miércoles, 8 de febrero de 2012

Una Tumba Sin Fondo

Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para
fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en
la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy
valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra
los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que
gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre
noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente
mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela.
Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido
siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a
nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la
adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión
hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa,
efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre
previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una
profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios
del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos
conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue
alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:
—Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables
incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable.
Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego —
añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo
pensamiento—, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que
ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación.
Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos
resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de
cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una
recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y,
arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así,
ahora, todos —incluso el bebé de una sola oreja— sentimos que aceptar sin preguntas el
hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto,
provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
—Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la
ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo
de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer
esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es
algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John —aquí mi madre volvió hacia
mí su rostro angelical— tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la
oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu
educación. John, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la
oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural
disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con
lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda:
me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos
clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio
absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que
dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y
con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más,
su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su
objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y
refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de
sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el
hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era
republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los
principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El
juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente
impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
—Con el permiso de Su Excelencia —comenzó el Fiscal—, no considero necesario
exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como
juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían
la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo
mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
—Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta
elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta
dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su
deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su
propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la
ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar.
Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio,
asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los
depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de
magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi
cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz
temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia
mi consejero, dijo fría pero significativamente:
—Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente
contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano —con quien había tenido una
pelea por unas tierras— desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a
medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el
contenido de su fallecido estómago sin analizar.
—Él se oponía a cualquier ostentación —dijo mi querida madre mientras terminaba
de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra
removida—, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer
que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía
varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo —como siempre despreciativamente la
llamó después— decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio
en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba
igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar
cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser
propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida
madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia
fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos
guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela
privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de
leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se
convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary
María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar
aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los
demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos
expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los
cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez
con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las
personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con
frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías
envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con
llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y
almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y
hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a
los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una
investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando
las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos
terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial
sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano —ninguno se atrevía a entrar solo
— ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios
de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela,
mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary
María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos
sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la
vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había
alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa
firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con
movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del
hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de
alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente
expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la
niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos,
o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos
de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la
tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo
que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de
sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a
la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de
la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había
quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un
oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
—¡Allí está! ¡Allí está! —chilló, señalando— ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una
figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los
barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un
momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió
pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la
figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por
nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la
aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la
húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la
espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y
arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar.
Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo,
para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una
hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos,
y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas,
hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en
su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado
de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró
que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia,
yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de
recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no
tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las
autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue
reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos
extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como
no había a quien preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la
contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros
ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre
había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada
acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido
enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en
lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de
cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe,
cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro
alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con
cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que
lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa
descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo
de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había
excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no
utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y
caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no
era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión
subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él
era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un
ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que
es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en
un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos
más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
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