Después
de que “El libro perdido de Enki”, nos diera una cronología y hechos
que diferían de lo marcado hasta el Momento en el apartado de este blog
“La Historia Verdadera”.
Resultaba
necesario acudir a otras fuentes, y sobre todo tener pruebas
arqueológicas y escritas, de que algunos de los testimonios del libro de
Enki, suponen un punto de vista partidista y sesgado de la historia,
actitud esta muy común entre los vencedores (Nefilim).
Hoy vamos a Tomar El libro Los Reinos Perdidos de Zecharía Sitchin. Y dentro de ese libro, un capítulo basado en otra documentación, “Memorias Antiguas Historiales del Peru” escrita por Fernando Montesinos en 1628.
Dado lo extenso del tema he decidido dividir el capítulo en dos partes.
En la primera se detallan las etapas de las civilizaciones del Perú. Con muchas similitudes, a tener en cuenta (letra morada).
Fue en la década de los 70′
cuando se dio a conocer El Doceavo Planeta. Su autor, Zecharía
Sitchin, un respetado lingüista de origen israelí, saltó a la fama por
éste trabajo, que provocó una verdadera conmoción entre los
estudiosos. Su investigación sobre la supuesta conexión sumeria con
antiguos habitantes estelares, hizo correr ríos de tintas, y le
granjeó una legión de fanáticos seguidores que hicieron del nombre
Annunakis una marca registrada.
El Doceavo Planeta fue continuado por otros escritos del mismo estilo, desarrollando una verdadera saga que prosigue en la actualidad. La tesis de Sitchin es que los sumerios, fueron la cultura madre de la cual todas las demás civilizaciones luego se desarrollaron.
En esta oportunidad vamos a enfocar nuestra atención en uno de sus mejores libros, hablamos de “Los Reinos Perdidos”, donde Sitchin magistralmente da su visión sobre el pasado de las antiguas civilizaciones americanas, poniendo su acento como ya es su costumbre en la influencia sumeria sobre estas culturas. El capítulo elegido para este post, trata sobre un extraño suceso, enigmático e intrigante acaecido en este bendito continente que nunca deja de sorprender.
EL DÍA EN QUE EL SOL SE DETUVO
La avaricia inicial de los españoles por el oro y los tesoros oscureció su asombro por encontrar en Perú, esa tierra desconocida de los confines del mundo, una avanzada civilización con ciudades y caminos, palacios y templos, reyes y sacerdotes -y religiones. La primera oleada de sacerdotes que acompañaron a los conquistadores se inclinaron por destruir todo lo que tuviera que ver con la «idolatría» de los indígenas. Pero los sacerdotes que les siguieron -que, en aquella época, eran los eruditos de su país- se vieron expuestos a las explicaciones de los ritos y creencias nativas a través de los nobles indígenas que se habían convertido al cristianismo.
La curiosidad de los sacerdotes cristianos se agudizó al darse cuenta de que los indígenas andinos creían en un Creador Supremo y que sus leyendas daban cuenta de un Diluvio.
Y resultó que muchos detalles de aquellos relatos locales eran
extrañamente similares a los relatos bíblicos del Génesis. De ahí que
fuera inevitable que, entre las primeras teorías referentes al origen
de los «indios» y sus creencias, emergiera como idea principal una relación con las tierras y el pueblo de la Biblia.
Al igual que en México, tras
tomar en consideración a diversos pueblos de la antigüedad, la teoría
de las Diez Tribus Perdidas de Israel pareció la más plausible, no
sólo por la similitud de las leyendas nativas con los relatos
bíblicos, sino también por algunas costumbres de los indígenas
peruanos, como la de la ofrenda de los primeros frutos,
una Fiesta de Expiación a finales de septiembre, que se corresponde
por su naturaleza y fechas con el Día de la Expiación judío, y otros
mandatos bíblicos, como el del rito de la circuncisión, la abstención de la sangre en la carne de los animales y la prohibición de comer peces sin escamas.
En la Festividad de los Primeros
Frutos, los indígenas entonaban las místicas palabras Yo Meshica, He
Meshica, Va Meshica; y algunos de los sabios españoles discernieron en
el término Meshica la palabra hebrea «Mashi’ach» -el Mesías.(En
la actualidad, los expertos creen que el componente Ira en los
nombres divinos andinos es comparable al mesopotámico Ira/Illa, del
cual proviene el bíblico El; que el nombre Malquis, por el cual los
incas veneraban a su ídolo, es el equivalente de la deidad cananea
Molekh («Señor»); y que, del mismo modo, el título real inca Manco se
deriva de la misma raíz semita que significa «rey».)
A la vista de tales teorías
sobre el origen bíblico israelita, la jerarquía católica en Perú,
después de aquella primera ola de destrucción, se puso en marcha para
registrar y preservar el legado indígena.
A clérigos locales, como el
padre Blas Valera (hijo de un español y de una indígena), se les animó
a plasmar por escrito lo que sabían y habían escuchado. Antes de que
finalizara el siglo XVI, se hizo un esfuerzo concertado y patrocinado
por el obispo de Quito para compilar historias locales, evaluar todos
los lugares antiguos conocidos y reunir en una biblioteca todos los
manuscritos relevantes. Gran parte de lo que se ha sabido desde
entonces se basa en lo que se aprendió en aquel momento. Intrigado por
estas teorías, y aprovechándose de los manuscritos reunidos, un
español llamado Fernando Montesinos llegó a
Perú en 1628 y consagró el resto de su vida a la recopilación de una
amplia historia cronológica de los peruanos.
Alrededor de veinte años más tarde, finalizó una obra maestra titulada Memorias antiguas historiales del Perú, y la depositó en la biblioteca del convento de San José de Sevilla.
Allí estuvo, olvidada y sin publicar durante dos siglos, hasta que se
incluyeron fragmentos de ella en una historia francesa de las
Américas. El texto español íntegro vio la luz ya en 1882 (P. A. Means
lo tradujo al inglés en 1920, y fue publicada por Hakluyt Society en
Londres, Inglaterra).
Tomando un punto de partida
común tanto de los recuerdos bíblicos como de los andinos -el relato
del Diluvio-, Montesinos siguió la repoblación de la Tierra en línea
con los registros bíblicos, desde el Monte Ararat en Armenia pasando
por la Tabla de los Pueblos del capítulo 10 del Génesis. En el nombre
de Perú (o Piru/Pirua en lengua indígena), vio una interpretación
fonética del nombre bíblico Ophir, nieto de Héber, antepasado de los
hebreos, que a su vez fue biznieto de Sem.
