Son muchos los puntos de encuentro entre magia y literatura,
probablemente porque ambas esferas han estado muy próximas a través
de la historia. Así, a veces por puro azar, los textos nos conducen hacia
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Prima pagina del Liber Razielis ms. Reg. Lat. 1300, Biblioteca del Vaticano |
Recorrer la genealogía de la magia requiere, en cualquier
caso, realizar un esfuerzo previo al análisis de su inserción
en lo literario. Lo cual va a ser necesario para evitar errores de valoración
a la hora de deducir las diferentes funciones de los elementos en juego. Si
no conocemos previamente lo que la magia representa en los diferentes períodos
y manifestaciones, correremos el riesgo no captar su significatividad, su pertinencia
discursiva. Los planteamientos, por ejemplo, que Todorov aplica a lo fantástico,
sin considerar los valores que tal concepto puede adquirir en diferentes momentos
histórico-culturales, desestiman una instancia tremendamente significativa,
especialmente en el juego narratológico. Y esto significa, entre otras
cosas, obviar el problema de que autor y lector son ya cómplices, al
menos en la cultura contemporánea, olvidarse de que lo que el texto cuenta
es falso, ficción que fingimos literariamente creer, lo cual invierte
radicalmente la dinámica de los elementos que intervienen en el proceso
de creación de lo fantástico, afecta directamente a la taxonomía
propuesta por Todorov, hace poner en duda la posible aplicación con carácter
universal de las conclusiones extraídas (1)
e impone, a mi juicio, la necesidad de disociar el modo de interrogar este tipo
de textos. Es decir, que al describir las características literarias
del género hemos de considerar el esfuerzo creativo fuera del binomio
ficción/realidad, donde en todo caso el esfuerzo del autor no consiste
en hacer creíble lo extraño, sobrenatural o imposible ante las
leyes físicas; al contrario, todo relato fantástico en claves
modernas es un esfuerzo, por así decirlo, hiperrealista, en el que antes
de convencer al lector de la innaturalidad de algo que acontece en el texto
hay que llevarlo hacia el terreno de la veridicidad de lo relatado. Afirmación
que fuerza hacia un extremo más radicalmente histórico y no historicista
muchas de las lúcidas aportaciones a este argumento que Rosalba Campra
expuso en «Il fantastico: una isotopia della trasgressiones (2),
donde, al hilo de las reflexiones de Metz sobre la verosimilitud y de Barthes
sobre «el efecto realidad» ya planteaba que «no es la trasgresión
la que se tiene que esforzar por ser creíble sino todo el resto, que
tendrá que responder al criterio de la realidad según el orden
natural: lo fantástico se configura como una de las posibilidades de
lo real (3).
Pero esta perspectiva se distancia metodológicamente, y por lo tanto
en sus conclusiones, con respecto a nuestra interpretación, pues aunque
se considere siempre que lo que aquí está en juego son sistemas
convencionales que hacen de «realismo» y «fantástico»
categorías históricas, aquí trataremos de demostrar que,
en primer lugar, ambas instancias están implicadas en un determinado
horizonte donde el nivel ideológico condiciona el modo específico
en que son concebidas y, en segundo lugar, tal modelo conceptual va a determinar
la manera específica de institucionalizar los diferentes tipos de discursos
que serán serializados como géneros.
La magia como componente literario complica aún más
las cosas: en primer lugar, por su afinidad con las diferentes realizaciones
de lo fantástico y lo sobrenatural; después, por sus relaciones
con la religión y la filosofía, que van a originar una distinta
concepción y uso de lo mágico en diferentes períodos históricos;
en último lugar, por la concreta manipulación que se haga en el
proceso de adaptación al texto literario, donde el autor jugará
con los valores culturales que considere convencionales, pero aplicándolos
a una concreta concepción estética, del género, argumento,
etc., guiado por una determinada intención comunicativa en su materialización
en el soporte puramente textual. Cuestiones que requerirían un espacio
más amplio del que ahora disponemos y a las que merece la pena dedicar
un estudio más exhaustivo. Sin embargo, sí querríamos aprovechar
la ocasión para proponer un acercamiento a ese primer punto, relativo
a los principales cambios en la concepción de la magia en diferentes
momentos de nuestra cultura al hilo de unas reflexiones que dependen de su estudio
a través del análisis de algunos textos filosóficos y literarios.
Los motivos iniciales que me condujeron al tema de la magia
se deben al Tractado del divinar de Lope de Barrientos, texto que edité
y traduje al italiano, acompañado por un estudio relativo a las principales
cuestiones que suscitaba. Sin embargo, el interés producido por el texto
en sí mismo fue diluyéndose durante el proceso de estudio en beneficio
de las condiciones que le daban su verdadero sentido histórico. Barrientos
había compuesto un tratado por encargo del rey Juan II que cobraba significado
en función de la secuencia que cerraba: desde caso y fortuna a los sueños
premonitorios y de ahí a la magia, entendida principalmente como forma
de adivinación. Bajo el barniz aparente de ejercicio de ortodoxia tomista
se escondía una de esas grietas cruciales para la ideología del
período, que no dejaba de evocarme las peripecias del aquinate para dar
una coherencia imposible a la ascensión de Cristo a los cielos: una búsqueda
extravagante de forzamientos lógicos destinada a conjugar razón
natural y teológica en un punto de imposible convergencia, casi inspirada
en los disparates aristotélicos para explicar el movimiento a partir
de una teoría que hace aguas desde sus mismas bases. De igual manera,
Barrientos estaba ya tematizando una cuestión que había de ser
rémora de tantas náufragas especulaciones que se fueron arrastrando
hasta el XVII: el tema del libre albedrío y su cuestionamiento en una
sociedad de transición, donde la convivencia de valores organicistas
y animistas tocaban fondo allí a la hora de definir los atributos del
sujeto ante el orden natural en que se lo concebía, radicalmente diferente
en ambas perspectivas.
Es decir, la pregunta a la que Barrientos responde sigue
un íter obligatorio condenado a asumir una concepción
de la naturaleza determinada en sus leyes (más adelante profundizaremos
en la importancia del término «ley»), pero a la vez abierta
a la gran representación de la scena vitae, a la vida como prueba
en la que el señor ha de valorar la fidelidad del súbdito. Y en
estas claves se mueve la concepción conferida a lo mágico (aquí
sinónimo de lo sobrenatural, por el obvio motivo de que las leyes naturales
y divinas se mezclan o, mejor dicho, se entrecruzan): la naturaleza sigue un
orden inalterable para la voluntad humana, pero la razón teológica,
las pruebas de autoridad, nos dicen por los testimonios de las escrituras que
éste a veces se trasgrede, lo cual sólo puede ocurrir por voluntad
divina. Dios juega con sus propias reglas para ostentar su poder, o bien para
poner a prueba a quienes flaquean en su fe. Claro está, el problema de
base es que ya se está desarrollando una noción de sujeto capaz
de apoderarse del propio destino, de construirse, en una época en que
es necesario preservarse de tal peligro y, por lo tanto, regularizar los límites,
mantener la idea de que la propia condición es inalterable, forma parte
del papel asignado al hombre en la gran prueba a la que se le somete. Y es así
como nos topamos con los pormenores de un enfoque de la magia que no resulta
estable, heredado de formas previas y transmitido en su inmaculada inalterabilidad.
La magia que se va definiendo al indagar en el texto de Barrientos, muy distinta
de la concepción que encontramos en la Visión delectable
de Alfonso de la Torre, aunque ambas determinadas por un horizonte común,
está configurada por un modo específico de problematizar su existencia
que va a ir delineándola, construyéndola según patrones
muy alejados de la imagen que tradicionalmente nos hemos formado de ella.
Son dos los niveles fundamentales en que esta historia de
la magia surgida de las reflexiones en torno al texto de Barrientos va a ir
revelando la magia de su historia. En primer lugar, la manera en que el autor
desestimará todas las tradiciones populares y creencias provenientes
de antiguos cultos precristianos, que desbaratan de inmediato nuestra imagen
del proceso inquisitorial contra la bruja y la escoba, casi arrancada de cuajo
de los más elementales estereotipos a partir de la leyenda negra. No
hay mayor condena que el desdén hacia la imagen popular de las lamias,
que no pueden “entrar por los resquiçios o agujeros de las casas, et
[...] que se tornan ansares et entran a chupar los niños"(4),
derivada según Barrientos de operaciones de la fantasía de quienes
tienen dañada alguna potencia de las interiores y respecto a la que veladamente
sugiere que no se use como pretexto por parte de las madres para excusar la
falta de cuidados hacia los propios hijos, evitando achacar a las brujas el
que sus criaturas muriesen por “mala guarda”. Una respuesta similar se hace
extensiva al modo de interpretar los aquelarres, que identifica literalmente
con la supervivencia de antiguos cultos de la diosa Diana. Resulta, pues, evidente,
que la tipificación de esa magia va a recorrer diferentes caminos –desde
el XVI hasta los grabados de Goya–, los cuales no pasan por recoger los valores
concretos que la cultura religiosa oficial hubiera podido darles en el siglo
XV.
