Los candiles del Templo del Deseo de Satán desprendían una luz aceitosa y
trémula. Iluminaban las figuras grotescas y poderosas de negro basalto
brillante, las fauces arrugadas de mandíbulas prominentes y belfos retraídos,
los ojos de fulgor diamantino, rojos como la sangre. Las desnudas esclavas
bajaban la cabeza cuando pasaban junto a las estatuas de los Héroes del
Infierno. Las figuras habían sido bautizadas con sangre de recién nacido y
dotadas de un eterno poso mágico. Ningún cultita, salvo los sacerdotes -y sólo
unos pocos de entre ellos- eran capaces de aguantas sus miradas pétreas e
implacables, tan sórdidas como todo lo demás de aquel ámbito.
Techo, suelo y paredes estaban construidos en oro oscuro, plata roja y celeste,
mármol amarillento y jade color del mar. La luz comulgaba con las tinieblas,
los entes demoníacos preferían los rincones oscuros a la claridad. Muchos
acólitos imprudentes habían sido poseídos y después abandonados al dolor y la
locura por acercarse demasiado a los lugares más sombríos. En general, nadie
osaba aventurarse por entre las hileras de inexpugnables columnas ni
aproximarse a las paredes, pues a los diablos les gustaba la piedra y atrapaban
a todo el que se les aproximara de forma imprudente.
Aquella noche ocurriría algo crucial. Tendría lugar la Más Alta Invocación, la
Gran Posesión, protagonizada por el mismísimo Satán, Señor De Todos Los
Infiernos. Cada seiscientos sesenta y seis días, atendiendo a la cifra mágica
de La Bestia, se celebraba una Invocación de Alto Nivel, en la cual un ente
perteneciente a la nobleza infernal -quizás un barón o un condestable- poseía a
un Recipiente por medio del cual se comunicaría con los creyentes. Los
recipientes solían ser esclavos de ambos sexos -los demonios, aunque nadie
conocía sus ritos de reproducción, si los tenían, mostraban caracteres y
comportamiento de marcada sexualidad-, los mas bellos ejemplares, entrenados
para no resistirse al ente posesor. Las criaturas terrenales solían intentar
defenderse contra la violación mental y física que suponía una posesión
infernal. Sin embargo, Allá, se les había adiestrado para brindar gozosamente
al demonio todo su ser.
Durante estas fiestas de Invocación y Posesión se encerraba al recipiente en un
círculo pentacular que retendría al demonio. Éste impartiría sus enseñanzas
durante la Misa de Posesión. Tras el mensaje del ente -que podía durar
instantes o hasta ciclos menores- el demonio abandonaba el cuerpo poseído, cuyo
verdadero dueño solía morir o sufrir una profunda locura hasta el final de su
pequeña vida.
Aparte de estas Altas Posesiones, todos los ciclos menores tenían lugar otras,
protagonizadas por entes demoníacos de bajo poder. Se encaprichaban con cuerpos
humanos masculinos o femeninos y los tomaban. Por ejemplo, dos ciclos menores
atrás un guardián del Tercer Nivel fue poseído por un demonio guerrero y lo
convirtió durante seis ciclos de instantes en un loco asesino. El poseído mató
con su lanza a siete esclavos, dos Sacerdotes Azules y tres mozos de lucha. El
demonio lo abandonó al fin y el hombre volvió a recuperar el control de su
mente y cuerpo. Fue indultado y bendecido por el Sumo Sacerdote Gris. Tres
ciclos menores antes de este suceso, una manada de súcubos entró en un pequeño
harén de esclavos masculinos. Los muchachos fueron violados durante horas.
Cuando los demonios femeninos se marcharon como vaharada de vapor rojizo los
poseídos lloraban y suplicaban a gritos más placer.
Los sabios aseguraban que el Templo del Deseo de Satán no era más que un portal
entre el Infierno y el resto de las realidades. Nadie sabía en que punto del
Todo estaba ubicado. Se decía que flotaba en la Dimensión de los Sueños
-ciertos acólitos aseguraban haber despertado en él tras una vida anterior de
vigilia... o tal vez inconsciencia-. Otros afirmaban que se hallaba en una
línea tangencial a la curvatura del espacio o del tiempo. Muchos viajeros lo
habían buscado incansablemente sin éxito, otros cayeron en sus pétreas fauces
sin desearlo. Un ciclo menor, el Templo aparecía sobre un desierto de arena
negra, al siguiente flotaba plácidamente en un mar de mercurio... Su posición
era itinerante, se movía a través de dimensiones, o quizá éstas fueran las que
girasen y el Templo permaneciera quieto.
