventó, en 1894, un nuevo sistema de llaves para bombas y compresores. Horbiger vendió la patente a unas poderosas sociedades alemanas y americanas y se halló de pronto en posesión de una gran fortuna que la guerra no tardaría en dispersar.
    Horbiger sentía apasionamiento por las aplicaciones astronómicas de los cambios de estado del agua (hielo, líquido, vapor), que había tenido ocasión de estudiar en el ejercicio de su profesión. A base de ello, pretendía explicar toda la cosmografía y toda la astrofísica. Según decía, bruscas iluminaciones e intuiciones fulgurantes le habían abierto las puertas de una ciencia nueva, que contenía todas las demás. Con el tiempo, había de convertirse en uno de los grandes profetas de la Alemania mesiánica, y, como se escribió después de su muerte, en «un descubridor genial, bendecido por Dios».
    La doctrina de Horbiger toma su fuerza de una visión completa de la Historia y de la evolución del Cosmos. Explica la formación del sistema solar, el nacimiento de la Tierra, de la vida y del espíritu. Describe todo el pasado del Universo y anuncia sus transformaciones futuras. Responde a las tres interrogaciones esenciales. ¿Qué somos? ¿De dónde venirnos? ¿Adonde vamos? Y las contesta del modo más adecuado para la exaltación.
    Todo descansa sobre la idea de la lucha perpetua, en los espacios infinitos, entre el hielo y el fuego, y entre las fuerzas de repulsión y de atracción. Esta lucha, esta tensión cambiante entre principios opuestos, esta eterna guerra en el cielo, que es la ley de los planetas, rige también la Tierra y la materia viva, y determina la historia de la Humanidad. Horbiger pretende revelarnos el más remoto pasado de nuestro Globo y su más lejano porvenir, y formula fantásticas teorías sobre la evolución de las especies vivas. Trastorna todo lo que generalmente pensamos de la historia de las civilizaciones, de la aparición y del desarrollo del hombre y de sus sociedades. No propugna, a este respecto, una marcha ascensional continua, sino una serie de subidas y bajadas. Hombres-dioses, gigantes, civilizaciones fabulosas, nos han precedido hace centenares de miles o acaso millones de años. Tal vez nosotros llegaremos a ser lo que fueron los antepasados de nuestra raza, a través de cataclismos y mutaciones extraordinarias, en el curso de una historia que, tanto en la Tierra como en el Cosmos, se desarrolla por ciclos. Pues las leyes del cielo son idénticas a las leyes de la Tierra, y el Universo entero participa del mismo movimiento y es un organismo vivo, en el que todo resuena en todo. La aventura de los hombres está ligada a la aventura de los astros; lo que ocurre en el Cosmos ocurre en la Tierra, y viceversa.
    Como puede verse, esta doctrina de los ciclos y de las relaciones cuasimágicas entre el hombre y el Universo, refuerza el más remoto pensamiento tradicional. Vuelve a introducir las antiquísimas profecías, los mitos y las leyendas, los antiguos temas del Génesis, del Diluvio, de los Gigantes y de los Dioses.
    Esta doctrina, como se comprenderá mejor dentro de poco, está en contradicción con todos los principios de la ciencia admitida. Pero, decía Hitler: «Hay una ciencia nórdica y nacionalsocialista que se opone a la ciencia judeoliberal.» La ciencia admitida en Occidente, y naturalmente la religión judeocristiana que es su cómplice, es una conspiración que es preciso destruir. Es una conjuración contra el sentido de la epopeya y de lo mágico que arraiga en el corazón del hombre fuerte, una vasta conspiración que cierra a la Humanidad las puertas del pasado y del porvenir más allá de los cortos límites de las civilizaciones registradas, que le amputa sus orígenes y su destino fabuloso, y que le impide el diálogo con los dioses.
