De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.
—Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda
recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.
—Pues parece usted perfectamente —contestó el médico.
—Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en
la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata
delantera de color blanco.
—Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan
sólo son sueños.
—Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo
mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no
puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!
—Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?
—A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un
animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros
de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?
—Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.
El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el
rabillo del ojo. Después, dijo:
—Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del
fallecido Atwell Barton.
Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible
intento de mostrarse indiferente.
—Me acuerdo de Barton —dijo—. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo
sospechoso en su muerte?
Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:
—Hace tres años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el
bosque, cerca de su casa y también de la de usted. Había muerto acuchillado. No hubo
detenciones porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra «teoría». Yo
tenía la mía. ¿Pensó usted algo?
—¿Yo? Por su alma bendita, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché
a Europa casi inmediatamente después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en
las escasas semanas que han transcurrido desde mi regreso pudiera construir una «teoría».
En realidad, ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasa con su perro?
—Fue el primero en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba.
Desconocemos la ley inexorable que subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming
no, o quizás no se habría puesto en pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la
ventana abierta el aullido prolongado y lastimero de un perro distante. Recorrió varias
veces la habitación bajo la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente
delante de él, casi le gritó:
—¿Qué tiene que ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado
del motivo de que le hiciera venir.
El médico se levantó, puso una mano sobre el brazo del paciente y le dijo con
amabilidad:
—Perdóneme. Así, de improviso, no puedo diagnosticar su trastorno... quizás
mañana. Hágame el favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche
aquí, con sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama?
—Sí, hay un timbre eléctrico.
—Perfectamente. Si algo le inquieta, pulse el botón, pero sin erguirse. Buenas noches.
Instalado cómodamente en un sillón, el médico se quedó mirando fijamente los
carbones ardientes de la chimenea y meditando en profundidad, aunque aparentemente
sin propósito, pues frecuentemente se levantaba y abría la puerta que daba a la escalera,
escuchaba atentamente y después volvía a sentarse. Sin embargo, acabó por quedarse
dormido y al despertar había pasado ya la medianoche. Removió el fuego, cogió un libro
de la mesa que tenía a su lado y miró el título. Eran las Meditaciones de Denneker. Lo abrió
al azar y empezó a leer.
«Lo mismo que ha sido ordenado por Dios que toda carne tenga espíritu y adopte
por tanto las facultades espirituales, también el espíritu tiene los poderes de la carne,
aunque se salga de ésta y viva como algo aparte, como atestiguan muchas violencias
realizadas por fantasmas y espíritus de los muertos. Y hay quien dice que el hombre no es
el único en esto, pues también los animales tienen la misma inducción maligna, y...»
Interrumpió su lectura una conmoción en la casa, como si hubiera caído un objeto
pesado. El lector soltó el libro, salió corriendo de la habitación y subió velozmente las
escaleras que conducían al dormitorio de Fleming. Intentó abrir la puerta pero,
contrariando sus instrucciones, estaba cerrada. Empujó con el hombro con tal fuerza que
ésta cedió. En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Fleming
moribundo.
El médico levantó la cabeza de éste del suelo y observó una herida en la garganta.
—Debería haber pensado en esto —dijo, suponiendo que se había suicidado.
Cuando el hombre murió, el examen detallado reveló las señales inequívocas de unos
colmillos de animal profundamente hundidos en la vena yugular.
Pero allí no había habido animal alguno.
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