Los ladridos se acercaban más y más, recortando segundo a segundo la distancia.
Con los músculos doloridos, entumecidos tras casi una hora de
persecución sin pausa bajo una densa e ininterrumpida lluvia, la tosca
tapia de piedra y argamasa que Luis tenía enfrente parecía un obstáculo
insuperable. Pero los perros estaban ya a poco más de cincuenta metros: a
esa distancia podía escuchar los gritos de sus amos azuzándoles para seguir
la pista con más presteza mientras los haces de sus potentes linternas
hendían la oscuridad del páramo en busca de la presa, de él.
Tenía que lograrlo, tenía que trepar esa pared.
Sus dedos palparon la pared buscando apoyos entre las piedras,
confiando en no resbalar. Lenta, dolorosamente, inició la escalada. Sus
manos sangraron, el lujoso traje de Armani se desgarró en el pecho y las
piernas para teñirse de oscuro púrpura. En su mente sólo cabía un
pensamiento: llegar arriba, poner un nuevo obstáculo entre él y sus
perseguidores. Al fin y tras lo que se le antojó una eternidad, la caída
acompañada de un apagado y húmedo golpe le indicó que lo había logrado:
que estaba al otro lado.
Esto les detendrá unos minutos, pensó no muy convencido. La lluvia
caía torrencial, una densa manta que reducía la visibilidad a unos pocos
metros, tras los que el mundo no era más que una deforme y borrosa
mancha. Las gotas le golpeaban violentamente como mazas mezclándose con
el sudor y provocando en su cuerpo un doloroso contrasentido de calor y
frío: todos los músculos gemían una caótica sinfonía en la que una
legión de agujas incandescentes empalaban hasta la última de sus
células, un infierno ardiente donde el frío de la lluvia sublimaba su
energía en sufrimiento.
Ya no podía más, su cuerpo le
exigía un mínimo descanso, unos segundos de calma en los que tratar de
recuperar el poco aliento que le quedaba. Sólo un poquito, nada más que
unos segundos aquí recostado. Luis trataba de convencerse, de olvidar a
sus perseguidores. Sin más dilación dejó relajarse a sus agotadas
piernas: era tan tentador dejarse caer allí mismo y abandonarse a la
voluntad del hado…
Pero incluso entonces le fue denegado el descanso: la inactividad le
dejaba a solas con el dolor de sus músculos, amplificándolo,
recordándole cuánto los había forzado. Necesitaba descansar pero no
allí, en la base de la tapia, donde sería fácil descubrirle. Debía
buscar un refugio, un sitio inaccesible para los sabuesos, un lugar
donde recuperar las fuerzas perdidas. Con un rápido vistazo a su
alrededor trató de encontrar algún lugar que satisficiera sus
necesidades, pero ya fuese por la densidad de la tromba de agua, ya
porque sus ojos le latían en las cuencas a punto de explotar, le era
imposible definir lo que veía. Las formas eran borrosas y monótonas, una
mezcolanza de columnas oscuras y ahusadas, bloques bajos y rechonchos a
veces culminados en apéndices centrales, todo ello sumergido en un
océano de colores cenicientos.
¿Dónde demonios estoy? Luis ya creía sufrir visiones: parecía como si
su infierno de dolor hubiera moldeado la misma realidad tornándola una
pesadilla gris y surrealista.
Pero no podía pararse a pensar en eso: del otro lado de la tapia
surgían sonidos nuevos y a la vez demasiado familiares. Amortiguados por
la densa lluvia resonaban los ladridos cargados de ansia de los
sabuesos, acompañados de varias voces que iniciaban una discusión. Un
haz de luz escrutó la parte superior del muro; los perseguidores
parecían decididos a trepar la pared, aunque para ello necesitasen dejar
atrás los perros.
¡Dios! ¡En el lío que me he metido! Para Luis incluso pensar era ya
doloroso. Pero el limbo en el que estaba sumido no le salvaría: si no
reaccionaba ya, era hombre muerto. La sinfonía de dolor de su cuerpo
cambió a una grandiosa aria cuando forzó a sus músculos a levantarse.
Aquellos segundos de reposo, en vez de mejorar su estado, le habían
embotado, dándole el andar de un borracho: no había dado tres pasos
cuando sus pies tropezaron con algo haciendo
que Luis cayera torpemente de bruces contra una superficie dura y fría.
