jueves, 4 de octubre de 2012
Las bolsas de los duendes *Leyenda urbana
Esquivos... silenciosos y rápidos, rara vez son vistos. Guardianes de los bosques, en su mayoría habitan en ellos, ocupados en sus labores, despreocupados de un mundo demasiado preocupado en insignificancias como para caer en la cuenta de que existen.
Lo cierto es que no puede decirse que estos seres sean de naturaleza malvada, pero ni mucho menos se trata de criaturas cuyo fin sea hacer el bien. Son, simplemente, duendes; caprichosos, burlones, de pícara sonrisa.
Algunos, movidos por su curiosidad, descubrieron, más allá de los bosques y parajes llamados erróneamente inhabitados, a las gentes. Preocupadas, envidiosas, llenas de ira u odio, miedo, pena o dolor, las personas les parecieron extrañas, a la par que interesantes y, de estos, unos cuantos quedaron para habitar entre ellas, ocultos, casi invisibles, pero presentes.
Sucede que a veces nos embarga un sentimiento del que no logramos entender cómo, ni por qué, ha llegado a nosotros. En ocasiones nostalgia, otras alegría, por momentos tristeza, o una aparente felicidad. Incluso, más o menos a menudo, algo tan extraño como el amor.
Y ocurre que, algunos de ellos, permanecen en nosotros más tiempo del deseado, o menos del esperado.
Pues bien. Cuentan aquellos que dicen haber visto alguno de estos duendes, que casi siempre llevan en su cinto unos pequeños sacos, más o menos llenos, más o menos pesados, que guardan con recelo. Parecen sus más preciadas posesiones, ya que los duendes apenas cargan nunca objetos encima. Prefieren guardarlos en escondidos rincones, como un tesoro, a menudo más valioso de lo que pueda llegar a creerse.
Es conocida entre los habitantes de muchas aldeas la historia de un joven que, un día, regresando a su hogar al anochecer, vislumbró junto al tronco de un gran árbol una pequeña figura removiendo algo apresuradamente. Al intentar acercarse, el pequeño ser levantó inmediatamente la cabeza y sus miradas se cruzaron durante un ínfimo instante antes de que la pequeña criatura desapareciese como por arte de magia del lugar. En su apresurada huida, quedaron sobre la tierra tres pequeñas bolsas de colores: una verde, una marrón y otra grisácea. El joven, intrigado, las recogió y retomó el camino de vuelta.
Una vez en casa, hizo aquello que todos hubiésemos hecho: abrirlas.
Cogió la primera de ellas, verde, y desató el cordón que la mantenía cerrada. Al mirar en su interior nada encontró. Parecía vacía, pero una sensación de pena y pesar le embargó al instante. Extrañado, tanteó el segundo de los pequeños sacos, el marrón; claramente contenía algo en su interior, y este parecía un poco más pesado que el anterior. Lo abrió y... nada. Desánimo y decepción fue todo cuanto pudo sentir. La tercera bolsa, grisácea, la más abultada y a la par liviana de las tres, quedó unos momentos sobre la mesa, con la fija mirada del joven sobre ella.
"¿Para qué guardarla?¿De qué sirve tenerla si se ignora su contenido, su valor?" se dijo. Así que, a pesar de lo acaecido con las otras dos, tiró del hilo que la ataba. De inmediato, una nostalgia y tristeza muy sentidas se hicieron presentes.
Cerró los ojos un momento, y se preguntó el por qué de aquellos sentimientos. Al abrirlos, se sobresaltó al ver junto a las tres bolsas vacías un saco rojizo, todavía más pequeño que estas, con un hilo dorado alrededor. Un miedo creció en él, un temor a sentir más sensaciones nada gratas, y la anterior curiosidad o valentía se esfumó. Cogió la bolsa roja, salió de la cabaña, y la lanzó con rabia al cercano río. La corriente la llevó, y nada más supo de ella.
Dicen que aquella bolsa contenía sentimientos que nada tenían que ver con los que el joven acababa de experimentar. Quizá era esa la que debería haber sentido, la que el duende iba a dejarle antes del casual encuentro, pero nunca descubrió su contenido.
Y así es como algunos explican la existencia de muchas inexplicables sensaciones. Los duendes, desde antaño, las recogen y guardan, y luego las reparten a su parecer, esparciendo el contenido de los pequeños sacos allí donde les apetece. Pues lo que más les llamó la atención desde los primeros tiempos que compartieron con nosotros es algo que, de uno u otro modo, todos los hombres y mujeres poseen, y de lo que ellos carecen: sentimientos.
Y al igual que ellos nos envidian por tenerlos y experimentarlos, algunos de nosotros desearíamos ser, en muchas ocasiones, simplemente, duendes.
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