Nadie conocía tampoco los límites físicos del Templo, dónde empezaba y dónde
acababa, ni la totalidad de sus innumerables salas y pasillos. Tampoco su
antigüedad ni la identidad de sus constructores, fueran humanos o no. Los
árboles genealógicos de ciertas familias sacerdotales se remontaban
interminablemente hacia el pasado. Ni siquiera se comprendía cómo transcurría
el tiempo allí, y por conveniencia trataba de medirse mediante dos tipos de
relojes de agua y arena, que marcaban instantes, ciclos de instantes, ciclos
menores -compuestos de ciclos de instantes- y ciclos mayores -compuestos de
ciclos menores-. Mas... ¿qué fiabilidad podría existir, cuando quizá los
juguetones demonios podían volver del revés las clepsidras antes de que cayera
el último grano o gota?
De cualquier modo, existía una persona que ostentaba el poder: Barokk, Supremo
Sacerdote del Templo, Sumo Sacerdote Rojo. Su clan cromático se había impuesto
al final de las Guerras Sacerdotales, ochocientos ciclos mayores atrás. Había
tenido que pelear mental y mágicamente contra otros muchos aspirantes de su
propio clan y de los restantes. Él decidía los días en que se celebrarían las
Misas de Posesión, fuesen éstas Mayores o Menores, los Ciclos de Matanza, las
Fiestas del Ensueño o los nuevos decretos que se incluirían en el Libro del
Arte, la enciclopedia que trataba todos y cada uno de los aspectos
comprensibles de la Magia en el Templo.
Aquel ciclo menor, el de la Altísima Invocación, Barokk marchaba por el largo y
vasto pasillo de basalto negro, sentado sobre un trono de oro transportado por
diez esclavos de fuerza. Le llevaban hacia la Capilla Posesional. Observaba con
deleite las columnatas, las estatuas, los frisos, los mosaicos de exquisita
belleza y malignidad, los tapices de terciopelo, las armaduras hechas para
enfundar cuerpos no humanos,...
Nunca se dignaría a volverse, pero sabía que le seguía una multitudinaria
procesión: sacerdotes con túnicas de diferentes colores siempre tras su trono
-quien osara rebasarlo sería despellejado vivo por el Jefe de la Casta de
Torturadores y después empalado-, las huestes de orgullosos guerreros, las
masas de músicos, arquitectos, pintores, poetas, escultores... Y por último,
los rebaños de esclavos, ya fueran de placer, adornados exquisitamente con
sedas y piedras preciosas, de fuerza, musculosos y estúpidos o de otros
múltiples usos, menos valiosos aún que los anteriores.
Inmediatamente detrás del trono de Barokk, y sostenido por quince esclavos
desnudos y aceitados, estaba el Gran Huevo de Plata, que albergaba el
recipiente sagrado.
Barokk era delgado y alto, de cráneo rasurado, rasgos suaves y ojos muy negros,
inteligentes y penetrantes. Su voluntad había sido templada al fuego de las
despiadadas luchas políticas, mentales y mágicas contra sus compañeros de casta.
Amaba su puesto. Amaba el Templo. Él había instaurado el Deber del Deseo
Satisfecho. Según tal directriz cada cual tenía la obligación de dejarse llevar
por sus instintos más íntimos. Quien los reprimiera sufriría una ejecución
ignominiosa. Por supuesto, primero hubo de normalizarse esta ley mediante
rigurosos decretos basados en una premisa fundamental: el Derecho del Ser de
Voluntad Fuerte sobre el Ser de Voluntad Débil. Ello permitía que la criatura
de carácter más agresivo y poderoso impusiera todos sus caprichos, su amor o su
crueldad, sobre sus inferiores.
La Casta de Voluntad Más Fuerte era la sacerdotal, dotada de inteligencia y
conocimientos profundos, capaces de plegar el tapiz de la realidad a su antojo.