Contrariamente, lo que ahora halla una clara pertinencia
es la práctica de cultos inspirados en una raíz común,
en el mismo tronco de creencias que servía de soporte a toda la arquitectura
ideológica del período. Es decir, que lo realmente condenado como
peligroso era lo que Barrientos recordaba no haber podido salvar de entre los
libros de Enrique de Villena: el Sefer Raziel. O lo que es lo mismo,
todas las prácticas religiosas surgidas de las creencias místicas
semitas y que apelaban a tradiciones bíblicas, más o menos apócrifas (5),
resultan castigadas con especial énfasis; en concreto dos: las filacterias
y la angeología. Lo cual puede encontrar su explicación sin salirse
de una rutinaria ortodoxia religiosa, pero hay razones de fondo que nos trasladan
hacia el segundo nivel que apuntábamos, es decir, hacia la lógica
transversal que recorre la concepción no sólo de lo religioso,
sino también del resto de las instancias culturales. La percepción
ideológica de lo mágico había ido deslizando durante esta
época hacia una interpretación animista toda una serie de prácticas
que durante la Edad Media habían convivido sin excesivos conflictos con
el organicismo hegemónico. Tal historia previa admite sin duda muchas
matizaciones, que no queremos obviar con la generalización que acabamos
de afirmar como tendencia global, si bien éstas aclararían poco
por lo que se refiere al asunto del que ahora nos ocupamos. Lo que de hecho
ocurre es que las correspondencias sígnicas que en la configuración
organicista funcionaban como meros eslabones, como transmisores especulares
de la voluntad y el orden divinos, admitían una conversión animista,
simpatética –si queremos–, destinada a la alteración voluntaria
de ese mismo orden. Y esto en función de una nueva concepción
que establecía armonías y correspondencias entre diferentes elementos
de la realidad, que permitía la creencia en espíritus internos
manipulables en las cosas. No es casual que estas mismas ideas, expulsadas durante
los siglos XV y XVI del ámbito ibérico, acabaran sirviendo de
soporte a las teorizaciones renacentistas desde Marsilio Ficino y Pico della
Mirandola a León Hebreo.
Todo lo cual no es achacable a un antisemitismo de base,
por mucho que a veces pueda existir. El mismo Barrientos tuvo la oportunidad
de atacar con firmeza los abusos del edicto que en 1449 impedía acceder
a los hebreos, independientemente de que fueran conversos o no, a cualquier
cargo público en Toledo, como puso de manifiesto en “Contra algunos cizañadores
de la nación de los convertidos del pueblo de Israel”[6],
recordando con dureza el hecho de que la sangre judía corría por
las venas de muchas de las principales familias nobles y de las dinastías
hispánicas. Lo que realmente preocupaba del judío se debía
a factores religiosos, pero también económicos y culturales, que
lo habían convertido en presa propiciatoria de revueltas que derivaban
en verdaderos saqueos, como los que en 1391 determinaron los pogromos acaecidos
en diferentes ciudades. Su tradicional especialización en actividades
económicas que, como la usura, estaban condenadas para el cristiano,
y en el comercio y la artesanía debió determinar una mayor predisposición
hacia las influencias de la emergente cultura burguesa, lo cual sólo
podía empeorar el conflicto religioso subyacente. Por otra parte, la
actitud de Barrientos es coherente con los intereses generales de la nobleza
y de las instituciones políticas, pues los judíos eran útiles
para los intereses económicos, por los impuestos que pagaban y por su
capacidad de financiar con los préstamos empresas que sin su ayuda habrían
sido difíciles de sufragar.
En efecto, lo que podemos constatar de hecho es que en la
condena de las diferentes prácticas mágicas, sobre todo en las
más aceptables por tradición, como la astrología, el límite
de tolerancia residía siempre en la voluntad de alterar el orden, es
decir, en la contraposición literal de querer saber “las cosas que naturalmente
acaesçen”, frente a aquellas “que proceden de la voluntad et alvedrío
de los onbres”[7].
A través de este curioso camino, no sólo la fisionomía
del judío[8]
se convertía en el modelo representativo del mago, sino que también
las prácticas que versaban sobre la manipulación del espíritu
interior de las cosas y sobre la atracción y simpatía surgida
de una naturaleza interna común iban a desarrollarse como la sustancia
fundamental de lo mágico, con la cábala, la alquimia y la angeología
como prototipos fundamentales.
Y aquí, en este reverso, es donde cobra plenamente
sentido el vínculo entre fortuna y magia, en las dificultades de una
visión organicista y anagógica para explicar el cambio. Argumento
que no dejaba de crear problemas teológicos y que resolvía mediante
el misterio muchos conceptos claves que, como la transustancialización,
implicaban una mutación en la naturaleza de las cosas. Dicha cuestión
es también evidente en el Tratado del divinar, especialmente
cuando Barrientos reflexiona sobre el problema de la encarnación de los
espíritus cuando eran invocados. Sigue en este punto, como en casi todo
el texto, las tesis de Santo Tomás, no haciendo extensible la composición
hilemórfica a los ángeles. Asunto que en realidad era mucho más
fácil de resolver siguiendo las tesis de San Buenaventura, para quien
la composición de éstos había que atribuirla a la creación
no corpórea, destinada a distinguir la naturaleza de Dios como acto puro
y la de los ángeles, siguiendo una perspectiva marcadamente neoplatónica.
Por el contrario, el pensamiento tomista parecía complicar innecesariamente
las cosas, obstinado en configurar minuciosamente la escala jerárquica
de las criaturas y acudiendo a la explicación aristotélica del
movimiento para expresar la diferenciación de Dios como primer motor,
en el que confluían esencia y existencia. Se recuperaba así una
teoría que consideraba tres niveles: el tránsito de la potencia
al acto, la tendencia de los elementos a su lugar natural y la necesidad de
las cosas en movimiento de tener una causa generadora. Ahora bien, la concepción
feudalizante de la vida tenía que eludir cualquier posibilidad de determinismo
panteísta, de la misma forma que era necesario alejar los peligros del
emanacionismo y de la creencia en una voluntad interior, autónoma y con
capacidad de transformarse. Probablemente por eso la explicación se completaba
con la ayuda de la diferenciación entre movimiento y transformación.
Esta última dependía de la generación y la corrupción,
es decir, era incoativa, determinada y sometida a las leyes de la materia, lo
cual encajaba perfectamente con esa visión denigrada de la vida terrena
que traspasa toda la literatura y la cultura medieval. Sólo que explicar
en estas condiciones la ascensión del cuerpo de Cristo al reino de los
cielos, atravesando las esferas aristotélicas y el dominio de los ángeles,
seres incorpóreos, para llegar a la mansión natural de las almas,
suponía un verdadero desafío intelectual.
En estas condiciones, no es casual que un texto como el
Libro de Raziel[9]
resultara especialmente sospechoso. En parte, como indicábamos, por remontarse
a una tradición común, pero sobre todo por afirmar «que es fundado en razones
naturales, et fúndanlo en esta manera diziendo que en cada una de las espheras
çelestes ay inteligençias o ángeles diversos deputados a diversos ofiçios et
operaçiones, según que en la tierra ay diversos ofiçios [...] et de aquí
fundan et afirman que qualquier que sopiere conosçer los nombres de los
dichos ángeles et los ofiçios et dignidades a que son deputados, et los sopiere
llamar por sus nombres en çierta forma, que vernán et responderán et
revelarán los secretos et cosas advenideras a los que así los supieren llamar
et nonbrar»[10].
