martes, 7 de febrero de 2012

Sobre la caida de los angeles

Son muchos los puntos de encuentro entre magia y literatura, probablemente porque ambas esferas han estado muy próximas a través de la historia. Así, a veces por puro azar, los textos nos conducen hacia

Prima pagina del  Liber Razielis, ms. Reg. Lat. 1300, Biblioteca del Vaticano
Prima pagina del Liber Razielis
ms. Reg. Lat. 1300, Biblioteca del Vaticano
estas confluencias, en ocasiones inesperadas, repetidas hasta el punto que uno empieza a dudar de la casualidad para preguntarse por las razones de tan curiosas coincidencias; curiosas, sí, porque cada aproximación acontece de manera diferente, sin que en apariencia se logre hallar, por decirlo en términos aristotélicos, un género común, un hilo conductor que pueda dar un principio de coherencia a casos muchas veces dispares. Claro está que, lejos de incurrir en ingenuidades, el oído aguzado tardará poco en escuchar el canto de sirenas antes de lanzarse a cuadrar en el círculo falsas analogías. La historia de la magia centellea con luces camaleónicas en la magia de la historia, con destellos tan distintos que se tarda poco en dudar de que provengan de una misma fuente, de una misma magia, sin más, inalterable en su esencia, aunque disfrazada, que casi se diría dotada de ese dúctil polimorfismo que atribuimos aún hoy a todo lo diabólico. No es de extrañar: esta misma naturaleza históricamente cambiante ha sido ya indicada en el análisis de la literatura, es decir, sobre las literaturas, y está siendo progresivamente tomada en consideración, aunque no con la radicalidad que a nuestro juicio merecería; sin embargo, es más plausible que la concepción dominante de la realidad vaya a permitir aceptar la pluralidad de las magias.
Recorrer la genealogía de la magia requiere, en cualquier caso, realizar un esfuerzo previo al análisis de su inserción en lo literario. Lo cual va a ser necesario para evitar errores de valoración a la hora de deducir las diferentes funciones de los elementos en juego. Si no conocemos previamente lo que la magia representa en los diferentes períodos y manifestaciones, correremos el riesgo no captar su significatividad, su pertinencia discursiva. Los planteamientos, por ejemplo, que Todorov aplica a lo fantástico, sin considerar los valores que tal concepto puede adquirir en diferentes momentos histórico-culturales, desestiman una instancia tremendamente significativa, especialmente en el juego narratológico. Y esto significa, entre otras cosas, obviar el problema de que autor y lector son ya cómplices, al menos en la cultura contemporánea, olvidarse de que lo que el texto cuenta es falso, ficción que fingimos literariamente creer, lo cual invierte radicalmente la dinámica de los elementos que intervienen en el proceso de creación de lo fantástico, afecta directamente a la taxonomía propuesta por Todorov, hace poner en duda la posible aplicación con carácter universal de las conclusiones extraídas (1) e impone, a mi juicio, la necesidad de disociar el modo de interrogar este tipo de textos. Es decir, que al describir las características literarias del género hemos de considerar el esfuerzo creativo fuera del binomio ficción/realidad, donde en todo caso el esfuerzo del autor no consiste en hacer creíble lo extraño, sobrenatural o imposible ante las leyes físicas; al contrario, todo relato fantástico en claves modernas es un esfuerzo, por así decirlo, hiperrealista, en el que antes de convencer al lector de la innaturalidad de algo que acontece en el texto hay que llevarlo hacia el terreno de la veridicidad de lo relatado. Afirmación que fuerza hacia un extremo más radicalmente histórico y no historicista muchas de las lúcidas aportaciones a este argumento que Rosalba Campra expuso en «Il fantastico: una isotopia della trasgressiones (2), donde, al hilo de las reflexiones de Metz sobre la verosimilitud y de Barthes sobre «el efecto realidad» ya planteaba que «no es la trasgresión la que se tiene que esforzar por ser creíble sino todo el resto, que tendrá que responder al criterio de la realidad según el orden natural: lo fantástico se configura como una de las posibilidades de lo real (3). Pero esta perspectiva se distancia metodológicamente, y por lo tanto en sus conclusiones, con respecto a nuestra interpretación, pues aunque se considere siempre que lo que aquí está en juego son sistemas convencionales que hacen de «realismo» y «fantástico» categorías históricas, aquí trataremos de demostrar que, en primer lugar, ambas instancias están implicadas en un determinado horizonte donde el nivel ideológico condiciona el modo específico en que son concebidas y, en segundo lugar, tal modelo conceptual va a determinar la manera específica de institucionalizar los diferentes tipos de discursos que serán serializados como géneros.
La magia como componente literario complica aún más las cosas: en primer lugar, por su afinidad con las diferentes realizaciones de lo fantástico y lo sobrenatural; después, por sus relaciones con la religión y la filosofía, que van a originar una distinta concepción y uso de lo mágico en diferentes períodos históricos; en último lugar, por la concreta manipulación que se haga en el proceso de adaptación al texto literario, donde el autor jugará con los valores culturales que considere convencionales, pero aplicándolos a una concreta concepción estética, del género, argumento, etc., guiado por una determinada intención comunicativa en su materialización en el soporte puramente textual. Cuestiones que requerirían un espacio más amplio del que ahora disponemos y a las que merece la pena dedicar un estudio más exhaustivo. Sin embargo, sí querríamos aprovechar la ocasión para proponer un acercamiento a ese primer punto, relativo a los principales cambios en la concepción de la magia en diferentes momentos de nuestra cultura al hilo de unas reflexiones que dependen de su estudio a través del análisis de algunos textos filosóficos y literarios.
Los motivos iniciales que me condujeron al tema de la magia se deben al Tractado del divinar de Lope de Barrientos, texto que edité y traduje al italiano, acompañado por un estudio relativo a las principales cuestiones que suscitaba. Sin embargo, el interés producido por el texto en sí mismo fue diluyéndose durante el proceso de estudio en beneficio de las condiciones que le daban su verdadero sentido histórico. Barrientos había compuesto un tratado por encargo del rey Juan II que cobraba significado en función de la secuencia que cerraba: desde caso y fortuna a los sueños premonitorios y de ahí a la magia, entendida principalmente como forma de adivinación. Bajo el barniz aparente de ejercicio de ortodoxia tomista se escondía una de esas grietas cruciales para la ideología del período, que no dejaba de evocarme las peripecias del aquinate para dar una coherencia imposible a la ascensión de Cristo a los cielos: una búsqueda extravagante de forzamientos lógicos destinada a conjugar razón natural y teológica en un punto de imposible convergencia, casi inspirada en los disparates aristotélicos para explicar el movimiento a partir de una teoría que hace aguas desde sus mismas bases. De igual manera, Barrientos estaba ya tematizando una cuestión que había de ser rémora de tantas náufragas especulaciones que se fueron arrastrando hasta el XVII: el tema del libre albedrío y su cuestionamiento en una sociedad de transición, donde la convivencia de valores organicistas y animistas tocaban fondo allí a la hora de definir los atributos del sujeto ante el orden natural en que se lo concebía, radicalmente diferente en ambas perspectivas.
Es decir, la pregunta a la que Barrientos responde sigue un íter obligatorio condenado a asumir una concepción de la naturaleza determinada en sus leyes (más adelante profundizaremos en la importancia del término «ley»), pero a la vez abierta a la gran representación de la scena vitae, a la vida como prueba en la que el señor ha de valorar la fidelidad del súbdito. Y en estas claves se mueve la concepción conferida a lo mágico (aquí sinónimo de lo sobrenatural, por el obvio motivo de que las leyes naturales y divinas se mezclan o, mejor dicho, se entrecruzan): la naturaleza sigue un orden inalterable para la voluntad humana, pero la razón teológica, las pruebas de autoridad, nos dicen por los testimonios de las escrituras que éste a veces se trasgrede, lo cual sólo puede ocurrir por voluntad divina. Dios juega con sus propias reglas para ostentar su poder, o bien para poner a prueba a quienes flaquean en su fe. Claro está, el problema de base es que ya se está desarrollando una noción de sujeto capaz de apoderarse del propio destino, de construirse, en una época en que es necesario preservarse de tal peligro y, por lo tanto, regularizar los límites, mantener la idea de que la propia condición es inalterable, forma parte del papel asignado al hombre en la gran prueba a la que se le somete. Y es así como nos topamos con los pormenores de un enfoque de la magia que no resulta estable, heredado de formas previas y transmitido en su inmaculada inalterabilidad. La magia que se va definiendo al indagar en el texto de Barrientos, muy distinta de la concepción que encontramos en la Visión delectable de Alfonso de la Torre, aunque ambas determinadas por un horizonte común, está configurada por un modo específico de problematizar su existencia que va a ir delineándola, construyéndola según patrones muy alejados de la imagen que tradicionalmente nos hemos formado de ella.
Son dos los niveles fundamentales en que esta historia de la magia surgida de las reflexiones en torno al texto de Barrientos va a ir revelando la magia de su historia. En primer lugar, la manera en que el autor desestimará todas las tradiciones populares y creencias provenientes de antiguos cultos precristianos, que desbaratan de inmediato nuestra imagen del proceso inquisitorial contra la bruja y la escoba, casi arrancada de cuajo de los más elementales estereotipos a partir de la leyenda negra. No hay mayor condena que el desdén hacia la imagen popular de las lamias, que no pueden “entrar por los resquiçios o agujeros de las casas, et [...] que se tornan ansares et entran a chupar los niños"(4), derivada según Barrientos de operaciones de la fantasía de quienes tienen dañada alguna potencia de las interiores y respecto a la que veladamente sugiere que no se use como pretexto por parte de las madres para excusar la falta de cuidados hacia los propios hijos, evitando achacar a las brujas el que sus criaturas muriesen por “mala guarda”. Una respuesta similar se hace extensiva al modo de interpretar los aquelarres, que identifica literalmente con la supervivencia de antiguos cultos de la diosa Diana. Resulta, pues, evidente, que la tipificación de esa magia va a recorrer diferentes caminos –desde el XVI hasta los grabados de Goya–, los cuales no pasan por recoger los valores concretos que la cultura religiosa oficial hubiera podido darles en el siglo XV.
