jueves, 24 de mayo de 2012

El devorador de fantasmas

es un relato de hombres lobo del escritor norteamericano H.P. Lovecraft, escrito en colaboración con C.M. Eddy, Jr. -con quien previamente había trabajado en Los amados muertos (The loved dead)-, y publicado en la edición de abril de 1924 de la revista Weird Tales.

Aquella entrega de Weird Tales fue particularmente abundante en obras de H.P. Lovecraft. Además de El devorador de fantasmas contó con Nemesis (Nemesis), un poema bastante desconocido, y El simio blanco (The White Ape), cuento fantástico que apareció en The Wolverine en 1920 con un título atroz: Hechos concernientes a la muerte de Arthur Jermyn y su familia (Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family), luego rebautizado como Arthur Jermyn (Arthur Jermyn).



¿Locura? ¡Quisiera poder pensar así! Pero cuando estoy a solas, tras caer la noche, en los desolados lugares a donde me llevan mis vagabundeos, y escucho, cruzando los vacíos infinitos, los ecos demoníacos de esos gritos y gruñidos, y ese detestable crujido de huesos, me estremezco de nuevo con el recuerdo de aquella espantosa noche.

Sabía menos de montería en aquellos días, aunque ya entonces la naturaleza me llamaba tan fuerte como lo hace ahora. Hasta esa noche me había cuidado siempre de contratar un guía, pero las circunstancias me forzaron bruscamente a desenvolverme por mis propios medios. Era mediados del verano en Maine, y a pesar de mi gran necesidad en ir desde Mayfair a Glendale antes del siguiente mediodía, no pude encontrar quien me guiara. A menos que tomase la larga ruta a través de Potowisset, que no me llevaría a tiempo a mi meta, habría de cruzar espesos bosques; pero cada vez que preguntaba por un guía me topé con negativas y evasivas. Forastero como era, me resultaba extraño que cada cual tuviera una rápida excusa. Había demasiados “negocios importantes” en ciernes para un villorrio perdido, y sabía que los lugareños mentían. Pero Todos tenían "deberes imperiosos", o eso decían, y no podían más que asegurarme que la senda a través de los bosques era muy sencilla, corriendo recta hacia el norte y sin la menor dificultad para un mozo vigoroso. Si partía cuando la mañana era aún temprana, aseguraban, podría llegar a Glendale a la puesta del sol y evitar una noche al raso. Aun entonces no sospeche nada. La perspectiva parecía buena, y decidí intentarlo a solas, dejando a los perezosos pueblerinos atrás con sus asuntos. Probablemente podría haberlo intentado aun recelando, porque la juventud es testaruda, y desde la niñez me había reído de supersticiones y cuentos de viejas.

Así, antes que el sol se estuviera en alto, me había encaminado entre los árboles por la trocha serpenteante con el almuerzo en la mano y la automática en el bolsillo y el cinturón repleto de crujientes billetes de gran valor. A juzgar por las distancias que me habían dado y el conocimiento de mi propia velocidad, supuse que llegaría a Glendale un poco después del ocaso; pero sabía que retrasándome durante la noche por algún error de cálculo, tenía suficiente experiencia en acampada como para no amilanarme. Además, mi presencia en el punto de destino no era verdaderamente necesaria hasta el mediodía siguiente. Era el clima lo que amenazaba mis planes. El sol, conforme subía abrasaba aún a través de lo más espeso del follaje, consumiendo mis energías a cada paso. A mediodía, mis ropas estaban empapadas de sudor y me sentí flaquear a pesar de toda mi resolución. Al internarme más profundamente obstruido y en muchos puntos casi bloqueado por la maleza. Debían haber pasado semanas quizás meses desde que alguien atravesara aquella ruta, y comencé a preguntarme si, después de todo, podría cumplir mi programa. A fin, sintiéndome verdaderamente famélico, busqué la zona más profunda de sombra que pude encontrar y procedí a almorzar el tentempié que el hotel me había preparado.

Eran algunos sándwiches insípidos, un pedazo de pastel rancio y una botella de vino muy flojo; aun no siendo un suntuoso festín, fue bastante bienvenido por alguien en mi estado de acalorado agotamiento. Hacía demasiado calor para que el fumar fuera gratificante, así que no saqué mi pipa. En cambio, cuando hube acabado mi comida me tumbé a lo largo bajo los árboles, tratando de reposar un rato antes de emprender la última etapa de mi camino. Supongo que fui un estúpido por beber ese vino, porque, flojo como era, fue bastante para rematar el trabajo que bochornoso y opresivo día había comenzado. Mi plan consistía en una simple y momentánea relajación, pero, con apenas un bostezo de aviso, caí en un profundo sueño.

II.
Cuando abrí los ojos, el crepúsculo se cerraba a mi alrededor. Un viento acariciaba mis mejillas, devolviéndome rápidamente mi pleno sentido y mientras ojeaba al cielo vi con aprensión que apresuradas nubes negras estaban creando un sólido muro de oscuridad, indicio de violenta tormenta. Ahora sabía que no podría llegar a Glendale antes de la mañana, pero la perspectiva de una noche en los bosques mi primera noche de acampada solitaria en la espesura parecía muy repugnante bajo esas especiales condiciones. En un instante resolví avanzar durante un rato al menos, con la esperanza de encontrar algún cobijo antes que la tempestad se desencadenara. La oscuridad se extendía sobre los bosques como un pesado manto. Las nubes bajas se tornaban aún más amenazadoras, y el viento arreciaba a un verdadero vendaval. El relámpago de un distante rayo iluminó el cielo, seguido de un ominoso retumbar que parecía esconder algún maligno propósito. Entonces sentí una gota de lluvia sobre mi mano tendida y, todavía caminando automáticamente, me resigné a lo inevitable. Otro momento y había visto el resplandor, la luz de una ventana a través de árboles y oscuridad. Pendiente de tan sólo refugiarme, me apresuré hacia allí… ¡Quisiera Dios que me hubiera dado la vuelta y huido! Había una especie de claro imperfecto, en cuya parte más alejada, con su zaga contra el bosque primitivo, se levantaba una construcción. Había esperado encontrar una choza o una cabaña, pero me detuve sorprendido cuando divisé una casita limpia y de buen gusto con tejado de dos vertientes, de unos 70 años de antigüedad a juzgar por su arquitectura, aunque todavía en un estado de conservación que demostraba la atención más celosa y civilizada. A través de los pequeños paneles de una de las ventajas inferiores brillaba una intensa luz, y hacia ella azuzado por el impacto de otra gota de lluvia me apresuré cruzando el claro, aporreando ruidosamente las puertas tan pronto como alcancé las escaleras.

Con prontitud, mis golpes tuvieron respuesta en una voz profunda y agradable que pronunció una sola palabra:

-¡Adelante!

Empujando la puerta desatrancada, entré en un penumbroso salón alumbrado desde un zaguán abierto a la derecha, más allá del cual había una habitación atestada de libros con la ventana iluminada. Mientras cerraba la puerta exterior a mi espalda, no pude por lo menos que reparar en un extraño aroma en la casa; un perfume débil, elusivo, casi definible que de alguna forma sugería animales. Mi anfitrión, supuse, debía ser un trampero que regentaba sus negocios allí mismo. El hombre que había hablado se sentaba en una amplia butaca junto a una mesa central de mármol, con su forma enjuta envuelta en una larga bata gris. La luz de una poderosa lámpara de petróleo resaltaba sus facciones agudas y afeitadas; con lustroso y fino cabello largo y bien peinado; regulares cejas castañas que se unían en ángulo inclinado sobre la nariz; orejas bien formadas, emplazadas abajo y atrás en la cabeza; y amplios y expresivos ojos grises, casi luminosos en su interés. Al sonreír una bienvenida, mostró un magnífico juego de firmes dientes blancos, y mientras me señalaba una silla con un ademán, me percaté de la delgadez de sus delicadas manos, con largos y ahusados dedos de rojizas y almendradas uñas ligeramente curvas y exquisitamente manicurazas. No podía menos de preguntarme por qué un hombre de tan avasalladora personalidad podría elegir la vida de recluso.

-Perdón por la intromisión -me excusé-. Pero estoy tratando de llegar a Glendale antes de la mañana, y una tormenta me hizo buscar un refugio.

Como corroborando mis palabras, en este momento llegó un intenso relámpago, una reverberación chasqueante y la primera descarga de un aguacero torrencial que batía demencialmente contra las ventanas. Mi anfitrión, que parecía ajeno a los elementos, me dedico otra sonrisa al responder. Su voz era entonada y bien modulada, y sus ojos mostraban un serenidad casi hipnótica.

-Sea bienvenido a la hospitalidad que yo pueda ofrecerle, aunque me temo que no sea mucha. Tengo una pierna tullida, por lo que tendrá que hacerse cargo. Si tiene hambre, encontrará abundancia en la cocina… ¡abundancia de comida, no de ceremonia!

Creí detectar una levísima traza de acento extranjero en su tono, aunque su lenguaje era fluido e idiomáticamente correcto. Alzándose a impresionante altura, se dirigió hacia la puerta con largos y renqueantes pasos y me percaté de los brazos inmensos y velludos que colgaban a cada lado, en curioso contraste con sus delicadas manos.

-Venga -invitó-. Traiga la lámpara con usted. Puedo sentarme igual de bien en la cocina que aquí.

Le seguí al salón y a la habitación de más allá, y en esa dirección descubrí el montón de leña en la esquina y el aparador del muro. Unos instantes más tarde, mientras el fuego brincaba alegremente, le pregunté si no debería preparar comida para dos; pero él declinó cortésmente. Hace demasiado calor para cenar me dijo además, he tomado un bocado antes que usted llegara. Tras lavar los platos dejados por mi solitario refrigerio, me senté un rato, fumando satisfecho mi pipa. Mi anfitrión formuló unas pocas preguntas sobre los poblados vecinos, pero cayó en un sombrío mutismo cuando supo que era un forastero. Mientras guardaba silencio, no pude menos que sentir una calidad de extraño en el, un algo insólito y soterrado que a duras penas podía ser analizado. Estaba casi seguro, por otra parte, que yo era tolerado a causa de la tormenta, más que ser bienvenido con genuina hospitalidad. En lo que respecta a la tormenta, parecía haberse agotado.

Fuera, ya había clareado puesto que había una luna llena entre las nubes y la lluvia había menguado hasta una simple llovizna. Quizás, pensé, podría completar mi viaje después de todo; una idea que insinué a mi anfitrión.

-Mejor aguardar hasta mañana -insistió-. Dice que está pensando ponerse en marcha y hay sus buenas tres horas hasta Glendale. Tengo dos alcobas arriba, y es usted bienvenido a una si quiere quedarse.

Había tal sinceridad en su invitación que disipaba cualquier duda que pudiera haber tenido acerca de su hospitalidad, y decidí que su silencio era el resultado del largo aislamiento de sus semejantes en estas soledades. Tras permanecer sentado sin proferir palabra durante el tiempo que tardé en fumar tres pipas, finalmente comencé a bostezar.

-Ha sido un día mas bien agotador para mí -admití-. Y creo que sería mejor que me fuera a la cama. Debo levantarme al alba, ya sabe, y retomar mi camino.

Mi anfitrión agitó el brazo hacia la puerta, a través de la que podía ver el salón y las escaleras.

-Venga -me indicó-. Lleve la lámpara con usted. Es la única que tengo, pero no me importa sentarme en la oscuridad, la verdad. La mitad del tiempo no la enciendo, cuando estoy solo. El petróleo es difícil de conseguir aquí y voy raramente al pueblo. Su alcoba es la de la derecha, al final de las escaleras.

Tomando la lámpara, y volviéndome en el salón para desearle buenas noches, pude ver sus ojos relucir, de una forma parecida a la fosforescencia, en la oscurecida estancia que había abandonado; durante un momento pensé en la jungla y en los círculos de ojos que a veces fulguran justo más allá del radio de la hoguera. Luego, subí las escaleras. Mientras alcanzaba el segundo piso, pude escuchar a mi anfitrión renqueando por el salón hacia la habitación de abajo y comprendí que se movía con seguridad de búho a pesar de la oscuridad. Verdaderamente, tenía poca necesidad de lámpara. La tormenta había acabado, y al entrar en la habitación asignada la descubrí iluminada por los rayos de la luna llena que caían sobre la cama desde la ventana sin cortinas orientada hacia el sur. Apagando la lámpara y sumiendo la casa en la oscuridad a excepción de los rayos de la luna, olfateé un punzante olor que se imponía sobre el aroma del queroseno…el olor casi animal que había notado al entrar en el lugar. Crucé hasta la ventana y la abrí de par en par, inspirando profundamente el fresco y limpio aire nocturno.

Cuando comenzaba a desvestirme me detuve casi instantáneamente, reparando en el cinturón de dinero, aún situado sobre mi cintura. Quizás, reflexioné, convenía no ser imprudente o descuidado, ya que había leído acerca de hombres que aguardaban solo una ocasión para robar o incluso dar muerte a los extraños en el interior de sus moradas. Así, colocando las ropas de cama para hacerlas parecer a una figura dormida, alcance la única silla de la estancia entre las envolventes sombras, cargando y encendiendo de nuevo mi pipa, y tomando asiento para descansar o vigilar, según lo requiriera la ocasión.

III.
No podía llevar mucho rato sentado cuando mis sensibles oídos captaron el sonido de pisadas subiendo las escaleras. Todos los viejos cuentos sobre anfitriones ladrones vinieron a mi cabeza, pero otro instante de escucha reveló que las pisadas eran francas, fuertes y descuidadas, sin atisbos de disimulo; mientras que los pasos de mi anfitrión, por lo que había oído desde el final de las escaleras, eran zancadas blandas y renqueantes. Apagando las brasas de mi pipa, la puse en mi bolsillo. Después, empuñando y teniendo mi automática, me levanté de la silla y caminé de puntillas por la estancia, agazapándome tensamente en un punto desde el que podía cubrir la puerta. Ésta se abrió, y en el pozo de luz lunar entró un hombre que nunca había visto. Alto, de anchas espaldas y distinguido, con el rostro medio tapado por la espesa barba cuadrada y el cuello cubierto con una gran pieza de tela negra, de un corte tan obsoleto en América que le señalaba, indudablemente, como extranjero.

Cómo había entrado en la casa sin que me apercibiera es algo fuera de mi entendimiento, no pudiendo creer ni por un instante que estuviera oculto en la otra alcoba del salón abajo. Mientras le observaba pensativamente bajo engañosos rayos de luna, me pareció que podía ver directamente a través de la robusta forma; pero quizás esto sólo fue una ilusión derivada de mi repentina sorpresa. Percatándose del desarreglo de la cama, pero desdeñando evidentemente la fingida ocupación, el extranjero musitó algo para sí mismo en una lengua extraña y procedió a desnudarse. Lanzando sus ropas a la silla que había desocupado, se metió en la cama, se arropó y en uno o dos segundos estaba resollando con la regular respiración de alguien profundamente dormido. Mi primer pensamiento fue buscar a mi anfitrión y pedirle una explicación, pero un segundo más tarde decidí que sería mejor asegurarse que tal incidente no es una secuela de mi sueño de borracho en los bosques. Aún me sentía flojo, desmayado y, a despecho de mi reciente cena, estaba tan hambriento como si no hubiera comido nada desde el almuerzo del mediodía. Crucé hacia la cama y la alcancé, asiendo el hombro del durmiente. Enseguida, lanzando un ahogado grito de miedo enloquecido y atónito estupor, retrocedí con pulso palpitante y ojos desorbitados. ¡Puesto que mis dedos engarfados habían pasado directamente a través del durmiente, alcanzado únicamente las sábanas de debajo!