Después le seguía la casta guerrera, cuyas contiendas no tenían ningún motivo:
Barokk había comprendido que en todo muchacho dormía un deseo de aplastar y
matar un enemigo con sus propias manos. Si se reprimía tal instinto en
beneficio de la comunidad el individuo sufriría al experimentarlo sentimientos
de culpa y remordimiento, que podían desembocar en timidez, neurosis, depresión
y un descenso pronunciado de vitalidad. Así pues, en las Cámaras de Matanza del
Templo los jóvenes con deseos agresivos se aliaban en ejércitos rivales y daban
rienda suelta a su sed de sangre sin sufrir culpa ni piedad. Miles de guerreros
luchaban sólo por el placer de lidiar y asesinar, sobreviviendo los más rápidos
y fuertes, de cuerpos musculosos y salpicados de carne, sesos y sangre. Ellos
liderarían a los que vinieran después, hasta que otros consiguieran
destruirlos, habiendo vivido por la espada y muriendo igualmente por la espada,
en el seno del combate, con una loca sonrisa en el rostro.
Había Cámaras de Satisfacción para todas las exigencias: en las Cámaras de
Contemplación los bohemios e intelectuales hundían sus mentes en el sopor de
las drogas o en los libros de sentido más abstracto para conseguir el
conocimiento profundo que realmente buscaban. Muchos se convertían en
sacerdotes.
En las Cámaras de Belleza las mujeres más hermosas mostraban su desnuda
feminidad, sólo cubiertas por perfumes, joyas, sedas y cosméticos, a masas de
hermosos hombres encadenados y sometidos a forzosa abstinencia sexual. Ellos
trataban de alcanzarlas con sus manos, siempre sin éxito. Ellas veían en los
ojos de los hombres la adoración absoluta provocada por su hermosura. Paseaban
sus cuerpos deliciosos con deliberado encanto. Así, lograban el placer que sus
orgullos femeninos les demandaban. Había allí concursos y certámenes. Las
ganadoras podían desfigurar el rostro, de por vida, a las perdedoras.
También había Cámaras de Dominación Sexual. En éstas, los hombres y las mujeres
más duros, diestros e implacables ejercían su Derecho del Ser de Voluntad Más
Fuerte sobre admiradores, amantes, temblorosos esclavos de pasión de ambos
sexos, a los que partían el corazón una vez tras otra, de manera refinada y
cruel.
Barokk había descubierto la llave del poder absoluto: el placer. Dándole placer
a los inferiores, el placer que realmente buscaban, siempre los mantendría
controlados. Para envidia y desdicha de otros sacerdotes, las masas se
rebelarían si intentaran expulsarle de su puesto.
Mas... ¿cual era el mayor placer para Barokk? ¿El conocimiento, tal vez? Él
había soportado un saber capaz de quebrar mentes muy poderosas. No, aquella
respuesta no lo satisfacía del todo.
Comprendió de pronto que lo que llenaba su vida era el Amor. Un cariño enorme
por su trabajo, por sus inferiores, por su Templo. Los amaba sin reservas.
También amaba a Satán, por supuesto. No le había entregado el alma -esa era una
prerrogativa personal de cualquier habitante del Templo, desde los esclavos a
los sacerdotes-, pero ciertamente lo amaba.
Mas, ¿quién o qué era Satán?, se preguntó. Al cabo de una vidas de difíciles
estudios, había llegado a la conclusión de que no era mas que un Ser de
Voluntad Sumamente Fuerte. Una criatura gobernante de ciertas dimensiones o
reinos capaz de enamorar, atraer, dominar y arrastrar a incontables de
criaturas. No podía comprender los esquemas mentales de Satán, pues una
Voluntad Fuerte, con el paso del tiempo, acababa expandiendo su mente hasta
hacerla incomprensible para los inferiores. Tampoco conocía si tenía un último
cuerpo o si usaba los de otros, si era un alma, un espíritu, un espectro, o
escapaba a toda descripción física.
Escuchó un gimoteo a su izquierda. Irritado, miró hacia allí. Una bonita
esclava, vestida con gasas sedosas, se había acercado al trono de Barokk. La
mujer sollozaba quedamente y no osaba mirarlo al rostro -de haberlo hecho, le
habrían arrancado con pinzas sus bellos ojos.
-¿Qué quieres, esclava? -preguntó Barokk.
