jueves, 24 de mayo de 2012

The She Wolf, H.H. Munro -Saki- (1870-1916)

Leonard Bilsiter era una de esas personas que no han podido encontrar este mundo atractivo o interesante, y que han buscado compensación en un mundo "nunca visto" de su propia experiencia, imaginación... o invención. Los niños tienen éxito en esa clase de cosas, pero se contentan con convencerse ellos mismos sin vulgarizar sus creencias tratando de convencer a los demás. Las creencias de Leonard Bilster eran para "unos pocos", lo que quería decir cualquiera que le pusiera atención.

Sus andanzas en lo desconocido hubieran podido no llevarlo más allá de las perogrulladas corrientes del visionario casero, si un accidente no hubiera reforzado su repertorio de sabiduría misteriosa. En compañía de un amigo que tenía interés en una mina en los Urales, había hecho un viaje a través de la Europa Oriental en el momento en que la gran huelga del ferrocarril ruso pasaba de la amenaza a la realidad; su iniciación lo sorprendió en el viaje de regreso, en algún lugar más allá de Perm, y fue mientras esperaba un par de días que conoció a un distribuidor de arneses y artículos de metal, quien provechosamente ahuyentó el tedio de la larga parada iniciando a su compañero de viaje inglés en un sistema fragmentario de folclore que había aprendido de los mercaderes y los nativos Trans-Baikales. A su regreso a casa, Leonard se mostraba muy gárrulo sobre sus experiencias de la huelga rusa, pero opresivamente reticente sobre ciertos oscuros misterios a los que aludía con el título sonoro de Magia Siberiana. La reticencia se desgastó en una semana o dos bajo la influencia de la general y completa falta de curiosidad, y Leonard empezó a hacer alusiones más detalladas a los enormes poderes que esta nueva fuerza esotérica, para usar su propia descripción de ella, le confería a los pocos iniciados que sabían cómo manejarla. Su tía, Cecilia Hoops, que amaba lo sensacional quizá más de lo que amaba lo verdadero, le hacía una propaganda tan clamorosa como cualquiera hubiera pedido, esparciendo un recuento de cómo había convertido un vegetal en una paloma delante de sus propios ojos. Como manifestación de la posesión de poderes sobrenaturales, en algunos círculos, la historia se desestimaba dado el respeto que se le tenía a la imaginación de la señora Hoops.

Aunque las opiniones se dividieran sobre si Leonard era un hacedor de milagros o un charlatán, lo cierto es que llegó a pasar el fin de semana en casa de Mary Hampton con la fama de ser eminente en una u otra de estas dos profesiones, y no estaba dispuesto a rehuir la publicidad que le tocara en suerte. Las fuerzas esotéricas y los poderes insólitos figuraban abundantemente en toda conversación en la que participaran él o su tía, y sus propias actuaciones, pasadas y posibles, eran el tema de misteriosas insinuaciones y enigmáticas confesiones.

-Me gustaría que me convirtiera en un lobo, señor Bilsiter -le dijo la dueña de casa en el almuerzo, al día siguiente a su llegada.
-Mi querida Mary -le replicó el coronel Hampton-, nunca imaginé que tuvieras ansias de un asunto como ése.
-Una loba por supuesto -continuó la señora Hampton-; sería demasiado complicado cambiar de sexo y de especie así de pronto.
-No creo que se deba hacer chistes en esta materia -dijo Leonard.
-No estoy bromeando, le aseguro que hablo completamente en serio. Sólo que no tenemos sino ocho personas que jueguen al bridge, y se nos descompleta una de las mesas. Mañana llegará más gente. Mañana por la noche, después de la cena...
-En nuestro imperfecto conocimiento actual de estas fuerzas ocultas, creo que debemos acercarnos a ellas con humildad y no con burla -observó Leonard, con tal severidad que el tema se abandonó enseguida.

Clovis Sangrail había asistido, en un silencio desacostumbrado, a la discusión sobre las posibilidades de la magia siberiana; después del almuerzo se llevó a lord Pabham al relativo escondite del cuarto de billar y le hizo una pregunta exploratoria.

-¿Tiene usted algo parecido a una loba en su colección de animales salvajes? ¿Una loba de moderado buen genio?

Lord Pabham lo pensó.

-Está Luisa -dijo-, un espécimen bastante fino de loba de los bosques. La cambié hace un par de años por unos zorros árticos. La mayoría de mis animales se vuelven bastante domésticos antes de que pasen mucho tiempo conmigo; creo que Luisa tiene un temperamento angelical, para lo que son las lobas. ¿Por qué me hace esa pregunta?
-Pensaba si me la podría prestar mañana por la noche -dijo Clovis con la amabilidad intrascendente de alguien que pide prestado un pasa-cuellos o una raqueta de tenis.
-¿Mañana por la noche?
-Sí, los lobos son animales nocturnos, de modo que las horas de la noche no le harán daño -dijo Clovis con el aire de quien ha tomado todo en cuenta-; uno de sus hombres puede traerla de Pabham Park después del atardecer, y con algo de ayuda podemos meterla a escondidas en el invernadero en el mismo momento en que Mary Hampton haga una salida disimulada.