    Los sabios admiten, por lo general, que nuestro Universo fue creado por una explosión producida hace tres mil o cuatro mil millones de años. Pero, ¿explosión de qué? Tal vez el Cosmos entero estaba contenido en un átomo, punto cero de la creación. Este átomo habría estallado, continuando después en una expansión constante. Él habría contenido toda la materia y todas las fuerzas hoy desplegadas. Pero, en esta hipótesis, no se encuentra el comienzo absoluto del Universo. Los teóricos de la expansión del Universo partiendo de aquel átomo, no tocan el problema de su origen. En resumidas cuentas, la ciencia no nos ofrece mayores precisiones que el admirable poema indio: «En el intervalo entre disolución y creación, Visnú-Cesha reposaba en su propia sustancia, luminoso de energía durmiente, entre los gérmenes de las vidas venideras.»
    En lo que atañe al nacimiento de nuestro sistema solar; las hipótesis son igualmente inconsistentes. Se imaginó que los planetas nacieron de una explosión parcial del Sol. Un gran cuerpo astral debió de pasar cerca de aquél, arrancando una parte de la sustancia solar que se desparramaría en el espacio, fijándose en planetas. Después, el gran cuerpo, el superastro desconocido, debió de proseguir su ruta, ahogándose en el infinito. Se imaginó también la explosión de un sol gemelo del nuestro. El profesor H. N. Roussel, resumiendo la cuestión, escribe con humor: «Hasta que sepamos cómo ocurrió la cosa, lo único realmente seguro es que el sistema solar se produjo de algún modo.»
    En cambio, Horbiger pretende saber cómo ocurrió la cosa. El posee la explicación definitiva. En una carta al ingeniero Willy Ley, afirma que esta explicación le saltó a los ojos en su juventud. «Tuve la revelación -dice- cuando, siendo un joven ingeniero, observé un día una ola de acero fundido sobre tierra mojada y cubierta de nieve: la tierra estallaba con cierto retraso y con gran violencia.» Esto es todo. A partir de aquel momento, la doctrina de Horbiger crece y fructifica. Es la manzana de Newton.
    Había en el cielo un cuerpo enorme y a elevada temperatura, millones de veces mayor que nuestro Sol actual. Este cuerpo chocó con un planeta gigante, constituido por una acumulación de hielo cósmico. La masa de hielo penetró en el supersol. Nada ocurrió durante centenares de miles de años. Después, el vapor de agua hizo que todo estallara.
    Algunos fragmentos fueron proyectados tan lejos que se perdieron en el espacio helado.
    Otros volvieron a caer sobre la masa central donde se había originado la explosión.
    Otros, por último, fueron proyectados a una zona intermedia: son los planetas de nuestro sistema. Había treinta de ellos. Son bloques que, poco a poco, se han ido cubriendo de hielo. La Luna, Júpiter, Saturno, son de hielo, y los canales de Marte son grietas del hielo. Sólo la Tierra no está absolutamente dominada por el frío: en ella sigue la lucha entre el hielo y el fuego.
    A una distancia igual a tres veces la de Neptuno, se hallaba, en el momento de la explosión, un enorme anillo de hielo. Y allí sigue estando. Es lo que los astrónomos oficiales se empeñan en llamar Vía Láctea, porque algunas estrellas parecidas a nuestro Sol, en el espacio infinito, brillan a través de ella. En cuanto a las fotografías de estrellas individuales cuyo conjunto nos daría una Vía Láctea, son simples composiciones.
    Las manchas que se observan en el Sol y que cambian de forma y de lugar cada once años, siguen siendo inexplicables para los sabios ortodoxos. Pues bien, son producidas por la caída de bloques de hielo, que se desprenden de Júpiter. Júpiter cierra su círculo alrededor del Sol cada once años.
    En la zona media de la explosión, los planetas del sistema a que pertenecemos obedecen a dos fuerzas:
    -  La fuerza primitiva de la explosión, que los aleja.
    -  La gravitación que los atrae a la masa más fuerte situada en su proximidad.
