lunes, 28 de mayo de 2012

La hora del lobo por Aliena del Valle

Patricia Olmos abrió de repente los ojos y no vio nada. En el dormitorio aún se podía percibir el aroma a suave incienso que había prendido a media tarde, aquella costumbre ancestral que ella había adquirido por inescrutables medios atávicos para alejar a los malos espíritus. Algo que no era cuestionable, dado que las mujeres de su familia habían practicado el “rito del incienso” desde hacía décadas, pasando de madres a hijas desde hacía tantos años… No recordaba.
Siempre había sido así, eso era un hecho… algo tan arraigado como la ley de no ser infiel a sus esposos: Las mujeres de la familia Olmos jamás, bajo ningún concepto, habrían de ponerle los cuernos a sus maridos. Podrían, eso sí, padecer todas las penas del desamor, pero jamás demostrarlo. Nunca. Ni aún cuando los maridos les fueran infieles a ellas, en cuyo caso, tendrían que soportar con su mejor sonrisa esa cruz, tan pesada para los frágiles hombros de Patricia.
 
Poco a poco se fue acostumbrando a la penumbra  de la habitación. Últimamente tenía el sueño ligero, le costaba dormirse por las noches y, si lo conseguía, despertaba repentinamente, así, en mitad de la noche o ya rayando el alba, siendo ya imposible conciliar el sueño.
Entonces permanecía quieta, en silencio, con los ojos fijos en el techo, procurando no despertar a Miguel, que yacía a su lado. Y Patricia esperaba. Esperaba para poder escapar a la habitación de invitados en cuanto se aseguraba del sueño de su marido.
La habitación de invitados, donde dormía Sebastián desde hacía varios días.
Setián, como le llamaban todos, era el mejor amigo de Miguel, se conocían desde que estaban en la guardería. Hacía ya tres días que estaba con ellos, bajo su mismo techo, por supuesto… Miguel no hubiera permitido que teniendo él una casa Sebastián durmiera en un hotel a su paso por Madrid. Craso error, pensó Patricia. Miguel tenía una confianza tan ciega en ella, o en su familia (la de ella), que estaba ciego. O quizás, simplemente le daba lo mismo que ella pudiera fijarse en su amigo.
Hasta quizá lo deseaba, para librase de culpa.
Patri giró la cabeza para observar a su marido. Apenas llevaban dos años de casados, pero ella sentía que habían pasado siglos: no había sido fácil. En absoluto. Le habían casi obligado a casarse con él porque era un buen muchacho, de buena familia (vamos, con pedigree…  y bien cubiertas las espaldas), guapo, atlético… y encima, ella no le amaba. El matrimonio perfecto. Una condena en vida. Pero lo cierto es que cuando se casó con él, Patricia no estaba enamorada de nadie, así que tampoco le supuso una tragedia. Ella solo amaba la pintura, su sueño era llegar lejos y estudiaba Bellas Artes, pero…el matrimonio arrasó con todo. Tuvo que quedarse en su casa, con la pata quebrada, como quien dice, jugando a las casitas con un hombre al que apenas veía. Casi que mejor, porque juntos solo sabían discutir.
Se colocó de costado y apoyó la mejilla en la palma de su mano izquierda, extendida, para mirarle mejor. Él dormía tranquilamente, como si no hubiera absolutamente nada en el mundo que pudiera alterar su descanso, y ajeno al insomnio y a las excursiones nocturnas de su mujer. Quizás el incienso no cumpliera su cometido, o quizás simplemente que los milagros ya no tenían cabida en la derrota de sus vidas; después de tantos y tantos naufragios y abdicaciones, la Nada. ¿Dónde subyacía el error, en qué momento todo se había quebrado?
 