Esto y sin duda la pretensión de proponerse como el libro de ese tipo
de sabiduría, al que se asignaba una genealogía bíblica
que confería a Seth su posesión tras serle entregado por Raziel,
el ángel guardián del paraíso. Leyenda que, con múltiples
variantes, habría de convertirse en costumbre en las diferentes misceláneas
de textos mágicos y de alquimia, incluidas las múltiples versiones
de la Clavícula de Salomón, Arte Notoria, etc.
Sólo que el Sepher Raziel, aunque también vaya acompañado
de otros tratados de magia que se irán añadiendo, según
se puede comprobar en los diferentes manuscritos que hemos estudiado[11],
sí que parece contener una base más antigua, de tradición zohariana, remontándose
seguramente a un período anterior[12],
aunque es muy probable su difusión desde esta forma mística de
la religiosidad hebrea. Y a partir de estos orígenes tan nobles, fue
empujado y degradado como modelo de los distintos grimorios tan difundidos hasta
el siglo XVII, en parte gracias sobre todo a la persecución[13].
Ésta es la forma en que durante el siglo XV se va
a plantear la tematización de la fortuna y de la magia enfrentando ya
dos posiciones en conflicto: aquellas prácticas religiosas de origen
emanacionista que entroncarán enseguida con el pensamiento neoplatónico
y con el organicismo escolástico que servirá como base al modelo
ideológico feudalizante. Lo cual supone necesariamente la inmediata caída
de los ángeles, la inmediata sospecha en torno a esos espíritus
interiores, a esa atracción natural de las almas que, sin embargo, estará
destinada a poblar las bases sobre las que se construirá la literatura
renacentista. En tal estado de cosas, resultará fundamental la formulación
de la idea de ley. Sin ésta, en un contexto sacralizado como el medieval,
nos resultará muy difícil conocer la dinámica de los relatos
mágicos medievales y, como explica Pablo César Moya, saber cuál
es el motivo por el que Dios acepta ese curioso juego de permitir que el diablo
«actúe para probar al hombre o castigarlo»[14].
Aquí los límites entre magia y fantasía se diluyen, pues,
por una parte, al operar como exemplum, las diferentes obras no son
sino la prolongación, en un nivel sígnico diferente, de la misma
lógica organizadora. Poco importa que se trate de hagiografías,
de cuentos, de crónicas o de relatos caballerescos. La división
entre ley divina y leyes naturales funciona entonces con una dinámica
distinta a la de los hechos explicables o inexplicables que desde mediados del
XVIII rigen, con algunas variantes, nuestra percepción y producción
de relatos análogos.
La importancia del concepto de ley no sólo revela
el delicado hilo que une lo cultural, lo científico y lo jurídico
(pensemos que estamos hablando de un período en que se había considerado
en los códigos la prueba del hierro candente); entrevemos también
las causas de su aparente permanencia, de su metamórfica manera de restar
a través de la historia como uno de los temas claves que se irán
remodelando y que seguirán centrando la atención: la organización
social moderna se va a seguir basando en la construcción de un orden
y el escenario va a consistir en enunciar el modo correcto de interpretar las
leyes, en su multiplicidad de sentidos. Lo cual nos conduce hacia una sospecha
más interesante, que trataremos de ilustrar en sus detalles fundamentales
en este breve estudio, esto es, la necesidad de fijar la existencia de una ley
como algo elemental de lo que no podemos dudar. Algo de lo que no van a ser
ajenos ni el romanticismo, ni el pensamiento anarquista (con toda la carga de
naturalismo que late bajo las diatribas contra la ley, aquí entendida
como imposición social), ni tan siquiera la reciente crisis del concepto
de verdad objetiva o totalizadora (que simplemente traslada hacia lo subjetivo
el soporte de nuestras más firmes convicciones). Lo que raramente
se va a poner en tela de juicio es que la realidad tenga obligatoriamente que
estar sujeta a leyes, anulando cualquier espacio conceptual a lo contingente.
De ahí una astronomía que intenta hallar el origen del universo,
una química que se esfuerza por descubrir los elementos deducibles, una
física en busca de nuevas formulaciones que puedan dar lógica
a aquello que se presenta como azaroso, etc. Y al otro lado, progresivamente,
el caos que resulta arrebatado de los brazos de la magia para ser sometido a
nuevas luces.
La ley y el azar
Una frase del tratado de Barrientos resultaba particularmente
enigmática:
«Et puesto que en el dicho libro “Raziel” se contienen muchas oraçiones devotas, pero están mezcladas con otras muchas cosas sacrílegas et reprovadas en la Sacra Escriptura, este libro es más multiplicado en las partes de España que en las otras partes del mundo. La causa d'esto çeso de escrivir por guardar la honestidad que en este caso se requiere»[15]. |
Lo que Barrientos se autocensura sólo parece apuntar
a dos posibles explicaciones. La primera, que intente evitar aludir a los vínculos
de estas supuestas artes mágicas con la tradición cultural hebrea
—algo que, de hecho, hace—, precisamente para evitar las injusticias que criticó
en el ya mencionado Contra algunos cizañadores. Circunstancia
que se pone de manifiesto desde el inicio del Tractado del divinar
y que justifica la razón de ser del libro:
«Ca, non lo sabiendo, non podrías por ty juzgar et determinar, en los tales casos de arte mágica, quando ante tu alteza fuesen denunçiados. Et por esta causa todos los prínçipes et perlados deven saber todas las espeçies et maneras de la arte mágica, porque non les acaesca lo que soy çierto que a otros acaesçió: condepnar los inoçentes et absolver los reos»[16]. |
Sin embargo, aun permaneciendo siempre entre las intenciones
del autor, no parece razonable que dicho motivo se silenciara “por guardar la
honestidad”. La verdadera respuesta la encontramos en el mismo Liber Razielis
cuando se atribuye el encargo de la obra a Alfonso X:
«Et ideo sit benedictum suum sanctum nomen et laudabile quia dignatus fuit dare nobis in terra in nostro tempore dominum iusticie, que est cognitor boni et sobrietatis et est pius et requisitor et amator philosophie et omnium aliarum scientiarium. Et iste est dominus Alfonsus, Dei gracia illustris rexd Castelle, Legionis, Toleti, Gallecie, Sebellie, Cordube, Murcie, Jahen, Algarbe et Badaioz, filius illustris regis domini Fernandi et regine domine Beatricis qui semper laboravit ut posset sustinere iusticiam et exaltare, illuminare et perficere seu adimplere maximum defectum et ignorantiam illorum qui dixerunt sapientes et philosophe que nunc eveniant in nostro tempore. Et posuit iuxta se libros philosophorum et homines sapientes qui aliquando in eis intelligebant faciendo eis graciam et mercedem. Et ipsi transferebant semper propter suum preceptum libros meliores et perfectiores cuiuslibet artis et sciencie in quacumque lingua fuissent compositi convirtendo eos in linguam castellanam. Unde predictus dominus noster Rex cum ad manus eius pervenit ita nobilis et preciosus liber, sicut est Çeffer Raziel, quod vult dicere in ebrayco volumen secretorum Dei»[17]. |
Podemos suponer más razonable esta segunda posibilidad,
que nos lleva directamente hacia el hecho de que el Liber Razielis
fuera valorado negativamente desde el punto de vista religioso que Barrientos
representa. Y, con él, también otros textos alfonsíes como
el Libro de astromagia, cuya dependencia ha sido apuntada, entre otros,
por Darby[18],
Vaccaro[19]
y D’Agostino[20],
y el Libro de las formas y de las ymágenes, cuyas relaciones han sido
estudiadas más recientemente por Alejandro García Avilés[21].
Independientemente de que nuestra hipótesis sea correcta,
lo cierto es que el libro de Raziel resultaba especialmente molesto y el ejemplo
de Barrientos llevándolo a la hoguera[22]
debió cundir, sobre todo vistos los resultados, pues no se conserva ninguna
versión castellana, si exceptuamos los capítulos incluidos en
los textos alfonsíes que antes mencionábamos. Cabe preguntarse,
pues, qué razones de peso hicieron que se desatara tal persecución,
que hemos de suponer, ya que a pesar de ser España la cuna de la más
amplia recopilación de libros atribuidos a Raziel, si hemos de dar el
debido crédito a las afirmaciones de Barrientos, nos venimos a encontrar
con la total ausencia de ejemplares en nuestro territorio, exceptuando lo recopilado
en los textos citados con antelación y las huellas que puedan quedar
en otros libros de magia.