    Estas dos fuerzas no son iguales. La fuerza de la explosión inicial va disminuyendo, porque el espacio no está vacío, sino que hay en él una materia tenue, compuesta de hidrógeno y de vapor de agua. Además, el agua que alcanza el Sol llena el espacio de cristales de hielo. De este modo se ve cada vez más frenada la fuerza inicial de repulsión. Por el contrario, la gravitación es constante. Por esto cada planeta se acerca al más próximo que lo atrae. Se acerca trazando círculos a su alrededor, o mejor dicho, describiendo una espiral que se va encogiendo. Así, tarde o temprano, cada planeta caerá en el más próximo, y todo el sistema acabará por caer, en forma de hielo, en el Sol. Entonces se producirá una nueva explosión y todo volverá a empezar.
    Hielo y fuego, repulsión y atracción, luchan eternamente en el Universo. Esta lucha determina la vida, la muerte y el renacimiento perpetuo del Cosmos. Un escritor alemán, Elmar Brugg, escribió en 1952 una obra encomiástica de Horbiger, en la cual nos dice:
    «Ninguna de las doctrinas de representación del Universo ponía en juego el principio de contradicción, de lucha de dos fuerzas contrarias, del cual, empero, se alimenta el alma del hombre desde hace milenios. El mérito imperecedero de Horbiger es haber resucitado vigorosamente el conocimiento intuitivo de nuestros antepasados por el conflicto eterno del fuego y del hielo, cantado por Edda. Él expuso este conflicto a la mirada de sus contemporáneos. Él fundió científicamente esta imagen grandiosa del mundo ligada al dualismo de la materia y de la fuerza, de la repulsión que dispersa y la atracción que reúne.»
    Luego, es verdad: la Luna acabará por caer en la Tierra. Existe un momento -varias decenas de milenios- en que la distancia de un planeta a otro parece fija. Pero llegará un día en que nos daremos cuenta de que la espiral se encoge. Poco a POCO, en el curso de las edades, la Luna se irá acercando. La fuerza de gravitación que ejerce sobre la Tierra aumentará. Entonces las aguas de nuestros océanos se juntarán en una marea permanente y ascenderán, cubriendo las tierras, ahogando los trópicos y cercando las más altas montañas. Los seres vivos se sentirán progresivamente liberados de su peso. Crecerán. Los rayos cósmicos serán cada vez más poderosos. Al actuar sobre los genes y los cromosomas, producirán mutaciones. Aparecerán nuevas razas, animales, plantas y hombres gigantescos.
    Después, al acercarse más, la Luna estallará, girando a toda velocidad, y se convertirá en un inmenso anillo de rocas, de hielo, de agua y de gas, que girará cada vez más de prisa. Por fin el anillo caerá sobre la Tierra, y será la Caída, el Apocalipsis anunciado. Pero si subsisten algunos hombres, los más fuertes los mejores, los elegidos, presenciarán extraños y formidables espectáculos. Y acaso, el espectáculo final.
    Después de muchos milenios sin satélite, durante los cuales la Tierra habrá conocido extraordinarias imbricaciones de razas antiguas y nuevas, civilizaciones de gigantes, renacimientos después del Diluvio, e inmensos cataclismos, Marte, más pequeño que nuestro Globo, acabará por acercársele. Alcanzará la órbita de la Tierra. Pero es demasiado grande para ser capturado, para convertirse, como la Luna, en un satélite. Pasará muy cerca de la Tierra, la rozará e irá a caer en el Sol, atraído por éste, aspirado por el fuego. Entonces, nuestra atmósfera se sentirá de pronto atrapada, arrastrada por la gravitación de Marte, y nos abandonará para perderse en el espacio. Entonces los océanos se agitarán en torbellino y hervirán sobre la superficie de la Tierra, bañándolo todo, y la corteza estallará. Nuestro Globo, muerto, seguirá girando en espiral, será alcanzado por los planetoides helados que navegan por el cielo y se convertirá en una enorme bola de hielo que, a su vez, se arrojará contra el Sol. Después de la colisión, vendrá el gran silencio, la gran inmovilidad, mientras el vapor de agua se irá acumulando, durante millones de años, en el interior de la masa ardiente. Por fin, se producirá una nueva explosión y otras creaciones en la eternidad de las fuerzas ardientes del Cosmos.