Se incorporó en la cama y, alargando el brazo, se colocó sobre los hombros su suave bata de seda. Caminó de puntillas hacia la puerta, furtiva, huyendo de la insensible bestia dormida. Avanzó por el largo pasillo del chalet como en una ensoñación, hasta llegar a la puerta del cuarto de invitados. Accionó el pomo y abrió exaltada, expectante, como si dentro se hallara el más preciado de los tesoros. Setián, adorado Setián… allí estaba él, tumbado de espaldas, el contorno de su cuerpo perfectamente delineado por la fina sábana que le cubría hasta medio pecho. Ella se acercó a los pies de la cama y sujetando uno de los extremos de la misma, la deslizó pausadamente hacia abajo, destapando aquel cuerpo que tanto deseaba, aquel cuerpo que consideraba ya suyo a pesar de que aún él no lo supiera… aquel tantas veces explorado en silencio, un día tras otro, siempre entre las penumbras del cuarto de invitados donde Setián dormía y sin que ella se atreviera ni tan siquiera a rozarle… ¿Cuántas mujeres habrían recorrido aquella divina anatomía? ¿Cuántas conocerían los recovecos de Setián, toda su orografía? Frunció el ceño, molesta por las cuestiones que siempre le asaltaban en los mejores momentos.
Fue entonces cuando Patricia dio el primer paso, apoyando por primera vez las manos sobre la cama de Setián, después de tantos días observándole a escondidas. Y pensando en su madre, en sus tías, en su abuela, se sentó en la cama.
Se inclinó hacia el pecho de Setián, entrecerrando los ojos, sintió su olor. Eso le reconfortó. Posó su mano derecha sobre el vientre de su amante, sintiendo el vello del bajo vientre en la palma de la mano, pero Setián, con un gruñido, se movió, quedando frente a ella, completamente desnudo como estaba, completamente dormido, soñando con solo sabe Dios qué, enteramente entregado a sus fantasías. Ella descendió a la altura de su cintura y le rodeó tímidamente con un brazo, conteniendo la respiración, insegura, sin dejar de mirarle a los ojos  por temor a que despertara. Comenzó a acariciarle el culo prieto, desterrando sus sospechas de infidelidad ajenas, decidida a disfrutar del cuerpo dormido que tan confiadamente se mostraba ante ella.
En un principio simplemente se dedicó a masajear lentamente su retaguardia, rozando el vello que crecía justo en su profunda raja, tratando de abarcar, sin éxito, aquellas considerables nalgas con una mano. Aquel chico tenía un culo precioso, grande (pero no demasiado), redondo, prieto, con unas nalgas suaves y con miles de pelillos protectores por entre la raja, un culo capaz de sostener medio mundo. Patricia inició una prueba de reconocimiento con la punta de los dedos, tratando de alcanzar el ano… y justo lo había conseguido cuando Setián, notando que algo andaba mal en ese noble punto inferior, se removió inquieto.
Patricia, sorprendida, retiró la mano, pero no se movió. Permaneció inmóvil hasta que, pasados unos segundos, pensó que él ya no se despertaría. Entonces descendió un poco más, más allá del bajo vientre, descubriendo la más ansiada de las riquezas de Setián… acercó su cara al laxo pene y rozó juguetona, con la nariz, la base, aspirando su aroma, sumergiéndose en el vello púbico que rodeaba la base de la ansiada verga.
No se lo podía creer. ¡¡ Ella, Patricia Olmos, con la nariz hundida en el sexo del mejor amigo de su marido!! Si su familia se enterase… ¡¡ si Miguel se enterase !!.
En ese preciso instante cerró los ojos, tratando de no pensar. Aquel era su momento de gloria, quizás el único en el que podría disfrutar de aquel hombre que tanto deseaba. ¿Violación? No, por Dios!! Solo era… era… bueno, estaba segura de gustarle a Setián y… si, seguro que ella también le gustaba a Setián, si, a veces la miraba… como…¿libidinosamente?. Si. Seguro. Su mano sobre el fuego no se quemaría.
Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal, y caiga tu lanza.