Ahora bien, antes de definir qué podía preocupar
tanto de esta supuesta tradición mágica, hemos de tener en cuenta
que el Liber Razielis alfonsí es un compendio y que además
arranca de una atribución de tintes legendarios que había de ser
usada como garante de autenticidad —lo mismo que ocurre con los nombres de Salomón
o de Hermes—, permitiendo aseverar que se trata de un libro verdadero. Discernir,
ante tal estado de cosas, cuál de los textos contenidos en la obra puede
ser, si es que alguno lo es, el heredero de una verdadera tradición legendaria
no es tarea fácil. La cuestión no sería pertinente para
nosotros de no ser porque el mismo Barrientos nos hace un resumen muy concreto,
que puede servir de guía para comprender la naturaleza de la obra perseguida.
Es cierto, por otro lado, que las prácticas mágicas
repudiadas por nuestro tratadista abarcan temas abordados por los diferentes
libros contenidos en la antología: desde la magia talismánica
hasta los sahumerios y las filacterias. Sin embargo, al hablar de Raziel,
como en parte ya vimos, aparece una descripción muy precisa:
«Çerca del nasçimiento o dependençia de la arte mágica ay diversas et varias opiniones, pero por evitar prolixidat non porné aquí salvo aquella que más afirman los doctores d'esta sçiençia reprovada, los quales tienen et creen que esta arte mágica ovo nasçimiento et dependençia de un fijo de los de Adam, el qual afirman que la deprendió del ángel que guardava el Paraýso Terrenal et, después, de aquel fijo de Adam proçedió a los otros desçendientes fasta el día de oy, en grande pestilençia et ensuziamiento del linaje humanal. Lo qual, dizen que acaesçió en esta manera: que después que Adam conosçió su vejez et la brevedat de su vida, enbió uno de sus fijos al Paraýso Terrenal para que demandase al ángel alguna cosa del Árbol de la Vida, para que comiendo de aquello reparase su flaqueza. Et yendo el fijo al ángel, segunt le avía mandado Adam, dióle el ángel un ramo del Árbol de la Vida, el qual ramo plantó Adam, segunt ellos dizen, et cresçió en tanto que después se fizo d'él la cruz en que fue cruçificado nuestro Salvador, et demás d'esto dizen [...] qu'el dicho ángel enseñó al fijo de Adam esta arte mágica, por la qual pudiese et sopiese llamar a los buenos ángeles para bien fazer, et a los malos para mal obrar. Et de aquesta doctrina afirman que ovo nasçimiento aquel libro que se llama «Raziel», por quanto llamavan así al ángel guardador del Paraýso que esta arte enseñó [...], pero algunos otros de los dichos auctores d'esta sçiençia dizen que non es aquel ángel el que enseñó esto al fijo de Adam, salvo otro spíritu que encontró el dicho fijo de Adam quando bolbía del Paraýso Terrenal, el qual dizen que dio este libro al fijo de Adam […]. Et puesto que todos los otros libros de esta arte non tengan eficaçia, nin sean fundados sobre razones naturales, pero aqueste libro Raziel, afirman los actores d'esta sçiençia, que es fundado sobre razones naturales, et fúndanlo en esta manera diziendo que en cada una de las espheras çelestes ay intelligençias o ángeles diversos deputados a diversos ofiçios et operaçiones, segunt que en la tierra ay diversos ofiçios et ofiçiales, deputados d'ellos en corte, d'ellos en las çibdades et villas et logares en los quales ofiçios unos tienen jurisdiçión sobre otros [...]. Et por esta vía [...] afirman los dichos doctores que ay estos ofiçios et dignidades en cada una de las espheras çelestes et de aquí fundan et afirman que qualquier que sopiere conosçer los nonbres de los dichos ángeles et los ofiçios et dignidades a que son deputados, et los sopiere llamar [...], que vernán et responderán et revelarán los secretos et cosas advenideras [...], et de aquí concluyen que este libro et la sçiençia en él contenida es fundada sobre razones naturales, el qual fundamento es falso, et de ninguna eficaçia»[23]. |
Cuadro que nos conduce exclusivamente hacia el libro sexto,
el Liber caelorum, que resulta guardar una estrecha relación
con el Sefer Ha-Razim. A lo cual hay que añadir el hecho de
que se indique, como ya pudimos constatar, la presencia de oraciones devotas,
entremezcladas con otras que no lo son, lo cual nos permite deducir que el libro
al que hace referencia respondería más bien a la estructura que
presentan los mss. de Alnwick Castle 585 y 596, que son, respectivamente, traducciones
al italiano y al inglés.
Una orientación similar la encontramos en las primeras
referencias que se conocen de la obra y que provienen de la descripción
realizada por Pedro de Cornualles en que se alude a un libro atribuido a Raziel
que Pedro Alfonso mencionó en su Humanum proficuum. Es una lástima
que esta obra no llegara a nuestros días, pues podría aclarar
algunos aspectos importantes, que quedan sólo esbozados en lo que indica
Cornualles, pero que permiten suponer que la base cabalística y de invocación
a los ángeles podría ya estar entremezclada con otras tradiciones,
como las alquímicas:
«liber [...] de quo Petrus Alphonsi [...] loquitur discipulo suo querenti ad eo que essent nomina angelorum illorum que invocata valerent ad mutando ea que ex elementis fiunt in alia et metalla in alia, ita dicens: Hoc facillime potes scire si librum quem secreta secretorum apellant valeas invenire, quem sapientes Judei dicunt Seth filio Adam Rasielem angelum revelasse, atque angelorum nomina et dei precipua scripta esse»[24]. |
Podemos deducir, pues, que el libro de Raziel recoge verdaderamente
tradiciones astrológicas muy antiguas que habían pasado a occidente
a través de España por influencia de las culturas semitas. Aún
queda mucho por dilucidar sobre las relaciones del texto con el ámbito
alejandrino y con las tradiciones astrológicas y mágicas no sólo
hebreas, sino también mesopotámicas, egipcias, griegas e hindúes.
Lo cierto es que la constante de la mayor parte de este tipo de textos supone
generalmente una ampliación de las variables más elementales que
conocemos de la astrología, es decir, que no sólo se combinan
la eclíptica, el zodiaco, los aspectos, las casas y los movimientos planetarios.
No se trata de un juego entre la trayectoria del sol y su paso por las diferentes
constelaciones de estrellas fijas, a las que se unen los movimientos «errantes»
de los planetas y las relaciones geométricas que se establecen entre
ellos y los principales puntos de referencia, con las especiales técnicas
de estudio de revoluciones y natividades o natalicios —en definitiva, la tradición
astrológica que ha llegado hasta nuestros días—. Los tratados
introducidos por las culturas semíticas aportan otros conceptos como
el de los decanos y los paranatellonta[25],
entrando en juego también elementos como los ángeles, las estaciones,
los nombres de los días de la semana, etc. Éstos, independientemente
de su origen y de la filiación ulterior con la cábala, el hermetismo,
etc., o de su aplicación para formas de magia práctica, como elaboración
de talismanes, encantamientos o cualquier otro uso, añaden, en definitiva,
parámetros al mapa celeste. Esta tendencia sincretista no será
privativa del scriptorium alfonsí, aunque sea una evidente característica
de su modus operandi, y la podemos ver incluso en la reelaboración
más tardía del Sepher Razi’el hebreo. Los textos, de
esta manera, se convierten en compendios en los que se enumeran las correspondencias,
a veces auténticas tablas de conversión entre descripciones del
firmamento en las que los nombres cambian en los diferentes días y estaciones
o según las relaciones que se establecen entre los diferentes astros.
Se trata, por así decirlo, de topografías celestes destinadas
a someter al caos a un orden casi imposible, constatando todas las regularidades,
dando un nombre preciso a las diferentes manifestaciones observables a diario.
Esto implica dos cuestiones de gran interés. La primera,
que tales estudios se introduzcan de forma casi paralela a los esfuerzos más
puramente matemáticos por explicar los movimientos irregulares, lo que
se plasma en las diferentes propuestas de epiciclos y deferentes para ajustar
los movimientos retrógrados de los planetas a una mecánica regular
del movimiento de las esferas[26].