Contrariamente, lo que ahora halla una clara pertinencia es la práctica de cultos inspirados en una raíz común, en el mismo tronco de creencias que servía de soporte a toda la arquitectura ideológica del período. Es decir, que lo realmente condenado como peligroso era lo que Barrientos recordaba no haber podido salvar de entre los libros de Enrique de Villena: el Sefer Raziel. O lo que es lo mismo, todas las prácticas religiosas surgidas de las creencias místicas semitas y que apelaban a tradiciones bíblicas, más o menos apócrifas (5), resultan castigadas con especial énfasis; en concreto dos: las filacterias y la angeología. Lo cual puede encontrar su explicación sin salirse de una rutinaria ortodoxia religiosa, pero hay razones de fondo que nos trasladan hacia el segundo nivel que apuntábamos, es decir, hacia la lógica transversal que recorre la concepción no sólo de lo religioso, sino también del resto de las instancias culturales. La percepción ideológica de lo mágico había ido deslizando durante esta época hacia una interpretación animista toda una serie de prácticas que durante la Edad Media habían convivido sin excesivos conflictos con el organicismo hegemónico. Tal historia previa admite sin duda muchas matizaciones, que no queremos obviar con la generalización que acabamos de afirmar como tendencia global, si bien éstas aclararían poco por lo que se refiere al asunto del que ahora nos ocupamos. Lo que de hecho ocurre es que las correspondencias sígnicas que en la configuración organicista funcionaban como meros eslabones, como transmisores especulares de la voluntad y el orden divinos, admitían una conversión animista, simpatética –si queremos–, destinada a la alteración voluntaria de ese mismo orden. Y esto en función de una nueva concepción que establecía armonías y correspondencias entre diferentes elementos de la realidad, que permitía la creencia en espíritus internos manipulables en las cosas. No es casual que estas mismas ideas, expulsadas durante los siglos XV y XVI del ámbito ibérico, acabaran sirviendo de soporte a las teorizaciones renacentistas desde Marsilio Ficino y Pico della Mirandola a León Hebreo.
Todo lo cual no es achacable a un antisemitismo de base, por mucho que a veces pueda existir. El mismo Barrientos tuvo la oportunidad de atacar con firmeza los abusos del edicto que en 1449 impedía acceder a los hebreos, independientemente de que fueran conversos o no, a cualquier cargo público en Toledo, como puso de manifiesto en “Contra algunos cizañadores de la nación de los convertidos del pueblo de Israel”[6], recordando con dureza el hecho de que la sangre judía corría por las venas de muchas de las principales familias nobles y de las dinastías hispánicas. Lo que realmente preocupaba del judío se debía a factores religiosos, pero también económicos y culturales, que lo habían convertido en presa propiciatoria de revueltas que derivaban en verdaderos saqueos, como los que en 1391 determinaron los pogromos acaecidos en diferentes ciudades. Su tradicional especialización en actividades económicas que, como la usura, estaban condenadas para el cristiano, y en el comercio y la artesanía debió determinar una mayor predisposición hacia las influencias de la emergente cultura burguesa, lo cual sólo podía empeorar el conflicto religioso subyacente. Por otra parte, la actitud de Barrientos es coherente con los intereses generales de la nobleza y de las instituciones políticas, pues los judíos eran útiles para los intereses económicos, por los impuestos que pagaban y por su capacidad de financiar con los préstamos empresas que sin su ayuda habrían sido difíciles de sufragar.
En efecto, lo que podemos constatar de hecho es que en la condena de las diferentes prácticas mágicas, sobre todo en las más aceptables por tradición, como la astrología, el límite de tolerancia residía siempre en la voluntad de alterar el orden, es decir, en la contraposición literal de querer saber “las cosas que naturalmente acaesçen”, frente a aquellas “que proceden de la voluntad et alvedrío de los onbres”[7]. A través de este curioso camino, no sólo la fisionomía del judío[8] se convertía en el modelo representativo del mago, sino que también las prácticas que versaban sobre la manipulación del espíritu interior de las cosas y sobre la atracción y simpatía surgida de una naturaleza interna común iban a desarrollarse como la sustancia fundamental de lo mágico, con la cábala, la alquimia y la angeología como prototipos fundamentales.
Y aquí, en este reverso, es donde cobra plenamente sentido el vínculo entre fortuna y magia, en las dificultades de una visión organicista y anagógica para explicar el cambio. Argumento que no dejaba de crear problemas teológicos y que resolvía mediante el misterio muchos conceptos claves que, como la transustancialización, implicaban una mutación en la naturaleza de las cosas. Dicha cuestión es también evidente en el Tratado del divinar, especialmente cuando Barrientos reflexiona sobre el problema de la encarnación de los espíritus cuando eran invocados. Sigue en este punto, como en casi todo el texto, las tesis de Santo Tomás, no haciendo extensible la composición hilemórfica a los ángeles. Asunto que en realidad era mucho más fácil de resolver siguiendo las tesis de San Buenaventura, para quien la composición de éstos había que atribuirla a la creación no corpórea, destinada a distinguir la naturaleza de Dios como acto puro y la de los ángeles, siguiendo una perspectiva marcadamente neoplatónica. Por el contrario, el pensamiento tomista parecía complicar innecesariamente las cosas, obstinado en configurar minuciosamente la escala jerárquica de las criaturas y acudiendo a la explicación aristotélica del movimiento para expresar la diferenciación de Dios como primer motor, en el que confluían esencia y existencia. Se recuperaba así una teoría que consideraba tres niveles: el tránsito de la potencia al acto, la tendencia de los elementos a su lugar natural y la necesidad de las cosas en movimiento de tener una causa generadora. Ahora bien, la concepción feudalizante de la vida tenía que eludir cualquier posibilidad de determinismo panteísta, de la misma forma que era necesario alejar los peligros del emanacionismo y de la creencia en una voluntad interior, autónoma y con capacidad de transformarse. Probablemente por eso la explicación se completaba con la ayuda de la diferenciación entre movimiento y transformación. Esta última dependía de la generación y la corrupción, es decir, era incoativa, determinada y sometida a las leyes de la materia, lo cual encajaba perfectamente con esa visión denigrada de la vida terrena que traspasa toda la literatura y la cultura medieval. Sólo que explicar en estas condiciones la ascensión del cuerpo de Cristo al reino de los cielos, atravesando las esferas aristotélicas y el dominio de los ángeles, seres incorpóreos, para llegar a la mansión natural de las almas, suponía un verdadero desafío intelectual.
En estas condiciones, no es casual que un texto como el Libro de Raziel[9] resultara especialmente sospechoso. En parte, como indicábamos, por remontarse a una tradición común, pero sobre todo por afirmar «que es fundado en razones naturales, et fúndanlo en esta manera diziendo que en cada una de las espheras çelestes ay inteligençias o ángeles diversos deputados a diversos ofiçios et operaçiones, según que en la tierra ay diversos ofiçios  [...] et de aquí fundan et afirman que qualquier que sopiere conosçer los nombres de los dichos ángeles et los ofiçios et dignidades a que son deputados, et los sopiere llamar por sus nombres en çierta forma, que vernán et responderán et revelarán los secretos et cosas advenideras a los que así los supieren llamar et nonbrar»[10]. Esto y sin duda la pretensión de proponerse como el libro de ese tipo de sabiduría, al que se asignaba una genealogía bíblica que confería a Seth su posesión tras serle entregado por Raziel, el ángel guardián del paraíso. Leyenda que, con múltiples variantes, habría de convertirse en costumbre en las diferentes misceláneas de textos mágicos y de alquimia, incluidas las múltiples versiones de la Clavícula de Salomón, Arte Notoria, etc. Sólo que el Sepher Raziel, aunque también vaya acompañado de otros tratados de magia que se irán añadiendo, según se puede comprobar en los diferentes manuscritos que hemos estudiado[11], sí que parece contener una base más antigua, de tradición zohariana, remontándose seguramente a un período anterior[12], aunque es muy probable su difusión desde esta forma mística de la religiosidad hebrea. Y a partir de estos orígenes tan nobles, fue empujado y degradado como modelo de los distintos grimorios tan difundidos hasta el siglo XVII, en parte gracias sobre todo a la persecución[13].
Ésta es la forma en que durante el siglo XV se va a plantear la tematización de la fortuna y de la magia enfrentando ya dos posiciones en conflicto: aquellas prácticas religiosas de origen emanacionista que entroncarán enseguida con el pensamiento neoplatónico y con el organicismo escolástico que servirá como base al modelo ideológico feudalizante. Lo cual supone necesariamente la inmediata caída de los ángeles, la inmediata sospecha en torno a esos espíritus interiores, a esa atracción natural de las almas que, sin embargo, estará destinada a poblar las bases sobre las que se construirá la literatura renacentista. En tal estado de cosas, resultará fundamental la formulación de la idea de ley. Sin ésta, en un contexto sacralizado como el medieval, nos resultará muy difícil conocer la dinámica de los relatos mágicos medievales y, como explica Pablo César Moya, saber cuál es el motivo por el que Dios acepta ese curioso juego de permitir que el diablo «actúe para probar al hombre o castigarlo»[14]. Aquí los límites entre magia y fantasía se diluyen, pues, por una parte, al operar como exemplum, las diferentes obras no son sino la prolongación, en un nivel sígnico diferente, de la misma lógica organizadora. Poco importa que se trate de hagiografías, de cuentos, de crónicas o de relatos caballerescos. La división entre ley divina y leyes naturales funciona entonces con una dinámica distinta a la de los hechos explicables o inexplicables que desde mediados del XVIII rigen, con algunas variantes, nuestra percepción y producción de relatos análogos.
La importancia del concepto de ley no sólo revela el delicado hilo que une lo cultural, lo científico y lo jurídico (pensemos que estamos hablando de un período en que se había considerado en los códigos la prueba del hierro candente); entrevemos también las causas de su aparente permanencia, de su metamórfica manera de restar a través de la historia como uno de los temas claves que se irán remodelando y que seguirán centrando la atención: la organización social moderna se va a seguir basando en la construcción de un orden y el escenario va a consistir en enunciar el modo correcto de interpretar las leyes, en su multiplicidad de sentidos. Lo cual nos conduce hacia una sospecha más interesante, que trataremos de ilustrar en sus detalles fundamentales en este breve estudio, esto es, la necesidad de fijar la existencia de una ley como algo elemental de lo que no podemos dudar. Algo de lo que no van a ser ajenos ni el romanticismo, ni el pensamiento anarquista (con toda la carga de naturalismo que late bajo las diatribas contra la ley, aquí entendida como imposición social), ni tan siquiera la reciente crisis del concepto de verdad objetiva o totalizadora (que simplemente traslada hacia lo subjetivo el soporte de nuestras más firmes convicciones). Lo que raramente se va a poner en tela de juicio es que la realidad tenga obligatoriamente que estar sujeta a leyes, anulando cualquier espacio conceptual a lo contingente. De ahí una astronomía que intenta hallar el origen del universo, una química que se esfuerza por descubrir los elementos deducibles, una física en busca de nuevas formulaciones que puedan dar lógica a aquello que se presenta como azaroso, etc. Y al otro lado, progresivamente, el caos que resulta arrebatado de los brazos de la magia para ser sometido a nuevas luces.