    Tal es el destino de nuestro sistema solar, según la visión del ingeniero austriaco a quien los dignatarios nacionalsocialistas llamaban El Copérnico del siglo XX. Vamos a considerar ahora esta visión referida a la historia pasada, presente y futura de la Tierra y de los hombres. Es una historia que, vista al través de «los ojos de tormenta y de batalla» del profeta Horbiger, parece una leyenda, llena de revelaciones fabulosas y de rarezas formidables.
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Así, pues, según Horbiger, la Luna, la que nosotros vemos, no sería más que el último satélite, el cuarto, captado por la Tierra. Nuestro Globo, en el curso de su historia, habría captado ya tres. Tres masas de hielo cósmico habrían alcanzado, por turno, nuestra órbita y habrían empezado a girar en espiral alrededor de la Tierra, acercándose cada vez más y cayendo por fin sobre nosotros. Nuestra Luna actual también caerá sobre la Tierra. Pero esta vez la catástrofe será mayor, porque el último satélite helado es mayor que los anteriores. Toda la historia de! Globo, la evolución de las especies y toda la historia humana encuentran su explicación en esta sucesión de lunas en nuestro cielo.
    Ha habido cuatro épocas geológicas, puesto que ha habido cuatro lunas. Estamos en el cuaternario. Cuando cae una luna, ha estallado antes y, girando cada vez más de prisa, se ha transformado en un anillo de rocas, de hielo y de gases. Es este anillo lo que cae sobre la Tierra, recubriendo en círculo toda la costra terrestre y fosilizando todo lo que se encuentra debajo de él. En período normal, los organismos enterrados no se fosilizan, sino que se pudren. Sólo se fosilizan en el momento en que cae una luna. Por esto hemos podido registrar una época primaria, una época secundaria y una época terciaria. Sin embargo, como se trata de un anillo, sólo tenemos testimonios muy fragmentarios de la historia de la vida sobre la Tierra. Han podido aparecer y desaparecer otras especies animales y vegetales, a lo largo de las edades, sin que quede rastro de ellas en las capas geológicas. Pero la teoría de las lunas sucesivas permite imaginar las transformaciones sufridas en el pasado por las formas vivas, así como prever las transformaciones venideras.
    Durante el período en que el satélite se acerca, hay un momento de unos centenares de miles de años en que gira alrededor de la Tierra a una distancia de cuatro a seis radios terrestres. En comparación con la distancia de nuestra Luna actual, ésta se encuentra al alcance de la mano. La gravitación cambia, pues, considerablemente. Ahora bien, la gravitación determina la talla de los seres. Éstos crecen en función del peso que pueden soportar.
    En el momento en que el satélite está cerca, hay, pues, un período de gigantismo.
    A finales del primario: enormes vegetales, insectos gigantescos.
    A fines del secundario: diplodocus, iguanodontes, animales de treinta metros. Se producen mutaciones bruscas, porque los rayos cósmicos son más poderosos. Los seres, aliviados de su peso, se yerguen; las cajas craneanas se ensanchan; las bestias levantan el vuelo. Tal vez a finales del secundario aparecieron los mamíferos gigantes. Y tal vez los primeros hombres, creados por mutación. Habría que situar este período a fines del secundario, en el momento en que la segunda luna giraba cerca del Globo, hace unos quince millones de años. Es la edad de nuestro antepasado, el gigante. Madame Blavatsky, que pretendía haber tenido acceso al Libro de los Dzyan, que sería el texto más antiguo de la Humanidad y contendría la historia de los orígenes del hombre, aseguraba también que una gigantesca y primera raza humana había aparecido en el período secundario. «El hombre secundario será descubierto un día, y, con él, sus civilizaciones extinguidas hace muchísimo tiempo.»
    He aquí, pues, el primer hombre, enorme, que apenas se nos parece y cuya inteligencia es distinta de la nuestra, en una noche de los tiempos infinitamente más espesa de lo que imaginamos y bajo una luna diferente: el primer hombre, y acaso la primera pareja humana, gemelos expulsados de una matriz animal por un prodigio de las mutaciones que se multiplican cuando los rayos cósmicos son gigantescos. El Génesis nos dice que los descendientes de este antepasado vivían de quinientos a novecientos años: es que el aligeramiento del peso disminuye el desgaste del organismo. No nos habla de gigantes, pero las tradiciones judías y musulmanas compensan abundantemente esta omisión. En fin, algunos discípulos de Horbiger sostienen que recientemente se descubrieron en Rusia fósiles del hombre secundario.