Claro está, esto no se debe solamente al hecho de que tales discontinuidades
fueran consideradas, al igual que sucede con la aparición repentina de
cometas, de gran relevancia por su singularidad. Esto justifica la observación
previa necesaria para haber inferido unas constantes de comportamiento que llevaron
después al intento de formular teorías que dieran cuenta de los
hechos. La consecuencia fundamental es que tanto lo que consideramos desarrollo
astronómico como el astrológico van a centrar en buena medida
sus esfuerzos hacia el común objetivo de resolver estos enigmas. Sin
embargo, no hay que olvidar que la astrología no sólo habla de
grandes acontecimientos, algo que podría interesar de manera especial
a los mecenas de esta disciplina, sino que tiende a dar cuenta en modo particular
de lo cotidiano, lo cual es especialmente importante durante todo el período
medieval, si consideramos la trascendencia que para el sustancialismo sígnico
tiene la relación macrocosmos-microcosmos.
En segundo lugar, vamos a encontrar una tendencia a sintetizar
todo este tipo de saberes durante el período final de la Edad Media;
pero esto no va a suceder de manera uniforme y el proceso no va a estar exento
de problemas. De entrada, porque la astrología presenta confines muy
poco diferenciados con las prácticas mágicas (y no en vano, la
misma etimología de “magia” está relacionada con este tipo de
conocimiento[27]).
Además, las prácticas astrológicas, al ir enriqueciéndose,
ampliándose y entremezclándose con otras prácticas esotéricas
y creencias religiosas y místicas, van a permitir un uso progresivamente
mayor hacia todo lo cotidiano. Lo cual justifica la variada estructura de textos
como el segundo de los libros de Raziel[28],
el Libro del Ala —cuyas relaciones con el Libro de las formas
alfonsí y con el Livre des secrez de nature ha estudiado García
Avilés[29]—,
que versa sobre las virtudes de las piedras (primera ala[30]),
hierbas (segunda ala[31]),
los animales (tercer ala[32]),
entre los que se incluyen sus cuatro naturalezas, de fuego —ángel, espíritu,
alma, vientos, fantasma, demonio—, de aire —águila, buitre, halcón,
tórtola, abubilla, ibis—, de agua —ballena, delfín, cangrejo,
sepia, morena, rana—, de tierra —león, elefante ciervo, gato, comadreja,
topo— y, para concluir, las semiforas[33],
donde se describen las letras del alfabeto hebreo y sus propiedades (cuarta
ala[34]).
Sin embargo, lo que sorprende es que ya existe un programa específico
que atraviesa el texto, una organización que ensambla las tradiciones
convergentes, rechinando solamente en el número de las semiforas,
veintidós, que diverge de los 24 componentes enumerados en cada una de
las otras partes. Tal vez porque en la base estuvieran las veinticuatro letras
fundamentales del alfabeto griego —que, asimismo, por coincidencia, se adaptan
mejor a la organización astrológica subyacente—, hecho que encontraría
mayor correspondencia con las fuentes que hasta ahora se han indicado[35].
Pero lo que prevalece, en cualquier caso, es una asimilación a la óptica
del esoterismo hebreo, supeditando los diversos componentes a las propias prácticas
religiosas; así, se intercalan las virtudes de las hierbas con el uso
de sahumerios dedicados a determinados ángeles, o se apela a Hermes en
el mismo contexto en que se habla de Salomón y Raziel.
Bien, pues todo esto hay que considerarlo en un entorno
específico en que ya el mismo saber astrológico menos heterodoxo
venía mostrando claros signos de estar ampliando sus principios y, paralelamente,
su aplicación práctica. Un buen ejemplo lo hallamos en este curioso
pasaje del libro Sobre la carta natal de Abraham Ben Ezra:
«Según Hermes, el
lugar de la Luna a la hora de la infusión del esperma en la matriz, será
el Ascendente de la natividad, y el Ascendente de la concepción es la posición
de la Luna en el nacimiento. Lo cual se ha comprobado que es verdad, excepto
que el nacimiento tenga lugar en el 7º o 11º mes. Los profesionales de la Astronomía atribuyen el mes primero a partir del momento de la concepción a Saturno, dado que éste rige la fuerza retentiva del semen. El segundo mes, a Júpiter, puesto que éste induce al crecimiento del semen. El tercero lo atribuyen a Marte, pues aumenta el calor y el movimiento. El cuarto al Sol, que dispone la vida espiritual en el corazón. El quinto a Venus, que forma las líneas corporales, la belleza y los miembros. El sexto a Mercurio, que separa o distribuye los diversos miembros, unidos hasta ese momento. El séptimo a la Luna, que es indicadora de la forma y la medida: y sucede que el nacido en este mes, vive, pero no mucho tiempo, y apenas nace ninguno que no tenga algún defecto en dicho mes. El octavo de nuevo se dedica a Saturno, como el primero, que hace salir el feto, y si por el movimiento del ánima, o un accidente del cuerpo, la gestante da a luz en este mes, lo mismo ésta que el feto quedarán privados de la vida. Igualmente, se atribuye el noveno a Júpiter, en el cual nacen la mayoría. También hay nacimientos en el mes décimo, dado que Marte gobierna el movimiento del que se encuentra en este mes. Los hay también que vienen al mundo en el mes undécimo, pero muy raros, uno entre mil»[36]. |
No resulta, pues, extraño, encontrar correspondencias
aisladas entre las diferentes obras, lo cual hace difícil el rastreo
de las fuentes hasta que no se realicen estudios filológicos serios en
torno a los diferentes textos. Así, vemos cómo en Astromagia
se dice:
«El nombre del día martes en la témpora primera es Saryón, en la segunda es Oaoguarnedán, en la tercera Pizranella e en la quarta es Aglagamusth, in alio Aguaglamuth»[37]. |
Aunque en este punto, así como para el contexto de
este apartado, la fuente es el Liber Razielis, encontramos una perfecta
correspondencia en el Sepher Razi’el hebreo, donde se puede leer en
la reciente traducción inglesa:
«The name in the third day of de week of de first season is Sheriyachetz. In the second, it is Qohebereneden. In the third, it is Phezeren. In the fourth, it is Hegelomoth»[38]. |
Ahora bien, lo que en realidad nos interesa de la genealogía
del libro pasa, pues, por su asimilación a la cultura medieval, a partir
de unas claves que se vieron favorecidas por la filosofía escolástica
y por la asimilación que el cristianismo realiza de la cosmología
aristotélica. Es decir, que lo que va a ser fundamental aquí no
es tanto el hecho de que se identifique a los ángeles y a los arcángeles
con planetas o estrellas, o que se los invoque bajo diferentes nombres dependiendo
de su posición zodiacal. Lo que Barrientos y sus contemporáneos
podían leer en el texto era la concepción de base, es decir, el
modelo heredado de Aristóteles a través, en especial, de Santo
Tomás. La idea de un mundo celeste perfecto e incorruptible que se opone
a un mundo sublunar sometido a la corrupción. O lo que es lo mismo, la
interpretación cristianizada que espiritualiza las diferentes esferas,
haciendo que sea la voluntad divina, la ley de Dios, el motor del que depende
todo lo celeste, lo que explica los cambios y la mutabilidad terrestres: el
desorden, el azar.
Si no dejamos de atender a esta perspectiva, podemos fácilmente
comprender en qué consiste lo sacrílego de los diferentes libros
de Raziel: compartir una determinada forma de entender el universo semejante
a la asimilada por el cristianismo de la época, pertenecer a una tradición
religiosa con un tronco común que apela a conocidos nombres sagrados,
a oraciones devotas, etc. Sólo que sobre esa base, en torno a esas esferas
tan dantescas, se añade una operación inversa: influir en lo celeste
para que juegue a nuestro favor. Y esto, ya fuera mediante talismanes, ya fuera
pronunciando el nombre correcto e invocando, ya fuera con oraciones, ponía
patas arriba el edificio organicista que justificaba el completo modelo económico
y social de los últimos siglos de la Edad Media. Pero tal circunstancia
no es, ni mucho menos, casual. No tiene que extrañarnos el que hasta
Alfonso X este tipo de creencias no supusiera un peligro. Para su universo sacralizado
aún no se entrevé de forma sistemática un peligro en el
diálogo con la naturaleza. El bien y el mal tienen sus líneas
de correspondencias en el sustancialismo sígnico y lo importante es saber
de qué lado se está. La intervención de los ángeles
y la de los espíritus malignos son el motor de la corruptibilidad mundana
y de su redención. Y como entonces el determinismo divino no se cuestiona,
no va a ser necesario poner en duda el uso de las identidades: interpretar los
signos divinos u operar con ellos en beneficio propio no es algo que deba forzosamente
alarmar a la ortodoxia de la fe. A fin de cuentas, entre el uso de la astrología,
la invocación a los ángeles y la plegaria no hay por qué
ver grandes diferencias.