Frente a él, en una roca blanquecina y sucia recubierta con una capa de
líquenes parduscos, había grabada una escueta inscripción: “Jean-Pierre Curie Manelbrot, 1786 – 1810″.
La simpleza de la leyenda golpeó la columna vertebral de Luis con un crudo escalofrío que le arrancó un gemido:
- ¡Estoy en el Cementerio de los Franceses! ¡He ido a meterme en un cementerio!
La lápida estaba muy resbaladiza, pero aun así consiguió ponerse en
pie y mirar alrededor. Ahora había una macabra explicación a todas las
formas borrosas que desde el muro había discernido: altos y descuidados
árboles, en su mayoría cipreses entremezclados con otros inclasificables
por su deformidad, envolvían en su oscuridad las tumbas abandonadas
durante casi dos siglos, últimas
humildes moradas para los muertos de una guerra ya olvidada, a la vez
guardianes y compañeros en el descanso eterno. Prefirió no recordar las
habladurías que rondaban aquel recinto: extraños ritos, apariciones
fantasmales, profanaciones…; la realidad estaba a sus espaldas. Tras la
tapia la actividad se acrecentaba por momentos. Un haz de linterna
iluminó la silueta inconfundible de una cabeza surgiendo por la parte
superior del muro. Tenía que encontrar un escondrijo, y pronto, pero a
su alrededor todo eran árboles esqueléticos y tumbas destartaladas y
sucias, algunas incluso con las lápidas resquebrajadas a través de cuyas
grietas la luz de la luna trataba de mostrar algo que no debía ser
visto.
- Confía en nosotros. Nosotros cuidaremos de ti.
El susurro llegó a Luis desde un punto impreciso a sus espaldas,
arriba entre las copas. Parecía una débil voz coral de tono muy suave,
tranquilizador, portadora de sabiduría, paz y seguridad. Era el murmullo
del viento meciendo las hojas, era el gorgojeo de la lluvia lamiendo los troncos, era la insinuante tonada de la savia cargada de vida fluyendo en los troncos,
el abrazo eterno de aquellas raíces envolviendo la decrepitud de la
muerte humana. Era la calma absoluta, la paz final, la comunión postrera
con la naturaleza.
Sin saber porqué, Luis no se movió.
- Bien, hijo. Hace tiempo que te esperábamos. Deja que el miedo pase a través de ti: se transparente, acógete a nuestra paz.
Ahora la voz tenía un tono levemente distinto, como si le hablara una
entidad diferente, con mucha más autoridad, aunque sin perder esa carga
de seguridad. Luis permaneció donde estaba, de pie, tambaleante, con el
cuerpo recorrido por infinidad de dolores, mientras veía cómo un hombre
saltaba la tapia y caía torpemente al descuidado césped. Su rostro era
irreconocible con la lluvia y la oscuridad de la noche. Escrutaba en
todas direcciones con la linterna que llevaba en la mano izquierda las lápidas, mientras que en su diestra
empuñaba una pistola. Otro hombre saltaba al interior del camposanto en
el mismo instante en que la linterna del primero pasaba sobre a Luis,
le bañándole con su deslumbrante claridad por completo… ¡para luego seguir buscando entre las lápidas!
Pero Luis no tuvo tiempo de alegrarse: un nuevo e intensísimo dolor
recorrió su espina dorsal. Aterrorizado pudo sentir rugosos zarcillos
recorriendo todo su cuerpo, aferrando sus piernas al suelo, penetrando
en su intimidad, oprimiendo su torso, palpando su cara, violando su
boca. Nuevas voces sonaron, iguales pero diferentes:
- Muchos años te hemos esperado. – En nuestra soledad tú nos
acompañarás. – Uno más con nosotros, y nosotros uno más contigo. – Aquí
no sufrirás por el remordimiento del ayer. – Aquí no sufrirás con la
claustrofobia del hoy. – Aquí no sufrirás con la inseguridad del mañana.
– Aquí sencillamente sufrirás.