-Amo... La Sacerdotisa Amaria me envía a vos...
-¿Sabes que serás empalada por interrumpir mis cavilaciones?
Ella reprimió un sollozo.
-Sí, amo, pues sólo soy una esclava. La señora Amaria me ordenó llamaros
y no podía negarme a obedecerla. Quiere preguntaros algo...
-Di.
-La señora Amaria desea saber si ella podría protagonizar la Gran
Posesión.
-Ve a tu señora con esta palabra en los labios: "No". Ya se lo he dicho
otras veces. Después de la ceremonia, preséntate en las Cámaras de Tortura para
que el Sumo Torturador te empale lentamente. Puedes retirarte, esclava.
-Gracias, amo -la muchacha, sin cesar de llorar, se marchó cabizbaja.
Barokk miró a la esclava hasta que ésta desapareció. También la amaba a ella,
profundamente. A todos los amaba. Incluso a la irritante Suma Sacerdotisa Negra
Amaria.
Accedieron a la gigantesca Capilla de Posesión. Llegado un momento determinado,
el trono de Barokk fue depositado en el suelo. Subió la escalinata sagrada. Los
Sumos Sacerdotes del Resto Cromático -Verde, Azul, Gris, Amarillo y Negro-
caminaron tras él con la cabeza baja. Ninguno de ellos -ni siquiera Barokk-
pisó el Sagrado Círculo Pentacular.
Barokk se colocó tras el altar de oro, su metal favorito. El resto de los
sacerdotes se dispuso a su izquierda y derecha. Distinguió por el rabillo del
ojo a Amaria, la Suma Sacerdotisa Negra. Ya antes de que la magia la
convirtiera en un ser de divina hermosura había sido una mujer muy bella. No
podía ocultar bajo su pesada túnica las rotundas y adorables curvas de su
cuerpo. Quizá ella no las deseara esconder, sino insinuar. El rostro lucía
maravilloso, de rasgos finos y delgados, ojos y cabello muy negros y tersa piel
blanca que contrastaba con unos labios rojos y llenos, labios lujuriosos
creados para ser estrujados y saboreados sin compasión. Era un Ser de Voluntad
Fuerte y conseguía lo que le apetecía. Gustaba de enloquecer a decenas de
hombres y mujeres con su belleza. A muchos los había conducido al suicidio, tan
sólo por pura diversión.
La Sacerdotisa Negra mostraba un rostro tranquilo, severo. Pero sus ojos no
podían ocultar la ansiedad y la frustración.
Tras el sermón de rigor, escuchado en expectante silencio por miles de fieles,
Barokk ordenó subir el recipiente al pentáculo.
Los esclavos llevaron la esfera de plata cerca del altar y la abrieron con gran
cuidado -el error de uno costaría una muerte muy lenta para todos en las
Cámaras de Tortura. Dentro del brillante huevo, ahora abierto, había una mujer
exquisita, apenas cubierta por tenues sedas, maquillada y peinada de manera
elegantemente. El sedoso y abundante cabello rubio caía graciosamente sobre su
espalda y sus llenos y dulces pechos. Estaba arrodillada, con las manos sobre
los muslos y la cabeza baja. Sus ojos de largas pestañas permanecían
obedientemente cerrados.
Ella sería la víctima, el cuerpo poseído por Satán.
Barokk se acercó al huevo. Sonrió tiernamente mientras contemplaba a la chica,
como un padre ante su hija. Acarició el pelo dorado. Ella permanecía inmóvil.
La habían drogado para no ejercer resistencia a la Posesión.
- Puedes abrir tus ojos, doncella -dijo Barokk con voz meliflua.
La esclava obedeció. Eran azules, con dilatadas pupilas que brillaban
febrilmente.
- Sal de la esfera y colócate en el pentáculo.
El recipiente se movió lánguida y suavemente, provocando un expectante silencio
general. Entró en el círculo pentacular y se arrodilló otra vez, las manos en
los muslos y la cabeza baja. Barokk entró igualmente en la figura geométrica.
Sacó de entre sus ropajes la daga enjoyada e hizo dos cortes, uno en cada
muheca de la chica. Ella se estremeció ligeramente, mas no emitió sonido alguno.
