lunes, 6 de febrero de 2012

El Engendro Maldito

I
No Siempre Se Come Lo Que Está Sobre La Mesa
A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre
leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su
escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela
para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era
posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector.
Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos
rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido
un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba
sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una
sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo
ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura
que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante
vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan
diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos
que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando
de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber
sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según
se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de
fijar la atención en cosas superfluas.
Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su
indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado
aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que
había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado
un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque
mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y
como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos
personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese
instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido
ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin
embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella
reunión.
Solamente el juez le hizo un breve saludo.
—Lo esperábamos —dijo—. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
—Lamento haberlos hecho esperar —dijo el joven, sonriendo—. Me marché, no para
eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que
supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
—Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
—Como usted guste —replicó el joven enrojeciendo con vehemencia—. Aquí tengo
una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que
resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi
testimonio.
—Pero usted dice que es increíble.
—Eso no es asunto suyo, señor juez; si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de
los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de
unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
—Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó el juez.
—William Harker.
—¿Edad?
—Veintisiete años.
—¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
—Sí.
—¿Estaba usted con él cuando murió?'
—Sí, muy cerca.
—Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
—Había venido a visitarlo para ir a cazar y a pescar. Además, también quería
estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje
de novela. A veces escribo cuentos.
—Y yo a veces los leo.
—Gracias.
—Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad
en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente,
suele hacernos reír.
—Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el juez—. Puede
utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo
a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.
II
Lo Que Puede Ocurrir En Un Campo De Avena Silvestre
«...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de
codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la
mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado
de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y espesamente cubierto de avena
silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí.
De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal
que se revolvía con violencia entre unas matas.
»—Es un ciervo —dije—. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
»Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había
cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado y
esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e
inminente peligro.
»—Venga —dije—. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones,
¿verdad?
»No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por
su expresión tensa. Comprendí entonces que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue
que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba
Morgan.
»Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el
lugar con la misma atención.
»—Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? —le pregunté.
»—¡Ese maldito engendro! —contestó sin volverse.
Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
»Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un
modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de
viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel
movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.
»Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un
modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo —y lo saco a
colación porque me vino entonces a la memoria— que una vez, al mirar distraídamente
por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho
más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar
más clara y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un
simple error de perspectiva pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos
tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos
parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible.
Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación
lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado;
apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar
los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga
hubiera desaparecido oí un grito feroz —un alarido como el de una bestia salvaje— y vi
que Morgan tiraba su escopeta y, a todo correr, desaparecía de aquel lugar. En ese mismo
instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que el humo ocultaba —una sustancia
blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
»Cuando me puse de pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las
manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como
cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran
dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que
Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas; tenía
una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada
espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su
cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano.
Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora
recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su
cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé
expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su
totalidad.
»Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó
todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una
fuerza superiores. Yo sólo lo veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente
soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca
antes había oído salir de la garganta de un hombre o una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la
escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una
especie de colapso. Antes de llegar a su lado, lo vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían
cesado pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el
misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al
cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros
árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba
muerto.»
III
Un Hombre, Aunque Esté Desnudo, Puede Estar Hecho Jirones
El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el
cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento.
Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las
contusiones, y parecía que lo habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote.
Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de
seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que
tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor
lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana
abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la
garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un
montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en
alto.
Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no
hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas antes.
Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.
—Señores —dijo el juez—, estas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su
cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y
toscamente vestido, se levantó y dijo:
—Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este
último testigo?
—Señor Harker —dijo el juez con tono grave y tranquilo—; ¿de qué manicomio se ha
escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y
abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.
—Si ha terminado ya de insultarme, señor —dijo Harker tan pronto como se quedó a
solas con el juez—, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
—En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido
profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
—Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad?. Debe de ser muy
interesante porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al
público le gustaría...
—Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto —contestó el juez mientras se lo
guardaba—; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la
que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se
sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente
veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
—Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado
por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.
IV
Una Explicación Desde La Tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden
tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue
citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros
del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con
claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo
siguiente:
«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de
pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran
velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no
encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro
cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sep. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la
casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una
por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado
o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre
ellas y yo, pero no conseguí verlo pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar
su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sep. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su
presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta
cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar
que no me quedé dormido ni un momento —en realidad apenas duermo. ¡Es terrible,
insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si
son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Esta es mi casa y mi tierra. Dios aborrece a
los cobardes...»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él
tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por
revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no
hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy
graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios
árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y
emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que
vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono
superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el
mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino
también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los
matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea
sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo
tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave
para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta,
que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el
bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del
espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos 'actínicos'.
Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— que somos
incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance
llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera 'escala cromática'. No estoy loco; lo que
ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»

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