domingo, 27 de mayo de 2012

El laberito


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Edimburgo es una metrópoli anclada en épocas pretéritas. Pasear por sus calles es evocar los pensamientos oscuros que hubieron de tomar la mente de Robert-Louis Stevenson para crear el infierno antagónico de Jeckyll y Hyde. Al pisar la Royal mile, la milla real que vertebra la ciudad vieja desde el castillo hasta el palacio de Hollyrood, pocos son conscientes de que bajo este empedrado hubo otra ciudad, callejones de contraluces donde habitan las almas perdidas…
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El año, 1347. La peste negra avanza por Europa Central dejando un reguero de padecimientos y muerte sin parangón hasta la fecha. Siguiendo la ruta de Crimea se ha extendido como la pólvora, una vez los mongoles han arrojado con las catapultas los cadáveres de los apestados contra las murallas de Teodosia, allí donde la última colonia de genoveses veían aterrados los efectos de la terrible enfermedad sobre los cuerpos de los afectados. Y de ahí a Italia, Francia, España, Inglaterra… La mitad de la población del viejo continente sucumbe bajo la afilada guadaña de la “muerte negra”, el castigo que en su infinita misericordia los dioses han dejado caer sobre el hombre, frágil vástago de sus propias debilidades… A tal punto llegó la situación, que en el año 1561, el monje carmelita y profesor de teología en la Universidad de París Jean de Venette, aseguró que “tan grande era la mortalidad, que durante largo tiempo, 500 difuntos eran llevados en carretas, con gran devoción, al cementerio de los Santos Inocentes para ser enterrados. Un gran número de santas hermanas, sin temor atendieron con dulzura y humildad a los enfermos y sin pensar en el horror, hoy descansan en paz con Cristo, como nosotros piadosamente lo creemos”. La falta de salubridad en las grandes urbes, las ratas y pulgas –auténticas transmisoras de las imparable pandemia–, el hacinamiento de una población que acudía a las ciudades para otear un futuro más venturoso, los callejones que pasaban por ser enormes estercoleros dada la carencia de un sistema de saneamiento que eliminase tanta basura, convertía a éstas en auténticas incubadoras de virus que campaban a sus anchas, y contra los que el ser humano únicamente podía combatir con un sistema inmunológico deficiente, dada la carencia de medicamentos. Y es que cuando la muerte negra se manifestaba el horror se apoderaba de los entornos, y los apestados se convertían en parias a los que aislar.
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El siniestro nombre derivaba de las enormes manchas de tonos pardo-negruzcos que afloraban en la dermis del “condenado”, a lo que posteriormente seguía, durante aproximadamente tres días de insufrible agonía, la esputación de sangre, tumores de gran tamaño por toda la anatomía –especialmente bajo las axilas y alrededor del pecho–, delirios… marcando el final de una vida, en la mayoría de las ocasiones, castigada por la pobreza. El horror se apoderó de media Europa y parte de la restante, siendo representado de manera grotesca en el arte de tan oscuros tiempos. Así nació el Ars Moriendi –“arte de morir”–, un gusto por lo macabro que llenó de esqueletos, de danzas mortuorias y de tenebrismo, pinturas, esculturas y obras literarias. Trescientos años en los que muchos creyeron ver la siniestra figura de Satanás gobernando aquel infierno…
1665, Edimburgo La gran ciudad del norte del Reino Unido se debate entre las contiendas, más o menos bélicas, que mantienen desde siglos atrás con su vecina Inglaterra, y una epidemia que merma la población por decenas cada jornada. La madera para hacer ataúdes se ha acabado hace días, y se ven obligados a enterrar a los muertos cubiertos por mantas en grandes fosas comunes, y a veces a escasa profundidad. Los cuerpos, en su proceso natural de putrefacción, permiten la aparición de esporas y microorganismos que contaminan las aguas subterráneas de las que se nutre la capital de Escocia, dando pie a nuevas enfermedades. La situación bordea el caos. El callejón de Mary King, en las entrañas de la ciudad antigua, no permanecía ajeno a la feroz