Lilith y Dios fueron arrojados un día de furia del Árbol
Universal, cayeron en un ambiente sombrío. Era la
nada. Traían entre ellos una relación no muy buena y
algunas cosas en común, muy poquitas.
Él trató de convencerla de que esa oscuridad era la
eternidad y quería que la pasaran juntos. Ella dijo que
“no” y se marchó. Lilith buscaba una salida imposible
de encontrar y a Él se le ocurrió que utilizando
su poder la retendría, entonces hizo la luz, para
deslumbrarla. Con una mueca ella dijo nuevamente
que “no” y continuó buscando la salida de la nada.
Entonces a Él se le ocurrió utilizar nuevamente sus
poderes para llamar su atención y comenzó a armar
este rompecabezas, con la clara idea de seducirla. Así
apareció el paraíso; pero ella miró por el rabillo del
ojo y dijo “no” a tanta belleza.
En su afán de persuadirla, completó la creación del
Edén. Ante la negativa de Lilith de quedarse a su lado,
le prometió que cuando volvieran a hacer el amor Él
trataría de hacerse debajo, que se apoyaría en los
codos para no aplastarla con su peso. Punto en el cual
nunca habían logrado ponerse de acuerdo. Pero aun
así, el “no” fue rotundo. Pronunció su nombre y se
marchó.
Dios entró en cólera, de toda su fuerza salió el primer
rayo y el relámpago, energía inusitada que lo dejó
mal de la vista por unos segundos. Se le quemaron las
pestañas y el mechón de pelo sobre la frente. Empezó
a perseguirla, hizo las nubes, espías que le contaban
por donde caminaba la muy alegre Lilith, el sol la
atraía con su brillo, fue fecundada por el viento, por
eso se convirtió en madre de todas las cosas, mientras
Dios establecía su imperio en el cielo, poseso de ira al
darse cuenta de lo que hacía la “libertina Diosa”.
Acto seguido le declaró la guerra a la dichosa Lilith.
Cuando ella caminaba por los valles, le inclinaba el
suelo hasta convertirlo en abismo; las protuberancias
de tierra, las montañas, eran muros; obstáculos
para que no le rindieran las caminatas, los riscos,
los picachos. Así fue como Dios, en medio de su
ira, terminó de fundar el paraíso. Inventó los ríos
cuando vio que no caía fácilmente, pero ella superó
rápidamente sus aguas. Creó los mares para ahogarla;
hizo las tempestades, planeó los diluvios, todo
acompañado de terribles sonidos. Nada amedrentaba
a nuestra Lilith, quien encontró delicioso el fondo del
océano, incluso le parecía divertido el asunto porque
había descubierto que amaba el peligro y encontraba
soluciones prácticas.
De esta manera iban apareciendo en el paraíso “los
fenómenos naturales”. Un día, ella descansaba
tranquila en la cima de una gran montaña cuando ésta
explotó de manera brutal. Así Dios creó los volcanes
para socarrarla, todas las erupciones del mundo para
aniquilarla. Creó las selvas, espesura que interponía
cada que ella se dejaba ver. Lilith aprendió a volar
tratando de superar obstáculos, así agudizó el don de
la intuición, don que heredó únicamente a las hembras
de su estirpe. Cuando ella trataba de acostarse un rato
a dormir, Él le sacudía la tierra, de ahí nacieron los
terremotos y maremotos. Ella abandonó el paraíso,
aunque estos fenómenos le parecían simpáticos,
comenzaba una etapa de su eternidad más relajada,
en la que pudo ser más ella, vivió sus propias crisis
y su existencia marcó a las féminas libres, rebeldes y
buenas del universo. Ella habitó las inmensidades del
mar, de la tierra y del firmamento.
Aquí comenzó la degradación de la Diosa que terminó
siendo la degradación de sus hijas por querer decidir
sobre su propio destino. Dicho sea de paso, tal vez este
sea el pecado original y sólo lo heredaron las mujeres,
relegadas a la oscuridad y asociadas a lo maligno,
borradas de tajo de la creación misma.
El cielo que habita Dios pende de los pezones de
los senos de Lilith. Todas las criaturas del universo
son sus hijos. Para opacarla se creó el caos; para
desaparecerla, la noche; para ahogarla, el océano;
para quemarla, el fuego. Aun así, la presencia de la
Diosa en la creación es clara e indiscutible.
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