Ofir
también era el nombre de la famosa Tierra del Oro de la cual los
fenicios trajeron oro para el templo de Jerusalén que el rey Salomón
estaba construyendo. El nombre de Ofir en la Tabla de los Pueblos está
justo delante del de su hermano Javilá, que le dio nombre a la famosa
tierra del oro de la que se habla en el relato bíblico de los cuatro
ríos del Paraíso: Y el nombre de uno era Pisón; es el río que rodea
toda la tierra de Javilá, donde hay oro.
Montesinos
sostenía que fue mucho antes de la época de los reinos de Judá e
Israel, mucho antes del exilio de las Diez Tribus a manos de los
asirios, que este pueblo bíblico había llegado a los Andes. Y sugería
que no era otro que el mismo Ofir el que había liderado a los primeros
colonos en el Perú, cuando la humanidad comenzó a extenderse por la
Tierra después del Diluvio.
Los relatos incas que reunió Montesinos atestiguaban que, mucho antes que la más antigua dinastía inca, había existido un antiguo imperio.
Tras un período de crecimiento y prosperidad, unos fenómenos
repentinos asolaron el país: aparecieron cometas en los cielos, la tierra tembló con los terremotos, se iniciaron las guerras.
El soberano que reinaba en aquel momento abandonó Cuzco y llevó a sus
seguidores a un lugar apartado, a un refugio en unas montañas
llamadas Tampu-Tocco; sólo unos cuantos sacerdotes se quedaron en
Cuzco para mantener su santuario. Y fue durante esta calamitosa época
cuando se perdió el arte de la escritura.
Pasaron los siglos. Los
reyes iban periódicamente desde Tampu-Tocco a Cuzco para consultar los
oráculos divinos. Pero un día, una mujer de noble linaje anunció que a
su hijo, Rocca, se lo había llevado el dios Sol. Días después, el
muchacho volvió a aparecer vestido con prendas doradas. Dijo que había
llegado el momento del perdón, pero que el pueblo debía observar
determinados mandatos: la sucesión
real se establecería sobre un hijo del rey nacido de una hermanastra
suya, aun cuando no fuera el primogénito; y no se debía retomar la
escritura. El pueblo acató las órdenes y volvió a Cuzco, con
Rocca como nuevo rey; a él se le dio el título de Inca -soberano. Al
darle el nombre de Manco Capac a este primer Inca, los historiadores
incas lo asimilaron al legendario fundador de Cuzco, Manco Capac, el de
los cuatro hermanos Ayar.
Montesinos separó y distanció correctamente a la dinastía inca contemporánea de los españoles (que comenzó a reinar ya en el siglo XI d.C.) de la de sus predecesores. Su conclusión, de que la dinastía inca estaba compuesta de catorce reyes, incluidos Huayna Capac, que murió cuando llegaron los españoles, y sus dos belicosos hijos, ha sido confirmada por todos los expertos. Concluyó que Cuzco había sido realmente abandonada antes de que la dinastía inca reinstaurara la realeza en la capital.
Montesinos creía que, durante el tiempo de abandono de Cuzco, habían reinado 28 reyes desde
un refugio secreto en las montañas llamado Tampu-Tocco. Y, antes de
aquello, había existido de hecho un antiguo imperio que tuvo a Cuzco
por capital. Allí se sentaron en el trono 62
reyes; de ellos, 46 fueron reyes-sacerdotes y 16 fueron soberanos
semidivinos, hijos del dios Sol. Y, antes de todo aquello, los mismos
dioses habían gobernado el país.
Se cree que Montesinos
había encontrado una copia del manuscrito de Blas Valera en La Paz, y
que los sacerdotes jesuitas le permitieron hacer una copia. También se
basó en gran medida en los escritos del padre Miguel Cabello de
Balboa, cuya versión relataba que el primer soberano, Manco Capac, no
había llegado a Cuzco directamente desde el lago Titicaca, sino desde
un lugar secreto llamado Tampo-Toco («lugar de descanso de las
ventanas»). Fue allí donde Manco Capac «abusó de su hermana Mama
Occllo» y tuvo un hijo de ella.
Montesinos, tras confirmar
esto en el resto de fuentes de las que disponía, aceptó la información
como basada en hechos reales. Así, comenzó las crónicas de la realeza
en Perú con el viaje de los cuatro hermanos Ayar y de sus cuatro
hermanas, que fueron enviados a encontrar Cuzco con la ayuda de un
objeto de oro. Pero él registró una versión en la que el primero en ser
elegido jefe fue un hermano que llevaba el nombre de un antepasado
que había llevado al pueblo hasta los Andes, Pirua Manco (y de ahí el
nombre de Perú).
Él fue quien, al llegar al lugar
elegido, anunció su decisión de construir allí una ciudad. Llegó
acompañado de esposas y hermanas (o esposas-hermanas), una de las
cuales le dio un hijo al que se llamó Manco Capac. Fue éste el que
construyó en Cuzco el Templo del Gran Dios, Viracocha;
y, por tanto, fue éste el momento que se dio para la fundación del
antiguo imperio y el del comienzo de las crónicas de las dinastías. Manco Capac fue aclamado como Hijo del Sol, y fue el primero de 16 reyes así considerados.
En su época, se veneraban
otras deidades, una de las cuales fue la Madre Tierra, y otra un dios
cuyo nombre significaba Fuego; se le representaba con una piedra que
Pronunciaba oráculos. La ciencia principal de aquella época, según
Montesinos, era la astrología; y se conocía el arte de escribir, sobre
hojas procesadas de llantén o sobre piedras. El quinto Capac «renovó
el cálculo del tiempo» y comenzó a registrar el paso del tiempo y los
reinados de sus antepasados. Fue él quien introdujo la cuenta de un
millar de años como un Gran Período, y de siglos y períodos de
cincuenta años, equivalentes al bíblico Jubileo.
El Capac que instauró este calendario y esta cronología, Inti Capac Yupanqui, fue el que terminó el templo e instauró en él el culto del gran dios Illa Tici Vira Cocha, que significa «brillante iniciador, creador de las aguas».En el reinado del duodécimo Capac, llegaron a Cuzco las noticias del desembarco en la costa de «unos hombres de gran estatura… gigantes que poblaron toda la costa», que disponían de herramienta-s de metal y estaban arrasando la tierra.
Después de un tiempo, comenzaron a entrar en las montañas; afortunadamente, provocaron la ira del Gran Dios y éste los destruyó con un fuego celeste.