epidemia; más aún, sus habitantes, gente humilde cuando no paupérrima, habían empezado a sufrir las consecuencias de la peste bubónica, llamada así porque su síntoma más visible era la inflamación de los ganglios –o bubones–, dejando los cuerpos de los desgraciados llenos de estremecedoras llagas. Tiempo después, cuando todo pasó, pocos pudieron olvidar los estragos causados por la terrible dolencia, y muchos menos la silueta del doctor George Rae, que de manera altruista, enfrentándose a la muerte con una máscara de larga nariz curvada, en cuyo interior había colocado múltiples hierbas aromáticas para evitar el contagio, provocaba espanto en el corazón de niños y adultos, acercándose entre la penumbra, únicamente iluminado por un candil de aceite, para cauterizar las enormes heridas que destrozaban la anatomía de los pacientes. La población del callejón, al igual que en todo el país –y en todo el mundo conocido– se vio mermada en exceso, más aún después de la drástica medida del Consistorio de levantar un muro en éste y otros aledaños para evitar que los enfermos escaparan y extendieran aún más la epidemia. Al derribarlos los cadáveres se amontonaban en casas y empedrados, y la leyenda de que el lugar había quedado maldito empezó a circular de boca en boca… Y así, años, décadas… Los siglos pasaron, y la nueva y floreciente Edimburgo fue ocultando los callejones de los apestados, fortaleciendo sus cimientos sobre tanta muerte y desolación, ocultando de los rayos del astro rey un mundo que en tiempos estuvo sumido en las sombras. Hoy, en pleno siglo XXI, este reino de contraluces permanece intacto bajo las calles principales de la maravillosa capital escocesa.
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Un lugar encantado Accedemos al lugar por un callejón que se sitúa junto al City Chambers. Éste fue levantado una vez demolieron, a mediados del siglo XIX, los delicados edificios que desde tiempos remotos se alzaban a los cielos, construcciones preparadas para soportar dos alturas, e incluso hasta diez, dada la excesiva densidad de población. Sin embargo, esta ciudad subterránea permaneció en pie, si no completamente, sí de segunda planta hacia abajo, que es el punto desde donde se inició el derrumbe. Hoy se rompe el silencio de este mundo de sombras a través de una escalera que parte de una tienda bien surtida de souvenir, en la que se pueden encontrar –algo habitual, pues estamos en Escocia– libros de casas, castillos y cementerios con fantasmas, guías oficiales que nos narran la historia del singular enclave que estamos a punto de visitar, baratijas con diseños varios…; en suma, la parafernalia propia de lugares como éste, el lago Ness, Roma o Jerusalén, cada uno en su propio ámbito… El guía, un simpático hombretón que ha sustituido el kilt –la típica falda escocesa– por un pantalón negro, camisa blanca, capa y sombrero, al más puro estilo de la España del lazarillo, esboza una sonrisa luciendo unas sonrosadas y voluminosas mejillas, pues ya se sabe que el güisqui por estas tierras es manjar de dioses. Con voz profunda nos invita a penetrar en un mundo anclado en ese tiempo de dolor y sufrimiento. Sin embargo, poco importa lo que diga, porque lo que se percibe al iniciar el descenso de los centenarios escalones es más importante. La atmósfera se condensa; la humedad se apropia del ambiente y hay que estar atento a las irregularidades del terreno ya que la iluminación es deficiente; más bien justa. El intento de recrear aquellos días está muy logrado. Las casas se reparten a derecha e izquierda, vacías del bullicio de otras épocas pero, según dicen, repletas de los espíritus de aquellos que entre las paredes de este universo subterráneo sufrieron lo indecible. No es lugar apto para claustrofóbicos. Nuestros pasos retumban en un laberinto de corredores, haciendo que inconscientemente miremos adelante y atrás, allí donde, al menos en apariencia, únicamente queda la oscuridad. Después de los siglos transcurridos, las leyendas se han adherido al enclave, casi tanto como la gruesa capa de polvo que lo cubre todo. Los silencios retumban entre las bóvedas; aquí hubo una cuadra, y hay que tener cuidado para no tropezar con