Al descender del tren, traspuse las primeras calles del pueblo, y me
dirigí casi conpulsivamente hacia la vieja licorería cercana a los
cultivos. Había intentado durante el viaje no persuadirme de tal cosa
tan pronto; pero ya la pronta y tortuosa cercanía de Ariadna me confería
la inexorable necesidad de algún relajante a mano.
Era el tercer verano, desde que había conseguido empleo en un pequeño
diario parisino, y volvía a vacacionar en el seno familiar. Infringido
por una extraña sensación premonitoria, no podía dejar de pensar que
esta vez mi tensión sería intolerable. Ya con veintisiete años debía
haberme acostumbrado al sempiterno suplicio que ella representaba. Pero
mi enfermiza obsesión, si es que de eso se trataba, acrecentaba cada
año.
Ariadna era la hija menor de la taciturna familia Zapala, en la cual mi
padre había sostenido una amistad llena de excentricidades más que de
agradables fraternidades. Nunca pude comprender la oscura forma de vida
de los Zapala, tan abstraídos en costumbres poco edificantes como la
vida nocturna y el lujo supérfluo. Precisamente ella me resultaba por
momentos algo repugnante, pero sólo eran instantes fugaces, que
estallaban en un espanto eterno para volver a dar paso a su penetrante
altanería, a su belleza siniestra. Fue en vano meditar sobre esta
dualidad. En una de aquellas ocasiones en que la espiaba a escondidas,
la había descubierto en el sótano del palacete, besando encarnizadamente
en el cuello a un hombre recostado sobre una repisa, y luego mirarme
osada y procaz, con enrojecidos y eróticos labios; sin embargo, aun
atosigado por mi ferviente moralismo, no podía dejar de concebirla como a
una virgen inmaculada. Solo podía concluir en pensar que la verdadera
belleza alberga algo de oscuro.
Sin muchos aspavientos, arribé a casa y no tardé en recostarme reaciamente sobre el sofá.
- Anoche le comenté a Don Zapala que hoy llegabas de Francia; nos esperan esta noche para cenar.
No pude disimular un leve sobresalto, que no pareció inmutar demasiado a mi padre.
- ¿A qué hora?
- A las nueve, como siempre.
- Adelántense ustedes. Voy a llegar un poco más tarde.
No era la primera vez que me sentaba en algún rincón de los márgenes del
bosquecillo, por refrenar mis impulsos descarriados antes de aquellas
interminables cenas. En lontananza podía avistar la reminiscencia de los
candelabros del alejado palacete de los Zapala, y, a unos quince
metros, distinguía entre sombras el matadero abandonado. Tan dantesco
panorama no hacía más que abrumarme, y sólo el caliente licor me
reconfortaba. Trastabillé los primeros metros, luego logré serenarme y
emprendí camino.
Esta vez no me sorprendí cuando divisé aquella fornida figura entre las
sombras del matadero. Nunca había tenido valor para hacer caso a mi
veleidosa curiosidad, y en vano trataba de convencerme de que se trataba
de un simple vagabundo, ante la sensación irrefutable que me provocaba
aquella brillante mirada. Algo tenía aquel brillo de similar a los ojos
de Ariadna, pero a diferencia de estos, aquellos solo me provocaban un
terror carente de seducción.
Seducción. Seducción. Mientras la contemplaba beber vino en aquella
ostentosa copa bañada en oro, repetía internamente aquella palabra, como
quien contempla con furia y regocijo la fuente de sus odios. Porque yo
era la presa idónea de su perfecta seducción. Nada más quería ella de
mí, sólo hacer gala de su poder.
- No sé si consentirás conmigo, madre, pero es evidente que Esteban está más apuesto cada año.
Exacto. Eso era. Conforme a la dignidad de los Zapala, Ariadna era una
fervorosa amante de la belleza. Sin embargo, a pesar de tener yo el
honor de ser considerado bello por tan encumbrada auriga de la belleza,
era un hombre minúsculo indigno de su amor. Un hombre sin carácter. Un
insignificante columnista de un aún más insignificante periódico. Tus
escritos expresan hermosas lecciones de moral, tan necesarias en
nuestros días, hijo, me repetía siempre religiosamente en la oficina el
jefe de redacción, algún día llegarás a ser alguien grande. Halagos como
aquel me reconfortaba recordar en noches de insomnio, mas ahora todo
perdía sentido y destilaba estupidez. La real grandeza estaba ahora
frente a mí, revelando la inmensidad de mi minúscula existencia.
- Hija, vas a lograr que nuestro huésped se sonroje.
- No lo creo así, ya le he confesado que me conmueve su belleza.