Comparar, desde este punto de vista, las razones alegadas
por Barrientos para condenar la mayor parte de las prácticas mágicas
con lo que se declara en la séptima Partida alfonsí en
su título xxiii, de los agoreros, puede resultar esclarecedor: «Ley
primera. Qué cosa es adeuinança e quantas maneras son della. Adeuinança
tanto quiere dezir commo querer tomar el poder de Dios para saber las cosas
que están por venir[39]».
Sólo esto basta a Barrientos para condenar en bloque cualquier forma
de magia, como ya indicábamos. Sin embargo, aquí esta premisa
sólo sirve para diferenciar entre las formas ilícitas y las lícitas,
como «la que se faze por arte de astronomía, que es vna de las
siete artes liberales. Ésta segund el fuero de las leyes non es defendida
de vsar a los que son maestros e la entienden verdadera mente. Porque los iuyzios
e los asmamientos que se dan por esta arte son catados por el curso natural
de las planetas e de las otras estrellas. E fueron tomadas de los libros de
Tholomeo e de los otros sabidores que se trabaiaron de esta çiençia»[40].
Todo esto coincide con el hecho de que, a partir del siglo
XII, empiezan progresivamente a dejarse sentir los síntomas de la aparición
de la nueva clase burguesa, entonces emergente. Lo cual nos va a llevar a la
consolidación de nuevas concepciones que progresivamente se irán
asentando y desajustando el sistema. Una nueva forma de concebir la naturaleza
va a ir abriéndose paso y los primeros síntomas los podemos encontrar
en el emanacionismo y, sobre todo, en el neoplatonismo agustinista, el cual,
como señala Juan Carlos Rodríguez, «no se puede identificar
sin más con el platonismo laico, aunque sin duda aquél abra la
brecha que posibilitará la tematización de éste»[41].
Una visión que incide sobre la forma de entender la realidad mundana
en la que no sólo el libro sagrado es la ley, sino que la naturaleza
también es voluntad de Dios, escritura directa en su criatura. Las cosas
empiezan a tener valor propio, intrínseco, a reclamar sus reglas. O se
las regulariza divinizándolas, haciéndolas depender de un nuevo
orden armónico, o sometiéndolas, supeditándolas a la vieja
visión negativa.
No es casualidad que el mismo concepto de ley atraviese
un similar recorrido, como analiza en Naissance de la loi moderne Michel
Bastit, quien afirma:
«Au logos grec semble s’être substitué la Parole divine qui s’exprime depuis le Sinaï jusqu’à la fin du Nouveau Testament. Dès son origine, cette Parole conçue comme un élément extérieur et transcendent qui descend dans le monde mais lui demeure étranger et semble s’y opposer. Les Hébreux qui la reçoivent, comme plus tarde certains chrétiens, voient dans l’affirmation divine une opposition au monde par où elle différait de façon brutale de toutes les traces d’immanentisme présentes dans la pensée grecque. Dans cette perspective, toute science est contenue dans la révélation qui vient contredire les données sensibles pour révéler le vrai sens des phénomènes. Il devient donc, non seulement inutile de se intéresser aux choses de ce monde, mais encore celles-ci, qui sont des créatures finies, sont trompeuses. Elles ne peuvent nous indiquer ce qui est bien, elles peuvent seulement égarer nos sens et notre esprit en le détournant de sa fin. Il s’ensuit que la révélation est un commandement qui, en raison de son origine transcendante, est détaché du monde et a pour fin d’en détacher celui qui lui obéit afin de la faire vivre non plus selon la nature, mai selon la volonté divine»[42]. |
Esa situación de partida se va a ver modificada a
partir del siglo XII tanto por la renovación del agustinismo como por
la retoma del pensamiento aristotélico que el tomismo lleva a cabo. Sin
embargo, este fenómeno de regreso hacia las cosas, de una nueva forma
de afrontar los hechos y la naturaleza, viene a ser la consecuencia de una realidad
social que estaba cambiando en todos sus niveles, a partir del económico.
Es decir, que lo determinante no van a ser las fuentes, ni la evolución
individual de las diferentes áreas de conocimiento. El pensamiento y
la cultura se van a renovar en bloque y la brecha se va a producir en el mismo
punto en los diferentes niveles. No tanto el concepto de movimiento, como proponía
Thomas Kuhn, sino la identidad signo-sustancia, en un primer momento, y la «forma
sustancial», tal y como la formula la escolástica, en última
instancia. Es decir, las bases en que se sustenta el viejo concepto de sujeto,
que es lo que verdaderamente va a entrar en decadencia y va a modificar la diferente
percepción de la realidad.
Aquí se inscribe el hecho de que de pronto, esas
correspondencias sígnicas van a empezar a suponer la posibilidad de intentar
modificar la naturaleza de las cosas, de ejercer un control directo sobre ellas.
Ya no se trata de saber los designios de la providencia y de prevenirse o acatarlos
de una determinada manera. No se trata de buscar el favor de aquello que mueve
el orden mundano, que es el celeste, reproduciendo, por ejemplo sus signos en
las piedras. Y este cambio de interpretación pasa por la renovación
neoplatónica, por la nueva formulación del concepto, que presupone
la expresión de una esencia interna, la afirmación de un valor
intrínseco del que están dotadas las cosas, destinada, como indica
Juan Carlos Rodríguez, a consolidar, en oposición al escolasticismo,
una jerarquía de las almas que oponer a la jerarquía
de sangres feudal[43].
De ahí, pues, que ya con Barrientos la situación
se invierta respecto a lo que hemos visto en las Partidas. Ahora será
el primer presupuesto, la definición de “adivinar”, lo verdaderamente
sospechoso, mientras que la mayor parte de las creencias nigrománticas
sean juzgadas simplemente como falsas y negadas tanto por razones naturales
como por razones teológicas. La principal consecuencia de todo esto va
a influir directamente en la forma en que se va a instrumentalizar lo mágico
en lo literario, que va a ser, a fin de cuentas, la evolución inversa
a lo que encontraremos en el aporte de todas estas creencias al pensamiento
y la filosofía humanista, sobre todo al neoplatonismo[44].
Es decir, que precisamente el nuevo estereotipo que se crea de la magia, como
reacción a las ideas renacentistas, revela en sus mismas bases las razones
por las que estas ideas provocan tanto temor a la ortodoxia cultural de la época.
Precisamente, porque al tocar desde su centro la idea del control de la naturaleza
y de la expresión de la propia voluntad se convierte en fácil
presa de la caricaturización de los principios contra los que la perspectiva
organicista —que acabará usando también la base animista, aunque
invirtiéndola— lucha en estos momentos. Ahora bien, cuando se formulen
sus argumentos sobre el tema vamos a percibir enseguida que se vinculan con
gran frecuencia con el problema del libre albedrío, con la fortuna, con
el azar. En definitiva, con todo aquello que escapa al control del hombre y
que, al menos hasta el barroco[45],
se trataba de regularizar a partir del orden divino como contrapuesto al desorden,
tan diabólico, provocado por el intento de alterarlo. Lo cual se puede
constatar en todas las burlas y las invectivas quevedescas hacia lo mágico,
desde el primer capítulo de El Buscón hasta su poesía
satírica. Circunstancia que corre paralela al éxito, a partir
del barroco, del tema faustiano, del cual existen manifestaciones medievales
que, sin embargo, presentan distinta intencionalidad y significado[46].
En este sentido, una obra como El mágico prodigioso de Calderón
habría que leerla a la luz de La vida es sueño y, sobre
todo, del auto sacramental El gran teatro del mundo. Precisamente,
porque la versión que se da en este momento del tópico de la scena
vitae va a significar la llamada al orden propuesto, a la aceptación
de la función que Dios ha dado a las cosas. Tal vez por todas estas razones,
no se halle muy lejos la figura de Cipriano a la de Don Juan[47],
aunque las vicisitudes de los mitos que éstos representan vayan a sufrir
desarrollos muy dispares en los sucesivos períodos históricos.