    ¿Cuáles serían las formas de civilización del gigante, hace quince millones de años? Se le suponen agrupaciones y modos de ser calcados de los insectos gigantes llegados del primario y de los cuales nuestros insectos actuales, todavía sorprendentes, son descendientes degenerados. Se les suponen grandes poderes de comunicación a distancia, civilizaciones basadas en el modelo de las centrales de energía psíquica y material que constituyen, por ejemplo, los hormigueros, y que tantos problemas turbadores plantean al observador, en el terreno desconocido de las infraestructuras -o de las superestructuras- de la inteligencia.
    Esta segunda luna se acercará todavía más estallará en anillo y caerá sobre la Tierra, que conocerá un nuevo y largo período sin satélite. En los espacios remotos, una formación glacial espiral alcanzará la órbita de la Tierra, que de ese modo captará una nueva luna. Pero, en este período en que ninguna gran esfera brilla sobre las cabezas, sólo sobreviven algunos ejemplares de las mutaciones producidas al final del secundario, que subsistirán disminuyendo de proporciones. Todavía hay gigantes, que se van adaptando. Cuando aparece la luna terciaria, se han formado ya los hombres ordinarios, más pequeños, menos inteligentes: nuestros verdaderos antepasados. Pero los gigantes brotados del secundario y que pasaron el cataclismo siguen existiendo, y son ellos quienes civilizan a los hombres pequeños.
    La idea de que los hombres, partiendo de la bestialidad y del salvajismo, se elevaron lentamente hasta la civilización, es reciente. Es un mito judeocristiano, impuesto a las conciencias, para expulsar un mito más vigoroso y revelador. Cuando la Humanidad era más fresca, más próxima a su pasado, en los tiempos en que ninguna conspiración bien urdida lo había expulsado aún de su propia memoria, sabía que descendía de dioses, de reyes gigantes que le habían enseñado todo. Recordaba una edad de oro en que los superiores, nacidos antes que ella, le enseñaban la agricultura, la metalurgia, las artes, las ciencias y el manejo del Alma. Los griegos evocaban la edad de Saturno y el reconocimiento que sus mayores brindaban a Hércules. Los egipcios y los asirios contaban leyendas sobre reyes gigantes e iniciadores. Los pueblos que hoy llamamos «primitivos», los indígenas del Pacífico, por ejemplo, mezclan a su religión, sin duda degenerada, el culto a los buenos gigantes de los orígenes del mundo. En nuestra época, en que todos los factores del espíritu y del conocimiento han sido invertidos, los hombres que han realizado el formidable esfuerzo de escapar a los modos de pensar admitidos, encuentran, en el fondo de su inteligencia, la nostalgia de los tiempos felices, de la aurora de las edades del paraíso perdido, y el recuerdo velado de una iniciación primordial.
    Desde Grecia a la Polinesia, desde Egipto a México y a Escandinavia, todas las tradiciones refieren que los hombres fueron iniciados por gigantes. Es la edad de oro del terciario, que dura varios millones de años; en el curso de los cuales la civilización moral, espiritual y tal vez técnica alcanza su apogeo sobre el Globo.
Cuando los gigantes se mezclaban todavía con los hombres, en los tiempos de que nadie habló jamás,
 escribe Hugo, presa de una extraordinaria iluminación.
    La luna terciaria, cuya espiral se encoge, se acerca a la Tierra. Las aguas suben, aspiradas por la gravitación del satélite, y los hombres, hace más de novecientos mil años, se dirigen a las más altas cumbres montañosas, con los gigantes, sus reyes. Sobre estas cumbres, por encima de los océanos levantados que forman el rodete ciñendo la Tierra los hombres y sus Superiores crearan una civilización marítima mundial, que Horbiger y su discípulo inglés Bellamy identifican con la civilización atlántida.

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