los abrevaderos que se sitúan a ras del suelo. Cuentan las crónicas que a la estancia continua, otra casa independiente, allá por el año 1685 se mudó el anciano procurador Thomas Coltheart. Si bien es cierto que no demasiado tiempo después abandonaría este mundo, hasta que la parca se lo llevó sufrió una consecución de fenómenos anómalos que minaron aún más si cabe su salud. La llegada de la madrugada se convirtió así en sinónimo de desvelo. No en vano, la primera de las apariciones que se produjeron fue la cabeza de un anciano barbado, de mirada lasciva, que parecía desplazarse sin atender a la horrorizada expresión de los espectadores involuntarios. Al cabo de los días fueron numerosos los supuestos espectros que vinieron a romper la tranquilidad de las noches, ya no sólo en la casa de los Coltheart, si no de los inquilinos del callejón, que a estas alturas sabían de las correrías de los misteriosos visitantes. Un fantasmal perro persiguiendo a un gato no menos etéreo, espeluznantes lamentos capaces de encoger el alma del más valiente… Sea como fuere el viejo procurador se fue de este mundo asustado, convencido de la autenticidad de los sucesos que le tocó vivir. Y para dar fe de ello, de la realidad de éstos, no tuvo idea mejor que comentarlo con un amigo. Lo extraño es que cuando lo hizo, llevaba varias jornadas muerto…
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El fantasma de Annie Es probable que a la mayoría de ustedes el nombre de Aiko Gibo les haga pensar en alguno de los protagonistas de la magistral serie Mazinger Z. Podría ser… pero lo cierto es que se trata de una de las médiums más destacadas de Japón. Parapsicóloga, experta en asuntos varios, se encontraba realizando una serie para la televisión nipona, ubicando los lugares del Reino Unido en los que se producían fenómenos paranormales. Escocia y sus castillos, como es lógico, no podían faltar. Sin embargo, cuando el rodaje estaba a punto de finalizar, llegó a oídos de los productores que en el corazón del viejo Edimburgo, más debajo de lo que se veía sobre la gris superficie, había un sitio que merecía la pena visitar… Y allí se fueron, y hubo de ser en la pequeña casa –algo más de 20 m2 para una familia numerosa–, concretamente en la única habitación separada del resto del hogar por una minúscula puerta, donde la dotada –entiéndase la cuestión del concepto– se percató de que en aquel lugar se percibía algo especial; que ciertas energías en las que a veces cuesta creer estaban apretando con ganas su corazón. Intentó salir pero una fuerza irrefrenable la llevó nuevamente al interior. Quedó muda. En el rincón, apenas iluminada por los farolillos que colgaban de las desconchadas paredes había una niña, en silencio, sin mover un músculo.
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Tras los primeros instantes de tensión, finalmente la pequeña aseguró que había sido abandonada en aquel lugar cuando la peste de 1644 comenzó a causar estragos, cebándose con especial intensidad en los habitantes del callejón, dadas las condiciones precarias en las que éstos vivían. Víctima de la plaga, falleció en esta habitación, y únicamente pedía que la llevaran nuevamente con sus padres. Aiko hubo de quedar tan conmocionada como para salir a la calle, y regresar al cabo de los minutos con un muñeco, asegurando a los asistentes de tan peculiar escena que mientras en el vacío arcón ubicado junto a la pared hubiese un juguete, la muchachita descansaría en paz. Annie se ha convertido por méritos propios en el fantasma más célebre de Edimburgo, más incluso que su homónimo animal, el perro Bobbie –ver cuadro–, y son miles, decenas de miles las personas que al cabo del año visitan el hogar de la aparecida, dejando sus juguetes en el polvoriento arcón. Un letrero advierte que una vez repleto se envía su contenido a ONGs que velan por los derechos de los más desprotegidos: los niños. Empero hay algunos que llevan aquí casi el mismo tiempo que el viejo barrio, aportando su particular granito de dramatismo y de oscuridad al entorno… Seguimos ruta. Pasamos por una estancia sobrecogedora: dos camastros infames contienen los cuerpos de Janet Graig y de sus tres hijos. Uno de