Patri, más decidida, sujetó con el índice y el pulgar la base del pene de Setián y se lo introdujo en la boca despacio, casi ritualmente, acariciándolo con los labios, a la vez que con los mismos dedos trataba de retirar la piel. Poco a poco la maravilla dormida comenzó a entrar en calor gracias a su saliva y, despertándose gratamente sorprendido, se quedó totalmente erecto, grandioso, apetitoso – ella lo miraba con gula: aquella era una polla convencida de poder acabar con el mundo de un solo mancajazo. Carne en barra de primera calidad.
Ella acarició aquel apéndice sagrado, extasiada ante las dimensiones que había alcanzado, sorprendida por su suavidad y maldiciendo la semioscuridad que le impedía disfrutar del color de tamaño prodigio de la naturaleza. Quizás por eso no se dio cuenta de que  Setián acababa de despertarse, seguramente a la par que el despertar de su miembro, y que la miraba casi sin creérselo, preguntándose si aún soñaba, viendo a Patricia arrodillada, con su rostro a pocos centímetros de la punta de su verga y con las manos paseando libremente por su anatomía más recóndita.
Pero, pese a su sorpresa, no dijo nada. Es más, siguió haciéndose el dormido para no despistar a la chica, la mujer de su mejor amigo, quien le había acogido en su casa, Miguel, su amigo desde la infancia, Miguel, que seguramente jamás había deseado a su mujer tanto como la había deseado Setián desde que, días atrás, la vio por primera vez.
Setián sentía la respiración acelerada de Patricia sobre si pelvis y pensó en la cantidad de veces que había imaginado la desnudez de aquella diosa cada vez que la observaba afanarse en las tareas domésticas, cuando pasaba a su lado y apenas le rozaba, cuando la veía con esos vestidos que la tapaban desde la garganta hasta más allá de las rodillas… “viene de una familia muy católica”, le había comentado Miguel en un intento de disculpar la forma tan beatífica que tenía su mujer de vestir… Miguel, el cazador insaciable, que se estaba acostando día si y otro también con su secretaria, Miguel, que apenas valoraba a la diosa encubierta que tenía por mujer. Y ahora, aquella diosa reverenciada, estaba allí, en su cama, disfrutando como una niña del cuerpo de aquel que no era su marido, de aquel desconocido a quien creía dormido. El pensar que Patricia prefería estar con él antes que con su marido le puso malo… estaba a punto de estallar. Ojalá hubiera podido agarrarla y hacer que se montara sobre él, que engullera con su sexo su enhiesto miembro, obligarla  a que cabalgara sobre él como jamás – seguramente- se habría atrevido a hacerlo sobre su marido… pero la respetaba demasiado. Quería a esa mujer para él, acabar sus días con ella, de la mano hacia lo que quedara…
No pudo reprimir un suspiro cuando ella se metió su polla hasta la garganta, y lo hizo varias veces, con frenesí, hasta que Setián no pudo más y, casi avergonzado, no alcanzó a evitar correrse en la boca de Patricia. Pero ella no se apartó, sino que, dirigente, tragó todo el semen, saboreó todo el semen como si de ambrosía de dioses se tratara, una delicia de gourmet, como si no hubiera comido durante siglos… y en verdad era la primera vez que lo probaba. Y le había gustado tanto, que le lamió el pene hasta que Setián sintió que le ardía la piel.
 
Cuando Patricia estuvo convencida de que ni la más mísera gota de semen había sido desperdiciada, se incorporó, cubrió cariñosamente a Setian con la sábana de raso a la altura de medio pecho, y salió sigilosamente de la habitación, tal y como había entrado, sin dejar rastro.
Ya a solas, Setián se incorporó en la cama y palpándose su nuevamente adormecido miembro, se prometió a sí mismo que aquello no podría quedar en una simple aventura nocturna de su anfitriona.
Mientras, Patricia regresaba a tientas por el largo pasillo.
Había comprendido que ya no existía razón alguna por la que temer a la hora del lobo, porque el lobo ya no existía.
Había desaparecido, llevándoselo todo consigo.
Pero aún quedaba vida.
Se acomodó en su lado concertado de la cama matrimonial y pronto se quedó dormida… soñando con los futuros labios que esperarían soñolientos a que ella los despertara de nuevo…
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario