Para él lo esencial del matrimonio era tener a su mujer
viviendo en su tienda, a donde regresaba a descansar
del pastoreo o se acunaba en tiempos difíciles.
Entre los deberes de Sarah con Asban estaba preparar
una tinaja de agua para lavarlo cuando regresaba
de su extenuante labor. Lo envolvía en una manta
que previamente había sido cocida con hierbas
tranquilizantes para que durmiera, descansara por
varias horas y despertara totalmente reparado,
pudiendo continuar nuevas jornadas de trabajo y
de oración. A ella le correspondía esperar afuera,
salir de la tienda, abandonar su morada cuando el
profeta oraba. Su presencia contaminaba, ser mujer
era lo mismo que ser impura. Peor aún, y más lejos
debía estar del sitio de oración de su marido si tenía
la menstruación, estaba embarazada o en puerperio.
Su presencia de todas maneras era la suciedad del
habitáculo, la inmundicia que circulaba en el ambiente
a la hora de recibir a Dios. Cuando Asban terminaba
de orar, ella podía entrar a su humilde hogar y debía
mostrarse muy sorprendida por la luz que aún se
reflejaba en paredes y techos de la estancia. Agradecida
debía caer de rodillas por haber sido visitada aunque
no mereciera tan miserable mujer la cercanía de Dios.
Algunas veces Sarah, en actitud casi rebelde, ponía en
duda lo que adentro de su casa sucedía, mientras ella
aguantaba afuera fríos o calores extremos lejos de su
tienda.
Asban, quien ya había tenido muchas esposas e hijos
que completaban una tribu, estaba lleno de años y con
muy pocas “ganas” de inaugurar faena erótica alguna
con su hermosa y joven esposa. Ciego de confianza en
Dios, agradecía cada hijo con la felicidad del que nunca
tuvo que hacer un esfuerzo para concebirlo. Sarah
terminaba su pubertad y la asaltaba la duda; creía, y
no se lo contaba a nadie, que después del desierto o
de tres poblaciones que conocía de paso, había más
allá, inclusive creía que ella debía tener algún valor
aunque nadie le dijera exactamente en qué consistía.
¡Las cosas habían sucedido tan rápidamente cuando
su madre la entregó al patriarca que pasaba por ahí!
Él posó sus ojos sobre la niña, más por antojo que
por deseo. La madre le puso una túnica suya, unas
sandalias de su hermana mayor, la entregó al viejo y
como único consejo: —“Di a todo que sí”.
Ella, que vivía para mirar más allá, vio un punto en
el desierto que se fue acercando hasta tener rostro y
figura, era “Primero”. El individuo era una especie
de médico general del desierto con conocimientos
empíricos en dientes, cuerpos, plantas y animales, era
un hombre que caminaba por ahí haciendo el bien. En
su corta estadía dictó nuevas normas a la confundida
Sarah, dispuesta desde que lo conoció a decirle sí, dijo
sí, sí a todo lo que preguntaba y ordenaba el fundacional
“Primero”. Un día lo vio alejarse, argumentaba que ella
no se había definido sexualmente, pues Sarah lo había
sorprendido con el comentario de alguna fantasía que
pasaba por su cabeza, fantasías que vivían con ella y
que acompañaban a su soledad.
Ella, que vivía para mirar más allá, vio un punto en
el desierto que se fue acercando hasta tener rostro
y figura, era “Segundo”, venía cargado con algo
invisible pero pesado. Dice Lilith, que sabía apreciar la
belleza de los hombres, que este era un hermosísimo
ejemplar. A Sarah le pareció diferente. La invitaba a
pasar delante de él cuando caminaban y la tomaba
del brazo ante algún obstáculo. Sarah se dio cuenta
de que todo lo tenía dispuesto y ordenado en una
extraña estantería que tenía en la cabeza, impactante
ver todas sus cosas en el lugar exacto, menos una.
Ella que conocía el físico de los hombres porque
tenía que bañar a su marido y porque tuvo relaciones
íntimas con “Primero”, sospechó y después supo que
“Segundo” tenía el pene torcido, deformación que le
causó algunos dolores durante el coito y al final una
gran decepción, aunque para ella misma resultaba
incomprensible… decepción es decepción y adiós
“Segundo”.
Sarah, que vivía para mirar más allá, vio un punto
en el desierto que se fue acercando hasta tener
rostro y figura, era un ser alucinado, “Tercero”. El
tipo se fumaba cuanta ramita paría la tierra, vivía
para hacer rituales y estuvo ocho días en su vida,
los pasó de alucinación en alucinación y se marchó
alucinadamente dejándola embarazada. Al regreso, su
marido Asban agradeció a Dios –ocho días seguidos
dentro de su tienda– el envío de un nuevo hijo. Ocho
días en los que Sarah vivió y durmió con las cabras en
el improvisado corral, ya que la impureza de su estado
ofendía a hombres y dioses, no obstante lo valioso del
producto que llevaba en sus entrañas. Al salir de su
retiro en oración, Asban dio la noticia, el nombre de
su nuevo hijo le fue revelado.
Sarah, que vivía para mirar más allá, estaba
remendando el techo de su estancia y vio un punto
y otros puntos en el desierto que se acercaron y se
fueron tan rápido como llegaron “Cuarto”, “Quinto”,
“Sexto”, “Séptimo”… y perdió la cuenta y olvidó sus
nombres.
Sarah, que vivía para mirar más allá, vio un punto en
el desierto que se fue acercando hasta tener rostro y
figura, un hombre unido a un caballo, el tipo nunca
apeó, caminó por la casa de Sarah siempre montado
en la bestia, allí comía, oraba, la poseía. Ella sentía que
el caballo no le proporcionaba espacio suficiente para
vivir con el particular personaje. Terminó mirándolo
de abajo para arriba hasta que sintió un dolor en la
nuca, que de una tortícolis pasó a dolor de cabeza y
luego se convirtió en un odio feroz. Sarah adquirió
la mirada de una rata aplastada o por lo menos en
peligro de serlo, lo cual hizo huir despavorido al
hombre con caballo y todo.
Sarah, que vivía para mirar más allá, vio un punto en
el desierto que se fue acercando hasta tener rostro
y figura, era “Gonos”, un tipo muy orgulloso de ser
el portador de un don que enloquecía a las mujeres.
Después de poseerlas causaba en las vaginas receptoras
acaloramientos, pruritos, desesperaciones feroces e
inflamaciones con extraños exudados. Sarah no fue
la excepción y cayó seducida por el extraño órgano.
Al regreso, Asban encontró a su mujer en deplorable
estado, presa de una picazón que la hacía brincar y
correr como si estuviera poseída, entonces decidió
devolvérsela a su madre pues poco le había servido;
y no se podía descartar que estuviera conspirando
contra las leyes de Dios, a pesar de mantenerla
alejada y protegida de los daños que pudieran hacerle
hombres o patriarcas que vivían en otros sitios.
Sarah, que vivía para mirar más allá, atravesó el
desierto y llegó a nuevas tierras y siguió y siguió,
viviendo para mirar más allá.
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