La ley y el azar

Una frase del tratado de Barrientos resultaba particularmente enigmática:

   «Et puesto que en el dicho libro “Raziel” se contienen muchas oraçiones devotas, pero están mezcladas con otras muchas cosas sacrílegas et reprovadas en la Sacra Escriptura, este libro es más multiplicado en las partes de España que en las otras partes del mundo. La causa d'esto çeso de escrivir por guardar la honestidad que en este caso se requiere»[15].

Lo que Barrientos se autocensura sólo parece apuntar a dos posibles explicaciones. La primera, que intente evitar aludir a los vínculos de estas supuestas artes mágicas con la tradición cultural hebrea —algo que, de hecho, hace—, precisamente para evitar las injusticias que criticó en el ya mencionado Contra algunos cizañadores. Circunstancia que se pone de manifiesto desde el inicio del Tractado del divinar y que justifica la razón de ser del libro:

   «Ca, non lo sabiendo, non podrías por ty juzgar et determinar, en los tales casos de arte mágica, quando ante tu alteza fuesen denunçiados. Et por esta causa todos los prínçipes et perlados deven saber todas las espeçies et maneras de la arte mágica, porque non les acaesca lo que soy çierto que a otros acaesçió: condepnar los inoçentes et absolver los reos»[16].

Sin embargo, aun permaneciendo siempre entre las intenciones del autor, no parece razonable que dicho motivo se silenciara “por guardar la honestidad”. La verdadera respuesta la encontramos en el mismo Liber Razielis cuando se atribuye el encargo de la obra a Alfonso X:

   «Et ideo sit benedictum suum sanctum nomen et laudabile quia dignatus fuit dare nobis in terra in nostro tempore dominum iusticie, que est cognitor boni et sobrietatis et est pius et requisitor et amator philosophie et omnium aliarum scientiarium. Et iste est dominus Alfonsus, Dei gracia illustris rexd Castelle, Legionis, Toleti, Gallecie, Sebellie, Cordube, Murcie, Jahen, Algarbe et Badaioz, filius illustris regis domini Fernandi et regine domine Beatricis qui semper laboravit ut posset sustinere iusticiam et exaltare, illuminare et perficere seu adimplere maximum defectum et ignorantiam illorum qui dixerunt sapientes et philosophe que nunc eveniant in nostro tempore. Et posuit iuxta se libros philosophorum et homines sapientes qui aliquando in eis intelligebant faciendo eis graciam et mercedem. Et ipsi transferebant semper propter suum preceptum libros meliores et perfectiores cuiuslibet artis et sciencie in quacumque lingua fuissent compositi convirtendo eos in linguam castellanam. Unde predictus dominus noster Rex cum ad manus eius pervenit ita nobilis et preciosus liber, sicut est Çeffer Raziel, quod vult dicere in ebrayco volumen secretorum Dei»[17].