El Sumo Sacerdote apretó con sus pulgares las arterias de los finos antebrazos
durante largos instantes. Después retiró la presión y la sangre fluyó, cayendo
en dos grandes cuencos. Utilizó los dedos para pintar de nuevo las líneas de la
estrella invertida y del círculo que rodeaba a la joven. Mientras realizaba
esta tarea musitaba cánticos y adoraciones a los Altos Señores del Infierno,
convocándoles, implorándoles fuerza y dicha. También emitía con trémula voz
hechizos arcaicos, poderosos, palabras que una vez pronunciadas provocaban
irreversibles reacciones en cadena.
El aire comenzó a espesarse, como si dos manos gigantescas estuviesen
aplastándolo lentamente. Los presentes sentían sucios escalofríos que recorrían
sus columnas vertebrales. Los más débiles sollozaban silenciosamente a causa
del hipnótico terror. Espectros menores se debatían alrededor del círculo
pentacular, como jirones de aire caliente. Intentaban penetrar en la figura
para poseer a aquella adorable víctima. Mas Barokk había consagrado el
recipiente al Altísimo y no permitiría intromisiones. Así pues, los íncubos
chillaban al chocar contra la inmaterial protección. Muchos pagaban su
frustración con el público, poseyendo furiosamente a diversas esclavas hasta
hacerlas aullar entre espasmos.
La sangre de círculo y pentáculo brilló fulgurantemente. Era una línea
de luz escarlata que serpenteaba hasta las muñecas del recipiente.
Barokk lamió la daga y después alzó los brazos. Parecía dotado de un aura de
fortaleza. Desorbitó los ojos y gritó con voz poderosa:
- ¡Yo te invoco, Señor de Todos los Infiernos, Príncipe de las
Mentiras! ¡Te invoco por el poder del Mal en los corazones de los hombres! ¡Por
el Universo entero! ¡Ven, Señor Satán, toma esta ofrenda, habla a tus fieles!
El recipiente, de pronto, abrió de par en par sus bellos ojos. A pesar de las
drogas, el horror que sentía era puro, real. Sus pechos se alzaban y bajaban
rápidamente, su fina piel brillaba a causa del sudor. El rostro se contrajo en
una expresión de dolor lacerante. La rubia cabeza cayó hacia atrás y con ella
el resto del cuerpo, como traccionado por una fuerza invisible.
La capilla comenzó a llenarse de murmullos exclamativos y silencios de
admiración.
Amaria se acercó a Barokk, quien contemplaba al recipiente contorsionarse
inutilmente, como si un gran peso la aplastara contra el suelo.
- ¡Déjame entrar en el círculo pentacular! -pidió a Barokk Amaría, la Suma
Sacerdotisa Negra, mirando con lujuria mal disimulada al recipiente- ¡Tienes el
poder de cambiar la víctima u ofrecerle otra más al Gran Señor!
Barokk la miró con irritación.
- No lo haré, Amaria. Tú ya fuiste recipiente otra vez. Deja que ahora otro
ocupe ese puesto.
Amarla bufó como una gata furiosa. Tres Altas Invocaciones en el pasado
ella había sido el recipiente. Se ofreció voluntaria, aún conociendo los
peligros de la Posesión de Satán. Barokk sonrió al recordarla encadenada y
desnuda, anhelando la venida de Su Señor. Satán la había penetrado y embestido
salvajemente una y otra vez. Ella comenzó chillando de dolor, mas pronto sus
alaridos sonaron llenos de placer y lujuria. Miles de acólitos contemplaron a
la Suma Sacerdotisa Negra retorcerse lúbricamente y gritar obscenidades que
hasta para ellos resultaron escandalosas. En esa ocasión, el Señor de Todos los
Tnfiernos no les habló; se limitó a satisfacer una lujuria animal. Pero el
público dudaba sobre quién realmente había disfrutado más: si el posesor o su
víctima.
Desde entonces, Amaria había solicitado y hasta suplicado a Barokk ser el
recipiente en las siguientes Altas Invocaciones. El Sacerdote Supremo,
divertido, se negó una vez tras otra.
Los gritos de dolor del recipiente devenían poco a poco gemidos, para al poco
convertirse en roncos gritos deleitosos de lujuria.
Barokk entrecerró los ojos, contemplando la posesión. Una criatura sensible,
hasta no ser ocupada por un Ser de Mayor Voluntad y despojada implacablemente
de toda intimidad y orgullo, no experimentaba el arrasador placer reservado al
sujeto absolutamente dominado.