Un análisis completo de mis sensaciones enervadas y confundidas sería inútil. El hombre era intangible, aun cuando todavía podía verle, escuchar su respiración regular y observar su figura medio envuelta de lado bajo las sábanas. Y entonces, mientras estaba a punto de creerme loco o bajo hipnosis, escuche otras pisadas en las escaleras blandas, almohadilladas, perrunas, pisadas cojeantes, tamborileando hacia arriba, arriba, arriba… Y otra vez el punzante olor animal, ahora con redoblada intensidad. Aturdido y alucinado, me arrastré una vez más tras la protección de la puerta abierta, estremecido hasta la médula, pero ya resignado a cualquier destino conocido o desconocido. Entonces, en ese pozo de fantasmal luz lunar, irrumpió la enjuta forma de un gran lobo gris. Cojo, según pude ver, pues una de las patas traseras se mantenía en el aire, como herida por algún tiro perdido. La bestia giró la cabeza en mi dirección, y la pistola resbaló de mis temblorosos dedos resonando sordamente contra el suelo.

La ascendente sucesión de horrores había paralizado rápidamente mi voluntad y conciencia, porque los ojos que ahora fulguraban mirándome desde esa cabeza infernal eran los fosforescentes ojos grises de mi anfitrión, tal y como me habían observado a través de la oscuridad de la cocina. Ni siquiera sé si me vio. Los ojos fueron desde mi dirección hacia la cama y contemplaron con glotonería al espectral durmiente. Luego, la cabeza se echo atrás, y de esa demoníaca garganta brotó el más espantoso ulular que haya oído jamás; un aullido ronco, nauseabundo, lobuno, que casi hizo detenerse a mi corazón. La forma en la cama se removió, abrió los ojos y se encogió ante la vista. El animal se agachó de forma estremecedora, y entonces mientras la etérea figura lanzaba un grito de mortal angustia humana y terror que ningún espectro de leyenda podría falsificar saltó directo hacia la garganta de su víctima, con los blancos y firmes dientes reluciendo a la luz de la luna mientras se cerraban sobre la yugular del vociferante fantasma. El gritó terminó con un gorgoteo ahogado en sangre y los espantados ojos humanos se vidriaron. Aquel grito me impulsó a la acción, y en un segundo había recuperado mi automática y vaciado el cargador en la monstruosidad lobuna ante mí. Pero escuché el impacto de cada bala mientras se enterraba en el muro opuesto sin encontrar resistencia. Mis nervios cedieron. El terror ciego me lanzó hacia la puerta y me hizo mirar atrás para ver que el lobo había hundido sus dientes en el cuerpo de su víctima. Entonces llegó aquella impresión sensorial culminante y el arrollador pensamiento derivado. Era el mismo cuerpo que yo había atravesado con la mano momentos antes… pero mientras me abalanzaba por esa negra escalera de pesadilla pude escuchar el astillarse de los huesos.

IV.
Cómo encontré el camino de Glendale o cómo conseguí atravesarlo, supongo que jamás lo sabré. Sólo sé que el alba me encontró en la colina al límite de los bosques, con la escarpada población bajo mis pies y la cinta azul del Cataqua centellando en la distancia. Destocado, sin chaqueta, con el rostro tiznado y empapado de sudor, como sí hubiera pasado la noche bajo tormenta, renuncié a entrar en el pueblo hasta recobrar un poco, al menos, la compostura. Al fin emprendí camino colina abajo por las estrechas calles empedradas de portales coloniales, hasta llegar a la casa Lafayette, cuyo propietario me miró intrigado.

-¿De dónde vienes tan temprano, hijo? ¿Cómo traes esa facha?
-Acabo de llegar atravesando los bosques desde Mayfair.
-¿Has venido… a través de los bosques del Diablo…esta noche…y…solo?

El anciano me dedicó una indispuesta mirada mezcla de horror e incredulidad.