Liberado de los peligros, el
pueblo se olvidó de los mandatos y los ritos del culto. Se
abandonaron «buenas leyes y costumbres», pero esto no pasó
desapercibido para el Creador. Como castigo, ocultó el sol a aquella tierra; «no hubo amanecer durante veinte horas».
Hubo un gran lamento entre el pueblo y se ofrecieron oraciones y
sacrificios en el templo, hasta que (después de veinte horas) el sol
volvió a aparecer. Inmediatamente después de aquello, el rey
reinstauró las leyes de conducta y los ritos del culto. El cuadragésimo
Capac en el trono de Cuzco fundó una academia para el estudio de la
astronomía y la astrología, y determinó los equinoccios.
El quinto año de su reinado,
según calculó Montesinos, fue el que hacía 2.500 desde el Punto Cero
que, supuso él, marcaba el Diluvio. También fue el 2.000 desde que
comenzara la realeza en Cuzco; para celebrarlo, se le concedió al rey
un nuevo título, Pacha-cuti (Reformador). Sus sucesores promoverían
también el estudio de la astronomía; uno de ellos introdujo un año con
un día de más cada cuatro años, y un año extra cada cuatrocientos
años.
Durante el reinado del quincuagésimo octavo monarca, «cuando se completó el Cuarto Sol», se llevaban 2.900 años desde el «Diluvio». Montesinos calculó que fue el año en que nació Jesucristo. Aquel primer imperio de Cuzco, comenzado con los Hijos del Sol y continuado con unos reyes-sacerdotes, tuvo un amargo final durante el reinado del sexagésimo segundo monarca. En su tiempo, ocurrieron «maravillas y portentos».
La
tierra tembló con terremotos interminables, los cielos se llenaron de
cometas, augurio de una inminente destrucción. Tribus y pueblos
comenzaron a correr de un lado a otro, entrando en conflicto con sus
vecinos. Llegaron invasores desde la costa, incluso desde más allá de
los Andes. Hubo grandes batallas; en una de ellas, el rey cayó bajo
una flecha, y su ejército huyó presa del pánico; sólo sobrevivieron a las batallas quinientos guerreros.
«Así se perdió y se destruyó el
gobierno de la monarquía de Perú -dice Montesinos-, y se perdió el
conocimiento de las letras.»
Los pocos que quedaron
abandonaron Cuzco, dejando tras de sí tan sólo a un puñado de
sacerdotes para que cuidaran del templo. Se llevaron con ellos al joven
hijo del rey muerto, aún un niño, y encontraron refugio en un
escondrijo de las montañas llamado Tampu-Tocco; aquél era el lugar
donde, desde una cueva, partió la primera pareja semidivina para fundar el imperio andino.
Cuando el muchacho alcanzó la edad adecuada, se le proclamó como
primer monarca de la dinastía de Tampu-Tocco, dinastía que se
prolongaría durante casi mil años, desde el comienzo del siglo n hasta
el XI d.C. Durante todos aquellos siglos de exilio, los conocimientos
fueron disminuyendo y la escritura se olvidó.
En el reinado del
septuagésimo octavo monarca, cuando se alcanzó el hito de los 3.500
años desde el Comienzo, alguien comenzó a revivir el arte de la
escritura. Entonces, el rey recibió una advertencia de los sacerdotes
referente a la invención de las letras. En su mensaje explicaban que
había sido el conocimiento de la escritura el que había causado las
pestes y las maldiciones que habían llevado a su fin la monarquía de
Cuzco.
El deseo del dios era «que nadie
se atreva a utilizar las letras o a resucitarlas, pues de su empleo
vendrían grandes males [de nuevo]». Por tanto, el rey ordenó «por ley,
bajo pena de muerte, que nadie traficara en quilcas, que eran los
pergaminos y las hojas de árboles sobre los que se solía escribir, ni
utilizara ningún tipo de letras». En su lugar, introdujo el uso de
quipos, los ramales de cuerdas de colores que se utilizaron a partir
de entonces con fines cronológicos. En el reinado del nonagésimo
monarca se culminó el cuarto milenio desde el Punto Cero.
Para entonces, la monarquía
en Tampu-Tocco era débil e ineficaz. Las tribus leales a ella eran
objeto de incursiones e invasiones de sus vecinos. Los jefes de las
tribus dejaron de pagar tributo a la autoridad central. Las costumbres
se corrompieron, proliferaron las abominaciones. En tales
circunstancias, apareció una princesa de la sangre original de los
Hijos del Sol, una tal Mama Ciboca.
Anunció que su joven hijo, que
era tan hermoso que sus admiradores le apodaron Inca, estaba destinado
a reconquistar el trono de la antigua capital, Cuzco. De forma
milagrosa, desapareció y volvió vestido
con ropajes dorados, afirmando que el dios Sol se lo había llevado a
lo alto, instruyéndole en los conocimientos secretos y diciéndole que
llevara al pueblo de vuelta a Cuzco. Su nombre era Rocca; él
fue el primero de la dinastía Inca, dinastía que llegó a tan
ignominioso fin a manos de los españoles.
Intentando situar estos
acontecimientos en un marco temporal ordenado, Montesinos afirmaba cada
cierto intervalo que un período llamado «Sol» había pasado o
comenzado. Aunque no se sabe con seguridad cuál consideraba él que era
la longitud de un período (en años), parece ser que tenía en mente
las leyendas andinas de varios «soles» en el pasado del pueblo. Si
bien los expertos sostenían -no tanto en nuestros días- que no había
habido contacto de ningún tipo entre las civilizaciones de
Centroamérica y de América del Sur, las de estos últimos sonaban
bastante diferentes de las nociones azteca y maya de los cinco soles.
De hecho, todas
las civilizaciones del Viejo Mundo tenían recuerdos de épocas
pasadas, de eras en las que los dioses reinaban solos, seguidos por
semidioses y héroes y, más tarde, sólo por mortales. Los textos
sumerios llamados las Listas de los Reyes registraban un linaje de
señores divinos seguido por semidioses, que sumaron un total de
432.000 años antes del Diluvio; después, hacían una relación de reyes
que reinaron a partir de entonces a través de tiempos que consideramos
históricos, y cuyos datos se han podido verificar, resultando ser
exactos.
En las listas de los reyes egipcios, tal como las plasmó el historiador y sacerdote Manetón, se habla de una
dinastía de doce dioses que comenzó unos 10.000 años antes del
Diluvio; fue seguida por dioses y semidioses hasta los alrededores del
3100 a.C, en que los faraones ascendieron al trono de Egipto.