Aún remitiéndome a aquel día en que, confesándole un amor para mí
doloroso, soporté su estrepitosa risa de rechazo, no podía tildar de
crueles sus palabras. Ahora comprendía. Ella era la dueña de la belleza.
Yo era bello, ella lo repetía incansablemente. Por lo tanto ella debía
poseerme hasta el fin de los tiempos. Pero yo... tener algún poder sobre
ella... eso nunca. Arrodillado frente a la divinidad, comprendía mi
destino, pero en el hondísimo fondo de todo esclavo se estremece una
chispa de libertad.
- Tiene unos cándidos ojos, y una hermosamente delineada sonrisa. ¿No, mamá?
Cada halago a mi hermoso rostro era una venenosa daga, y ella lo sabía.
Cuanto ella más exaltaba mi belleza, tanto más era yo su esclavo. Pero
la tormenta que se agitaba en mis profundidades clamaba ostentar su
furia. ¡Porque este rostro, este rostro que todos veían mientras ella
continuaba describiéndolo con todo tipo de minucias, este rostro era
solo una mentira; mi verdadero rostro estaba oculto, infernalmente
oculto y deseoso de mostrar su grandiosa cólera!
Terminada la cena, los Zapala tenían la extraña costumbre de retirarse
unos minutos (curiosamente siempre reparé en que todos se dirigían en
dirección a los baños), en tanto los aguardábamos en la sala principal
del palacete. Me encontraba entretenido en la apreciación de antiguas
espadas que acicalaban el muro de los portales, único lujo que
consideraba de buen gusto, cuando divisé una silueta que se movía en el
fondo de la sala, el cual no alcanzaba a iluminarse plenamente por los
candelabros. No quise creerlo al principio, pero luego tuve que
aceptarlo. Eran aquellos brillantes ojos movidos por una sombría
silueta. Era la misma que en muchas ocasiones había visto en las
cercanías del matadero abandonado. Esta vez me hizo sentir más
apabullado que aterrado, en vano queriéndome convencer que sólo se
tratase de un ladrón temeroso.
Segundos después de ver la silueta escabullirse por la ventana,
retornaron los Zapala a la sala. Fue entonces, fue entonces cuando
estallé. El momento quizás parecía intrascendente, mas por alguna razón
tenía sentido que fuese ahora, aunque mis palabras fuesen opacas.
- Discúlpenme ustedes, debo retirarme.
No me incomodó la notable perplejidad de mi padre, como sí la altiva
sonrisa que Ariadna me dedicó, segura de su poder, despreocupada de los
anhelos de libertad del esclavo.
Corrí frenético y descarriado hasta las orillas del lago. Atisbé mi
rostro en las aguas, como mil veces lo he hecho, en forma contraria a la
de Narciso, odiando mi reflejo.
- ¡Ah!- grité de pronto- sólo soy un adorno más en su repisa. Si yo
gozase de una grotesca fealdad, me libraría de este funesto deseo,
¡sería libre!. ¡Sí, sí!- grazné eufórico, abrumado por las lágrimas,
como poseído por una repentina revelación- ¡Si yo fuese un hombre de
grotesca fealdad, este infierno acabaría, caería el adorno de la repisa y
se resquebrajaría en mil pedazos!.
- Admiro tus palabras, amigo.
La estentórea y a la vez rasgada voz parecía haberse manifestado desde
las sombras. Asimismo, desde un umbroso claro entre los árboles, entreví
un hombre robusto envuelto en harapos de pies a cabeza. Y aquellos
brillantes ojos me atisbaban una vez más.
- Te he estado observando durante mucho tiempo, amigo.
- Pero, ¿cómo?. ¿Cómo es que nunca te he descubierto?
- Me he movido entre las sombras, muy cerca de ti. Tú también podrás hacerlo, si realmente deseas tanto la libertad.
Aún sentía un terror desmesurado ante aquella lúgubre figura, pero
aquella voz parecía estar embargada de una candidez inapelable.
- Acércate a mí, y las sombras apaciguarán por siempre el fuego que te consume.
El instante de duda se resumió a breves segundos. Me acerqué, y luego todo fue oscuridad.
No recuerdo cuántos días pasaron hasta que desperté cobijado bajo los
mismos árboles, bañado por una luna grisácea. Algo aturdido, y también
sediento, aunque de una forma extraña, similar a un deseo mórbido, me
arrastré hasta las aguas del lago, y luego caí de rodillas, estupefacto.
Inconcebiblemente, mi rostro se había transformado en algo
monstruosamente grotesco. Verrugosa piel colmaba su superficie,
brillantes colmillos emergían surcando mis labios.
Permanecí varias horas con los ojos arrobados en las aguas del lago, contemplando por vez primera mi verdadero rostro.
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