Amaria observaba al recipiente con manifiesta envidia. Barokk sonrió de nuevo.
Qué ironía que la Suma Sacerdotisa Negra, tan fría, arrogante y cruel, una
mujer poderosa que había partido mil corazones de hombres y mujeres, estuviera
tan dispuesta a humillar públicamente su orgullo a cambio de tamaño placer.
- Eres más esclava que ella -le imprecó Barokk, señalando al recipiente dentro
del círculo pentacular.
Amaria le miró con furia asesina, mas de pronto se vio atacada por la vergüenza
y el pudor y se cubrió con las manos su bellísimo rostro. Aún así, volvió la
vista hacia la jovencita poseída, sin lograr apartarla de ella, entreabriendo
los labios. Barokk rió, con gran placer. También amaba a la ansiosa Amaria,
Suma Sacerdotisa Negra. ¡Cómo los amaba a todos, sus Hijos, sus Retoños!
El recipiente aulló, sin control alguno de cuerpo y mente. De pronto, fue
levantada como por una mano invisible. Sus ojos se desorbitaron, el horror se
pintó en ellos. La boca se abrió hasta que las mandíbulas se descoyuntaron y
vomitó vísceras, intestinos y sangre. El rostro de la joven estaba ceniciento.
Sus ojos brillaban con una agonía capaz de romper la mente. Surgieron de ella
palabras ininteligibles, similares a rugidos de un tigre, que hacían volar
gotas de sangre y espuma. Restallaban como latigazos metálicos contra el
silencio absoluto.
Satán les estaba hablando.
Calló. La chica, aún viva, expelió por sus ojos un humor blanco y amarillo de
agrio hedor. De pronto, surgieron incontables voces de su garganta: mugidos,
ladridos, gritos, carcajadas,... Y en todos los tonos. Ninguna resultaba
inteligible. Aquella cacofonía resultaba fascinantemente horrenda. Barokk
volvió a preguntarse si Satán sería un solo ser, un grupo de entes unidos o una
mente con múltiples personalidades.
El recipiente sufrió una violenta arcada. Volvió a vomitar sangre. Su cabeza se
volvió lentamente. Miró a Amaria. La poseída le sonrió de manera lasciva. Sus
ojos ardían con fulgor rojizo. Llamó a la sacerdotisa moviendo el dedo índice.
Amaria, como hipnotizada, andó hacia el círculo pentacular.
De pronto, gritó de dolor. La barrera mágica no le permitía entrar en él. La
sacerdotisa lo intentó de nuevo, frenéticamente, pero fue repelida hacia atrás
una y otra vez. Al fin, acabó en el suelo, sudorosa, jadeante, temblando de
rabia y frustración. La poseída se reía de ella con carcajadas infantiles, que
aumentaron su frecuencia hasta convertirse en una sola nota, vibrante y aguda.
Muchos de los presentes rieron también, sobre todo los Sacerdotes Negros
rivales de Amaria.
Ésta retrocedió, medio a rastras, horrorizada. La risa se tornó general. Barokk
también se regocijó. Al fin y al cabo, aparte de ser el Príncipe de las
Mentiras, Satán era el Rey de la Crueldad y la Humillación. La Suma Sacerdotisa
Negra desapareció miserablemente de vista.
El recipiente habló voz de hombre, profunda y grave. Abría y cerraba la boca
bruscamente como un muñeco de carne y hueso manejado por un invisible
ventrílocuo:
- ¡AMADOS FIELES! -un inconmensurable trueno estalló desde el público. ¡Era el
Gran Satán quien les hablaba! Le aclamaron, riendo y llorando, hasta
rompérseles la voz - ¡YO OS HE CREADO! ¡YO HE CREADO ESTE TEMPLO! -Barokk
esbozó una levísima mueca de desagrado- ¡HE HECHO POSIBLES VUESTRAS VIDAS,
VUESTRAS JERARQUÍAS, VUESTRO PODER, VUESTRO PLACER Y VUESTRO DOLOR! ¡ADORADME!
¡ADORADME, GUSANOS!