Una vez más, hasta donde sus datos se pueden contrastar con los
registros históricos, todo ha resultado ser exacto. Montesinos se
encontró con estas ideas en la tradición popular colectiva de Perú,
confirmando los informes de otros cronistas de que los incas creían que
la suya era la Quinta Era o Sol.
· La Primera Era fue la de los viracochas, unos dioses que eran blancos y con barba.
· La
Segunda Era fue la de los gigantes; algunos de ellos no eran
benévolos, y hubo conflictos entre los dioses y los gigantes.
· Después vino la Era del hombre primitivo, de los seres humanos aculturizados.
· La Cuarta Era fue la era de los héroes, hombres que eran semidioses.
· Y después llegó la Quinta Era, la era de los reyes humanos, de los cuales los incas fueron los últimos del linaje.
Montesinos ubicó también la
cronología andina en el marco europeo relacionándola con determinado
Punto Cero (él pensaba que debía tratarse del Diluvio) y, más
concretamente, con el nacimiento de Cristo. Comentó que las dos
secuencias temporales coincidían en el reinado del quincuagésimo
octavo monarca: 2.900 años después del Punto Cero fue el «primer año
de Jesucristo».
Las monarquías peruanas
comenzaron, según él, 500 años después del Punto Cero, es decir, en el
2400 a.C. El problema que tienen los expertos con la historia y la
cronología de Montesinos no es, por tanto, el de la escasez de
claridad, sino su conclusión de que la realeza y la civilización
urbana comenzaran -en Cuzco- casi 3.500 años antes de los incas.
Aquella civilización, según la información que amasara Montesinos y
aquellos sobre los que basó su trabajo, disponía de escritura, incluyó
la astronomía entre sus ciencias y tuvo un calendario lo
suficientemente largo como para requerir unas reformas periódicas.
De todo esto (y mucho más) disponía también la civilización sumeria, que floreció hacia el 3800 a.C, y la civilización egipcia, que le siguió hacia el 3100 a.C. Otro vástago de la civilización sumeria, la del valle del Indo, llegó hacia el 2900 a.C.
¿Por qué no iba a ser posible que este triple despliegue no tuviera
una cuarta ocurrencia en los Andes? Imposible, si no hubiera habido
contactos entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
Posible,
si los que habían concedido todos los conocimientos, los dioses,
fueran los mismos y estuvieran presentes por toda la Tierra.
Afortunadamente, por increíbles que puedan sonar, nuestras
conclusiones se pueden demostrar. La primera prueba de la veracidad de
los acontecimientos y las cronologías recopiladas por Montesinos ya se
ha dado. Un elemento clave en la presentación de Montesinos es la
existencia de un antiguo imperio, de un linaje de reyes en Cuzco que
finalmente se vieron obligados a dejar la capital y a buscar refugio en
Un apartado lugar de las montañas llamado Tampu-Tocco. Este
interregno duró un millar de años; por fin, se eligió a un joven de
noble estirpe para que llevara al pueblo de vuelta a Cuzco y fundara
la dinastía inca.
En la segunda parte asistiremos a un hecho singular, La Biblia y las crónicas de La Historia del Perú corroboraran el mismo hecho, increíble, sorprendente e indescifrable
¿Existió un Tampu-Tocco, y sería
un lugar identificable a partir de las señales que diera Montesinos?
Esta pregunta ha intrigado a muchos. En 1911, Hiram Bingham, de la
Universidad de Yale, buscando las ciudades perdidas de los incas,
encontró el lugar; en la actualidad, se le llama Machu Picchu. Bingham
no estaba buscando Tampu-Tocco cuando puso en marcha ésta su primera
expedición; pero después de volver una y otra vez y de las exhaustivas
excavaciones que se realizaron durante más de dos décadas, llegó a la
conclusión de que Machu Picchu era en realidad la perdida capital
provisional del Antiguo Imperio.
Sus descripciones del lugar, que
siguen siendo las más completas, se encuentran en sus libros Machu
Picchu, a Citadel of the Incas y The Lost City of the Incas. La razón
principal para creer que Machu Picchu es la legendaria Tampu-Tocco es la
pista de las Tres Ventanas. Montesinos anotó que «en el lugar de su
nacimiento, el Inca Rocca ordenó que se hicieran unas obras consistentes
en un muro de albañilería con tres ventanas, que eran el emblema de la
casa de sus padres, de los cuales descendía». El nombre del lugar al
cual la casa real había ido desde la afligida capital, Cuzco,
significaba «refugio de las tres ventanas».No debería de sorprender que
un lugar se llegara a reconocer por sus ventanas, dado que ninguna casa
en Cuzco, desde la más humilde hasta la más grandiosa, tenía ventanas.
Que un lugar se reconociera por
un número concreto de ventanas -tres- sólo podía ser como consecuencia
de su singularidad, antigüedad o santidad de tal construcción. Esto es
lo que sucedía con Tampu-Tocco, en donde, según las leyendas, había una
construcción con tres ventanas que jugó un importante papel en la
aparición de las tribus y en el inicio del antiguo imperio en Perú, una
construcción que debía de ser, por tanto, «el emblema de la casa de sus
padres, de los que [el Inca Rocca] descendía».
La leyenda y el legendario lugar aparecen en el relato de los hermanos Ayar. Según lo cuenta Pedro Sarmiento de Gamboa (Historia general llamada Yndica) y
otros de los primeros cronistas, los cuatro hermanos Ayar y sus cuatro
hermanas, después de que los creara el dios Viracocha en el lago
Titicaca, llegaron o fueron llevados por el dios a Tampu-Tocco, en donde
«salieron de dicha ventana por orden de Tici-Viracocha, declarando que
Viracocha los creó para que fueran señores».
El mayor de los hermanos, Manco
Capac, llevaba un emblema sagrado con la imagen de un halcón, y llevaba
también una varilla de oro que el dios le había dado para que localizara
el lugar exacto de la futura capital, Cuzco. El viaje de las cuatro
parejas de hermanos-hermanas comenzó pacíficamente; pero no tardaron en
aparecer los celos. Con el pretexto de haber olvidado ciertos tesoros en
una cueva en Tampu-Tocco, se envió al segundo hermano, Ayar Cachi, para
que los recuperara. Sin embargo, esto no fue mas que un ardid de los
otros tres hermanos para encerrarlo en la cueva, en donde se convirtió
en piedra. Por tanto, según estos relatos, Tampu-Tocco data de tiempos
muy antiguos:
«El mito de los Ayar -escribía H.
B. Alexander en Latín American Mythology-, nos remonta a la época
megalítica y a las cosmogonías relacionadas con el Titicaca».