Lord Pabham se quedó mirando a Clovis durante un momento de comprensible extrañeza, luego su rostro se llenó de una red de arrugas de pura risa.

-Ah, ese es el chiste, ¿cierto? Usted va a hacer un poco de magia siberiana por su cuenta. ¿Y la señora Hampton está de acuerdo en ayudarlo en la conspiración?
-Mary está comprometida a ayudarme en todo, si usted nos garantiza el buen genio de Luisa.
-Yo respondo por Luisa -dijo Pabham.

Al día siguiente los asistentes a la reunión habían aumentado, y el instinto autopublicitario de Bilsiter había crecido debidamente con el estímulo de un público más numeroso. Durante la cena, esa noche, se extendió largamente sobre el tema de las fuerzas ocultas y los poderes no demostrados, y el flujo de su impresionante elocuencia no había disminuido nada cuando se estaba sirviendo el café en el estudio como preparación para una migración general hacia la sala de juego. Su tía le aseguraba una atención respetuosa a sus declaraciones, pero su alma amante de lo sensacional ansiaba algo más dramático que la mera demostración verbal.

-¿Por qué no haces algo para convencerlos de tus poderes, Leonard? -le rogó-. Convierte algo en otra cosa. Él puede, si decide hacerlo -le informó a los presentes.
-¡Ay!, sí, hágalo -dijo Mavis Wellington con mucha seriedad, y casi todos los presentes le hicieron eco. Hasta los que no creían que fuera posible estaban dispuestos a divertirse con un poco de prestidigitación de aficionado.
Leonard sentía que algo tangible se esperaba de él.
-¿Alguno de los presentes tiene -dijo-, una moneda de cobre o algún pequeño objeto sin mayor valor?
-¿No nos va a hacer desaparecer monedas o algo tan primitivo como eso, verdad? -dijo Clovis despectivamente.
-Me parece muy antipático de su parte no concederme mi petición de convertirme en loba -exclamó Mary Hampton, mientras se dirigía al invernadero para darles a sus guacamayos su regalo usual de sobras del postre.
-Ya le he advertido sobre el peligro de burlarse de estos poderes -dijo Leonard solemnemente.
-No creo que usted pueda hacerlo -dijo Mary con una risa desafiante desde el invernadero-, lo reto a que lo haga si puede. Lo desafío a que me convierta en loba.

Mientras decía esas palabras, se perdió de vista detrás de un macizo de azaleas.

-Señora Hampton -empezó Leonard con mayor solemnidad, pero no pudo continuar. Un soplo de aire helado pareció recorrer el salón, y al mismo tiempo los guacamayos estallaron en gritos ensordecedores.
-¿Qué diablos les pasa a esos malditos pájaros, Mary? -exclamó el coronel Hampton; en el mismo momento, un grito aún más estridente de Mavis Wellington hizo que todos se levantaran de sus asientos. En distintas actitudes de horror incontenible o de defensa instintiva se enfrentaban con la fiera gris de aspecto maligno que los miraba desde un surco de helechos y azaleas.

La señora Hoops fue la primera en recobrarse del caos general de terror y aturdimiento.

-¡Leonard! -le gritó chillonamente a su sobrino-, ¡conviértela otra vez en la señora Hampton ahora mismo! Puede saltarnos encima en cualquier momento. ¡Conviértela otra vez!
-Yo... yo no sé cómo -balbució Leonard, que parecía más asustado y horrorizado que cualquiera.
-¡Cómo! -gritó el coronel Hampton- ¡Usted se ha tomado la abominable libertad de convertir en loba a mi esposa, y ahora se para tranquilamente y dice que no puede volverla a convertir en ella misma!

Para ser estrictamente justos con Leonard, hay que decir que la tranquilidad no era algo por lo que se distinguiera en ese momento.

