sábado, 28 de enero de 2012

Memorias de Lady Camille Pendleton.


       Noviembre 23, 1743.

       Hoy ha muerto mi hijo, mi verdadero hijo. Y a pesar de que en el transcurso de estos años he tenido la oportunidad de crear a otros chiquillos, él es..., él fue, mi verdadero hijo. Mientras mi mano temblorosa escribe mis memorias, dejaré que mi mente viaje al comienzo.
       Recuerdo mis días de mortal, hace setenta años, cuando lo di a luz en un doloroso y terrible parto, en manos de aquélla vieja partera que sabía menos que yo. Yo, una adolescente quinceañera, casada en contra de mi voluntad, por mi padre, con un hombre mucho mayor que yo, pero que le daría a mi familia la fortuna que nunca tuvo. Yo en cambio debería darle muchos hijos para mantener y preservar su rancio apellido.
       Al año; luego de evitar por todos los medios embarazarme; finalmente se salió con la suya y quedé preñada de él. Odié ver su regocijo, odié su sonrisa y su orgullo al hablar de su "heredero". Intenté por primera vez huir de la gran casa ubicada en la colina, pero no alcancé a llegar muy lejos, con mi vientre de ya seis meses de embarazo, y al ser capturada por los capataces de mi esposo, vi cómo la remota posibilidad de irme lejos con mi hijo, se disolvía poco a poco.
       Pasaron los meses y el niño había nacido sano y hermoso, y para mi esposo no había otro ser en el mundo más que el hijo que siempre ansió. Esto me permitió un poco más de libertad, ya que rara vez me topaba con su odiosa cara; salvo cuando él quería que yo cumpliera con mi "deber de esposa". Pero para entonces yo ya sabía más de la vida, y tenía mis propios trucos para no volver a embarazarme, además de la astuta ayuda de algunas criadas de la casa, que siempre me ayudaron.
       El Señor de la casa (mi esposo), se extrañaba de que no le diera más hijos, pero jamás sospechó nada raro.
       Pasaron unos tres años y la cosa siguió exactamente igual, y yo cada vez más distante y fría con él, pero cada vez amando más y más a mi niño. Fue una cálida noche de verano, cuando se llevó a cabo el baile de máscaras en la mansión de unos conocidos de mi esposo. Obviamente asistimos, como cada año.
       ¿Qué fue entonces lo especial de aquella noche?, bueno, que conocí al hombre del que me enamoré para siempre, el hombre que cambió mi vida y gracias al cual soy lo que soy. Su rostro estaba cubierto con una exquisita máscara, pero fueron sus ojos los que me atraparon para toda la eternidad. Una mezcla de dolor y sabiduría había en ellos, parecían dulces y severos a la vez.
       Apenas me dirigió la palabra, pero en su voz había un mensaje envolvente y extraño que me hizo seguirlo hasta la terraza de la mansión.
       Mientras adentro bailaban y reían, mi cabeza fue dando vueltas y vueltas en un mareo eterno, al son de la música reinante. Bastó sólo una mirada del hombre para que yo me paralizara y me rindiera a lo que venía; fuera lo que fuera que venía. Al tiempo que mi máscara caía al suelo y se rompía en mil pedazos, fui abrazada por él..., mi amor, mi Sire, mi amante. No vi más a mi esposo, y solamente me atrevía a acercarme a la gran casa para observar a mi niño crecer, verlo cómo se iba convirtiendo en hombre, olvidando día a día a la madre ingrata e infiel que lo dejó por irse con el que le ofreció la inmortalidad y el amor eterno.
       Año, tras año pasó, yo como compañera de este bello Toreador que aún está a mi lado, y viendo con más dolor cada vez cómo yo era ya sólo un vago, muy vago recuerdo en la memoria de mi hijo. Estuve presente de cierta manera cuando se graduó con honores en su academia, y también cuando se comprometió con una bella joven de familia noble. Yo iba y volvía, y aunque me ausentara por mucho tiempo, siempre regresaba a observar en las sombras a mi niño, ya un hombre, en realidad.
       Me enteré por casualidad que era abuela..., "abuela ¿yo???", parecía un chiste de mal gusto, pues quien me viera no pensaría que yo tenía más de 17 años, a lo más 18. Pero la verdad es que yo ya tenía cuarenta como cainita..., y ya me pesaban. Vi crecer a mis nietos; una de ellas muy parecida a mí, a los cinco años; y vi también cómo murió mi esposo, afectado por una lenta enfermedad. Pero debo decir que no me afectó en nada; sólo le agradecía secretamente que siempre crió bien a nuestro hijo, y que jamás le reprochó que yo los hubiera abandonado. Si mi hijo me olvidó fue cosa de él, no culpa de su padre.
       Mi bello Toreador me consolaba a veces, cuando mi alma atormentada por haber abandonado a mi hijo, me hacía desplomarme y rendirme ante la vida; bueno, en este caso, no-vida. Un día, o mejor dicho noche, me presenté ante mi hijo tal cual. Él estaba caminando rumbo a su carruaje y yo sorpresivamente me topé con él, chocando de frente, para verlo bien. Él me miró fijamente y me sonrió; con una sonrisa que todavía hoy me atormenta; y me pidió disculpas, pero en ningún caso pareció reconocer mi rostro.
       Amargos días vinieron luego de eso..., llenándome la cabeza de miles de ideas. Matarlo, matar a su esposa, Abrazarlo, decirle la verdad... ¿qué hacer?. Reconozco que en esos días, presa de la poca cordura, hice más de alguna locura, y por primera vez en mi no-vida, maté con suma crueldad, sin importarme nada ni nadie. Abracé a un par de chiquillos, como una forma de sentirme "madre" nuevamente, pero nunca fue lo mismo, jamás reemplazarían al niño que alguna vez llevé en mi vientre.
       Así fue pasando el tiempo, hasta que me convencí dolorosamente que para mi hijo yo no era más que un nombre, pero nada, nada más. Lentamente fui abandonando mis prácticas de espía, y cada vez eran menos las veces en que lo acechaba en la oscuridad. Su cabello fue encaneciendo, fui testigo de sus primeras canas; y su rostro marcado por surcos que antes no existían. Su andar se hizo más lento y pesado y ya con su esposa casi no hablaban; después de un amor tan grande como el de ellos.
       Ella a su vez sufrió los cambios típicos por la edad, pero no sólo sufrió este cambio físicamente, pues su carácter antes dulce y paciente se transformó en el de una vieja amargada y con una creciente predisposición a hablar poco. Los hijos, mis nietos, también crecieron, convirtiéndose en adultos con sus propios problemas y vidas, visitando cada vez menos a los padres que alguna vez los vieron reír y crecer. ¿Eso me habría pasado a mí también de no ser vástaga?, ¿una triste y solitaria vejez, con un esposo enfermo y un hijo que nunca me visitaba?.
       Dolor..., nada más pude sentir, al ver cómo mi hijo, mi niño tenía los días contados.
       Día a día, hora tras hora, envejeciendo y muriendo cada vez un poco más, para no verlo nunca más, después de setenta años mirándolo crecer, pero yo no a su lado, sino desde la oscuridad. Y ya es tarde, demasiado tarde para estar a su lado, como nunca lo estuve...
       Hoy ha muerto mi hijo, y sólo tengo estas palabras para él:
       "En el pálido mármol grabarán tu nombre, y yo no sabré si derramar lágrimas de sangre o esperar por ti en las noches que no haya luna, conteniendo el aliento en la oscuridad, como un animal al acecho".

No hay comentarios:

Publicar un comentario