Cuando los exiliados abandonaron
Cuzco, fueron a un lugar que ya existía, un lugar en donde una
construcción con tres ventanas había jugado ya un importante papel en
acontecimientos aún más antiguos. Sabiendo esto es como podemos pasar
ahora a hablar de Machu Picchu, pues es allí donde se encontró una
construcción con tres ventanas en una de sus paredes, detalle que no se
ha visto en ninguna otra parte del antiguo Perú.
«Machu Picchu, o Gran Picchu, es
el nombre quechua de un agudo pico que se eleva a más de tres mil metros
sobre el nivel del mar y a más de mil doscientos metros sobre los
rugientes rápidos del río Uru-bamba, cerca de la sierra de San Miguel, a
dos días de duro viaje hacia el norte de Cuzco -escribió Bingham-.
Al noroeste del Machu Picchu
existe otro hermoso pico, rodeado de magníficos precipicios, llamado
Huayna Picchu, o Pequeño Picchu. En la estrecha cresta que se extiende
entre los dos picos se encuentran las ruinas de una ciudad inca cuyo
nombre se ha perdido entre las sombras del pasado… Es posible que
representen a dos antiguos lugares, Tampu-Tocco, el lugar de nacimiento del primer Inca, y Vilcabamba Viejo.»
En la actualidad, el viaje de
Cuzco a Machu Picchu, que se encuentra a una distancia de 120 kilómetros
en línea recta, no precisa de dos días de duro viaje, como necesitó
Bingham para llegar aquí. Un tren que traquetea montañas arriba y abajo,
atravesando túneles y cruzando puentes, y ciñéndose a las laderas que
flanquean el río Urubamba, llega allí en menos de cuatro horas. En otra
media hora, un aterrador autobús lleva desde la estación del tren hasta
la ciudad. La sobrecogedora panorámica es tal como la describió Bingham.
En la ensilladura que hay entre
los dos picos se levantan casas, palacios y templos -ya todos sin
techo-, rodeados de bancales que cuelgan sobre las laderas, dispuestos
para el cultivo. El pico del Huayna Picchu se eleva en el noroeste como
un centinela; más allá de él y a su alrededor, los picos compiten entre
sí hasta donde alcanza la vista. En el fondo, el río Urubamba forma una
garganta en forma de herradura que circunda en parte la alta posición de
la ciudad, recortando sus abundantes aguas un sendero blanquecino en el
verde esmeralda de la selva.
Como le corresponde a una ciudad
que, según creemos, sirvió al principio como modelo para Cuzco y después
la imitó, Machu Picchu estaba compuesta también por doce distritos o
grupos de construcciones. Las agrupaciones reales y sacerdotales están
al oeste, y las residenciales y funcionales (ocupadas en su mayor parte
por las vírgenes y las jerarquías del clan) al este, separadas por una
serie de amplias terrazas.
El pueblo llano, que trabajaba y
cultivaba las laderas abancaladas, vivía fuera de la ciudad y en los
campos de los alrededores (muchas de estas aldeas se han encontrado
desde que Bingham llegara a Machu Picchu).
Los
diferentes estilos de construcción, al igual que en Cuzco y en otros
emplazamientos arqueológicos, sugieren diferentes fases de ocupación. Las
viviendas están construidas en su mayor parte con piedras del campo
sujetas con argamasa. Las residencias reales están construidas con
sillares colocados en hileras, tan finamente tallados y desbastados como
en Cuzco. Después, hay una construcción en
donde la obra es tan perfecta que no tiene igual; y también están los
bloques megalíticos poligonales. En muchos casos, los restos de la
primitiva época megalítica y de los tiempos del Antiguo Imperio han
permanecido como estaban; en otros, es obvio que se construyó con posterioridad sobre las primitivas hiladas.
Mientras que los distritos
orientales ocupaban cada metro cuadrado disponible de la cima de la
montaña y se extendían desde la muralla de la ciudad por el sur hasta el
norte, en la medida en que el terreno lo permitía, y hacia el este en
bancales agrícolas y de enterramientos, el grupo de distritos
occidental, que también comenzaba en la muralla, se extendía hacia el
norte sólo hasta los límites de una plaza sagrada, como si una línea
invisible demarcara el terreno sagrado que no podía ser invadido. Más
allá de esa línea invisible de demarcación, y frente a la gran plaza
aterrazada que hay al este, están las ruinas de lo que Bingham
identificó como la Plaza Sagrada, principalmente «porque en dos de sus
lados están los templos más grandes», uno de los cuales muestra las tres
ventanas cruciales.
Es
aquí, en la construcción de lo que Bingham llamó el Templo de las Tres
Ventanas y, junto a él, en la Plaza Sagrada, el Templo Principal, donde
los bloques megalíticos poligonales se utilizaron en Machu Picchu.
La forma en la que se tallaron,
se modelaron, se desbastaron y se encajaron, sin argamasa, los sitúa
junto con los bloques ciclópeos de piedra y las construcciones
megalíticas de Sacsahuamán; y, sobrepasando cualquier poligonalidad
vista en Cuzco, uno de los bloques de piedra de Machu Picchu tiene 32
ángulos. El Templo de las Tres Ventanas se levanta en el extremo
oriental de la Plaza Sagrada; los ciclópeos bloques de piedra de su muro
oriental se elevan muy por encima del nivel de la terraza que hay al
oeste, permitiendo una amplia visión en esta dirección a través de las
tres ventanas . De forma trapezoidal, sus alféizares se recortan en las
piedras ciclópeas que forman la pared misma.
Al
igual que en Sacsahuamán y en Cuzco, el tallado, el modelado y la
angulación de las duras piedras de granito se hizo como si se tratara de
suave masilla; también aquí, los bloques de piedra de granito blanco
tuvieron que ser traídos desde grandes distancias, a través de terreno
escabroso y ríos, bajando valles y subiendo montañas.
El Templo de las Tres Ventanas
sólo tiene tres paredes, estando su lado occidental completamente
abierto; hay allí un pilar de piedra de algo más de dos metros de alto.
Bingham supuso que podría haber soportado un techo, pero admitió también
que habría sido «un dispositivo que no se había encontrado en ningún
otro edificio». Según nuestra opinión, aquel pilar, junto con las tres
ventanas, cumplía algún fin de orientación astronómica.