Podemos suponer más razonable esta segunda posibilidad, que nos lleva directamente hacia el hecho de que el Liber Razielis fuera valorado negativamente desde el punto de vista religioso que Barrientos representa. Y, con él, también otros textos alfonsíes como el Libro de astromagia, cuya dependencia ha sido apuntada, entre otros, por Darby[18], Vaccaro[19] y D’Agostino[20], y el Libro de las formas y de las ymágenes, cuyas relaciones han sido estudiadas más recientemente por Alejandro García Avilés[21].
Independientemente de que nuestra hipótesis sea correcta, lo cierto es que el libro de Raziel resultaba especialmente molesto y el ejemplo de Barrientos llevándolo a la hoguera[22] debió cundir, sobre todo vistos los resultados, pues no se conserva ninguna versión castellana, si exceptuamos los capítulos incluidos en los textos alfonsíes que antes mencionábamos. Cabe preguntarse, pues, qué razones de peso hicieron que se desatara tal persecución, que hemos de suponer, ya que a pesar de ser España la cuna de la más amplia recopilación de libros atribuidos a Raziel, si hemos de dar el debido crédito a las afirmaciones de Barrientos, nos venimos a encontrar con la total ausencia de ejemplares en nuestro territorio, exceptuando lo recopilado en los textos citados con antelación y las huellas que puedan quedar en otros libros de magia.
Ahora bien, antes de definir qué podía preocupar tanto de esta supuesta tradición mágica, hemos de tener en cuenta que el Liber Razielis alfonsí es un compendio y que además arranca de una atribución de tintes legendarios que había de ser usada como garante de autenticidad —lo mismo que ocurre con los nombres de Salomón o de Hermes—, permitiendo aseverar que se trata de un libro verdadero. Discernir, ante tal estado de cosas, cuál de los textos contenidos en la obra puede ser, si es que alguno lo es, el heredero de una verdadera tradición legendaria no es tarea fácil. La cuestión no sería pertinente para nosotros de no ser porque el mismo Barrientos nos hace un resumen muy concreto, que puede servir de guía para comprender la naturaleza de la obra perseguida.
Es cierto, por otro lado, que las prácticas mágicas repudiadas por nuestro tratadista abarcan temas abordados por los diferentes libros contenidos en la antología: desde la magia talismánica hasta los sahumerios y las filacterias. Sin embargo, al hablar de Raziel, como en parte ya vimos, aparece una descripción muy precisa:

   «Çerca del nasçimiento o dependençia de la arte mágica ay diversas et varias opiniones, pero por evitar prolixidat non porné aquí salvo aquella que más afirman los doctores d'esta sçiençia reprovada, los quales tienen et creen que esta arte mágica ovo nasçimiento et dependençia de un fijo de los de Adam, el qual afirman que la deprendió del ángel que guardava el Paraýso Terrenal et, después, de aquel fijo de Adam proçedió a los otros desçendientes fasta el día de oy, en grande pestilençia et ensuziamiento del linaje humanal. Lo qual, dizen que acaesçió en esta manera: que después que Adam conosçió su vejez et la brevedat de su vida, enbió uno de sus fijos al Paraýso Terrenal para que demandase al ángel alguna cosa del Árbol de la Vida, para que comiendo de aquello reparase su flaqueza. Et yendo el fijo al ángel, segunt le avía mandado Adam, dióle el ángel un ramo del Árbol de la Vida, el qual ramo plantó Adam, segunt ellos dizen, et cresçió en tanto que después se fizo d'él la cruz en que fue cruçificado nuestro Salvador, et demás d'esto dizen [...] qu'el dicho ángel enseñó al fijo de Adam esta arte mágica, por la qual pudiese et sopiese llamar a los buenos ángeles para bien fazer, et a los malos para mal obrar. Et de aquesta doctrina afirman que ovo nasçimiento aquel libro que se llama «Raziel», por quanto llamavan así al ángel guardador del Paraýso que esta arte enseñó [...], pero algunos otros de los dichos auctores d'esta sçiençia dizen que non es aquel ángel el que enseñó esto al fijo de Adam, salvo otro spíritu que encontró el dicho fijo de Adam quando bolbía del Paraýso Terrenal, el qual dizen que dio este libro al fijo de Adam […]. Et puesto que todos los otros libros de esta arte non tengan eficaçia, nin sean fundados sobre razones naturales, pero aqueste libro Raziel, afirman los actores d'esta sçiençia, que es fundado sobre razones naturales, et fúndanlo en esta manera diziendo que en cada una de las espheras çelestes ay intelligençias o ángeles diversos deputados a diversos ofiçios et operaçiones, segunt que en la tierra ay diversos ofiçios et ofiçiales, deputados d'ellos en corte, d'ellos en las çibdades et villas et logares en los quales ofiçios unos tienen jurisdiçión sobre otros [...]. Et por esta vía [...] afirman los dichos doctores que ay estos ofiçios et dignidades en cada una de las espheras çelestes et de aquí fundan et afirman que qualquier que sopiere conosçer los nonbres de los dichos ángeles et los ofiçios et dignidades a que son deputados, et los sopiere llamar [...], que vernán et responderán et revelarán los secretos et cosas advenideras [...], et de aquí concluyen que este libro et la sçiençia en él contenida es fundada sobre razones naturales, el qual fundamento es falso, et de ninguna eficaçia»[23].

Cuadro que nos conduce exclusivamente hacia el libro sexto, el Liber caelorum, que resulta guardar una estrecha relación con el Sefer Ha-Razim. A lo cual hay que añadir el hecho de que se indique, como ya pudimos constatar, la presencia de oraciones devotas, entremezcladas con otras que no lo son, lo cual nos permite deducir que el libro al que hace referencia respondería más bien a la estructura que presentan los mss. de Alnwick Castle 585 y 596, que son, respectivamente, traducciones al italiano y al inglés.
Una orientación similar la encontramos en las primeras referencias que se conocen de la obra y que provienen de la descripción realizada por Pedro de Cornualles en que se alude a un libro atribuido a Raziel que Pedro Alfonso mencionó en su Humanum proficuum. Es una lástima que esta obra no llegara a nuestros días, pues podría aclarar algunos aspectos importantes, que quedan sólo esbozados en lo que indica Cornualles, pero que permiten suponer que la base cabalística y de invocación a los ángeles podría ya estar entremezclada con otras tradiciones, como las alquímicas:

    «liber [...] de quo Petrus Alphonsi [...] loquitur discipulo suo querenti ad eo que essent nomina angelorum illorum que invocata valerent ad mutando ea que ex elementis fiunt in alia et metalla in alia, ita dicens: Hoc facillime potes scire si librum quem secreta secretorum apellant valeas invenire, quem sapientes Judei dicunt Seth filio Adam Rasielem angelum revelasse, atque angelorum nomina et dei precipua scripta esse»[24].

