sábado, 28 de enero de 2012

Por que Abdul Alhazred se volvió loco

«(Antonio)... se dice que en los Alpes
comiste una carne extraña
y que algunos fallecieron con solo mirarla»

Existía Otro. El más grande. Gran Padre y Gran Madre en Uno. Más grande que el gran Cthulhu, que su hermano Hastur, que Shub-Niggurath la Cabra con un millar de retoños, que Tsathoggua, que el mismo Yog-Sothoth, porque no eran más que sus semillas.

Aquel fue uno de los Primigenios, casi el más poderoso, y desafió la supremacía del mismo Azathoth, el idiota ciego, señor de todo. Más aún, sus hijos me han contado —aunque no puedo creerlo— que Aquel (que es demasiado grande para ser nombrado) era el señor de todo. Tan grande era que Aquellos-En-Los-Que-No-Debe-Pensarse, temiendo que su maldad se volviera suprema, lo expulsaron de su terrible trono y lo encadenaron con grilletes de carne que no pudiese romper a nuestro planeta de condenados. En su caída engendró a Yog-Sothoth, que solo está por debajo de Azathoth. Así lo dice el gran Cthulhu, primera de las grandes abominaciones que Aquel creó de su propia carne para que fueran sus servidores y los amos del planeta.
Aquel era poderoso, y el cuerpo en el que le habían encerrado era repugnan¬te, aunque él se gloriaba en su horror, y con su voluntad lo moldeó hasta formar un ser cuya descripción mataría el alma cobarde de los hombres mortales. Nyarlathotep, aquel que no tiene cara y es mensajero de los Primigenios, no podía soportar la inmundicia de Aquel, que yacía en una charca de sus propias excreciones en la caverna de las montañas desde donde gobernaba el mundo gracias al terror que causaba y también el que provoca¬ban los dioses que había engendrado. ¡Ojalá yo, Abdul AlHazred, hubiese estado vivo entonces para adorarlo! He servido bien a sus nietos, y ellos me han compensado con placeres cuya mención arrancaría gritos de horror a los cobardes niños con cuerpo de hombre que se ufanan de sus torturas pueriles con cuchillos y agua y fuego. Pero qué no habría dado por servir al más grande...

¡Maldito sea el romano! ¡Que los Perros de Tíndalos persigan su alma por los confines del espacio durante un millón de veces un millón de evos! ¿Cómo pudo hacer lo que hizo? Se lo pregunté al gran Cthulhu, pero no se atrevió a contestar. Se lo pregunté a Tsathoggua, y no quiso decírmelo. Se lo pregunté a Yog-Sothoth, su semilla más notable, y no se dignó responder. Además, mediante mi Arte invoqué a Nyarlathotep, el aullador sin rostro de las tinieblas, exigiendo al mensajero de los Primigenios como ningún hombre ha osado hacer antes, y Nyarlathotep abandonó su eterno aullido y no quiso responder, aunque me temía como solo teme a Cthugha, el Ardiente Eterno, que lo consumirá por completo cuando llegue la hora.
 ¿Era maquinación de Azathoth? Uno de sus hijos dice que Azathoth, por poderoso que fuera, nunca se habría atrevido a intrigar contra Aquel. Seguramente este hombre, este hombre increíble, acudiera con su chusma soldadesca a las montañas donde se encontraba la caverna del Más Grande siguiendo algún consejo hostil. Quizá de los Dioses Arquetípicos, aunque anteriormente solo habían querido exilarlo, no destruirlo.
Sea como fuere, llegó el romano. Marco Antonio, una bestia lasciva y pendenciera que alardeaba de no temer ni a Dios ni al diablo. Una baladronada imprudente, que muchos han dicho ante mí, para después huir chillando en cuanto olían el efluvio duradero que dejaba una de las visitas de Cthulhu. Pero Marco Antonio... ¿cómo pudo existir un hombre así? Era hombre, que luchó y amó como un hombre, y murió neciamente como un hombre por su estúpida devoción a una ramera. ¿Cómo pudo alguien así ser más grande que los Primigenios que tanto he venerado? Tanto que me he condenado para toda la eternidad por... por... ¡NO!

Debo contarlo. Debe quedar escrito. Este Antonio y sus soldados estaban perdidos. Hambrientos. Bebieron la orina de los caballos. Mataron a los jamelgos y se los comieron, y continuaron su travesía por las montañas. Antonio era su líder. Se jactaba de su fuerza y fortaleza, y no quiso comer de la carne de caballo, dejándosela a los otros. Avanzaron, y llegaron hasta un valle, una hendidura sombría en las colinas. Pero el agua corría cristalina por un lecho rocoso y a su alrededor crecían pinos enanos. Bebieron el agua e hicieron una gran fogata con los árboles, pero seguían teniendo hambre. Y Marco Antonio más que ningún otro.

En la punta de la grieta había una cueva. En las cuevas suelen vivir animales. Los animales pueden comerse. Marco Antonio encabezó la marcha hasta la entrada de la cueva, pero allí se detuvieron. Y es que de la cueva salía un hedor tal que podía pudrir el alma de un hombre dentro de su cuerpo vivo, y era maligno en extremo. Ninguno pudo avanzar más salvo Antonio, que les llamó cobardes y continuó, penetrando en la horrible oscuridad de aquella caverna. En solitario...
Silencio. Un largo silencio. Entonces, de repente, horriblemente, el tumulto resonante de un furioso combate en alguna enorme cavidad del interior. Parte del ruido eran los gritos de guerra del loco Marco Antonio, y otra parte eran de naturaleza tal que muchos de los que lo oyeron huyeron chillando de aquel lugar maldito. Tuvieron suerte. Aquellos que se quedaron, con la cara blanca, paralizados por el terror, siguieron escuchando los ruidos, y se acercaron. La caverna eructó repentinamente una masa que se retorcía, el maníaco y combativo Antonio cubierto de la cabeza a los pies con una mezcla de su propia sangre y el fango repugnante de aquello que era su rival. Aquello que había arrastrado hasta la luz del día, donde no había sido visto antes. Aquello que no pudo matar su jabalina, ni herir su espada. Aquella abominación cuya mera visión mató a los que la miraban, e hizo pedazos las almas de sus cuerpos.

Pidió ayuda, y el crepúsculo ocultó el sol, y las robustas siluetas de los caminantes del viento, Ithaqua y Lloigor y Zhar e incluso el propio Hastur, llegaron aullando. Y Antonio las vio y rió sin miedo, e invocó a Júpiter, a quien los griegos llaman Zeus, el señor del Cielo y amo de las tormentas, pidiéndole ayuda como si fuera su igual. Y Júpiter arrojó sus rayos sobre los caminantes y sobre Hastur, sobre Cthulhu que salió del mar y sobre Yog-Sothoth que apareció sin forma desde todas partes y ninguna, y sobre todos los vastagos del más grande que acudieron, y su risa retumbó con estrépito y hendió los cielos, mientras fustigaba a los hijos de aquel con los látigos de muchas colas de sus rayos.
Y en medio de esa locura de luz y ruido, Marco Antonio, con una fuerza impropia de un humano mortal, levantó al más grande y lo arrojó al fuego que sus hombres habían encendido. Aquel gritó horriblemente y se debatió en las ascuas ardientes, y Antonio rió y echó más madera, y en las llamas Aquel chilló abominablemente hasta que de su espantoso cuerpo no quedó más que un carbón chamuscado. Y entonces Marco Antonio, hombre entre los hombres, que no temía ni a Dios ni al diablo, pero que estaba muy hambriento, golpeó el cascarón carbonizado y dentro no encontró nada más que una sola tajada de carne rancia, de aspecto, color y olor repugnante. Pero era carne, y comió.
¡Sí, comió! ¡El mastuerzo romano se comió el corazón aún vivo del más grande! ¡Y así fue destruido para siempre! Y si se le pudo destruir por medio del apetito y el valor bruto, ¿qué pasa con sus hijos? ¿Acaso he entregado mi vida, y algo más que mi vida, al servicio de aquellos que no tienen más poder sobre un hombre valiente que las bestias salvajes?

El resto es locura

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