-Le aseguro que yo no convertí a la señora Hampton en loba; nada más lejos de mis intenciones -protestó.
-¿Entonces, donde está ella, y cómo vino a dar ese animal al invernadero? -preguntó el coronel.
-Desde luego debemos aceptar su afirmación de que usted no convirtió a la señora Hampton en loba -dijo Clovis cortésmente-, pero estará usted de acuerdo en que las apariencias están en contra suya.
-¿Vamos a seguir con todas estas recriminaciones con ese animal ahí parado listo a hacernos pedazos? -gimió Mavis indignada.
-Lord Pabham, usted sabe mucho de animales salvajes -sugirió el coronel Hampton.
-Los animales salvajes a que yo estoy acostumbrado -dijo lord Pabham-, vienen con sus credenciales en orden, de distribuidores muy conocidos, o se han criado en mi propio zoológico. Nunca me había encontrado con un animal que sale tranquilamente de un macizo de azaleas, dejando a una anfitriona encantadora y muy querida inexplicablemente desaparecida. Hasta donde uno puede juzgar por las características externas -continuó-, tiene la apariencia de una hembra bien desarrollada del lobo de los bosques de Norteamérica, una variedad de la especie común de Canis lupus.
-Economícese el nombre en latín -gritó Mavis, mientras el animal avanzaba uno o dos pasos por el salón-, ¿no puede atraerla con comida y encerrarla donde no pueda hacer daño?
-Si es realmente la señora Hampton, que acaba de comerse una muy buena cena, no creo que la comida le atraiga mucho -dijo Clovis.
-Leonard -rogó lastimosamente la señora Hoops-, ¿aunque lo que pasa no sea culpa suya, no puedes usar tus grandes poderes para convertir este animal espantoso en algo que no haga daño, antes que nos muerda a todos, en conejo o algo así?
-No creo que al coronel Hampton le guste que anden cambiando a su esposa en una serie de animales curiosos como si estuviéramos jugando a las máscaras con ella -objetó Clovis.
-Lo prohíbo terminantemente -tronó el Coronel.
-A la mayoría de los lobos con los que he tenido que ver les ha gustado el azúcar -dijo lord Pabham- si les parece puedo ensayar con ésta.

Tomó un cubo de azúcar del platillo de su taza de café y se lo tiró a la expectante Luisa, que lo agarró en el aire. Un suspiro de alivio salió del grupo. Una loba que comía azúcar, cuando por lo menos podía haberse dedicado a hacer pedazos a los guacamayos, les había hecho perder parte de sus terrores. El suspiro se convirtió en un murmullo de agradecimiento cuando lord Pabham se llevó el animal fuera del salón con un supuesto regalo de más azúcar. Al momento, hubo una invasión al invernadero que había quedado vacío. No había rastros de la señora Hampton, excepto el plato con la cena de los guacamayos.

-¡La puerta está cerrada con llave por dentro! -exclamó Clovis, que le había dado la vuelta a la llave sin que nadie lo notara cuando fingía estarla ensayando.
Todos se volvieron hacia Bilsiter.
-Si usted no ha convertido en loba a mi esposa -dijo el coronel Hampton-, ¿quiere hacerme el favor de explicarme a dónde ha ido a parar, puesto que obviamente no podía pasar a través de una puerta cerrada con llave? No voy a obligarlo a explicarme cómo apareció de pronto en el invernadero una loba de los bosques norteamericanos, pero creo que tengo algún derecho de inquirir sobre qué pasó con la señora Hampton.

Las reiteradas negativas de responsabilidad de Bilsiter fueron recibidas con un murmullo de impaciente rechazo.

-Me niego a quedarme una hora más bajo este techo -declaró la señora Pellington.
-Si nuestra anfitriona ha abandonado realmente la forma humana -dijo la señora Hoops-, ninguna de las señoras del grupo puede quedarse tranquilamente. ¡Yo me niego en absoluto a aceptar como persona de respeto a un lobo!
-Es una loba -dijo Clovis para calmarla.

No se discutió más cuál sería la etiqueta correcta de esas circunstancias poco usuales. La entrada súbita de Mary Hampton le quitó todo interés inmediato a la discusión.

-Alguien me ha hipnotizado -exclamó la señora Hampton enojada-, me encontré a mí misma en la repostería comiendo azúcar de la mano de lord Pabham. Odio que me hipnoticen y el doctor me ha prohibido el azúcar.

Se le explicó la situación hasta donde era posible llamar a tal cosa explicación.

-¿Entonces usted realmente me convirtió en loba, señor Bilsiter? -exclamó emocionada.

Pero Leonard había quemado el navío en el que hubiera podido embarcarse en un mar de gloria. No pudo sino negar débilmente con la cabeza.

-Fui yo el que se tomó esa libertad -dijo Clovis-; no sé si saben que por casualidad pasé un par de años en el nordeste de Rusia, y tengo algo más que la relación de un turista con la magia de esa región. A uno no le gusta hablar de estos extraños poderes, pero de tiempo en tiempo, cuando se oyen decir tantas tonterías sobre ellos, se siente tentado de mostrar lo que puede lograr la magia siberiana en manos de alguien que realmente la conoce. Yo caí en esa tentación. ¿Me dan un poco de brandy? El esfuerzo me dejó un poco débil.

Si Leonard Bilsiter, en ese momento, hubiera podido transformar a Clovis en cucaracha y luego parársele encima, hubiera ejecutado las dos operaciones de muy buena gana.


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