En la edad media, Francia era una tierra de monstruos persistentes y
legendarios, abominaciones anacrónicas que quedaron como reliquias de
los años primigenios. Había un neodragón que era particularmente
horrible llamado tarasque. Fue desovado por el
monstruo bíblico Leviatán y originariamente vivía en Galatia, en Asia
Menos, pero frecuentaba los bancos del río Ródano entre Aviñón y Arles.
Una tarde, cuando caía la sombra de la noche, un viajero llamado
Jaques du Bois aceleró el paso cuando viajaba por el banco del río. De
manera nerviosa, escudriñó sus aguas negro azabache y la imponente
penumbra del bosque – sus ojos buscaban algo por lo que rezaba
fervientemente con no tener la mala suerte de encontrarse.
Du Bois había oído rumores terroríficos acerca de una horripilante
criatura llamada tarasque, que había fijado su residencia a lo largo de
ese tramo del río. Allí tenía subyugada a la desventurada población del
cercano Nerluc, en su tiempo una tranquila población rural pero en ese
momento el foco de sus despiadados expolios. Pero también devoraba a
cualquier desventurado caminante que pasara por allí y que fuera lo
suficientemente poco cauteloso como para no percibir la proximidad del
monstruo rapaz.
Distraído con tales pensamientos espeluznantes que fluían libremente
por su cabeza, el viajante ignoró un ruido profundo y atronador que
emanaba de un misterioso claro justo delante de él y que habría de tener
funestas consecuencias. De repente, parece que el bosque entró en
erupción, arrojando una macabra imagen producida por una de las
pesadillas más oscuras y extrañas de sus profundidades ocultas. Con un
tamaño mayor que el caballo más grande o el buey más corpulento, la
tarasque se erguía sobre seis poderosos miembros equipados con las
zarpas asesinas de un oso, y movía furiosamente su larga cola viperina
de un lado a otro como tralla viva. La magnífica melena de su cabeza de
león fluía alrededor de sus hombros, y sus dientes eran grandes dagas
mortíferas de marfil. Lo más extraordinario era el imponente caparazón
incrustado en su espalda.
Parecido al caparazón de una tortuga colosal, estaba repleto de un arsenal de poderosas púas.
Por tanto, el desventurado Jacques du Bois tenía motivos para saber
que su vida llegaba a su fin - y terminó tan rápido que ni siquiera le
dio tiempo de gritar. Mientras que miraba fijamente y sin moverse a su
destructor, la tarasque abrió sus aterradoras fauces y dejó salir un
ensordecedor rugido, acompañado por un chorro de fuego que subió en
espirales rodeando a su desafortunada víctima y que prendió fuego a su
carne como una yesca.
A medida que iba pasando el tiempo, los habitantes de Nerluc se
desesperaban cada vez más. En una ocasión, 16 hombres de entre los más
valientes del pueblo marcharon para enfrentarse en batalla a su
adversario – pero fue en vano. En cuestión de instantes, una sola ráfaga
de llamas procedente de la garganta del monstruo incineró a la mitad de
ellos, y los ocho restantes huyeron y volvieron al pueblo.
Nerluc parecía condenado y destinado a la destrucción; pero entonces
llegó alguien que, al menos a una persona de fuera, le habría podido
parecer el más inverosímil vencedor de dragones.
Un día, un pequeño bote atracó en el puerto cercano a la orilla del
río, y del mismo descendió una doncella joven, grácil, lozana y que
llevaba puesto un simple vestido completamente blanco. Había viajado
desde Arles, desde donde su fama se había extendido a lo largo y ancho
del mundo. Por su sencilla figura, con su cuidado porte, se trataba de
Sta. Marta, cuyos sermones inspiradores y cuyos actos de generosa
beneficencia habían traído dicha y esperanza a todos los que la
conocían.
Los habitantes del pueblo de Nerluc se reunieron para ir a su
encuentro y le imploraron llorando que los liberara de la terrible
opresión de la tarasque. Sta. Marta les prometió hacer todo lo que
pudiera para ayudarlos, y sin más demora, recorrió los distantes campos
en dirección al bosque que rodeaba el río, que daba cobijo a su
terrorífica presa. No tuvo que buscar demasiado rato. No pasaron ni unos
pocos minutos desde que había entrado en el bosque cuando descubrió a
la tarasque en un claro de luz, donde se encontraba devorando los restos
de su última víctima, un pastor del pueblo.
El monstruo devoraba tan resuelto su ensangrentado ágape que
permaneció totalmente inconsciente de la presencia de Sta. Marta,
permitiéndole a la santa acercarse a la distancia de un brazo y también
recoger dos ramas que el monstruo acababa de carbonizar con su aliento
abrasador. Sin embargo, en ese momento, la tarasque insistió su
presencia y se dio la vuelta, con sus ojos centelleantes. Al instante,
Marta levantó las dos ramas y las colocó delante de su monstruoso
adversario en forma de Cruz.
Cuando hizo esto, los ojos de la tarasque se oscurecieron, su
incandescencia quedo sustituida por un tenue color dorado, y la poderosa
criatura cayó pasivamente a los pies de la santa, dominada por el
desconcierto y una paz insólita. Marta se inclinó y roció agua bendita
por encima del apagado dragón. Después, tejió un enorme collar con
tranzas de su pelo y condujo a la tarasque amigablemente de vuelta a
Nerluc.
Este asombroso espectáculo al principio dejó mudos e inmóviles a los
habitantes del pueblo. No obstante, cuando el miedo por su antiguo
enemigo amainó, se volvieron mucho más atrevidos, acercándose a la
bestia y tocándola, después golpeándola, y dándole puñetazos y patadas, y
arrojándole piedras y palos, a medida que su enfado contra sus antiguas
atrocidades estallaba en una incontrolable marea de odio y venganza.
La tarasque asustada se acobardó ante este ataque continuo, y Sta.
Marta suplicó a las hordas que perdonaran a la bestia y la dejaran vivir
en su nuevo y transformado estado; pero era demasiado tarde. La
tarasque cayó rodando repentinamente y murió.
Como último recordatorio de sus antiguos tribulaciones, hoy en día
Nerluc se llama Tarascon y organiza un festival en Pentecostés, mientras
que en el sello oficial del pueblo aparece representado su antiguo
opresor en todo su terrible esplendor.
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