Es, en cualquier caso, significativo que el momento crucial de la obra apele
al libre albedrío:
«DEMONIO JUSTINA DEMONIO JUSTINA |
Si una ciencia peregrina en ti su poder esfuerza ¿cómo has de vencer, Justina, si inclina con tanta fuerza que fuerza al paso se inclina? Sabiéndome yo ayudar del libre albedrío mío Forzárale mi pesar. No fuera libre albedrío si se dejara forzar»[48]. |
El devenir sucesivo de la magia está condicionado
por la aceptación de las leyes naturales, es decir, por las circunstancias
que determinaron, como primer síntoma, la prohibición de los autos
sacramentales y la decadencia de las comedias de magos en el XVIII. Sobre todo
porque ahora el azar, el caos, hay que someterlo a otro tipo de razón.
El interés de la magia decae y no se recupera de forma manifiesta hasta
la llegada del romanticismo, que va a suponer la traslación definitiva
de la magia al ámbito de la fantasía. Y lo hará precisamente
porque la oposición alma/razón en claves románticas trata
de reivindicar la imposibilidad de la experiencia para dar cuenta de todo lo
acontecido. Lo cual generará una tendencia inversa, desde una perspectiva
positivista, que hará que el argumento se mantenga vivo, aunque ya en
otras coordenadas. Así, paralelamente, asistiremos a su resurgimiento
en creencias, como las teosóficas, que tratan de integrar lo mágico
como parte de un universo científico, el del espíritu, aún
inexplorado. Algo que quizás testimonie, mejor que nadie en España,
Juan Valera en sus numerosas reflexiones sobre este tema, que quedan bien glosadas
en la siguiente afirmación en torno a la metafísica y al budismo
esotérico:
«En tal disposición de ánimo deben de estar todas esas sociedades teosóficas que se han establecido por el mundo [...]. Hasta hoy, ni con budismo esotérico ni sin él han hallado a Dios; pero le andan buscando por la ciencia.»[49]. |
Ideas todas que tendrán su incidencia en lo literario,
pero que habrá que estudiar detenidamente en sus concretos desarrollos,
en función de las determinadas bases ideológicas que las generan
y atendiendo a las diferentes peculiaridades que manifiestan.
Raziel inaugura, por lo tanto, un mito cuyo recorrido se diluye a lo largo de su historia y del que hemos querido dejar constancia, en estas páginas, expresando su significado específico a partir de la sociedad y de la cultura en que tiene su origen y de los valores que adquiere en cada modelo ideológico al que se adapta. La magia de esa otra historia que nos lleva hacia los modernos espacios de la fantasía literaria forma parte de otro episodio, aquí sólo esbozado, en el que aún quedan muchas cuestiones que abordar.
Raziel inaugura, por lo tanto, un mito cuyo recorrido se diluye a lo largo de su historia y del que hemos querido dejar constancia, en estas páginas, expresando su significado específico a partir de la sociedad y de la cultura en que tiene su origen y de los valores que adquiere en cada modelo ideológico al que se adapta. La magia de esa otra historia que nos lleva hacia los modernos espacios de la fantasía literaria forma parte de otro episodio, aquí sólo esbozado, en el que aún quedan muchas cuestiones que abordar.
Notas
[1] Creo que no va a ser necesario ahora entrar en detalles de
discusión teórica para sugerir desde estas páginas que es distinta la función
de lo maravilloso en un cuento infantil y en una novela gótica, de la misma
forma que también lo va a ser en una narración hagiográfica medieval respecto
a una novela del realismo mágico. Es decir, que el esfuerzo para obtener un
resultado parecido, sometido a unas supuestas idénticas constantes,
se va a conseguir de manera estructuralmente distinta dependiendo, además,
de factores que no se pueden deducir de las características formales
del texto y que tampoco se pueden achacar exclusivamente a las diferencias
de géneros. Esto es, la inserción de lo maravilloso en una novela o un relato
realista va a conllevar un esfuerzo de cotidianización de lo que concebimos
como imposible, y que el lector sigue aceptando como tal, entrando en lo absurdo
o forzando la interpretación en lo metafórico. Para la novela gótica, el esfuerzo
consiste en hacer vivir esa realidad imposible como una instancia pura, trascendente,
donde el valor simbólico comunica de manera pura por encima de lo empírico.
En una hagiografía también existe una necesidad de creer, pero ésta se da
de manera completamente distinta, es decir, el milagro hay que creerlo como
acontecimiento, seguramente como realidad más auténtica de la experiencia
engañosa, con toda una serie de variantes que van a cambiar desde la edad
media hasta los siglos XVII y XVIII.
[2] Vid. Rosalba Campra, «Il fantastico: una isotopia
della trasgressione», en Strumenti critici, xv, 2 (junio de 1981),
pp. 199-231. En las citas seguimos la traducción española en «Lo fantástico:
una isotopía de la transgresión», en Teorías de lo fantástico,
Introducción, compilación de textos y bibliografía por David Roas, Madrid,
2001, Arco/Libros, col. Lecturas, 2001. Dicha traducción presenta, de acuerdo
con la autora, algunas actualizaciones terminológicas y añadidos siguiendo
R. Campra, Territori delle finzioni, Il fantastico in letteratura,
Roma, Carocci, 2000.
[3] Ibíd., pp. 174-5.
[4]
Lope de Barrientos, Trattato sulla divinazione e sui diversi tipi d'arte magica, Torino, Edizioni dell'Orso, 1999, p. 196.
[5]
Y más o menos vinculadas con antiguos cultos egipcios fusionados a través de la convivencia cultural en Alejandría,
tradición a la que los textos que las recogen apelan y que tal vez habría que dejar de considerar como un recurso
protocolario para darles una falsa imagen legendaria. Esto puede resultar válido para los sucesivos grimorios
tan difundidos a partir del siglo XVI, pero no para los antiguos tratados difundidos durante la época medieval,
por muy espúreos y sincréticos que puedan parecernos. El que parte de estas leyendas y tradiciones mágicas,
al igual que curiosamente también el desarrollo del mismo cristianismo, tengan raíces que se pueden asociar
a tal ámbito cultural es una hipótesis hacia la que convergen algunos serios estudios actuales.
[6] Existe una edición de dicho texto en Anales salmantinos
I, «Vida y obras de Lope de Barrientos», edición de Luis
G. A. de Getino, Salamanca, 1932.
[7]
Lope de Barrientos, Op. cit., p. 166.
[8] No es casualidad que importantes ciudades
asociadas a una fuerte tradición de prácticas mágicas como Toledo, Praga,
Turín, Lyon, etc., hayan tenido una importante población judía. Es evidente
que el romanticismo potenció la fama histórica dotándola de un carácter legendario.
Por otra parte, conviene observar cómo los rasgos fisonómicos con que se ha
representado habitualmente al mago parecen claramente inspirados en la imagen
del hebreo.
[9] Sobre el Libro de Raziel, véase la información aportada
en el capítulo introductorio «Raziel: astrología, cabala e alchimia» en Lope
de Barrientos, Trattato sulla divinazione e sui diversi tipi d'arte magica,
Torino, Edizioni dell'Orso, 1999, pp. 25-41. Más información aparecerá en
un estudio actualmente en preparación que aparecerá en el número 6 de Artifara
acompañando a la traducción italiana del texto y analizando las principales
diferencias entre los manuscritos latinos del s. XV y la más conocida línea
hebrea del XVII.
[10]
Lope de Barrientos, Op. cit., p. 112.
El subrayado es nuestro.
[11] Importantes diferencias en el contenido se
presentan en las versiones latinas (mss. Vaticano -ms. Reg. Lat. 1300- y R 105
de la Biblioteca Ambrosiana de Milán) y sus posteriores traducciones (mss. Alnwick
Castle 596, Sloane 3826, 3847, etc.), como en las ediciones hebreas del siglo
s. XVIII. Para una información más detallada, vid. Lope de Barrientos,
Op. cit., p. 70, nota 42.
[12] Para los testimonios literarios que reproducen una cita en
que se resume el contenido del Libro de Raziel en el Humanum proficuum
de Pedro Alfonso vid. Lope de Barrientos, Op. cit., p. 33. Más
adelante volveremos a esta cuestión en el presente artículo.
[13]
Ibídem, pp.
33-6.
[14] La cita pertenece a la tesis de Pablo César
Moya, Transgresión y ejemplaridad en la narrativa sacralizada de la Edad
Media, U.N.E.D., 1997, p. 39. Una exposición más
detallada del mismo autor en torno a lo mágico en la literatura española medieval
la encontramos en Los siervos del demonio: aproximación a la narrativa medieval,
Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia , 2000.
