lunes, 6 de febrero de 2012

El Golpe De Gracia

La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el
gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los
heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón
de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista
dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos,
entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban
señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta
el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar,
reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la
batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que
necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se
cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les
enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en
la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno
que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas
enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a
muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del
comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había
establecido su "vivac de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol.
Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase
inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué
dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque
ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los
soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos.
Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de
alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba
extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo
poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con
que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse.
Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la
sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche
bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico,
no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada —una simple depresión del terreno— yacía un
pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó
rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta
distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía
moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de
Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow.
Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el
sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de
graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban
siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se
desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus
gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó
en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es
ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser
idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico,
saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De
no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos
patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a
una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero
mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor
Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el
mayor:
—Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa
quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter
peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a
su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es
simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
—Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco
perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su
posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba
el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales,
y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba
ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban
dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba
partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha
sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el
abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de
intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante.
No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la
acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la
piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los
ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia,
en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se
movían entre los hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los
cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era
invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El
capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos
movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del
amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en
que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos.
No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor.
La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué
pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con
demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte.
Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del
sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo,
suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la
tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en
la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón
para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin
resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre
aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos
eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media
vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos
encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al
unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un
cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la
pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin
quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en
una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un
aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos
esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había
degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes
pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se
extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba,
junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en
el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto
alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a
medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el
gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo
gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un
tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los
dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió
recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que
reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano
izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el
corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó
con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se
clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo
encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con
tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero
inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de
sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que
había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.

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