Podemos deducir, pues, que el libro de Raziel recoge verdaderamente tradiciones astrológicas muy antiguas que habían pasado a occidente a través de España por influencia de las culturas semitas. Aún queda mucho por dilucidar sobre las relaciones del texto con el ámbito alejandrino y con las tradiciones astrológicas y mágicas no sólo hebreas, sino también mesopotámicas, egipcias, griegas e hindúes. Lo cierto es que la constante de la mayor parte de este tipo de textos supone generalmente una ampliación de las variables más elementales que conocemos de la astrología, es decir, que no sólo se combinan la eclíptica, el zodiaco, los aspectos, las casas y los movimientos planetarios. No se trata de un juego entre la trayectoria del sol y su paso por las diferentes constelaciones de estrellas fijas, a las que se unen los movimientos «errantes» de los planetas y las relaciones geométricas que se establecen entre ellos y los principales puntos de referencia, con las especiales técnicas de estudio de revoluciones y natividades o natalicios —en definitiva, la tradición astrológica que ha llegado hasta nuestros días—. Los tratados introducidos por las culturas semíticas aportan otros conceptos como el de los decanos y los paranatellonta[25], entrando en juego también elementos como los ángeles, las estaciones, los nombres de los días de la semana, etc. Éstos, independientemente de su origen y de la filiación ulterior con la cábala, el hermetismo, etc., o de su aplicación para formas de magia práctica, como elaboración de talismanes, encantamientos o cualquier otro uso, añaden, en definitiva, parámetros al mapa celeste. Esta tendencia sincretista no será privativa del scriptorium alfonsí, aunque sea una evidente característica de su modus operandi, y la podemos ver incluso en la reelaboración más tardía del Sepher Razi’el hebreo. Los textos, de esta manera, se convierten en compendios en los que se enumeran las correspondencias, a veces auténticas tablas de conversión entre descripciones del firmamento en las que los nombres cambian en los diferentes días y estaciones o según las relaciones que se establecen entre los diferentes astros. Se trata, por así decirlo, de topografías celestes destinadas a someter al caos a un orden casi imposible, constatando todas las regularidades, dando un nombre preciso a las diferentes manifestaciones observables a diario.
Esto implica dos cuestiones de gran interés. La primera, que tales estudios se introduzcan de forma casi paralela a los esfuerzos más puramente matemáticos por explicar los movimientos irregulares, lo que se plasma en las diferentes propuestas de epiciclos y deferentes para ajustar los movimientos retrógrados de los planetas a una mecánica regular del movimiento de las esferas[26]. Claro está, esto no se debe solamente al hecho de que tales discontinuidades fueran consideradas, al igual que sucede con la aparición repentina de cometas, de gran relevancia por su singularidad. Esto justifica la observación previa necesaria para haber inferido unas constantes de comportamiento que llevaron después al intento de formular teorías que dieran cuenta de los hechos. La consecuencia fundamental es que tanto lo que consideramos desarrollo astronómico como el astrológico van a centrar en buena medida sus esfuerzos hacia el común objetivo de resolver estos enigmas. Sin embargo, no hay que olvidar que la astrología no sólo habla de grandes acontecimientos, algo que podría interesar de manera especial a los mecenas de esta disciplina, sino que tiende a dar cuenta en modo particular de lo cotidiano, lo cual es especialmente importante durante todo el período medieval, si consideramos la trascendencia que para el sustancialismo sígnico tiene la relación macrocosmos-microcosmos.
En segundo lugar, vamos a encontrar una tendencia a sintetizar todo este tipo de saberes durante el período final de la Edad Media; pero esto no va a suceder de manera uniforme y el proceso no va a estar exento de problemas. De entrada, porque la astrología presenta confines muy poco diferenciados con las prácticas mágicas (y no en vano, la misma etimología de “magia” está relacionada con este tipo de conocimiento[27]). Además, las prácticas astrológicas, al ir enriqueciéndose, ampliándose y entremezclándose con otras prácticas esotéricas y creencias religiosas y místicas, van a permitir un uso progresivamente mayor hacia todo lo cotidiano. Lo cual justifica la variada estructura de textos como el segundo de los libros de Raziel[28], el Libro del Ala —cuyas relaciones con el Libro de las formas alfonsí y con el Livre des secrez de nature ha estudiado García Avilés[29]—, que versa sobre las virtudes de las piedras (primera ala[30]), hierbas (segunda ala[31]), los animales (tercer ala[32]), entre los que se incluyen sus cuatro naturalezas, de fuego —ángel, espíritu, alma, vientos, fantasma, demonio—, de aire —águila, buitre, halcón, tórtola, abubilla, ibis—, de agua —ballena, delfín, cangrejo, sepia, morena, rana—, de tierra —león, elefante ciervo, gato, comadreja, topo— y, para concluir, las semiforas[33], donde se describen las letras del alfabeto hebreo y sus propiedades (cuarta ala[34]). Sin embargo, lo que sorprende es que ya existe un programa específico que atraviesa el texto, una organización que ensambla las tradiciones convergentes, rechinando solamente en el número de las semiforas, veintidós, que diverge de los 24 componentes enumerados en cada una de las otras partes. Tal vez porque en la base estuvieran las veinticuatro letras fundamentales del alfabeto griego —que, asimismo, por coincidencia, se adaptan mejor a la organización astrológica subyacente—, hecho que encontraría mayor correspondencia con las fuentes que hasta ahora se han indicado[35]. Pero lo que prevalece, en cualquier caso, es una asimilación a la óptica del esoterismo hebreo, supeditando los diversos componentes a las propias prácticas religiosas; así, se intercalan las virtudes de las hierbas con el uso de sahumerios dedicados a determinados ángeles, o se apela a Hermes en el mismo contexto en que se habla de Salomón y Raziel.
Bien, pues todo esto hay que considerarlo en un entorno específico en que ya el mismo saber astrológico menos heterodoxo venía mostrando claros signos de estar ampliando sus principios y, paralelamente, su aplicación práctica. Un buen ejemplo lo hallamos en este curioso pasaje del libro Sobre la carta natal de Abraham Ben Ezra:

   «Según Hermes, el lugar de la Luna a la hora de la infusión del esperma en la matriz, será el Ascendente de la natividad, y el Ascendente de la concepción es la posición de la Luna en el nacimiento. Lo cual se ha comprobado que es verdad, excepto que el nacimiento tenga lugar en el 7º o 11º mes.
   Los profesionales de la Astronomía atribuyen el mes primero a partir del momento de la concepción a Saturno, dado que éste rige la fuerza retentiva del semen. El segundo mes, a Júpiter, puesto que éste induce al crecimiento del semen. El tercero lo atribuyen a Marte, pues aumenta el calor y el movimiento. El cuarto al Sol, que dispone la vida espiritual en el corazón. El quinto a Venus, que forma las líneas corporales, la belleza y los miembros. El sexto a Mercurio, que separa o distribuye los diversos miembros, unidos hasta ese momento. El séptimo a la Luna, que es indicadora de la forma y la medida: y sucede que el nacido en este mes, vive, pero no mucho tiempo, y apenas nace ninguno que no tenga algún defecto en dicho mes. El octavo de nuevo se dedica a Saturno, como el primero, que hace salir el feto, y si por el movimiento del ánima, o un accidente del cuerpo, la gestante da a luz en este mes, lo mismo ésta que el feto quedarán privados de la vida. Igualmente, se atribuye el noveno a Júpiter, en el cual nacen la mayoría. También hay nacimientos en el mes décimo, dado que Marte gobierna el movimiento del que se encuentra en este mes. Los hay también que vienen al mundo en el mes undécimo, pero muy raros, uno entre mil»[36].

No resulta, pues, extraño, encontrar correspondencias aisladas entre las diferentes obras, lo cual hace difícil el rastreo de las fuentes hasta que no se realicen estudios filológicos serios en torno a los diferentes textos. Así, vemos cómo en Astromagia se dice:

   «El nombre del día martes en la témpora primera es Saryón, en la segunda es Oaoguarnedán, en la tercera Pizranella e en la quarta es Aglagamusth, in alio Aguaglamuth»[37].

Aunque en este punto, así como para el contexto de este apartado, la fuente es el Liber Razielis, encontramos una perfecta correspondencia en el Sepher Razi’el hebreo, donde se puede leer en la reciente traducción inglesa:

   «The name in the third day of de week of de first season is Sheriyachetz. In the second, it is Qohebereneden. In the third, it is Phezeren. In the fourth, it is Hegelomoth»[38].