[15] Lope de Barrientos,
Trattato sulla divinazione e sui diversi tipi d’arte magica, edizione
di Fernando Martínez de Carnero, Torino, Edizioni dell’Orso, 1999, p. 116.
[16] Ibíd.
p. 74.
[17] Vat. Reg.
lat 1300, fol. 1r
[18] Tesis doctoral
de G. O. S. Darby, An Astrological Manuscript of Alfonso X, Harvard
University, Cambridge, Massachusetts, 1932, pp. 71-73.
[19] Anna Maria
Vaccaro, Kancaf el Yndio, sulle ventotto mansioni lunari, Montaina,
Palermo, 1959.
[20] Vid.
«La cabala e il ‘Libro de Raziel’», in Alfonso X el Sabio, Astromagia,
a cura di Alfonso D’Agostino, Napoli, Luguori Editore, pp. 39-45.
[21] Vid.
«Alfonso X y el Liber Razielis: imágenes de la magia astral judía en el scriptorium
alfonsí», en Bulletin of Hispanic Studies, LXXIV, 1997, pp. 21-39.
[22] Creo que
corresponde al padre Getino la benevolencia de afirmar que el ejemplar de
Enrique de Villena no fue quemado, lo cual seguramente deduce del hecho de
que hable de él en su tratado. Otros autores siguen dando por buena la suposición.
Creo que es obvio que Barrientos debía conocer perfectamente el texto y no
necesitaba tener una copia en sus manos para ilustrar su contenido. Si nos
atenemos a sus palabras, la obra acabó en el fuego siguiendo las órdenes del
rey: “lo qual yo puse en execuçión en presençia de algunos tus servidores”
(Op. cit., p. 112).
[23] Op. cit.,
pp. 110-14.
[24] Cfr.
R. H. W. Hundt, Studies in Medieval History presented to F. A. Powike,
1948, p. 151.
[25] Los decanos,
36 divinidades mediadoras, rigen en sus diferentes manifestaciones a los signos
zodiacales en una organización tripartita en la que cada área se divide,
a su vez, en diez días o grados. Los paranatellontas son las constelaciones
que surgen o se ponen en el horizonte al mismo tiempo que los signos del zodiaco.
Las primeras manifestaciones de este tipo de mapa estelar aparecen ya apuntadas
en Hesíodo, aunque no hay una constatación completa hasta Eudoxo de Cnido.
Los origenes de esta tradición son muy complejos, según apunta D’Agostino
en su excelente introducción a Astromagia (Vid. «Albumasar:
decani e paranatellonta», in Op. cit., pp. 31-39).
[26] Para una
explicación general de los diferentes desarrollos teóricos de epiciclos y
deferentes vid. Thomas S. Kuhn, La revolución copernicana,
Barcelona, Folio, 2000.
[27] No es causalidad
que el sentido de “mago” siempre se haya matizado en el episodio de la adoración
en Mateo 2. Baste, como muestra, la definición que da Sebastián de Covarruvias
en su Tesoro de la lengua castellana: «Esta palabra es pérsica y
vale tanto como sabio o filósofo. Los magos que vinieron guiados de la estrella
de hazia las partes orientales a Belén, a adorar al niño Dios, Redentor Nuestro,
en algunas partes se llaman reyes, por quanto en aquellas provincias lo eran
los sabios, y assí éstos no eran encantadores, como en otra significación
se llaman magos los que por arte mágica, ayudados del demonio, permitiéndolo
Dios, hazen algunas cosas que parecen exceder a lo ordinario de la naturaleza.
Tales fueron los magos de Faraón, y son todos los que usan el arte mágica,
condenada y reprovada».
[28] La división en capítulos
del Liber Razielis es la siguiente: «Primus liber dicitur clavis.
Secundus dicitur Ala. Tertius dicitur Thymiama.
Quartus dicitur liber temporum. Quintus dicitur liber mundicie
et abstinencia. Sextus dicitur liber samayn, quod vult dicere liber celorum.
Septimus dicitur liber magice quia loquitur de virtutibus ymaginum» (Vat.
Reg. lat 1300, fol. 3v).
[29]
Op. cit., pp. 32-6. Las relaciones entre el capítulo octavo del Libro de las formas y la primera
parte del Libro del Ala son evidentes, por lo que su filiación con el Livre du secrez de nature
y el resto de los lapidarios griegos es indiscutible. Ahora bien, el hecho de que la fuente de transmisión
alfonsí partiera de un texto griego, a pesar de lo que afirma la obra francesa, no me parece tan seguro,
sobre todo si consideramos que contenidos esotéricos similares se hallan en obras como Sirr al-asrâr
–Poridat de poridades-, cuya parte final (tanto en la versión breve, que es la seguida por la traducción
española, como en la versión completa que se transmitiría, sobre todo, mediante la traducción hebrea, Sod
ha-sodot) es también un lapidario, más breve y con distinta estructura, pero con algunas aisladas
coincidencias, como la de atribuir a las propiedades del heliotropo el conferir la invisibilidad. Conviene
no olvidar, además, que los lapidarios cuentan ya con una fuente importante en Plinio el Viejo, en su Naturalis
Historia, cap. XXXVII
[30] f. 21r-25 v.
[31] f. 25v-30v.
[32] f. 30v-36v.
[33] Son los nombres
sagrados o, como define este mismo libro: «semiforas, quod significat nomen
mágnum perfectum» (f. 11r). Algunos textos, como Las Siete edades del
mundo de Pablo de Santa María, identifican semiforas con el
tetragrámaton. En hebreo, shem hemaphoras.
[34] f. 36v-37
v.
[35] Vid.
Alejandro García Avilés, op. cit., pp. 35-6.
[36] Messahallah-Ben
Ezra, Textos astrológicos medievales, traducción y notas de Demetrio
Santos, Madrid, Barath, 1981, pp. 160-1.
[37] Op. cit.,
p. 258.
[38] Sepher
Rezial Hemalach: The Book of the Angel Rezial, edited and translated
by Steve Savedow, York Beach, ME, Samuel Weiser, 2000, p. 24. Nótese, en los
nombres de los ángeles, las correspondencias consonánticas, que los hacen
aún reconocibles a pesar de los diferentes criterios de transcripción vocálica
y del tiempo que media entre las versiones. Para la edición hebrea, vid.
Seffer Razi’el Hamalach, P Shalom Pubns, 1980.
[39] Cfr.
Alfonso X, Siete partidas, Sevilla, Meinardo Ungut e Estanislao Polono,
1491.
[40] Ibidem.
[41] Vid.
Juan Carlos Rodríguez, Teoría e historia de la producción ideológica,
Madrid, Akal, 1990, p. 67.
[42] Michel Bastit,
Naissance de la loi moderne, Paris, Presses Universitaires de France,
coll. Léviathan, 1990, p. 27.
[43] Vid.
Op. cit., pp. 66-111.
[44] Algunos de
estos aspectos se encuentran analizados en mi introducción del Tratado
del divinar de Barrientos, op. cit., pp. 18-52.
[45] No podemos
resumir en pocas líneas la complejidad del problema de la magia en el renacimiento
y el barroco, pues requiere un tratamiento mucho más amplio que dejamos para
otra ocasión.
[46] Es evidente
que el tratamiento que da, por ejemplo, Don Juan Manuel en El conde Lucanor,
Exemplo XI, lo que problematiza no es la práctica de la adivinación
del futuro en sí, sino el comportamiento humano. Algunos aspectos históricos
del tema de Fausto los he analizado en «Morsamor o la aventura de la
fantasía», en Estudios de estética y estilística,
Torino, Celid, 2001, pp. 81-114.
[47] Algunas consideraciones
que he realizado desde este punto de vista sobre el personaje de Don Juan
a lo largo de las diferentes obras literarias se hallan en «Una rosa
nella tomba. Don Juan dalla corte al suburbio», en Il convitato
di pietra. Don Giovanni dalle origini al Romanticismo, a cura di Monica
Pavesio, Torino, Edizioni dell’Orso, 2002, pp. 217-37 y en «La poética
de El estudiante de Salamanca», en Estudios de estética y
estilística, Torino, Celid, 2001, pp. 31-70.
[48] Cfr.
Pedro Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, Madrid,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, 1985, p. 142.
[49] Cfr.
«Notas a “La metafísica y la poesía”», en Juan Valera,
Obras completas, tomo II, Madrid, Aguilar, 1961, pp. 1678.
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