ellos yace muerto a sus pies, cubierto por la áspera tela de un saco. El otro, primogénito, es atendido por el buen doctor Rae, parapetado tras su horrible máscara de nariz puntiaguda, antepasado directo de las actuales antigás, sombrero en ristre y mirada perdida, mientras el enfermo manifiesta una horrenda mueca de dolor. La mujer, con la mano cubriendo su rostro, asiste al final del más pequeño de sus vástagos, el bebé que se retuerce entre sus brazos. La muerte negra está haciendo bien su trabajo… Una escena igual o parecida se hubo de desarrollar entre estos sombríos paredones. Constancia hay de ello, como de que después, los siglos y los millones de personas que han pasado por el callejón, aseguran observar las presencias de dos pequeños que se desvanecen en la oscuridad. Sean reales o no estas historias, lo cierto es que cuesta imaginar, asomándonos a la pequeña ventana que da al callejón, la tragedia que en pocos años se hubo de vivir en este siniestro enclave; las condiciones en las que se desarrollaron tan terribles acontecimientos; la rutina de un lugar pobre, inhumano… De las ventanas que hay a ambos lados del empedrado, a algo más de dos metros del suelo, surgen gruesas cuerdas que sostienen ropajes que se zarandean a causa de un viento que aquí no procede de ningún lugar. Dicen los que de esto saben que son las almas de de los condenados, abanderados por Alexander Cant, asesinado en 1535 a escasos metros por una mujer que le malquería y una suegra que, ahora sí y dando por cierto el tópico, le odiaba sin esfuerzo. Fue muerto por demandar a la vieja ya que ésta no se había hecho cargo, como mandaba la ley, de cubrir con sus dineros la dote de su hija. La mala mujer fue condenada a morir bajo las frías aguas del cercano lago Nor, dando paso a un contencioso entre Corona y Consistorio de Edimburgo, ya que el rapaz Jaime V quería hacerse con los bienes de la ajusticiada, y el edil de la ciudad se empeñaba en repetir una y otra vez que ella era de allí, y que había sido muerta en la amurallada urbe. La justicia fue más benigna con la esposa, ya que al estar embarazada se conmutó la pena hasta que diera a luz, tiempo que aprovechó para huir a la vecina Inglaterra, donde casó tiempo después con un rico comerciante. Sea como fuere son dos de los espíritus más célebres que los viajeros se pueden encontrar aquí. Al menos eso asegura con criterio el lustroso guía… Nuestro recorrido culmina en la casa de Andrew Chesney, el fabricante de sierras, el último hombre que habitó este rincón del subsuelo de la old town. Es interesante ponerse en la piel de aquel hombrecillo, yermo de cabello y encorvado, que como un alma en pena vagó libre por los hogares, ya abandonados, de los que aquí dejaron tristezas y pocas alegrías. Fue, en contra de su voluntad, obligado a trasladarse a otro lugar ya que toda esta parte del inframundo que ocupaba iba a quedar sepultada bajo los escombros. Finalmente no fue así, por lo que la tradición manda que si uno desea acceder al hogar de Chesney, primero ha de golpear la puerta varias veces y pedir permiso a su dueño, pues según relatan los testigos, éste es gruñón y así lo demuestra cuando uno menos lo espera. Atrás queda el callejón de los secretos, no sin antes dejar que el grupo se adelante, para disfrutar unos instantes de su soledad; de su silencio. Y es que si el pasado permanece retenido en un fragmento del espacio-tiempo, ahora, mientras observo las centenarias casas abandonadas, hay un instante de esa época en el que los apestados se zarandean buscando apoyo en las paredes del empinado callejón; un momento en el que Chesney, malhumorado como casi siempre, cierra de un fuerte tirón la puerta de su casa; una secuencia en la que Annie llora desesperada pidiendo a los cielos que sus padres, muertos por la peste, regresen junto a ella… Sensaciones que únicamente se pueden experimentar en lugares como éste, el más célebre de los muchos, muchísimos que permanecen ocultos bajo la ciudad que se abre a los cielos, sitios en los que un don atrofiado años atrás, la imaginación, se manifiesta con intensidad. Imaginación, o realidad; quién sabe… 


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