Ahora bien, lo que en realidad nos interesa de la genealogía del libro pasa, pues, por su asimilación a la cultura medieval, a partir de unas claves que se vieron favorecidas por la filosofía escolástica y por la asimilación que el cristianismo realiza de la cosmología aristotélica. Es decir, que lo que va a ser fundamental aquí no es tanto el hecho de que se identifique a los ángeles y a los arcángeles con planetas o estrellas, o que se los invoque bajo diferentes nombres dependiendo de su posición zodiacal. Lo que Barrientos y sus contemporáneos podían leer en el texto era la concepción de base, es decir, el modelo heredado de Aristóteles a través, en especial, de Santo Tomás. La idea de un mundo celeste perfecto e incorruptible que se opone a un mundo sublunar sometido a la corrupción. O lo que es lo mismo, la interpretación cristianizada que espiritualiza las diferentes esferas, haciendo que sea la voluntad divina, la ley de Dios, el motor del que depende todo lo celeste, lo que explica los cambios y la mutabilidad terrestres: el desorden, el azar.
Si no dejamos de atender a esta perspectiva, podemos fácilmente comprender en qué consiste lo sacrílego de los diferentes libros de Raziel: compartir una determinada forma de entender el universo semejante a la asimilada por el cristianismo de la época, pertenecer a una tradición religiosa con un tronco común que apela a conocidos nombres sagrados, a oraciones devotas, etc. Sólo que sobre esa base, en torno a esas esferas tan dantescas, se añade una operación inversa: influir en lo celeste para que juegue a nuestro favor. Y esto, ya fuera mediante talismanes, ya fuera pronunciando el nombre correcto e invocando, ya fuera con oraciones, ponía patas arriba el edificio organicista que justificaba el completo modelo económico y social de los últimos siglos de la Edad Media. Pero tal circunstancia no es, ni mucho menos, casual. No tiene que extrañarnos el que hasta Alfonso X este tipo de creencias no supusiera un peligro. Para su universo sacralizado aún no se entrevé de forma sistemática un peligro en el diálogo con la naturaleza. El bien y el mal tienen sus líneas de correspondencias en el sustancialismo sígnico y lo importante es saber de qué lado se está. La intervención de los ángeles y la de los espíritus malignos son el motor de la corruptibilidad mundana y de su redención. Y como entonces el determinismo divino no se cuestiona, no va a ser necesario poner en duda el uso de las identidades: interpretar los signos divinos u operar con ellos en beneficio propio no es algo que deba forzosamente alarmar a la ortodoxia de la fe. A fin de cuentas, entre el uso de la astrología, la invocación a los ángeles y la plegaria no hay por qué ver grandes diferencias.
Comparar, desde este punto de vista, las razones alegadas por Barrientos para condenar la mayor parte de las prácticas mágicas con lo que se declara en la séptima Partida alfonsí en su título xxiii, de los agoreros, puede resultar esclarecedor: «Ley primera. Qué cosa es adeuinança e quantas maneras son della. Adeuinança tanto quiere dezir commo querer tomar el poder de Dios para saber las cosas que están por venir[39]». Sólo esto basta a Barrientos para condenar en bloque cualquier forma de magia, como ya indicábamos. Sin embargo, aquí esta premisa sólo sirve para diferenciar entre las formas ilícitas y las lícitas, como «la que se faze por arte de astronomía, que es vna de las siete artes liberales. Ésta segund el fuero de las leyes non es defendida de vsar a los que son maestros e la entienden verdadera mente. Porque los iuyzios e los asmamientos que se dan por esta arte son catados por el curso natural de las planetas e de las otras estrellas. E fueron tomadas de los libros de Tholomeo e de los otros sabidores que se trabaiaron de esta çiençia»[40].
Todo esto coincide con el hecho de que, a partir del siglo XII, empiezan progresivamente a dejarse sentir los síntomas de la aparición de la nueva clase burguesa, entonces emergente. Lo cual nos va a llevar a la consolidación de nuevas concepciones que progresivamente se irán asentando y desajustando el sistema. Una nueva forma de concebir la naturaleza va a ir abriéndose paso y los primeros síntomas los podemos encontrar en el emanacionismo y, sobre todo, en el neoplatonismo agustinista, el cual, como señala Juan Carlos Rodríguez, «no se puede identificar sin más con el platonismo laico, aunque sin duda aquél abra la brecha que posibilitará la tematización de éste»[41]. Una visión que incide sobre la forma de entender la realidad mundana en la que no sólo el libro sagrado es la ley, sino que la naturaleza también es voluntad de Dios, escritura directa en su criatura. Las cosas empiezan a tener valor propio, intrínseco, a reclamar sus reglas. O se las regulariza divinizándolas, haciéndolas depender de un nuevo orden armónico, o sometiéndolas, supeditándolas a la vieja visión negativa.
No es casualidad que el mismo concepto de ley atraviese un similar recorrido, como analiza en Naissance de la loi moderne Michel Bastit, quien afirma:

   «Au logos grec semble s’être substitué la Parole divine qui s’exprime depuis le Sinaï jusqu’à la fin du Nouveau Testament. Dès son origine, cette Parole conçue comme un élément extérieur et transcendent qui descend dans le monde mais lui demeure étranger et semble s’y opposer. Les Hébreux qui la reçoivent, comme plus tarde certains chrétiens, voient dans l’affirmation divine une opposition au monde par où elle différait de façon brutale de toutes les traces d’immanentisme présentes dans la pensée grecque. Dans cette perspective, toute science est contenue dans la révélation qui vient contredire les données sensibles pour révéler le vrai sens des phénomènes. Il devient donc, non seulement inutile de se intéresser aux choses de ce monde, mais encore celles-ci, qui sont des créatures finies, sont trompeuses. Elles ne peuvent nous indiquer ce qui est bien, elles peuvent seulement égarer nos sens et notre esprit en le détournant de sa fin. Il s’ensuit que la révélation est un commandement qui, en raison de son origine transcendante, est détaché du monde et a pour fin d’en détacher celui qui lui obéit afin de la faire vivre non plus selon la nature, mai selon la volonté divine»[42].

Esa situación de partida se va a ver modificada a partir del siglo XII tanto por la renovación del agustinismo como por la retoma del pensamiento aristotélico que el tomismo lleva a cabo. Sin embargo, este fenómeno de regreso hacia las cosas, de una nueva forma de afrontar los hechos y la naturaleza, viene a ser la consecuencia de una realidad social que estaba cambiando en todos sus niveles, a partir del económico. Es decir, que lo determinante no van a ser las fuentes, ni la evolución individual de las diferentes áreas de conocimiento. El pensamiento y la cultura se van a renovar en bloque y la brecha se va a producir en el mismo punto en los diferentes niveles. No tanto el concepto de movimiento, como proponía Thomas Kuhn, sino la identidad signo-sustancia, en un primer momento, y la «forma sustancial», tal y como la formula la escolástica, en última instancia. Es decir, las bases en que se sustenta el viejo concepto de sujeto, que es lo que verdaderamente va a entrar en decadencia y va a modificar la diferente percepción de la realidad.
Aquí se inscribe el hecho de que de pronto, esas correspondencias sígnicas van a empezar a suponer la posibilidad de intentar modificar la naturaleza de las cosas, de ejercer un control directo sobre ellas. Ya no se trata de saber los designios de la providencia y de prevenirse o acatarlos de una determinada manera. No se trata de buscar el favor de aquello que mueve el orden mundano, que es el celeste, reproduciendo, por ejemplo sus signos en las piedras. Y este cambio de interpretación pasa por la renovación neoplatónica, por la nueva formulación del concepto, que presupone la expresión de una esencia interna, la afirmación de un valor intrínseco del que están dotadas las cosas, destinada, como indica Juan Carlos Rodríguez, a consolidar, en oposición al escolasticismo, una jerarquía de las almas que oponer a la jerarquía de sangres feudal[43].
De ahí, pues, que ya con Barrientos la situación se invierta respecto a lo que hemos visto en las Partidas. Ahora será el primer presupuesto, la definición de “adivinar”, lo verdaderamente sospechoso, mientras que la mayor parte de las creencias nigrománticas sean juzgadas simplemente como falsas y negadas tanto por razones naturales como por razones teológicas. La principal consecuencia de todo esto va a influir directamente en la forma en que se va a instrumentalizar lo mágico en lo literario, que va a ser, a fin de cuentas, la evolución inversa a lo que encontraremos en el aporte de todas estas creencias al pensamiento y la filosofía humanista, sobre todo al neoplatonismo[44]. Es decir, que precisamente el nuevo estereotipo que se crea de la magia, como reacción a las ideas renacentistas, revela en sus mismas bases las razones por las que estas ideas provocan tanto temor a la ortodoxia cultural de la época. Precisamente, porque al tocar desde su centro la idea del control de la naturaleza y de la expresión de la propia voluntad se convierte en fácil presa de la caricaturización de los principios contra los que la perspectiva organicista —que acabará usando también la base animista, aunque invirtiéndola— lucha en estos momentos. Ahora bien, cuando se formulen sus argumentos sobre el tema vamos a percibir enseguida que se vinculan con gran frecuencia con el problema del libre albedrío, con la fortuna, con el azar. En definitiva, con todo aquello que escapa al control del hombre y que, al menos hasta el barroco[45], se trataba de regularizar a partir del orden divino como contrapuesto al desorden, tan diabólico, provocado por el intento de alterarlo. Lo cual se puede constatar en todas las burlas y las invectivas quevedescas hacia lo mágico, desde el primer capítulo de El Buscón hasta su poesía satírica. Circunstancia que corre paralela al éxito, a partir del barroco, del tema faustiano, del cual existen manifestaciones medievales que, sin embargo, presentan distinta intencionalidad y significado[46]. En este sentido, una obra como El mágico prodigioso de Calderón habría que leerla a la luz de La vida es sueño y, sobre todo, del auto sacramental El gran teatro del mundo. Precisamente, porque la versión que se da en este momento del tópico de la scena vitae va a significar la llamada al orden propuesto, a la aceptación de la función que Dios ha dado a las cosas. Tal vez por todas estas razones, no se halle muy lejos la figura de Cipriano a la de Don Juan[47], aunque las vicisitudes de los mitos que éstos representan vayan a sufrir desarrollos muy dispares en los sucesivos períodos históricos. Es, en cualquier caso, significativo que el momento crucial de la obra apele al libre albedrío:

«DEMONIO




JUSTINA

DEMONIO
JUSTINA
Si una ciencia peregrina
en ti su poder esfuerza
¿cómo has de vencer, Justina,
si inclina con tanta fuerza
que fuerza al paso se inclina?
Sabiéndome yo ayudar
del libre albedrío mío
Forzárale mi pesar.
No fuera libre albedrío
si se dejara forzar»[48].