Miles y miles de acólitos, todos los presentes en aquella inmensísima sala, se
arrodillaron y gritaron su nombre gozosamente. Eran sus esclavos, lo desearan o
no. El poder de la veneración vencía cualquier orgullo.
Barokk también se postró y tocó con su frente el suelo. Amaria también lo hizo.
Ahora reía felizmente, llena de gozo y dicha, mientras gritaba el nombre de su
amo.
- ¿ME AMÁIS? -rugió Satán- ¿TODOS ME AMÁIS?
Una sola voz afirmativa fue su respuesta.
- ¿HASTA EL FONDO DE VUESTROS CORAZONES?
Otra ovación unánime.
- ¿NADIE OSARÁ MENTIR?
Una negación de masas.
Los ojos de la poseída salieron expulsados del rostro. El cadáver se desplomó
en el suelo.
- ¡ BLASFEMIA!
El grito ascendió hacia lo alto y después bajó al suelo, clamando aquella
terrible palabra. Mi1es de corazones pegaron un vuelco en sus pechos. La voz,
ya fuera del recipiente, voló de un extremo a otro de la capilla, como un ave
fugaz, su volumen ascendiendo y descendiendo fantasmalmente:
- ¡NO TODOS ME AMÁIS POR COMPLETO! ¡MENTÍS A VUESTRO SEÑOR!
Barokk sintió pánico: la presencia invocada estaba fuera del círculo
pentacular... Las normas habían sido infringidas, un imprevisto no sucedido en
más de cien Altas Invocaciones. Un escalofrío subió por su columna vertebral.
Alzó la cabeza, pasmado. Ante él, en el aíre, se abría un vacío de negrura. Era
pura nada, oscuridad total y pegajosa, un desgarrón creciente sobre el tapiz de
la realidad. En el centro de la tiniebla se abría otra más densa, la cual
albergaba, a su vez, una tercera sombra que la superaba en opacidad. Los
agujeros crecían concéntricamente, su centro se remontaba hacia el infinito. Y
todos los abismos miraban a Barokk.
- ¿Qué...? -logró musitar el sacerdote.
Quiso retroceder, pero estaba demasiado horrorizado y fascinado como para hacer
otra cosa que permanecer de rodillas, la vista fija en el agujero sobre el
tapiz de la realidad.
"¡SACERDOTE SUPREMO!" -bramó el Abismo- "¡ERES TÚ! ¡ERES TÚ QUIEN ME AMA DE
FORMA FALSA! ¡QUIEN NO ME QUIERE CON TODO SU SER!"
Barokk estrelló su frente contra el suelo.
- ¡No! -sollozó- ¡Te amo, Señor Mío! ¡Te amo con todo mi corazón!
"¡NO! AMAS EL TEMPLO. AMAS EL ORDEN, LA JERARQUÍA, LAS NORMAS... ¡AMAS
EL PODER QUE TE DA TU DIOS, PERO NO AMAS A TU DIOS!
Estalló una brutal, tronante carcajada que sumió en el terror más
abyecto a los presentes. Barokk aún mantenía una parte de su mente en orden;
con ella, escuchaba y entendía lo que Satán le dijo:
"HE VIAJADO A TRAVÉS DE EONES Y DIMENSIONES. HE CRUZADO LOS ABISMOS, HE
BUCEADO EN EL CAOS. HE VISTO EL PASADO Y EL FUTURO. HE CONTEMPLADO Y HE
DOBLAGADO A DIOSES. HE OBSERVADO TODAS LAS RELIGIONES DE LOS HOMBRES EN TODOS
LOS ÁMBITOS DE LA REALIDAD. SUS SUMOS SACERDOTES SOIS IGUALES. LO QUE REALMENTE
AMAIS ES EL PODER. Y TÚ, BAROKK... TÚ SÓLO TE AMAS A TI MISMO"
Barokk sufrió un fuerte estremecimiento. La agonía y el arrepentimiento llenó
su espíritu. Comprendió de pronto que Satán llevaba razón. Él estaba en lo
cierto. Era un mal creyente, un falso, un ególatra que utilizó el poder de Su
Señor únicamente en beneficio propio.