Frente a la Plaza Sagrada, por el
norte, se encuentra la construcción que Bingham llamó el Templo
Principal; tiene también sólo tres paredes, de algo más de 3,5 metros de
altura. Descansan sobre bloques de piedra ciclópeos o están construidas
con ellos; la pared occidental, por ejemplo, está construida con sólo
dos bloques de piedra gigantes, sujetos con una piedra en forma de T. Un
enorme monolito, que mide 4,2 por 1,5 por 1 metros, descansa contra la
pared central norte, en la cual hay siete hornacinas que imitan ventanas
trapezoidales, aunque no lo son (Fig. 75).Una sinuosa escalinata lleva
desde el límite septentrional de la Plaza Sagrada hasta una colina cuya
cima se allanó para que sirviera como plataforma del Intihuatana, una
piedra tallada con gran precisión para observar y medir los movimientos
del Sol.
El nombre significa «lo que ata al sol»,
y se supone que ayudaba a determinar los solsticios, cuando el Sol se
mueve muy al norte o al sur, momento en el cual se celebraban ritos para
«atar al Sol» y hacerlo volver, no fuera que siguiera yéndose y
desapareciera, devolviendo a la Tierra a una oscuridad que ya había
sufrido en una ocasión anterior, según las leyendas.
En
el extremo opuesto de esta parte -sagrada y real- occidental de Machu
Picchu, justo al sur del distrito real, se eleva otro magnífico (e
inusual) edificio de la ciudad. Llamado el Torreón por su forma
semicircular; está construido con sillares -piedras talladas, modeladas y
desbastadas- de una perfección nunca vista, sólo pareja a la de los
sillares del muro semicircular que rodeaba el Santo de los Santos de
Cuzco.
El muro semicircular, que se
alcanza a través de siete escalones, crea su propio recinto sagrado, en
cuyo centro hay una roca tallada y modelada con incisiones de ranuras.
Bingham encontró evidencias de que esta roca y las paredes cercanas
sufrían los efectos de fuegos periódicos, y llegó a la conclusión de que
tanto la roca como el recinto se utilizaban para sacrificios y otros
rituales relacionados con la veneración de la roca.
(Esta
roca sagrada en el interior de una construcción especial nos trae a la
cabeza la roca sagrada que forma el corazón del Monte del Templo en
Jerusalén, así como la Kaaba, la piedra negra oculta en el interior de
la mezquita de La Meca.)La santidad de la roca de Machu Picchu no
proviene de su protuberante extremo superior, sino de lo que se
encuentra debajo. Es una enorme roca natural en cuyo interior existe una
cueva, ampliada y modelada artificialmente con formas geométricas
precisas que, aunque no lo son, parecen escaleras, asientos y antepechos
Además, el interior se mejoró con
sillares de granito blanco del color y el grano más puros. Bingham
supuso que la cueva natural original se amplió y se realzó para
conservar momias reales, traídas allí por la sacralidad del lugar. Pero,
¿por qué era sagrado, y tan importante como para albergar a los reyes
fallecidos?
Esta pregunta nos lleva de vuelta
a la leyenda de los hermanos Ayar, uno de los cuales fue encerrado en
una cueva en el Refugio de las Tres Ventanas. Si el Templo de las Tres
Ventanas era aquel lugar legendario, y la cueva también lo era, las
leyendas confirmarían el lugar como la legendaria Tampu-Tocco.
Sarmiento, uno de los cronistas españoles que a su vez fue también un
conquistador, daba cuenta en su Historia de los incas de una leyenda
local según la cual el noveno Inca (hacia el 1340 d.C.), «teniendo
curiosidad por las cosas de la antigüedad y deseando perpetuar su
nombre, fue personalmente hasta la montaña de Tampu-Tocco… y entró en la
cueva en la que se tiene por cierto que Manco Capac y sus hermanos
entraron cuando iban hacia Cuzco por vez primera… Después de hacer una
inspección minuciosa, veneró el lugar con rituales y sacrificios, y puso
puertas de oro en la ventana de Capac Tocco, y ordenó que, de entonces
en adelante, aquel sitio debiera ser venerado por todos, convirtiéndolo
en un lugar sagrado de oración para sacrificios y oráculos. Después de
esto, volvió a Cuzco.»
El sujeto de esta historia, al
noveno Inca, se llamaba Titu Manco Capac; se le dio el título adicional
de Pachacutec («reformador») porque, tras su regreso de Tampu-Tocco,
reformó el calendario. Así es como las Tres Ventanas y el Intihuatana,
la Roca Sagrada y el Torreón confirman la existencia de Tampu-Tocco, el
relato de los hermanos Ayar, los reinados preincaicos del antiguo
imperio y los conocimientos de astronomía y calendáricos, elementos
clave en la historia y cronología que compiló Montesinos.
La veracidad de los datos de
Montesinos puede recibir un apoyo adicional si se demuestra que tenía
razón en lo referente a la existencia de escritura en los tiempos del
imperio antiguo. Y nos encontramos con que Cieza de León sostiene el
mismo punto de vista, afirmando que «en la época precedente a los
emperadores incas existió escritura en Perú...
sobre hojas, pieles, tejidos y piedras».Muchos expertos sudamericanos
se unen ahora a los antiguos cronistas en la creencia de que los nativos
de aquellas tierras tenían una o más formas de escritura en la
antigüedad. En numerosos estudios se habla de petroglifos
(«escritos en la piedra»), que se han encontrado por todas partes, en
donde se observan diversos grados de escritura pictográfica o
jeroglífica. Rafael Larco Hoyle, por ejemplo (La escritura peruana preincaica), sugería, con la ayuda de imágenes, que el pueblo de la costa hasta Paracas estaba en posesión de una escritura jeroglífica similar a la de los mayas.
Arthur Posnansky, el destacado
explorador de Tiahuanacu, presentó voluminosos estudios en los que
demostraba que los grabados que aparecían en los monumentos eran de una
escritura pictográfica-ideográfica -un paso anterior a la escritura
fonética. Y un famoso descubrimiento, la Piedra de Calango, que se
exhibe actualmente en el Museo de Lima (Fig. 79), sugiere una
combinación de pictogramas con una escritura fonética, quizás incluso
alfabética.
Uno de los mayores exploradores
de América del Sur, Alexander von Humboldt, trató de este tema en su
principal obra, Vues des cordilléres et monuments des peuples indigenes
de l’Amerique (1824).
«Recientemente, se ha puesto en
duda -escribió-, que los peruanos tuvieran, además de Quippus,
conocimientos de una escritura de signos. Hay un pasaje en El origen de
los indios del Nuevo Mundo (Valencia, 1610), página 91, que no deja
lugar a dudas a este respecto».
Después de hablar de los
jeroglíficos mexicanos, el padre García añade: «Al principio de la
Conquista, los indios de Perú se confesaban pintando caracteres que
hacían una relación de los Diez Mandamientos y de las transgresiones
cometidas contra ellos».
Es posible concluir que los
peruanos estaban en posesión de una escritura de imágenes, pero que sus
símbolos eran más burdos que los jeroglíficos mexicanos, y que, en
términos generales, la gente hacía uso de los quippus. Humboldt también
contó que, estando en Lima, oyó hablar de un misionero llamado Narcisse
Gilbar que había encontrado, entre los indios panos del río Ucayali, al
norte de Lima, un libro de hojas plegadas, similar a los que habían
utilizado los aztecas en México; pero nadie en Lima podía leerlo. «Se
decía que los indígenas le contaron al misionero que el libro hablaba de
antiguas guerras y viajes.»
En 1855, Ribero y Von Tschudi
dieron cuenta de otros descubrimientos y concluyeron que en realidad
había existido otro método de escritura en Perú además de los quipos. En
una obra que Von Tschudi hizo por separado hablando de sus propios
viajes (en Reisen durch Südamerika), éste habla de la emoción que sintió
cuando le enseñaron una fotografía de un pergamino de piel con marcas
jeroglíficas. El pergamino real lo encontró en el museo de La Paz, en
Bolivia, e hizo una copia de la escritura que figuraba en él.
«Estos símbolos me provocaron el
mayor de los asombros -escribió-y estuve durante horas delante de este
pergamino de piel», intentando descifrar «el laberinto» de su escritura.
Determinó
que la escritura comenzaba por la izquierda, después continuaba en la
segunda línea desde la derecha, en la tercera línea volvía a comenzar
desde la izquierda, y así sucesivamente, serpenteando. Concluyó
también que estaba escrito en la época en que se adoraba al Sol; pero no
pudo ir más lejos. Localizó el lugar de origen de la inscripción en las
costas del Lago Titicaca. El padre de la misión eclesiástica del pueblo
lacustre de Copacabana confirmó que aquélla era una escritura conocida
en la zona, pero la atribuyó al período posterior a la Conquista.
Claro está que la explicación no
resultaba satisfactoria, dado que, si los indígenas no hubieran tenido
su propia escritura, habrían adoptado la escritura latina de los
españoles para expresarse. Aun cuando esta escritura jeroglífica
evolucionara después de la Conquista, dice Jorge Cornejo Bouroncle (La
idolatría en el antiguo Perú), «su origen debe de haber sido mucho más
remoto».Arthur Posnansky (Guía general
ilustrada de Tiahuanaco) descubrió más inscripciones sobre las rocas de
dos islas sagradas del lago Titicaca, y señaló que eran muy similares a
las enigmáticas inscripciones descubiertas en la Isla de Pascua,
conclusión con la que, en la actualidad, suelen coincidir los expertos.
Pero se sabe que la escritura de la isla de Pascua pertenece a la
familia de las escrituras indoeuropeas del Valle del Indo y de los
hititas.
Un rasgo común a todas ellas
(incluidas las inscripciones del Lago Titicaca) es su sistema «como de
arado de buey»: la escritura de la primera línea comienza por la
izquierda y termina por la derecha; en la segunda línea es al revés,
terminando por la izquierda; en la tercera es igual que en la primera, y
así sucesivamente.
Sin querer entrar ahora en la
cuestión de cómo llegó al lago Titicaca una escritura que imita a la de
los hititas, parece que queda confirmada la existencia de una o más
formas de escritura en el antiguo Perú. Así pues, también a este
respecto, la información proporcionada por Montesinos demuestra ser
correcta. Si, a pesar de todo esto, al lector le resulta todavía difícil
de aceptar la inevitable conclusión de que hubo una civilización del
tipo del Viejo Mundo en los Andes hacia el 2400 a.C, entonces
aportaremos algunas evidencias más. Los expertos han ignorado por
completo como pista válida la reiterada afirmación de las leyendas
andinas de que hubo una terrorífica oscuridad en tiempos remotos.
Nadie
se ha preguntado si no sería ésta la misma oscuridad -la no aparición
del sol en el momento en que debería de haberlo hecho- de la cual hablan
las leyendas mexicanas en el relato de Teotihuacán y sus pirámides. Pues,
si de verdad sucedió este fenómeno, que el sol no salió y la noche se
hizo interminable, debió de ser algo que se pudo observar en todo el
continente americano. Los recuerdos colectivos mexicanos y los andinos
parecen corroborarse entre sí en este punto, apoyando así la veracidad
de ambos, como dos testigos ante un mismo acontecimiento. Pero, por si
esto no fuera lo suficientemente convincente, podemos recurrir a la
Biblia en busca de evidencias, y podemos recurrir nada menos que a Josué
como testigo.
Según
Montesinos y otros cronistas, un acontecimiento de lo más inusual tuvo
lugar durante el reinado de Titu Yupanqui Pachacuti II, decimoquinto
monarca del Imperio Antiguo. Fue en el tercer año de su reinado, en que
«las buenas costumbres se olvidaron y la gente se entregó a todo tipo de
vicios», cuando «no hubo amanecer durante veinte horas». Es
decir, la noche no terminó cuando tendría que haberlo hecho, y la salida
del Sol se retrasó durante veinte horas. Después de un gran lamento, de
confesiones de los pecados, sacrificios y oraciones, el Sol apareció
finalmente. Esto no pudo ser un eclipse: no fue que el Sol se viera
oscurecido por una sombra. Además, ningún eclipse dura tanto, y los
peruanos eran conocedores de estos eventos periódicos.
El
relato no dice que el Sol desapareciera; dice que no salió -«no hubo
amanecer»-durante veinte horas. Fue como si el Sol, dondequiera que
estuviera escondido, se hubiera parado de pronto. Si los recuerdos
andinos son ciertos, en algún otro lugar -en la otra parte del mundo-,
el DÍA tuvo que ser igual de largo, y no debió terminar cuando debería
de haber terminado, por ser un día veinte horas más largo.
Increíblemente, este acontecimiento está registrado, y en ningún sitio
mejor que en la misma Biblia. Fue cuando los israelitas, bajo el
liderazgo de Josué, acababan de cruzar el río Jordán y de entrar en la
Tierra Prometida, después de tomar las ciudades fortificadas de Jericó y
Ay. Fue cuando todos los reyes amorreos formaron una alianza para crear
una fuerza combinada contra los israelitas. Una gran batalla tuvo lugar
en el valle de Ayyalón, cerca de la ciudad de Gabaón.