El devenir sucesivo de la magia está condicionado por la aceptación de las leyes naturales, es decir, por las circunstancias que determinaron, como primer síntoma, la prohibición de los autos sacramentales y la decadencia de las comedias de magos en el XVIII. Sobre todo porque ahora el azar, el caos, hay que someterlo a otro tipo de razón. El interés de la magia decae y no se recupera de forma manifiesta hasta la llegada del romanticismo, que va a suponer la traslación definitiva de la magia al ámbito de la fantasía. Y lo hará precisamente porque la oposición alma/razón en claves románticas trata de reivindicar la imposibilidad de la experiencia para dar cuenta de todo lo acontecido. Lo cual generará una tendencia inversa, desde una perspectiva positivista, que hará que el argumento se mantenga vivo, aunque ya en otras coordenadas. Así, paralelamente, asistiremos a su resurgimiento en creencias, como las teosóficas, que tratan de integrar lo mágico como parte de un universo científico, el del espíritu, aún inexplorado. Algo que quizás testimonie, mejor que nadie en España, Juan Valera en sus numerosas reflexiones sobre este tema, que quedan bien glosadas en la siguiente afirmación en torno a la metafísica y al budismo esotérico:

   «En tal disposición de ánimo deben de estar todas esas sociedades teosóficas que se han establecido por el mundo [...]. Hasta hoy, ni con budismo esotérico ni sin él han hallado a Dios; pero le andan buscando por la ciencia.»[49].

Ideas todas que tendrán su incidencia en lo literario, pero que habrá que estudiar detenidamente en sus concretos desarrollos, en función de las determinadas bases ideológicas que las generan y atendiendo a las diferentes peculiaridades que manifiestan.
Raziel inaugura, por lo tanto, un mito cuyo recorrido se diluye a lo largo de su historia y del que hemos querido dejar constancia, en estas páginas, expresando su significado específico a partir de la sociedad y de la cultura en que tiene su origen y de los valores que adquiere en cada modelo ideológico al que se adapta. La magia de esa otra historia que nos lleva hacia los modernos espacios de la fantasía literaria forma parte de otro episodio, aquí sólo esbozado, en el que aún quedan muchas cuestiones que abordar.

 