-¿Por qué no -repuse-?. No podría haberlo hecho a tiempo por el Potowisset, y debía estar aquí a mediodía, lo más tardar.
-¡Y esta noche hubo luna llena!… ¡Dios mío! ¿Viste algo de Vasili Oukranikov o el Conde?
-¿Oiga, tengo cara de tonto? ¿Qué quiere… reírse de mí?

Pero su tono fue tan grave como el de un sacerdote al replicar:

-Debes ser nuevo por aquí, hijito. Si no, sabrías todo acerca de los bosques del Diablo, la luna llena, Vasili y el resto.

Me sentí algo atontado, aunque sabía que no debía mostrarme demasiado serio tras mis primeras afirmaciones.

-Vamos…sé que se muere por contármelo. Soy como un burro… todo orejas.

Entonces contó la leyenda a su manera seca, despojándola de vitalidad y credibilidad por falta de colorido, detalles y atmósfera. Pero yo no necesitaba de la vitalidad o credibilidad que cualquier poeta pudiera haber dado. Rememorar lo que había presenciado y recordar que no había oído el cuento hasta después de haber tenido la experiencia y huido del terror de aquellos fantasmales huesos astillándose.

-Antes había unos pocos rusos instalados entre aquí y Mayfair…llegaron tras uno de aquellos follones nihilistas, allá en Rusia. Vasilli Oukranikov era uno de ellos… un tío alto, delgado y bien plantado con brillante pelo rubio y modales encantadores. Pero se decía que era un sirviente del demonio… un hombre lobo y un devorador de hombres. Se edificó una casa en los bosques, como a un tercio del camino entre esto y Mayfair, y allí vivió solo. De vez en cuando llegaba un viajero de los bosques con algún cuentecillo extraño acerca de haber sido perseguido por un gran lobo con relucientes ojos humanos… como los de Oukranikov. Una noche, alguien le pego un tiro al lobo, y la siguiente vez que el ruso vino a Glendale cojeaba. Eso encajaba todo.

Ya no eran simples sospechas, sino hechos probados. Entonces mandó a Mayfair por el Conde su nombre era Feodor Tchernevshy y había comprado la vieja casa Fowler de tejado a dos aguas en State Street para que acudiera a verle. Todos previnieron al Conde, que era un buen hombre y un esplendido vecino, pero él dijo que sabía cuidar de sí mismo. Era la noche de luna llena. Era valiente como él solo, y cuanto hizo fue pedir a algunos de sus hombres, que tenía cerca del lugar, que le siguieran a casa de Vasili si no volvía en un plazo prudencial. Así lo hicieron…y me dices, hijito, ¿Qué has estado cruzando esos bosques de noche?

-Ya le digo que sí -traté de no parecer un embustero-. No soy ningún conde, y ¡heme aquí para contarlo!… pero, ¿Qué encontraron los hombres en casa de Oukranikov?
-Encontraron el cuerpo destrozado del Conde, hijito, y un fibroso lobo gris agazapado sobre él con fauces ensangrentadas. Puedes suponer lo que era el lobo. Y se cuenta que cada luna llena… ¿pero hijito, no viste ni oíste nada?
-¡Nada, hombre! Y Dígame, ¿qué pasó con el lobo…o Vasili Oukranikov?
-¡Toma! lo mataron, hijo… lo llenaron de plomo y lo enterraron en la casa, y luego prendieron fuego al lugar… sabe que esto fue hace sesenta años, cuando yo era un crío, aunque lo recuerde como si fuera ayer.

Me volví con un encogimiento de hombros. Todo eso sonaba demasiado extraño, estúpido y artificial a plena luz del día. Pero, a veces, cuando estoy a solas tras la caída de la noche en lugares desiertos y escucho los ecos demoníacos de esos gritos y bramidos, y ese detestable crujir de huesos, vuelvo a estremecerme con el recuerdo de aquella espantosa noche.


H.P. Lovecraft (1890-1937)
C.M. Eddy, Jr (1896-1967)

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