Comenzó con un ataque nocturno de
los israelitas, que puso a los cananeos en fuga. Al amanecer, cuando
las fuerzas cananeas se reagruparon cerca de Bet Jorón,
el Señor Dios, «arrojó grandes piedras desde el cielo sobre ellos… y
murieron; hubo más de ellos que murieron por las piedras, que los que
murieron por la espada de los israelitas».
Entonces
Josué le habló a Yahveh, el día en que Yahveh entregó a los amorreos a
los Hijos de Israel, diciendo: «A la vista de los israelitas, que el Sol
se detenga en Gabaóny la Luna en el valle de Ayyalón.» Y el Sol se
detuvo, y la Luna se paró, hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos.
Cierto es, pues todo esto está escrito en el Libro de Jashar: el Sol se
detuvo en mitad de los cielos y no se apresuró en bajaren casi un día
entero.
Los expertos han estado pugnando
durante generaciones con este relato del capítulo 10 del Libro de Josué.
Algunos lo han descartado como mera ficción; otros ven en él los ecos
de un mito; y otros más intentan explicarlo en términos de un eclipse de
Sol inusualmente prolongado. Pero no sólo es que estos eclipses de Sol
son desconocidos, sino que, además, el relato no habla de la
desaparición del Sol. Al contrario, relata un acontecimiento en el cual
el Sol continuó viéndose, colgado en los cielos, durante «casi un día
entero» -¿digamos veinte horas?
El
incidente, cuya singularidad se reconoce en la Biblia («no hubo un día
como aquél, ni antes ni después»), al tener lugar en el lado opuesto de
la Tierra con respecto a los Andes, describiría por tanto un fenómeno
que sería el inverso al sucedido en América. En Canaán, el Sol no se
puso durante unas veinte horas; en los Andes, el Sol no salió durante el
mismo lapso de tiempo. ¿Acaso no describen los dos relatos el mismo
acontecimiento y, por provenir desde dos lados diferentes de la Tierra,
atestiguan su veracidad? Lo que pudo suceder todavía es un enigma.
La única pista bíblica es la
mención de las grandes piedras que cayeron del cielo. Dado que sabemos
que lo que los relatos describen no es la detención del Sol (y la Luna),
sino una alteración en la rotación de la Tierra sobre su eje, una
explicación posible sería la de que un cometa hubiera pasado demasiado
cerca de la Tierra, desintegrándose en el proceso. Y, dado que algunos
cometas orbitan el Sol en dirección opuesta a las manecillas del reloj,
que es la inversa a la dirección orbital de la Tierra y el resto de
planetas, su fuerza cinética podría haber contrarrestado temporalmente
la rotación de la Tierra, provocando una ralentización.
Sea cual sea la causa exacta del
fenómeno, lo que nos interesa ahora es su ubicación temporal. La fecha
generalmente aceptada para el Éxodo es la del siglo XIII a.C. (hacia el
1230 a.C), y los expertos que propugnan una fecha anterior en unos dos
siglos se encuentran en franca minoría. Sin embargo, en nuestras obras
anteriores (véase Las Guerras de los Dioses y los Hombres), nosotros
hemos llegado a la conclusión de que el año 1433 a.C. encajaría a la
perfección este acontecimiento, así como los relatos bíblicos de los
patriarcas hebreos, con los acontecimientos contemporáneos conocidos y
las cronologías de Mesopotamia y Egipto.
Después
de la publicación de nuestras conclusiones (en 1985), dos eminentes
arqueólogos y expertos bíblicos, John J. Bimson y David Livingstone,
llegaron, tras un exhaustivo estudio (Biblical Archeology Review,
Septiembre/Octubre 1987) a la conclusión de que el Éxodo tuvo lugar
hacia el 1460 a.C. Además de sus propios descubrimientos arqueológicos y
de un análisis de los períodos de la Edad del Bronce en el Oriente
Próximo de la antigüedad, los datos bíblicos y el proceso de cálculo que
emplearon fue el mismo que utilizamos nosotros dos años antes.
(También explicamos entonces por
qué habíamos decidido reconciliar las dos líneas de datos bíblicos
fechando el Éxodo en el 1433 a.C. en vez de en el 1460 a.C).Dado que los
israelitas erraron por los desiertos del Sinaí durante cuarenta años,
la entrada en Canaán tuvo lugar en 1393 a.C; y el acontecimiento
observado por Josué tuvo que ocurrir poco después. La pregunta ahora es
la siguiente: el fenómeno opuesto, la noche interminable, ¿ocurrió en
los Andes al mismo tiempo? Desgraciadamente, la forma en que los
escritos de Montesinos han llegado hasta los expertos actuales deja
algunas lagunas en los datos relativos a la duración del reinado de cada
monarca, y esto nos obligará a obtener la respuesta dando un rodeo.
El acontecimiento, según nos
informa Montesinos, tuvo lugar en el tercer año del reinado de Titu
Yupanqui Pachacuti II. Para determinar este momento, tendremos que
calcular desde ambos extremos. Se nos dice que los primeros 1.000 años
desde el Punto Cero se cumplieron durante el reinado del cuarto monarca,
es decir, en el 1900 a.C; y que el trigésimo segundo rey reinó 2.070
años después del Punto Cero, es decir, en el 830 a.C. ¿Cuándo reinó el
decimoquinto monarca? Los datos de los que disponemos sugieren que los
nueve reyes que separan al cuarto del decimoquinto monarca remaron un
total de unos 500 años, colocando a Titu Yupanqui Pachacuti II en los
alrededores del 1400 a.C. Y calculando hacia atrás desde el
trigesimosegundo monarca (830 a.C), llegamos al 564 como número de años
transcurridos, dándonos la fecha de 1394 a.C. para Titu Yupanqui
Pachacuti II.
De
ambos modos llegamos a una fecha para el acontecimiento andino que
coincide con la fecha bíblica y la fecha del acontecimiento en
Teotihuacán. La impactante conclusión es evidente:
EL DÍA EN QUE EL SOL SE DETUVO EN CANAÁN FUE LA NOCHE SIN AMANECER EN LAS AMÉRICAS.
El acontecimiento, así verificado, se levanta como una prueba irrefutable de la veracidad de los recuerdos andinos de un Imperio Antiguo que comenzó cuando los dioses concedieron a la humanidad la varita de oro en el lago Titicaca.
El acontecimiento, así verificado, se levanta como una prueba irrefutable de la veracidad de los recuerdos andinos de un Imperio Antiguo que comenzó cuando los dioses concedieron a la humanidad la varita de oro en el lago Titicaca.
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