Notas

[1]  Creo que no va a ser necesario ahora entrar en detalles de discusión teórica para sugerir desde estas páginas que es distinta la función de lo maravilloso en un cuento infantil y en una novela gótica, de la misma forma que también lo va a ser en una narración hagiográfica medieval respecto a una novela del realismo mágico. Es decir, que el esfuerzo para obtener un resultado parecido, sometido a unas supuestas idénticas constantes, se va a conseguir de manera estructuralmente distinta dependiendo, además, de factores que no se pueden deducir de las características formales del texto y que tampoco se pueden achacar exclusivamente a las diferencias de géneros. Esto es, la inserción de lo maravilloso en una novela o un relato realista va a conllevar un esfuerzo de cotidianización de lo que concebimos como imposible, y que el lector sigue aceptando como tal, entrando en lo absurdo o forzando la interpretación en lo metafórico. Para la novela gótica, el esfuerzo consiste en hacer vivir esa realidad imposible como una instancia pura, trascendente, donde el valor simbólico comunica de manera pura por encima de lo empírico. En una hagiografía también existe una necesidad de creer, pero ésta se da de manera completamente distinta, es decir, el milagro hay que creerlo como acontecimiento, seguramente como realidad más auténtica de la experiencia engañosa, con toda una serie de variantes que van a cambiar desde la edad media hasta los siglos XVII y XVIII.
[2]  Vid. Rosalba Campra, «Il fantastico: una isotopia della trasgressione», en Strumenti critici, xv, 2 (junio de 1981), pp. 199-231. En las citas seguimos la traducción española en «Lo fantástico: una isotopía de la transgresión», en Teorías de lo fantástico, Introducción, compilación de textos y bibliografía por David Roas, Madrid, 2001, Arco/Libros, col. Lecturas, 2001. Dicha traducción presenta, de acuerdo con la autora, algunas actualizaciones terminológicas y añadidos siguiendo R. Campra, Territori delle finzioni, Il fantastico in letteratura, Roma, Carocci, 2000.
[3]  Ibíd., pp. 174-5.
[4]  Lope de Barrientos, Trattato sulla divinazione e sui diversi tipi d'arte magica, Torino, Edizioni dell'Orso, 1999, p. 196.
[5] Y más o menos vinculadas con antiguos cultos egipcios fusionados a través de la convivencia cultural en Alejandría, tradición a la que los textos que las recogen apelan y que tal vez habría que dejar de considerar como un recurso protocolario para darles una falsa imagen legendaria. Esto puede resultar válido para los sucesivos grimorios tan difundidos a partir del siglo XVI, pero no para los antiguos tratados difundidos durante la época medieval, por muy espúreos y sincréticos que puedan parecernos. El que parte de estas leyendas y tradiciones mágicas, al igual que curiosamente también el desarrollo del mismo cristianismo, tengan raíces que se pueden asociar a tal ámbito cultural es una hipótesis hacia la que convergen algunos serios estudios actuales.
[6] Existe una edición de dicho texto en Anales salmantinos I, «Vida y obras de Lope de Barrientos», edición de Luis G. A. de Getino, Salamanca, 1932.
[7] Lope de Barrientos, Op. cit., p. 166.
[8] No es casualidad que importantes ciudades asociadas a una fuerte tradición de prácticas mágicas como Toledo, Praga, Turín, Lyon, etc., hayan tenido una importante población judía. Es evidente que el romanticismo potenció la fama histórica dotándola de un carácter legendario. Por otra parte, conviene observar cómo los rasgos fisonómicos con que se ha representado habitualmente al mago parecen claramente inspirados en la imagen del hebreo.
[9] Sobre el Libro de Raziel, véase la información aportada en el capítulo introductorio «Raziel: astrología, cabala e alchimia» en Lope de Barrientos, Trattato sulla divinazione e sui diversi tipi d'arte magica, Torino, Edizioni dell'Orso, 1999, pp. 25-41. Más información aparecerá en un estudio actualmente en preparación que aparecerá en el número 6 de Artifara acompañando a la traducción italiana del texto y analizando las principales diferencias entre los manuscritos latinos del s. XV y la más conocida línea hebrea del XVII.
[10]  Lope de Barrientos, Op. cit., p. 112. El subrayado es nuestro.
[11]  Importantes diferencias en el contenido se presentan en las versiones latinas (mss. Vaticano -ms. Reg. Lat. 1300- y R 105 de la Biblioteca Ambrosiana de Milán) y sus posteriores traducciones (mss. Alnwick Castle 596, Sloane 3826, 3847, etc.), como en las ediciones hebreas del siglo s. XVIII. Para una información más detallada, vid. Lope de Barrientos, Op. cit., p. 70, nota 42.
[12] Para los testimonios literarios que reproducen una cita en que se resume el contenido del Libro de Raziel en el Humanum proficuum de Pedro Alfonso vid. Lope de Barrientos, Op. cit., p. 33. Más adelante volveremos a esta cuestión en el presente artículo.
[13]  Ibídem, pp. 33-6.
[14]  La cita pertenece a la tesis de Pablo César Moya, Transgresión y ejemplaridad en la narrativa sacralizada de la Edad Media, U.N.E.D., 1997, p. 39. Una exposición más detallada del mismo autor en torno a lo mágico en la literatura española medieval la encontramos en Los siervos del demonio: aproximación a la narrativa medieval, Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia , 2000.
[15] Lope de Barrientos, Trattato sulla divinazione e sui diversi tipi d’arte magica, edizione di Fernando Martínez de Carnero, Torino, Edizioni dell’Orso, 1999, p. 116.
[16] Ibíd. p. 74.
[17] Vat. Reg. lat 1300, fol. 1r
[18] Tesis doctoral de G. O. S. Darby, An Astrological Manuscript of Alfonso X, Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1932, pp. 71-73.
[19] Anna Maria Vaccaro, Kancaf el Yndio, sulle ventotto mansioni lunari, Montaina, Palermo, 1959.
[20] Vid. «La cabala e il ‘Libro de Raziel’», in Alfonso X el Sabio, Astromagia, a cura di Alfonso D’Agostino, Napoli, Luguori Editore, pp. 39-45.
[21] Vid. «Alfonso X y el Liber Razielis: imágenes de la magia astral judía en el scriptorium alfonsí», en Bulletin of Hispanic Studies, LXXIV, 1997, pp. 21-39.
[22] Creo que corresponde al padre Getino la benevolencia de afirmar que el ejemplar de Enrique de Villena no fue quemado, lo cual seguramente deduce del hecho de que hable de él en su tratado. Otros autores siguen dando por buena la suposición. Creo que es obvio que Barrientos debía conocer perfectamente el texto y no necesitaba tener una copia en sus manos para ilustrar su contenido. Si nos atenemos a sus palabras, la obra acabó en el fuego siguiendo las órdenes del rey: “lo qual yo puse en execuçión en presençia de algunos tus servidores” (Op. cit., p. 112).
[23] Op. cit., pp. 110-14.
[24] Cfr. R. H. W. Hundt, Studies in Medieval History presented to F. A. Powike, 1948, p. 151.
[25] Los decanos, 36 divinidades mediadoras, rigen en sus diferentes manifestaciones a los signos zodiacales en una organización tripartita en la que cada área se divide, a su vez, en diez días o grados. Los paranatellontas son las constelaciones que surgen o se ponen en el horizonte al mismo tiempo que los signos del zodiaco. Las primeras manifestaciones de este tipo de mapa estelar aparecen ya apuntadas en Hesíodo, aunque no hay una constatación completa hasta Eudoxo de Cnido. Los origenes de esta tradición son muy complejos, según apunta D’Agostino en su excelente introducción a Astromagia (Vid. «Albumasar: decani e paranatellonta», in Op. cit., pp. 31-39).
[26] Para una explicación general de los diferentes desarrollos teóricos de epiciclos y deferentes vid. Thomas S. Kuhn, La revolución copernicana, Barcelona, Folio, 2000.
[27] No es causalidad que el sentido de “mago” siempre se haya matizado en el episodio de la adoración en Mateo 2. Baste, como muestra, la definición que da Sebastián de Covarruvias en su Tesoro de la lengua castellana: «Esta palabra es pérsica y vale tanto como sabio o filósofo. Los magos que vinieron guiados de la estrella de hazia las partes orientales a Belén, a adorar al niño Dios, Redentor Nuestro, en algunas partes se llaman reyes, por quanto en aquellas provincias lo eran los sabios, y assí éstos no eran encantadores, como en otra significación se llaman magos los que por arte mágica, ayudados del demonio, permitiéndolo Dios, hazen algunas cosas que parecen exceder a lo ordinario de la naturaleza. Tales fueron los magos de Faraón, y son todos los que usan el arte mágica, condenada y reprovada».
[28] La división en capítulos del Liber Razielis es la siguiente: «Primus liber dicitur clavis. Secundus dicitur Ala. Tertius dicitur Thymiama. Quartus dicitur liber temporum. Quintus dicitur liber mundicie et abstinencia. Sextus dicitur liber samayn, quod vult dicere liber celorum. Septimus dicitur liber magice quia loquitur de virtutibus ymaginum» (Vat. Reg. lat 1300, fol. 3v).
[29] Op. cit., pp. 32-6. Las relaciones entre el capítulo octavo del Libro de las formas y la primera parte del Libro del Ala son evidentes, por lo que su filiación con el Livre du secrez de nature y el resto de los lapidarios griegos es indiscutible. Ahora bien, el hecho de que la fuente de transmisión alfonsí partiera de un texto griego, a pesar de lo que afirma la obra francesa, no me parece tan seguro, sobre todo si consideramos que contenidos esotéricos similares se hallan en obras como Sirr al-asrâr –Poridat de poridades-, cuya parte final (tanto en la versión breve, que es la seguida por la traducción española, como en la versión completa que se transmitiría, sobre todo, mediante la traducción hebrea, Sod ha-sodot) es también un lapidario, más breve y con distinta estructura, pero con algunas aisladas coincidencias, como la de atribuir a las propiedades del heliotropo el conferir la invisibilidad. Conviene no olvidar, además, que los lapidarios cuentan ya con una fuente importante en Plinio el Viejo, en su Naturalis Historia, cap. XXXVII
[30] f. 21r-25 v.
[31] f. 25v-30v.
[32] f. 30v-36v.
[33] Son los nombres sagrados o, como define este mismo libro: «semiforas, quod significat nomen mágnum perfectum» (f. 11r). Algunos textos, como Las Siete edades del mundo de Pablo de Santa María, identifican semiforas con el tetragrámaton. En hebreo, shem hemaphoras.
[34] f. 36v-37 v.
[35] Vid. Alejandro García Avilés, op. cit., pp. 35-6.
[36] Messahallah-Ben Ezra, Textos astrológicos medievales, traducción y notas de Demetrio Santos, Madrid, Barath, 1981, pp. 160-1.
[37] Op. cit., p. 258.
[38] Sepher Rezial Hemalach: The Book of the Angel Rezial, edited and translated by Steve Savedow, York Beach, ME, Samuel Weiser, 2000, p. 24. Nótese, en los nombres de los ángeles, las correspondencias consonánticas, que los hacen aún reconocibles a pesar de los diferentes criterios de transcripción vocálica y del tiempo que media entre las versiones. Para la edición hebrea, vid. Seffer Razi’el Hamalach, P Shalom Pubns, 1980.
[39] Cfr. Alfonso X, Siete partidas, Sevilla, Meinardo Ungut e Estanislao Polono, 1491.
[40] Ibidem.
[41] Vid. Juan Carlos Rodríguez, Teoría e historia de la producción ideológica, Madrid, Akal, 1990, p. 67.
[42] Michel Bastit, Naissance de la loi moderne, Paris, Presses Universitaires de France, coll. Léviathan, 1990, p. 27.
[43] Vid. Op. cit., pp. 66-111.
[44] Algunos de estos aspectos se encuentran analizados en mi introducción del Tratado del divinar de Barrientos, op. cit., pp. 18-52.
[45] No podemos resumir en pocas líneas la complejidad del problema de la magia en el renacimiento y el barroco, pues requiere un tratamiento mucho más amplio que dejamos para otra ocasión.
[46] Es evidente que el tratamiento que da, por ejemplo, Don Juan Manuel en El conde Lucanor, Exemplo XI, lo que problematiza no es la práctica de la adivinación del futuro en sí, sino el comportamiento humano. Algunos aspectos históricos del tema de Fausto los he analizado en «Morsamor o la aventura de la fantasía», en Estudios de estética y estilística, Torino, Celid, 2001, pp. 81-114.
[47] Algunas consideraciones que he realizado desde este punto de vista sobre el personaje de Don Juan a lo largo de las diferentes obras literarias se hallan en «Una rosa nella tomba. Don Juan dalla corte al suburbio», en Il convitato di pietra. Don Giovanni dalle origini al Romanticismo, a cura di Monica Pavesio, Torino, Edizioni dell’Orso, 2002, pp. 217-37 y en «La poética de El estudiante de Salamanca», en Estudios de estética y estilística, Torino, Celid, 2001, pp. 31-70.
[48] Cfr. Pedro Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, Madrid, Cátedra, col. Letras Hispánicas, 1985, p. 142.
[49] Cfr. «Notas a “La metafísica y la poesía”», en Juan Valera, Obras completas, tomo II, Madrid, Aguilar, 1961, pp. 1678.

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