El Sumo Sacerdote vibró. Aulló de manera espeluznante. La mancha de color que
era el sacerdote fluctuó y se retorció como un jirón de formas, se estiró
imposiblemente, se separó del suelo y fue absorbida por la Oscuridad. La
tiniebla, entonces, se desgajó en dos gigantescos ojos de inconmensurable y
enloquecedor mal. Elevados por una columna de fuego blanco y dorado, aquellas
dos tenebrosas joyas se alzaron sobre sus fieles. Ninguno de ellos osó despegar
la vista del suelo.
"¡OÍD Y OBEDECED!", ordenó la voz sagrada, "¡DE AHORA EN ADELANTE, NO HAY
NORMAS NI LEYES EN EL TEMPLO DEL DESEO DE SATÁN! ¡SOIS LIBRES! ¡SOIS TODOS
TOTAL Y COMPLETAMENTE LIBRES PARA HACER CUANTO DESEÉIS! ¡OS CONCEDO LA
LIBERTAD!"
Las dos sombras se expandieron infinitamente, dispersándose en el Tiempo y el
Espacio, hasta desaparecer por completo.
Los miles de acólitos quedaron en silencio. Al poco, oyéronse murmullos
asombrados, luego conversaciones, quejidos, protestas, primeros gritos y por
último un clamor vociferante tan furioso como angustiado:
-¿Qué haremos ahora?
-¡No hay leyes!
- ¿Cómo se regirá el Templo?
- ¿Quién nos dirigirá?
-¿Quién será el nuevo Sacerdote Supremo?
- ¡Yo! -Amaria, la Suma Sacerdotisa Negra, estaba en pie, con las manos
en las caderas.
Los miraba altiva y desafiante. Todos callaron.
Entró en el círculo pentacular, besó en la boca al muerto recipiente. Se
dirigió a los fieles:
-¡Hay nuevas normas! -gritó la mujer- ¡Yo las impondré! ¡Yo seré el
Nuevo Sacerdote Supremo del Templo del Deseo de Satán!
Miles de seres respiraron, aliviados. La alegría estalló en forma de salvas y
vítores a la nueva Sacerdotisa Suprema del Templo del Deseo de Satán. Amaria
sonrió, satisfecha. Les contempló, borracha de triunfo, pero también de
desprecio: ¡pobres criaturas! Ellos siempre necesitarían un líder. Jamás
dejarían de ser unos esclavos... ¡esclavos de sí mismos!, incapaces de tomar
sus propias decisiones y actuar conforme a ellas. ¡Qué fino sentido del humor
el de Su Señor Satán, prometiéndoles la libertad! Si, ciertamente Él era el
Príncipe de las Mentiras.
De pronto, a pesar de que les despreciaba, Amaria sintió un enorme cariño hacia
ellos. La fuerza de sus emociones la sorprendió: los amaba. Eran sus hijos, sus
niños, a los que ella mimaría, dirigiría y castigaría. Era un gran gozo el que
experimentaba, queriéndolos de tal manera. Casi sentía pena por Barokk, el frío
y duro Barokk, que estuvo tan concentrado en los elevados asuntos y tan alejado
de lo mundano. Amaria decidió que él nunca podría haber experimentado ese
amor hacia sus súbditos. No, era imposible que Barokk hubiese amado a nadie
salvo a sí mismo, como dijo Satán. Amaria lo compadeció. Pero soltó una gran
carcajada. También lo amaba, estuviera donde estuviese ahora. Mas no cometería
los errores que le llevaron a la ruina. Ella amaba a los acólitos. Estaba llena
de amor. Ella no era como Barokk.
La Sacerdotisa Suprema ordenó retirar el cadáver de la esclava poseída y
limpiar el círculo pentacular.
Habló con fuerza y gravedad a sus súbditos y permitió que la aclamaran muchas
veces. Cuando estuvo satisfecha, les dio permiso para marcharse de vuelta a sus
cubiles. Los alborozados fieles se fueron. Había sido una inolvidable Alta
Posesión. Había muerto un Sumo Sacerdote y otro tomó su puesto. Satán les había
hablado, les había dado la libertad. ¡Qué gran Señor era! Sin embargo, todos
experimentaban un gran alivio y tranquilidad, a pesar de tan magnos
acontecimientos: era como si, en realidad, nada hubiese cambiado. Nada.
Y eso era lo que realmente les hacia sentirse tan felices.
FIN
miércoles, 17 de octubre de 2012
EL TEMPLO DEL DESEO DE SATÁN
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