Y el susurrante coro se alzó, rodeándolo, surgiendo de todas partes, dentro y fuera de él:
- Se te ha brindado la oportunidad
de recorrer la senda de la Verdad Absoluta. Enfoca todas tus emociones,
retuércelas, fúndelas, sublima tu placer con tu dolor, tu esperanza con
tu angustia, tu tranquilidad con tu desasosiego, y recorre en nuestra
compañía las oscuras salas de Loirith en busca del Saber olvidado.
La angustia y el temor son el principio de la intranquilidad, la
intranquilidad y el dolor son el principio del conocimiento, el tiempo y
la contemplación son la consolidación de ese conocimiento, y éste es el
fin en si mismo.
El tiempo es el maestro, el dolor es el libro. Tuyo es todo el tiempo, tuyo es todo el dolor.
El anciano se acercó al tronco del árbol y acarició la rugosa
corteza. Lentamente giró la cabeza con la duda marcada en su rostro. Su
voz sonaba rota cuando le preguntó a su compañero:
- Gastón, ¿recuerdas alguna vez haber plantado aquí este árbol? Sí, éste, junto a la tumba del pobre Jean-Pierre.
El otro anciano le lanzó una mirada recriminatoria:
- La vejez no te sienta bien, François. Deja de decir estupideces y
ven aquí conmigo a rezar por el alma de nuestros amigos caídos: ellos
merecen más atención que ese maldito árbol. ¡No hemos venido tras
cuarenta años a este maldito país para ver árboles!
Pero François no estaba convencido, y siguió estudiando el árbol. Tras unos segundos meneó la cabeza y se volvió hacia Gastón:
- Tienes razón, pero es que…
- ¡Déjate de peros y no insultes más la memoria de nuestros soldados! -
El rostro de Gastón estaba ahora coloreado por la ira, y con la mano
hacía repetidamente un claro gesto para que su amigo se acercara. Al fin
François abandonó el árbol y renqueó hacia su amigo con el paso
inseguro de la edad apoyándose en un delgado bastón. Ambos se
descubrieron y con los tricornios en el pecho iniciaron una oración,
tras la que, en silencio, visitaron otra tumba y volvieron a rezar. El
ritual se repitió una y otra vez mientras el moribundo sol teñía con una
rica paleta de ocres, amarillos y rojos el horizonte de Santa Ana. La
visita concluyó con los últimos rayos del sol arrancando alargadas
sombras de las lápidas. Los dos ancianos recorrieron el pequeño
camposanto una vez más y cerraron la verja tras de sí. Junto a la
entrada les esperaba un sencillo carruaje cubierto. Sólo cuando habían
perdido de vista el recinto sagrado se atrevió François a hablar de
nuevo con Gastón:
- ¿De verdad que no te ha llamado la atención ese árbol? Era muy
extraño: incluso su tronco recordaba la figura de un hombre retorcido
por el dolor.
- ¡Deja esas tonterías de viejo chocho! ¡Cada día te pareces más a la
bruja de tu mujer! ¡Y no me vuelvas a meter prisa al rezar!
Punto final; no merecía la pena discutir con una tapia. Durante el
resto del trayecto la cabina estuvo sumergida en el mismo silencio del
lugar que acababan de abandonar, sólo interrumpido por los chasquidos
del látigo del cochero arreando a los caballos y el chirriar de la graba
bajo las ruedas.
François miraba ensimismado al oscuro océano, buscando en él una
calma que aquél maldito lugar había erradicado de su corazón: nunca se
atrevió a confesarle a Gastón la razón que le había inducido a
apresurarse con las oraciones, a salir espantado de las calmas sombras
de aquel cementerio, incapaz siquiera de mirar atrás. Con el paso de los
años incluso llegó a dudar de su memoria: ¿sería todo una fantasía de
su imaginación, un juego de la naturaleza que había atemorizado a su
endeble espíritu? Pero cada vez que conseguía convencerse de ello
aquellas extrañas e imposibles palabras regresaban a su cabeza como
ominosos buceadores emergiendo desde simas desconocidas de su mar de
recuerdos, con sus imposibles tonos huecos, resonantes, suaves pero
profundos, un coro fantasmal de árboles que repetían una y otra vez tres
palabras:
- Tiempo y dolor, tiempo y dolor, tiempo y dolor…
Esta es la ultima aventura del coro de niños muertos por ahora.....
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